La forja de un rebelde (18 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Por él empezamos los tres a jugar con todos. Yo le enseño geografia dibujándole los mapas y geometría cortándole en cartulina los sólidos. Tiene mucha habilidad en las manos y aprende así fácilmente.

El colegio está al final de la calle de Mesón de Paredes en el Avapiés. Es un antiguo convento de frailes que hace cincuenta años se quedó vacío porque hubo una revolución y a todos los frailes les cortaron el pescuezo. Después vinieron los escolapios y pusieron allí el colegio que se llama Escuela Pía de San Fernando. No son frailes como los demás. Son curas que viven juntos y se dedican a la enseñanza, pero cada uno puede entrar y salir sin dar cuentas a nadie. Lo único que hacen es no dejar entrar a las mujeres en los claustros donde viven.

Cada cura tiene un cuarto con una ventana, dividido en un despacho y una alcoba y amueblado a su gusto. Los hay muy religiosos como el padre Vesga que duerme en una tarima de madera con un banco chiquitito de almohada y se pone un traje de saco y un cilicio para dormir. Los hay presumidos como el padre Fidel que tiene muebles de caoba y un reloj grande de péndulo con esfera luminosa.

El padre Joaquín tiene el despacho casi desnudo de cosas; no tiene más que la mesa, los libros en una estantería de pino y un atril para el papel de música, porque le gusta tocar el oboe. Tiene abierta la ventana de día y de noche y ha acostumbrado a los pájaros a que entren y salgan. Les da de comer en el cuarto y a veces le ensucian los papeles de la mesa hasta cuando está escribiendo. Pero no se enfada nunca. Cuando se pone a tocar el oboe vienen los pájaros y las palomas y se ponen en el marco de la ventana a escuchar. No le gustan más que los bichos y los libros y cuando no está en el colegio se le encuentra siempre en los puestos de libros viejos del Prado o en la casa de fieras. Es un vasco muy grande con la cabeza pequeñita, como todos los vascos, y un cuerpo gigante. Cuando pega a algún chico le da con la punta de los dedos en la cabeza y es como si le diera con los nudillos. Es nuestro profesor de geografía y de historia. Los chicos lo queremos mucho porque es muy bueno y además en el recreo juega siempre con nosotros en lugar de pasearse con los otros curas o de rezar en el breviario. Se quita la sotana, se queda en mangas de camisa y se pone a jugar a la pelota o a tirar a la cuerda. Entre todos los chicos de la clase no podemos muchas veces arrastrarle a él solo. Cuando volvemos a la clase vuelve muy colorado, sudando; se sienta a la mesa y dice:

—Bueno, ahora se han acabado los juegos.

Y nos cuenta la historia del rey que se murió por jugar a la pelota y beberse un vaso de agua fría. Así que con él se aprende sin enterarse, porque todo lo explica como si fueran cuentos.

El padre Pinilla es el profesor de matemáticas. Pero ha aprendido las matemáticas cuando yo. Cuando un cura de los que quieren ser escolapios está a punto de cantar misa o acaba de cantarla, le mandan a uno de los colegios y allí empieza a dar clase a los párvulos para enseñarles a leer. Cuando ya ha terminado sus estudios de la carrera de cura, se pone a estudiar para enseñar otras cosas y a medida que aprende le van pasando de clase hasta que llega a las últimas. Cuando al padre Pinilla le hicieron profesor de matemáticas, estudiaba en su cuarto los mismos libros que nosotros para poder darnos la lección. Los curas no necesitan ser maestros para enseñar. Así que el rector manda a un cura que se encargue de la clase de matemáticas o de otra y él se las compone como puede. Por esto, una vez ha ocurrido que yo, que tengo mucha facilidad para las matemáticas, sabía resolver un problema que él no podía resolver. Entonces, le dio mucha rabia y estuvo enfadado conmigo cuatro o cinco días.

El padre Vesga es un pobre tipo pequeñito, delgado, con la cabeza cana rapada siempre al cero. Todo en él es pequeñito; tiene un cuaderno de notas en papel cuadriculado del tamaño más pequeño que hay, con un lapicero chiquitín que acaba en una punta como un alfiler y siempre está anotando cosas. Tiene un reloj de bolsillo, que es un reloj pequeño de señora, de plata. Lleva unas gafas antiguas de cristales ovalados también pequeñitos y anda a pasitos cortos sin meter nunca ruido. Por las mañanas se levanta al amanecer y recorre los claustros buscando trozos de papel, colillas o rincones de polvo para regañar a los criados que hay en el cole—gio. Después se va a la iglesia y hace lo mismo con los monaguillos. Por último, se suele estar confesando viejas beatas que son las únicas que se confiesan con él. Siempre anda solo porque los chicos no queremos subir a su cuarto y los demás curas tampoco van a verle ni quieren tener conversaciones con él. Dicen que es jesuíta y que muchas tardes va a la iglesia de los jesuítas de la calle de la Flor, donde tienen el convento, y allí cuenta todo lo que se hace en el colegio.

Las confesiones suyas son siempre muy largas y muchas veces le oímos hablar en voz baja muy de prisa, aunque no se le entiende, como si regañara. A una de las viejas que confiesa, le oímos decir un día muy enfadado:

—Hoy no le doy a usted la comunión y besará usted cien veces las piedras del altar mayor.

La pobre vieja estuvo delante de todos los chicos subiendo y bajando, dando besos a los tres escalones del altar mayor más de media hora y se marchó llorando porque no podía comulgar.

Esto de hacer las cosas por cientos de veces es una de sus manías. Es el profesor de religión y nos hace aprender de memoria las lecciones sin olvidar una palabra. Cuando nos toma la lección, abre el libro y va leyendo lo que decimos; cuando nos saltamos una palabra, nos la manda escribir cien veces. Cuando nos saltamos más de tres, nos hace escribir cien veces la lección. Se empeñó en que teníamos que aprender el credo en latín. Al día siguiente nos equivocamos todos y nos mandó escribirlo cincuenta veces. Los chicos acordamos no hacerlo. Cuando vio al día siguiente que no le llevábamos escrito ninguno, nos puso en fila y nos tuvo en el claustro escribiendo en el suelo a gatas, hasta que casi de noche vino el padre prefecto y nos encontró allí a todos tirados por las piedras. Nos mandó a casa y le soltó una bronca formidable.

Al hijo del tabernero de la calle de Mesón de Paredes le pegó su padre una paliza, porque creyó que se había ido a las pedreas del Mundo Nuevo. De rabia se trajo tres chinches gordas de dibujo de las que emplea su padre para clavar los carteles de toros en la taberna y se las puso en el sillón al padre Vesga. Cuando se sentó pegó un brinco y se tuvo que arrancar las tres tachuelas. Se puso morado de rabia, que no podía hablar, y preguntó luego quién había sido. Nos callamos todos, pero el chico se levantó muy serio y le dijo:

—He sido yo.

—Tú, tú, ¿y por qué? —y le zarandeaba como un muñeco.

El chico le contestó también muy rabioso:

—Porque es usted un tío ladrón; por culpa suya me ha dado ayer mi padre una paliza. Como me toque usted, le juro, por éstas, que le pego una pedrada que le mato, en cuanto le vea en la calle.

El padre Vesga llamó al tabernero. En la sala de visitas el tabernero le dio una mano de bofetadas al chico, diciéndole al padre Vesga que si quería le podía matar a palos, porque era un golfo que no podía hacer carrera de él.

El padre Vesga volvió con el chico a la clase y todos estábamos muy asustados. Tenía el chico los carrillos y las orejas muy coloradas y un labio roto, saliéndole la sangre. Le dejó al lado de la tarima y nos soltó un discurso:

—Ahí tienen ustedes al réprobo, que su propio padre tiene que repudiar como la mala semilla. Un verdadero hijo de Satanás, indigno de estar entre los seres humanos... —Y así siguió media hora.

Se quedó pensando qué iba a hacer con él y todos nosotros en silencio, callados de miedo. De repente, se levantó y cogió dos carteras de las más grandes que encontró entre los chicos y las llenó de libros. Le puso los brazos en cruz y en cada mano le colgó una de las carteras. Se quitó un alfiler de la sotana y se puso detrás de él. Como las carteras pesaban mucho, el chico bajaba los brazos y cada vez que los bajaba el cura le pinchaba con el alfiler en los sobacos. El chico se puso a llorar y acabó por tirar las carteras y decir que no le daba la gana de cogerlas. Entonces el padre Vesga cogió el puntero y empezó como loco a darle palos. Se abrió la puerta y entró el padre prefecto. Vio todo aquello y preguntó a los chicos qué pasaba. Se puso muy serio y se sentó en la mesa del profesor. Cuando se enteró de todo, nos mandó salir al patio y se encerró con el cura. No hubo clase aquel día y al día siguiente el padre Vesga no decía una palabra. Estaba con cara de malas pulgas. En cuanto uno se equivocaba en la lección, decía muy frío:

—Para mañana escrita doscientas veces —y lo anotaba en su librito.

Después, los criados les contaron a los mayores que el padre prefecto le había castigado a hacer penitencia en la iglesia, solo, de rodillas en medio del altar con los brazos en cruz y que le había dicho que si no estaba conforme, podía pedir el traslado a otro colegio, porque él estaba harto de jesuítas.

Al padre prefecto le quieren todos los chicos y todo el barrio. Es un viejecito muy tieso con el pelo blanco rizado en caracoles. Las mujeres del barrio vienen a contarle todos sus apuros. Unas para que le den la comida en el colegio al chico, porque no tienen dinero. Otras para que le den ropa. Algunas le cuentan en confesión sus disgustos con el marido y, entonces, él se va por la tarde a visitarlos en las casas de vecindad y les suelta un sermón a los maridos, porque se emborrachan o porque le pegan a la mujer. Casi todos los disgustos son porque el marido se gasta el jornal en la taberna y pega a la mujer y a los hijos. También porque las hijas jóvenes se escapan con el novio. Entonces los coge a los dos muchachos y los casa. Así que cuando va por la calle del Avapiés, le saluda todo el mundo y hasta las verduleras que siempre están blasfemando, vienen a besarle la mano. Y se queda sin los cuartos que lleva porque todos vienen a pedirle algo.

El padre Fidel es el profesor de gramática y de filosofía. Es un hombre muy joven y muy cariñoso, pero muy nervioso. A veces parece que le dan venas de loco: coge a un chico y le acaricia y le besa. Otras se queda mirando sin ver y durante media clase no hacemos nada. Nos dice:

—A estudiar —y se queda con los codos en la mesa sin saberse qué piensa.

Una temporada le dio por darse unos paseos tremendos y otra por encerrarse en su cuarto con llave. Algunas veces he subido yo y parecía que había llorado. Cuando se pone así le tiemblan el labio inferior y las manos, que las tiene muy largas y muy finas. Muchas veces tiene fiebres que le queman. Hablando un día el portero con uno de los criados, decía éste:

—El padre Fidel está loco. Ahora le ha dado por dormir sin colchón de lana y duerme sobre el colchón de muelles.

—No está loco, lo que pasa es que necesita una buena tía. En cuanto haga lo que el padre Pinilla, se le quita eso.

El padre Pinilla salía algunas veces vestido de cura y en otra casa se vestía de paisano y decían que se iba de juerga por las noches.

La verdad es que la mayoría de los curas parece que están algo locos. Hay dos o tres muy jóvenes que parecen atontados y no saben ni hablar, porque tartamudean y se ponen colorados. El año pasado tuvieron que quitarle a uno los hábitos porque tocaba sus partes a los chicos. Al padre Joaquín le da la manía de los animales. Al padre Fulgencio con el órgano. Coge dos o tres chicos para que subamos a darle a los fuelles del órgano y se pasa horas enteras tocando, unas veces cosas tristes muy largas y otras como si se pegara con las teclas. Entonces, los chicos nos asomamos a la puerta del cuarto de los fuelles y le vemos dando brincos en la banqueta del órgano, sudando, con los pelos alborotados. De repente se levanta, da un portazo y se va por los claustros andando muy de prisa y hablando solo.

En la entrada de la calle de Mesón de Paredes vive la señora Segunda. Casi todas las mañanas, cuando yo bajo al colegio, está desayunando en el cafetín del Manco. Cuando entro a darle los buenos días, todos los parroquianos me miran con extrañeza de que la salude y la bese. Porque la señora Segunda es una pobre de pedir limosna y además le falta la nariz por un cáncer que se la ha comido y se le ven los huesos de dentro de la cabeza. En el cafetín no entran los chicos vestidos como yo, porque es el café de los mendigos. Se abre a la caída de la tarde y se cierra hacia las diez de la mañana. Tienen allí mismo también una fábrica de churros donde compra todo el barrio y las churreras que luego los revenden por las esquinas. Está lleno de veladores de mármol con bancos de madera y tiene dos cafeteras grandes para la leche y el café. El café, que llaman «recuelo», lo hacen con los posos de los cafés de Madrid que compran para eso y la leche no sé con qué la harán, pero desde luego no debe de ser leche. Venden también baratos los churros que se rompen y bollos rotos de la pastelería de más arriba. Llenan el mostrador de platos, cada uno con una ración de cachos de churro que llaman «puntas» o con cachos de bollo que se llaman «escorza». A la caída de la tarde empiezan a entrar los mendigos y algunos gallegos de la plaza de la Cebada que se ganan la vida subiendo los serones de fruta a hombros a las fruterías de Madrid. Para poder ganarse la vida así, lo hacen más barato que los carros que cobran dos reales. Y por un real o treinta céntimos van corriendo y atropellando a la gente por las calles, con uno o dos serones que pesa cada uno cincuenta kilos, a veces hasta el barrio de Salamanca. La gente no se enfada cuando tropiezan a alguien, porque los pobres van reventando con el peso y la prisa y no ven. Además, van corriendo y no se pueden parar porque tienen una manera de llevar el peso tan grande que les hace andar de prisa y sentir menos la carga. Allí en el cafetín cenan un vaso de recuelo con puntas que les cuesta diez céntimos. Luego, sobre las mesas de mármol cuentan las perras que han ganado en el día, y hacen montones de colillas a las que van quitando el papel para dejar el tabaco solo. Los que no tienen casa se toman una o dos copitas de aguardiente de cinco céntimos que llaman «petróleo» y el amo les deja que se duerman sobre el mármol de la mesa. A las diez de la noche en el invierno, como no pueden dormir en los portales, porque llueve o hace mucho frío, está lleno todo el café, pegados unos a otros y durmiendo sobre los hombros o sobre las mesas. De vez en cuando la policía entra y registra a todos, pero casi nunca se lleva a nadie detenido, porque ni el Manco ni los pobres dejan que se meta allí ningún ladrón.

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