La forja de un rebelde (16 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Aquí tienen ustedes cómo envenenan a los niños. Sí, señores, para que la gente confunda la edición de la Casa Calleja, que todos ustedes conocen como una casa cristiana que nunca se permite publicar porquerías como Blasco Ibáñez en su Novelita Ilustrada que el Santo Padre ha excomulgado, se atreve a copiar la misma obra cambiándola de nombre. ¡No, señores! No se puede comprar un solo libro de
La Novela Ilustrada
, sea el que sea, porque es dar armas a Satanás. Y si desgraciadamente en su casa ven ustedes libros como éste, deben decírselo a sus padres y deben romperlos. Aun cuando sus padres se enfaden.

En este momento, el cura se transformó en furia y yo creo que si Blasco Ibáñez hubiera estado allí, le hubiera matado. Habló de él como de un ser terrorífico que asesinaba a las gentes. Después se volvió hacia mí:

—Usted —el usted sólo lo empleaba el padre Vesga cuando estaba muy irritado— estará quince días de rodillas en la clase. Eso le enseñará a no leer estos libros.

Después vamos a la oficina de mi tío que está en la iglesia de San Martín, en la misma calle de la Luna. Antes esta iglesia tenía un cementerio en Amaniel, en el que se enterraba a los que pertenecían a la cofradía de San Martín. Después, el Estado acordó cerrar este cementerio y no permitir más enterramientos porque ya estaba lleno. Entonces muchas gentes que tenían allí sus muertos empezaron a sacarlos y a llevárselos a otros cementerios, para que el día que se murieran ellos les pudieran enterrar juntos. Mi tío lleva la oficina del cementerio y allí van a pedir que les dejen sacar a su padre o a su madre o a su abuelo y llevárselos a otra parte. Esto cuesta mucho dinero, porque en cuanto se quiere tocar a un muerto, todo el mundo cobra. Hay que pagar derechos al Estado, al Ayuntamiento de Madrid, los derechos del cementerio de donde se saca y los del a donde se lleva, los derechos de la parroquia de San Martín, los de la parroquia donde vivan los que quieren sacar y cada una de las parroquias por las que pasen los restos, el entierro, el médico forense que va a ver abrir la sepultura, y además la propiedad de la nueva sepultura. Así que para sacar un cuerpo hay que gastarse más de mil duros. Al tío José, para que arregle de prisa el montón de papeles que hay que reunir, le dan propinas hasta de quinientas pesetas. Luego él se encarga de ir al Ayuntamiento, a los cementerios y a las parroquias para arreglarlo todo.

Cuando no hay colegio yo le acompaño y oigo muchas conversaciones que me llaman la atención. La mayoría de los traslados se hacen a los cementerios de San Isidro y San Lorenzo. En el cementerio de San Lorenzo hay un capellán muy gordo y muy alegre que siempre que llegamos nos dice:

—Qué hay, Pepe, ¿cuántos inquilinos nuevos me traes?

Después saca una botella de vino rancio y unas galletas:

—Vamos a echar un trago a la salud de los difuntos. —Se llena su vaso primero, se lo bebe, chasca la lengua y le da un manotón en la espalda a mi tío, agregando—: Del bueno, ¿eh? Del que uso yo para decir misa. Aquí nunca faltan viejas locas que se lo regalen a uno. Se sacuden las tres pesetas del responso y para que tenga más eficacia la recomendación del difunto se traen unas botellitas de vez en cuando.

Cuando nos vamos, la botella está vacía, aun cuando mi tío y yo sólo nos hemos bebido un vasito.

La oficina de mi tío está en el fondo de un pasillo muy oscuro que hay en la iglesia y que da a un jardín abandonado hace muchos años. Está lleno de plantas raras que nacen entre la hierba y se enredan en los pies. Algunas se han subido a los árboles y a las paredes, así que los árboles y las paredes están llenos de hojas. En medio hay un pilón redondo que debió de ser una fuente. El agua de lluvia se queda allí en la taza y ha podrido la piedra. De dentro de la taza salen plantas que caen por los bordes y llegan al suelo. Y del suelo, algunas plantas se han agarrado a éstas y han subido hasta la taza. Así que no se sabe cuáles son las que van de la tierra a la taza o de la taza a la tierra. En la primavera se llena de flores por todas partes. En las paredes, en los árboles y en la taza salen campanillas blancas y moradas con pistilos amarillos. Salen amapolas rojas y naranja. Nacen unas rosas de un rojo muy fuerte pero que son muy difíciles de coger porque tienen pinchos como cuernos. Cuando llueve, se llena el jardín de caracoles. Salen millares. Nunca he comprendido de dónde salen y dónde se meten. Hay lagartos verdes de un palmo de largo y desde la ventana de la oficina vemos cruzar las ratas del tamaño de garitos. La iglesia está llena de ratas. Ahora, en el otoño, los árboles se empiezan a poner amarillos y las hojas se amontonan en el jardín. Cuando se anda por él suenan como papeles. Después, cuando llueve, se pudren y el piso del jardín está siempre blando como una alfombra. Los árboles son muy viejos y muy grandes y tienen pájaros a cientos. Todos los pájaros del barrio, porque aquí no entran los chicos. Sólo entro yo y un cura muy viejo que lleva muchos años en la iglesia y al que le gusta sentarse en el jardín a rezar en su breviario. En el invierno se sienta al sol y muchas veces se duerme. Como la tela negra se pone muy caliente, las lagartijas se le suben a veces a las rodillas. Cuando se despierta y las ve, las acaricia y ellas levantan la cabeza como si le miraran a la cara.

Una vez hubo un nuevo cura párroco que quiso arreglar el jardín y el cura viejo daba voces en la sacristía y levantaba su garrota en el aire:

—¡Puñales! —gritaba—, como me toque el jardín lo muelo a palos.

Como era tan viejo le dejaron el jardín como él quería. Siempre que me ve a mí, me llama y me cuenta la historia.

—Estúpidos —dice—, que creen que lo van a hacer mejor que Dios. Estaría esto bonito con unas vereditas de chinas y unos arbolitos con el pelo cortado, como si viniera el barbero por las mañanas. Porque todos estos jardineros no quieren más que enmendar la plana al Señor. Y cortan las hojas de los árboles para que parezcan tartas de confitería. A ti, ¿qué te parece? —me pregunta a mí.

—Para mí es el mejor jardín del mundo, ¿sabe usted?, padre Cesáreo. Aquí puedo andar por la hierba y coger las flores que me da la gana. Pero en el Retiro, donde hay árboles cortados como usted dice, no se puede pisar la hierba ni coger una flor, porque si va uno solo el guarda le da un palo en las costillas, y si va con una persona mayor, a ésta le cuesta un duro de multa. Además, hay alambres de espino que en cuanto se distrae uno, se le clavan en las pantorrillas. Por eso sólo me gusta ir al campo en la Moncloa, que puede correr por a hierba y hay flores y piñas, y venir aquí al jardín éste.

Pero no todos los curas son como éste. En la sacristía regañan por las misas y por ver a quién le toca salir al confesonario. Hay un cura muy grande que tiene muy mal genio y que le gusta tanto jugar a las cartas, que los días que le toca su guardia se mete en la oficina de mi tío a jugar al tresillo. Siempre anda dando cachetes a los monaguillos y regañando con todo el mundo. Hasta regaña con las mujeres que entran en la sacristía, a llevar velas: si la vela es delgada, la coge con la punta de los dedos y dice:

—Señora, esto es un fideo. O hay poca devoción o hay pocos cuartos. Aunque siempre será poca devoción; porque para perifollos y polvos, para eso no falta.

Si la vela es gorda, se enfada lo mismo:

—¿Dónde quiere usted que metamos esta estaca? Claro, compran ustedes un cirio gordo para que dure muchos días en el altar luego enseñárselo a todas las vecinas: ¿ve usted aquel cirio que está tan alto y los demás tan chiquitines? Pues es mío. Y así se dan ustedes postín y cotillean un poco. Lo que se gastan ustedes en cera lo podían dejar para la iglesia que buena falta le hace.

Lo más gracioso es que de esta manera saca cuartos a todo el mundo. Después enseña el duro o las dos pesetas a los otros curas les grita:

—¿Ven lo idiotas que son ustedes? A esta gente hay que tratarla a patadas. Ustedes mucho «doña fulana» por aquí y «doña fulana» por allá, mucho besuqueo de manos, pero dinero poco. Para ordeñar a las vacas hay que apretarles las ubres.

Después se guarda él el dinero y los demás curas no se atreven a decirle nada. Don Rafael, que es un cura muy pequeñito y muy tímido, se atrevió un día a decirle que una de esas limosnas debía ser para el dinero de todos. Lo miró de arriba abajo como si le fuera a pegar y sacó el duro de la sotana. Lo enseñó en la palma de la mano y dijo:

—Este duro me lo he ganado yo y el que quiera duros que los gane. No estaría mal que yo les llenara los bolsillos a ustedes. ¡Nequaquam! —agregó y se volvió a guardar el duro en la sotana. En la iglesia hay un sillero que sirve de portero y de guarda de la sacristía y de las oficinas; durante las misas recorre la iglesia entre la gente con un cepillo para que cada uno eche en él la perra chica de la silla. Es un buen oficio. Mucha gente le da diez céntimos para que le guarde una silla con reclinatorio y otros le dan recados y cartas para las novias y la propina es entonces una o dos pesetas. Él coge la carta, y cuando viene la novia a oír misa, va a cobrarle la silla, le guiña un ojo y se la da. Ella le da otra propina. El dinero lo sacan los curas del cepillo en la sacristía abriendo un candado que tiene, pero el sillero sisa siempre. Tiene una ballena de corsé y le pone un pegotito de pez caliente en la punta. Le mete por la ranura del cepillo y deja que se enfríe dentro la pez. Así se pegan las monedas y las va sacando una a una.

Por la tarde, cuando el tío sale de la oficina, vamos al cine del Callao. Este cine es una barraca muy grande de madera y de lona. En la puerta tiene un órgano con muchos tambores, flautas y cornetas, y unas figuras vestidas de pajes, que dan vueltas sobre un pie, hacen una reverencia con la cabeza y tocan un instrumento con las manos. Una tiene un tambor, otra una lira de timbres y otra una pandereta. Encima de todas hay otra con una batuta que dirige la música. Detrás está la maquinaria con un cajón muy alto en el que está una tira de papel muy grande, llena de agujeros, que va pasando por un peine y cayendo en otro cajón que hay al lado. Cuando pasa por el peine, que también está lleno de agujeros, el aire entra por el agujero del papel y hace sonar un instrumento del órgano.

Dentro está lleno de bancos de madera y en el fondo está el telón y el explicador. El explicador es un hombre muy gracioso que va explicando la película y que hace chistes con las cosas que aparecen en la pantalla. La gente le aplaude mucho, sobre todo con las películas de Toribio. Toribio le llama la gente, pero es un francés que se llama André Deed y que siempre hace cosas de risa. También hay películas de Pathé de animales y de flores, donde se ve cómo viven los bichos y cómo crecen las flores. Una vez he visto un huevo de gallina, con su clara y su yema muy grandes que llenaban el telón. Se empezaba a mover despacito y a cambiar de forma. Primero salía como un ojo y luego se iba formando el pollito, hasta que ya estaba formado y picaba el huevo, lo rompía y salía con un cacho de cascara pegado atrás. También se ve a los reyes en las carreras de caballos y otras películas de los reyes que hay en el extranjero y de otras personas.

El dueño del cine, que ya nos conoce, es un hombre muy bueno que ha estado muchos años en Francia. Se llama Gimeno y a los chicos les cobra, los jueves por la tarde que no hay colegio, cinco céntimos por entrar. Cuando ve que algún chico da vueltas alrededor del órgano sin entrar, le pregunta:

—¿Por qué no entras?

—No tengo cuartos —dice el chico.

Lo mira y si no es un golfillo le dice:

—Anda, pasa.

Otros chicos que no tienen cuartos se los piden a la gente que pasa por allí, y muchos por una perra chica les compran el billete de entrada. Así que los jueves se llena el cine de chicos; los pasillos también, donde se ponen de pie los que ya no caben en los bancos. Las personas mayores no quieren ir los jueves por el escándalo que se arma, porque todos los chicos chillan y alborotan. Pero el señor Gimeno es el día que más disfruta. Lo mismo le pasa al explicador, los jueves es el día que hace más chistes y cuenta más historias disparatadas.

Vamos también, a veces, a otros sitios de Madrid: al Retiro cuando hay música o a los jardines del Buen Retiro que están delante del Retiro. Allí también hay música y casi todos los veranos viene un circo de fieras. Hay un domador español que dicen es el mejor del mundo; se llama Malleu y tiene un león que nadie se atreve a entrar en su jaula. En el circo de Parish había otro domador y Malleu le ofreció mil pesetas si entraba en la jaula de su león. No se atrevió a entrar y todo el mundo iba a ver a Malleu. También vamos al circo de Parish, pero sólo cuando no hay cosas peligrosas, porque una vez se mató una muchacha que se llamaba Mina–Alis que daba la vuelta en un círculo de madera montada en un automóvil y mi tío no quiere que vaya a ver matarse a nadie.

Es difícil volver atrás.

Si se mira al cielo, se ven cabalgatas de nubes que amasa el aire, sin cansarse de darles forma. O se ve sólo un fanal azul que vibra con el sol. De noche es igual, aunque el sol se ha escondido y son las estrellas y la luna las únicas que alumbran: invisibles, de día y de noche, en este cielo cabalgan las ondas.

De toda la tierra se tiran voces y canciones al aire, a voleo, mezcladas, amasadas como las nubes por el viento. Un hilo de cobre tendido sobre el tejado de una casa los recoge todos, y se estremece su cuerpecillo delgado de alambre al choque. Hay un ánodo y un cátodo. Se tiran uno a otro estas voces y estos cantos tal como vienen, mezclados en oleadas, y la mano paciente del que escucha va regulando el saltar loco de los electrones para aislar una voz o una partitura. Pero siempre hay un fondo de ruido que domina a todos. Una onda más tenaz que las demás que se oye siempre.

Madrid viejo, mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No sé. Pero, sobre todos los blancos y los azules, sobre todos los cantos, sobre todos los sones, sobre todas las ondas, hay un
leit motiv
:

AVAPIÉS

Madrid terminaba allí entonces. Era el fin de Madrid y el fin del mundo. Con ese espíritu crítico del pueblo que encuentra la justa palabra, que ya hace dos mil años se llamaba la voz de Dios —
Vox populi, vox Dei
—, el pueblo había bautizado los confines del barrio. Había las «Américas» y había además el «Mundo Nuevo». Y efectivamente, aquél era otro mundo. Hasta allá navegaba la civilización, llegaba la ciudad. Y allí se acababa.

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