La forja de un rebelde (134 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Ilsa era pesimista. Había desarrollado la teoría de que nosotros nos habíamos convertido en meros supervivientes de los días iniciales de la revolución, ya que habíamos fracasado en adaptarnos nosotros mismos a los cambios sufridos por la administración. No estaba dispuesta —menos que yo aún— a entregar su independencia de juicio y sus maneras antiburocráticas, pero había comenzado a creer que para nosotros ya no había sitio y que habíamos ido más allá de nuestra posición. Ella sabía que yo había hecho llegar a conocimiento de los poderes que fueran mi insubordinación, mi impaciencia y mi desesperación, mientras ella había sobrepasado la acogida y el uso que de ella habían hecho como una extranjera, sin partido que la respaldara. Rechacé sus aprensiones, no porque las creyera infundadas, sino porque me tenía sin cuidado que fueran ciertas.

El general Miaja me pidió que nombrara un censor de la radio que se hiciera responsable durante nuestra ausencia; me dio una autorización para usar el coche y el chófer durante nuestras vacaciones como «la única ventaja que vas a sacar por meterte en líos» y nos dio salvoconductos de libre circulación.

El camino a Valencia no era ya más la carretera directa a través del puente de Arganda que habíamos recorrido en enero. Teníamos que ir dando un amplio rodeo a través de Alcalá de Henares, escalar rojos cerros pelados y alcanzar la carretera blanca y abrasadora después de horas sin fin. La mayor parte del tiempo fui dormido sobre un hombro de Ilsa. Una vez, nuestro coche se paró para dejar pasar una larga reata de mulas, burros y caballos, miserables, sarnosos, llenos de esparavanes. El polvo y las moscas se amontonaban en sus rozaduras abiertas y en sus úlceras; las agotadas bestias parecían llevar sobre sus lomos toda la maldad y todas las desgracias del mundo. Le pregunté al gitano que se arrimó a nuestro guardabarros, para apalearlas y no dejar que chocaran con el coche en su ceguera de fatiga:

—¿A dónde lleváis esta colección?

—¿Esto? Esto es carne para Madrid. Danos un pitillo, camarada.

En los cerros, el espliego estaba en flor —una neblina azul— y, cuando descendimos al valle, el arroyo estaba bordeado por macizos de adelfas rosa y rojo. La hondonada de Valencia nos envolvió en un calor húmedo y pegajoso, en ruido y en olor de multitud.

Nos presentamos en la oficina de Rubio. Estuvo extremadamente cortés:

—Si nos hubieran dicho que llegaban esta tarde, hubiéramos preparado unas flores para recibirla, Ilsa... No, no vamos a discutir nada sobre el trabajo. Ustedes se marchan y se toman sus vacaciones... ¿Cuáles son sus señas? ¿Altea? Un sitio precioso, y no se preocupen de la oficina de Madrid. Ya nos cuidaremos de todo, ustedes ya han hecho lo suyo.

Después de dormir malamente en el cuarto asfixiante e infestado de mosquitos del hotel, nos escapamos a la calle en la mañana luminosa y caliente. La ciudad estaba alegre y abarrotada de gente. Dejé a Ilsa, mientras iba a ver a mis chicos y a acelerar los últimos trámites de mi divorcio con el juez local, lo cual significaba gastar un puñado de pesetas en engrasar las ruedas de la justicia y, también, que tenía que endurecerme ante el sentido de injusticia que sentía hacia los niños. Yo mismo me asombraba de encontrarme tan indiferente. Aurelia se había ido a la peluquería y me quedé a solas con ellos durante horas. Hubiera querido llevarme a la niña pequeña, pero sabía que no podíamos llegar a un acuerdo su madre y yo.

Cuando regresé a Valencia me encontré a Ilsa en el café donde habíamos quedado citados, hablando muy seria con el mismo agente de policía que la había detenido en enero. Era un hombre fuertote con una cara vivaz de arrugas profundas, que se encaró conmigo antes de que yo pudiera decir nada:

—Lo siento que te liaras con Ilsa, me hubiera gustado llegar el primero y probar mi suerte. Pero no importa; es precisamente porque me gusta que quiero contaros algo como un amigo.

Y nos contó con todo lujo de detalles, y de acuerdo con sus informaciones más o menos oficiales, que Rubio y Constancia no tenían intenciones de dejarnos volver a nuestro puesto en Madrid. Constancia había ya nombrado a nuestro sucesor, una secretaria de la Liga de Intelectuales Antifascistas que había recomendado María Teresa León. «Sabéis, estas mujeres españolas detestan que una mujer extranjera adquiera influencia. Y por otra parte, las dos son miembros nuevos del Partido y llenas de entusiasmo.» Había contra nosotros muchas quejas y muchas denuncias. Ilsa, por ejemplo, había dejado pasar un artículo para un periódico socialista de Estocolmo en el cual se criticaba la eliminación del Gobierno de los miembros de los sindicatos socialistas y anarquistas, y esto se presentaba como una prueba de sus simpatías políticas contra el comunismo. Algunos de los comunistas alemanes que estaban trabajando en Madrid (y en seguida yo pensé en George Gordon) mantenían que era una trotskista, pero esta campaña había sido desmentida por los mismos rusos. El viejo enemigo de Ilsa, Leipen, estaba bombardeando a las autoridades con denuncias de ella, en las cuales aconsejaba que no se la dejara salir de España, porque conocía demasiada gente entre el socialismo internacional. Aurelia aprovechaba el ir cada mes a la oficina a cobrar mi paga, que yo había dejado íntegra para ella, para desatarse en incriminaciones y abusos. En total, lo mejor que podíamos hacer era poner en movimiento a todos nuestros amigos y marcharnos de Valencia cuanto antes, porque el estar en Valencia no era sano para nosotros.

Poco podíamos hacer en contra de esta información confidencial. ¿Qué podíamos probar en contra? ¿Cómo podíamos luchar contra esta acumulación de antipatías y odios personales, intrigas políticas, y las leyes inflexibles de la maquinaria del Estado durante una guerra civil? Nuestro amigo, Del Vayo, había dejado de ser ministro de Estado; su sucesor, un político de la izquierda republicana, poseído de su «importante papel», no sabía nada de nosotros; pedirle explicaciones a Rubio era infantil, y yo no estaba muy seguro de no explotar de mala manera. Sólo informamos a unos amigos que estaban en una posición suficientemente alta para obrar en el caso de que desapareciéramos de la noche a la mañana. Lo único que podíamos hacer era tener calma por el momento y volver a Madrid a nuestro puesto, tan pronto como nos hubiéramos recuperado un poco.

Nos fuimos a Altea.

La carretera a lo largo de la costa roqueña de Levante —la Costa Brava— nos condujo a través de cerros llenos de terrazas labradas al pie de montañas yermas y azules; a través de pueblos con nombres sonoros —Gandía y Oliva, Denia y Calpe—; a través de gargantas y barrancos tapizados de hierbas aromáticas, en una sucesión de casas de labor blanqueadas con cal y rematadas por el rojo de sus tejas rizadas. En la primera viña paré el coche. El viejo guarda del campo vino a nosotros, miró la matrícula del coche y carraspeó:

—¿De Madrid, eh? ¿Cómo van las cosas por allí?

Le dio a Ilsa un racimo enorme de uvas verde—oro, unos tomates y unos pepinos. Pasamos a través de pueblecitos, rebotando sobre sus cantos de río, mirando las mujerucas en su luto eterno sentadas en sillas bajas de paja delante de las cortinas ondulantes que cerraban las puertas de las casas; figuras inmóviles, a su lado una caja de madera llena de barras de jabón verdoso que las gentes de allá fabricaban con los posos del prensado de la aceituna y sosa cáustica. En Madrid no había jabón.

A la caída de la tarde llegamos a la pequeña posada de Altea, puesta al lado de la carretera, con un portal amplio oliendo a limpio, grandes aparadores y armarios lustrosos de cera, sillas de paja trenzada y brisa fresca del mar libre a su espalda. Nuestra alcoba, chiquitita, estaba abierta a él y llena de su olor, mezclado con el olor del jardín y el de la tierra recién regada; pero fuera no se veía más que una neblina oscura, agua y aire juntos, un cielo negro espolvoreado de estrellas puesto encima, y una hilera de luces balanceándose suavemente en la oscuridad azul. Los hombres de Altea estaban pescando. Aquella noche dormí.

Altea es casi tan viejo como el cerro en que se asienta; ha sido fenicio, griego, romano, árabe y español. Sus casas con azoteas blancas, y paredes lisas traspasadas de agujeros que son ventanas, trepan cerro arriba en una espiral que sigue las huellas de las mulas y caballos con sus escalones de piedra ya roída y pulida por los siglos. La iglesia tiene una torre esbelta, que fue minarete de mezquita, y una media naranja de tejas azules. Las mujeres marchan desde sus casas silenciosas y oscuras, cuesta abajo, a la orilla del mar donde los hombres están remendando sus redes, y llevan en equilibrio sobre sus cabezas los cántaros de agua, unos cántaros de vientre pomposo, base estrecha y cuello grácil, viejas ánforas en forma, que los alfareros siguen reproduciendo sólo para Altea con la misma línea creada hace dos milenios. El viejo puerto mediterráneo no tiene hoy comercio, pero las velas latinas de los pescadores de Altea llegan aún a las costas de África en viajes de pesca y de contrabando. Alrededor del cerro crecen los olivos y los granados y en sus laderas de roca sobresalen las terrazas de tierra, subida allí a lomo de burro, en las que crecen vegetales. La carretera de la costa es nueva y a sus dos lados ha nacido un nuevo pueblo, más rico y menos apegado a la tierra que el viejo pueblo del cerro, orgulloso de su comisaría, sus tabernas y sus hoteles y los chalets de gente rica de otras ciudades. El pueblo en el cerro se ha quedado aislado y más solo, más solo que nunca. Después de todos los cambios sufridos a través de las edades, hoy se ha convertido en inmutable.

Sentía el choque de esta paz y esta inmutabilidad en la médula de mis huesos. Me hacía dormir por las noches y pensar reposadamente durante el día. Allí se ignoraba la guerra. Para lo único que la guerra servía allí era para aumentar el valor de las redadas de peces. ¿Política? Unos pocos jóvenes, completamente locos, se habían marchado voluntarios al principio, y si un día hubiera una movilización, sería una injusticia. Política y políticos eran siempre lo mismo, unos cuantos caciques y unos cuantos generales peleándose por ser los amos y cada uno de ellos a chupar lo que pueda. Había en Altea partidarios de la derecha y de la izquierda, y al principio había habido unas cuantas peleas, pero ahora todos estaban en paz. Si los otros, los fascistas, venían, Altea seguiría viviendo exactamente como ahora que estaban los republicanos. Algunas veces, el viento llevaba al pueblo el ruido de los cañones navales o la sorda explosión de las bombas. Así, era mejor no salirse de las aguas del puerto cuando se iba de pesca o dejar el pescar para la noche de mañana. De todas maneras, el precio del pescado subía cada día.

A pocos kilómetros de Altea la guerra golpeaba la costa. En la cima del Peñón de Ifach —el «Pequeño Gibraltar»— había un puesto de observación naval en las mismas ruinas del viejo faro fenicio. Los hombres de las Brigadas Internacionales, mandados al hospital de Benisa para recuperarse de sus heridas y de su agotamiento, venían allí cada día en autobuses, para bañarse en una de las tres pequeñas ensenadas que había al pie de la roca, donde el agua no llegaba al cuello. Cuando no íbamos a la playa africana de Benidorm, con su fondo de montañas azules, sus palmeras y sus escarabajos peloteros que dejaban la huella de sus patitas en la arena, nos íbamos al Peñón de Ifach, a casa de Miguel, a quien yo llamaba el Pirata, porque era como uno de aquellos piratas libres y cínicos, héroes de cuentos.

Vendía vino y guisaba comidas en una choza, abierta a los cuatro vientos, que no consistía más que en grandes mesas de maderas de pino, bancos de lo mismo a lo largo de ellas y esteras de esparto colgadas de una armazón de palos, para proteger las mesas contra el sol. Decía que la idea de aquello la tenía de los bohíos de Cuba. Tenía los ojos azulgris, la mirada lejana y la piel dorada. Ya había dejado de ser joven, pero era fuerte, lleno de movimientos de gato. La primera vez que entramos en la sombra fresca del merendero, nos miró de arriba abajo. Después, como confiriéndonos un honor, sacó una jarra llena de vino, sudosa de frescor, y bebió con nosotros. Miró a Ilsa y de pronto le ofreció un paquete de cigarrillos noruegos. Entonces los cigarrillos eran muy escasos.

—Tú eres extranjera —dijo—. Bueno. Ya veo que eres de los nuestros.

Lo afirmó así, simplemente. Después nos llevó a la cocina humosa y nos presentó a su mujer, joven, con ojos oscuros, y nos mostró al hijo en la cuna. Una chiquilla de cinco años, fuertota, nos seguía en silencio. La mujer continuó sentada al lado de la chimenea de campana, sin decir nada, mientras él explicaba:

—Mira, esta camarada ha venido de muy lejos para luchar con nosotros. Sabe muchas cosas. Más que yo. Ya te he dicho que las mujeres pueden saber también cosas y que nos hacen falta mujeres. Aquí tienes la prueba.

No le gustaba; miraba a Ilsa con una hostilidad quieta, y con asombro a la vez, como si fuera un monstruo extraño.

Salimos de la cocina, trajo otra jarra de vino y se sentó:

—Mira —dijo a Ilsa—, yo sé por qué has venido aquí. No lo puedo explicar. Tal vez tú puedes. Pero hay muchos como nosotros en el mundo. Cuando nos encontramos por primera vez, nos entendemos. Camaradas o hermanos. Creemos las mismas cosas. Yo hubiera sabido en qué crees tú aunque no hubieras hablado una palabra de español. —Bebió su vino con ceremonia—: ¡Salud!

—Miguel, ¿qué eres?

—Un socialista. Pero ¿importa eso algo?

—¿Crees que vamos a ganar esta guerra?

—Sí. Pero no ahora, seguramente. ¿Qué es la guerra? Habrá otras guerras, y al final ganaremos. Habrá un tiempo en que todos serán socialistas, pero muchos tendrán que morir antes.

Íbamos a verle cada vez que me sentía ahogado por la paz dormilona de Altea. Nunca me contó mucho de él mismo. Con su padre había sido pescador nocturno a lo largo de aquellas costas, en una lancha con una linterna en la proa. Después se había ido a Nueva York. Había estado veinte años en el mar. Ahora se había casado, porque el hombre debe clavar sus raíces en la tierra alguna vez. Tenía lo que quería y sabía lo que estaba mal en el mundo. Yo era muy nervioso, debía sentarme al sol y pescar con una caña. Me prestó una él mismo. Aquel día cogí un pez, uno solo, de escamas plata y azul, y sin reírse le echó en un cubo lleno de peces vivos aún del mar, resplandecientes con todos los colores del arco iris. Él mismo nos iba a hacer la comida. Coció los peces hasta que el agua «les sacó su jugo». Y con aquel agua nos hizo un arroz, sin nada más que esto, el jugo del mar. Nada más. Nos lo comimos llenos de alegría, bebiendo juntos vino rojo.

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