La forja de un rebelde (7 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Cuando llegamos a Navalcarnero, mi abuela Inés nos está esperando. Hay allí una posada y el coche cambia las mulas. Mientras, la gente cena en la posada, bien las cosas que lleva o bien la comida que hacen allí. Nosotros tenemos merluza frita rebozada y chuletas empanadas con pimientos fritos, y como nos hemos comido la tortilla del hombre gordo, mi tío le invita. Tenemos también café puro que ha traído mi tío en una botella envuelta en muchos periódicos y que todavía está caliente.

Mi abuela se sienta con nosotros, teniéndome a mí en sus rodillas. Se está allí como en un sillón. Mi tía y ella se ponen a hablar. Y como siempre, acaban regañando, porque las dos son contrarias. Cuando eran chicas, han jugado juntas en el pueblo, y se llaman de tú y se dicen lo que les viene a la boca. Mi tía es una beata y mi abuela es atea. Cuando las dos eran chicas, de doce años o así, sus padres las mandaron a Madrid a ser criadas de servir. Mi abuela estuvo en muchas casas hasta que se casó. Mi tía, en una sola. Mi tía come pizquitas y mi abuela traga como está tragando el hombre gordo, que no parece se haya comido la tortilla y la libreta. Mientras tanto discuten de mí.

—Buena falta le hace al chico tomar un poco el aire y salir de tus faldas. Con tanto cura y tanto rezo, le estáis atontando. Mírale la cara de gilí que tiene. Menos mal que estará conmigo unos días y yo le espabilaré —dice mi abuela.

—Pues al niño no le falta nada —se encrespa mi tía—. Lo que tiene son muchas picardías y por eso no engorda. Porque en la educación no sé qué puedes decir. Claro que tú quisieras que el chico fuera un descreído como tú. Más valía que pensaras que eres una vieja, como yo, y que si sigues así irás al infierno.

—Mejor, más caliente. Además, mira: al infierno va toda la gente de buen humor y al cielo todas las beatas aburridas como tú. Y francamente, prefiero la gente divertida. Tú no hueles más que a cera.

—¡Jesús, Jesús! Tú siempre dices blasfemias y acabarás muy mal.

—¡Recorcho! Las blasfemias sólo las digo cuando me pisan un callo o me pillo un dedo contra una puerta, porque, al fin y al cabo, una es una mujer y no un carretero. Lo que no soy ni quiero que sea el chico es un espiritado como tú, que no sabes salir de las faldas de curas y sacristanes.

A mi tía le entra el hipo y entonces mi abuela se siente completamente feliz. Acaban haciendo las paces y mi abuela le dice finalmente:

—Mira, Baldomera, yo sé que tú eres muy buena y que el chico está muy bien con vosotros. Pero le estáis volviendo idiota. Tú reza lo que quieras, pero déjale al chico que juegue. ¡Verdad —agrega dirigiéndose a mí— que tú lo que quieres es jugar!

Para no disgustar más a mi tía, le digo que me gusta mucho la iglesia. Y entonces ella explota:

—¡Tú lo que eres es un marica! —y me zarandea entre sus brazos y sus pechos, como si estuviera en un colchón que me fuera a aplastar. Me callo, dolorido, pero se me caen dos lagrimones. Entonces mi abuela pierde la cabeza, me coge en brazos, me besa, me estruja y me sacude como un muñeco. Por último, me hace prometer que iré a Navalcarnero en septiembre y que no me he enfadado con ella.

Me lleva al mostrador de la taberna, me llena los bolsillos de alcahueses y torrados, me abruma con sus preguntas rápidas, y sólo se calma cuando le afirmo repetidas veces que no me he enfadado, pero que yo no soy un marica. Y que, si vuelve a llamármelo, no iré más a Navalcarnero.

Llegamos a Brunete a las diez de la noche, yo completamente rendido y con ganas de acostarme.

El pueblo es un grupo de casas que hacen unas sombras muy negras con la luna, o paredes muy blancas que brillan con la misma luz de la luna. En las puertas de las casas están las gentes tumbadas en el suelo, tomando el fresco, algunos charlando y la mayoría durmiendo. Cuando salimos del coche y vamos a través del pueblo hasta la casa del tío Hilario —el hermano de mi tío José—, las gentes se levantan a saludarnos y algunos nos dan bollos de aceite y aguardiente. Yo no tengo gana, lo único que tengo es sueño. El sereno del pueblo viene, saluda a mi tío dándole un cachete en la espalda, y me acaricia diciendo:

—¡Está ya hecho un hombre!

Después se empina como los gallos, se pone una mano al lado de la boca y grita:

—¡La once... y serenoooo...!

Capítulo 4

Tierras de pan

Encima de la cabecera hay una ventanita cuadrada por la que entra un chorro de sol lleno de moscas. La habitación huele a pueblo: un olor de granos secos del sol, que viene del granero abierto frente a mi cuarto, de retamas quemadas en la cocina, de estiércol de la cuadra, del vaho pegajoso del gallinero, y de las paredes de adobes de la casa, retostadas del sol y cubiertas de una blanca capa de cal. Me visto y bajo la escalera maciza, de troncos labrados con la azuela.

La planta baja de la casa es una sala enorme, empedrada de pequeños cantos de río. Al lado del portalón están las aguaderas de madera, con sus ocho cántaros panzudos, de barro blanco, sudoso, cubiertos con una cortina de tela blanca que tiene en medio iniciales de un palmo de altas, bordadas en hilo rojo. En el centro de la sala, la mesa, de tablones completos, blanca de fregarla con arena. Alrededor de ella pueden comer toda la familia y todos los criados, unos veinte. En su tablero se vierten las semillas para escogerlas. Y otras veces sobre una manta, que sólo cubre una esquina, la tía Braulia plancha la ropa de la casa. A lo largo de las paredes hay una multitud de sillas de paja trenzada, una cómoda pesada, de caoba, y un arcón de cubierta redonda, forrado de piel con pelo rubio y grandes clavos dorados, con una cerradura que parece el aldabón de una puerta. Sobre el arcón, colgado en la pared, el reloj de cuco, sus pesas de latón colgando de las cadenas doradas, su péndola corriendo de un lado a otro sin tropezar nunca con la pared, su esfera de madera con sus cuatro esquinas llenas de ramitos de flores, y encima la ventanita del cuco, un pajarito de madera que canta las horas y las medias. Cuando la manilla va a llegar a las horas, se para y parece que encuentra una china en el camino. De repente da un brinco sobre la esfera, y entonces se cae de golpe una de las pesas, que baja muy de prisa hacia el suelo y hace rodar toda la maquinaria, que suena como una caja de clavos. El cuco se asusta del ruido, abre la puerta de su casita y empieza a cantar, haciendo reverencias y asomando la cabeza para ver si la pesa se estrellará contra el suelo. Cuando ha cantado la hora, se mete dentro y cierra su puerta hasta la media, en que sale una vez sólo, a dar un solo grito, con bastante mala gana, como si le molestaran para una cosa que no tiene importancia.

El reloj de cuco me recuerda siempre al sereno del pueblo y el sereno del pueblo al reloj de cuco. Durante toda la noche se pasea el sereno por las calles del pueblo con un farol, mirando al reloj de la torre de la iglesia y al cielo. Cada vez que el reloj da la hora, él la canta y dice el tiempo que hace: «¡Las dos y... sereno! ¡Las dos y... nublado! ¡Las dos y... lloviendo!». Cuando hay sequía y las gentes del pueblo temen perder la cosecha, si el sereno canta la hora y llueve, los vecinos se despiertan unos a otros y se asoman a los portalones para mojarse ellos también. Algunos se van a sus campos, para ver si es verdad que en ellos cae el agua y no sólo en los de los vecinos.

En el fondo de la sala está el hogar, con su despensa a un lado y la puerta de la cuadra al otro. Es un redondel de losas con los bancos de piedra a los lados y una chimenea de campana encima, tapizada de humo, con un agujero arriba por el que se ve el cielo. En la pared están colgados los cacharros, unos antiguos cacharros de cobre y de hierro, las jarras de Talavera blancas y azules y los hierros de la cocina. El reborde de la chimenea es un vasar ancho lleno de platos, escudillas y cazuelas, con una gran fuente redonda puesta de canto en medio, que parece un sol. Es una fuente de barro amarillo verdoso, con flores de un azul sucio y un reborde azul metálico ancho como un dedo. Es el cacharro más viejo de la cocina, y en el culo tiene un signo raro como un tatuaje y en letras viejas, azules, dice: «Talavera 1742». Las cosas de metal las limpia la tía Braulia con ceniza de estiércol que hace lejía, y el hierro parece de plata y el cobre de oro. La lumbre es un montón muy grande de estiércol encendido por dentro, de día y de noche. Si se mete dentro la badila, se ve una bola de fuego, roja como una granada... Se sopla en ella con un fuelle grande, metiendo allí dentro su pico de hierro, y sale una llama. Encima se echa retama que arde con la llama y sobre ella se coloca la sartén de tres patas para hacer los guisos. Después, se cierra el agujero con la badila y queda sólo el montón amarillo de estiércol, humeante, con los pucheros alrededor donde se cuece la olla lentamente. Dentro de la campana de la chimenea están colgados los chorizos rojos y las morcillas negras, que así se resecan y se curan al humo.

Cuando bajo, la tía Braulia está sola, sentada en una silla baja al lado del fuego. Lo primero que hace es afirmar que tengo hambre y que me va a preparar el desayuno en seguida. Ésta es una manía de todos cuando vengo al pueblo. Se empeñan en que tengo que comer mucho y tengo que engordar. Pero en Brunete hay muchas menos cosas que en Madrid. No hay más fruta que las uvas de parra, que aún no se pueden comer. Carne no hay más que de cordero y la de cerdo de la matanza conservada en adobo y curada al humo. Así que la comida me la sé de memoria: por la mañana el desayuno de huevos fritos, a mediodía la olla con garbanzos, tocino, chorizo y carne de carnero, y por la noche las patatas guisadas con carne y bacalao. Viene algunas veces un hombre con un burro que trae de Madrid dos o tres cajas de sardinas y de merluza. Pero en el verano no puede venir porque el pescado se pudre en el camino. El único pescado que hay son las sardinas de cuba de la tienda, unas sardinas resecas, con los ojos y la panza amarillos de aceite, y el bacalao. Verduras no hay. Porque Brunete está en una llanura seca, sin árboles y sin agua, donde no crece más que trigo, cebada, garbanzos y algarroba. Hay que ir a buscar el agua con burros a tres kilómetros del pueblo, a un barranco —que es una grieta en el campo— que se pierde a lo lejos, camino de la sierra.

Para comer, prefiero Méntrida y Navalcarnero, pero más Méntrida. En Méntrida hay muchos árboles frutales y muchas huertas. Hay también caza —perdices y conejos—, y en un río cercano, el Alberche, se pescan peces muy ricos y anguilas. De Madrid trae pescado el tren y en el pueblo hay siempre uvas muy buenas, tomates riquísimos, pepinos, lechugas; y además hay un sitio que se llama Valdehiguera, donde se encuentran cientos de higueras muy antiguas que dan unos higos gordos con la carne encarnada, que se llaman melares y son como miel. Cada familia tiene dos o tres higueras, y, cuando yo voy allí, en todas las casas me invitan a ir a coger los higos por la mañana temprano, que es cuando están fríos de la noche. Todas estas cosas las hay en Méntrida, porque el pueblo está en un valle por el que corre un arroyo que va al Alberche. Hay además una alameda llena de álamos y de huertas a lo largo de todo el arroyo. Aquí, en Brunete, los pocos pozos que hay son muy hondos y dan un agua salada. En Méntrida hay pozos en todas las casas y en muchas de ellas tienen que hacer una reguera desde el pozo a la calle, porque en invierno el agua se sale por encima del brocal. Además, el agua es muy fría y muy buena.

Navalcarnero es aún diferente. Está en lo alto de un cerro y en el pueblo realmente no hay nada, pero los campos, como caen todos a la orilla del Guadarrama, producen también uvas, frutas y cosas de huerta. Además, como está muy cerca de Madrid, hay casi todas las cosas que se encuentran allí.

Sin embargo, quien más presume con la comida es la tía Braulia. En Brunete la mayoría de la gente sólo come una cebolla con pan por las mañanas cuando se van al campo, un gazpacho a mediodía y la olla por la noche, pero hecha sólo con garbanzos y un cacho de tocino. El tío Hilario, que es el marido de la tía Braulia y el hermano mayor de mi tío José, es ahora uno de los más ricos del pueblo.

Eran seis hermanos y todos se libraron de ser soldados, menos el más pequeño que era mi tío José. Entonces los soldados estaban ocho años en el cuartel. Cuando se marchó de quinto era, como todos, un patán que no sabía leer ni escribir. Como eran muchos hermanos, la familia era muy pobre y no comía más que los garbanzos con tocino, y éstos, los peores, porque los otros, los escogidos, se pagaban más. En el cuartel aprendió a leer y escribir; y mientras tanto se murieron sus padres y los hermanos trabajaron las tierras todos juntos y se casaron. Con las mujeres y los chicos, que empezaron a nacer en seguida, aunque el tío José les había dejado su parte de tierra, estaban todos muertos de hambre. En aquel tiempo, algunas veces, por no tener dinero para alquilar mulas y burros para la labranza, tiraban del arado los hombres y las mujeres. La tía Braulia ha tirado muchas veces. Mientras tanto, mi tío José que no pensaba volver a arar, se había hecho sargento y, cuando se licenció, se colocó en el Ministerio de la Guerra, porque tenía muy buena letra y sabía muchas cuentas. Empezó a ahorrar dinero para prestarlo a sus hermanos, que ya no tuvieron que pedir dinero prestado al usurero del pueblo, pagándole una peseta por cinco. Cuando recolectaban el trigo tampoco se lo vendían al usurero, sino que mi tío se encargaba de vendérselo en Madrid. Las ganancias se las repartían entre todos. Así pudieron comprar mulas y ya vivían bien. Después, cuando la guerra de Cuba, mi tío había prestado algún dinero a otros del pueblo y un día se presentó allí, reunió a todos los parientes y a los más viejos del pueblo, y les dijo que si le dejaban el trigo él se lo vendía a todos en Madrid para el ejército, mucho más caro que como se lo pagaba el usurero. Entonces se hicieron ricos y mi tío les dio dinero suficiente para que se compraran más tierras y más mulas. Así, la mitad de las tierras del pueblo eran de los hermanos de mi tío. Todos trabajaban bajo las órdenes del tío Hilario, pero mi tío era el que mandaba. La otra mitad de las tierras del pueblo eran de la otra gente del pueblo que estaba entrampada con el usurero.

El usurero es un pariente lejano, don Luis Bahía, que se marchó de niño del pueblo y después se hizo millonario con los jesuitas. Era su administrador y mi tío decía que él no tenía dinero, y que lo que prestaba era dinero de los jesuítas, que así se apoderaban de las tierras del pueblo.
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