La forja de un rebelde (63 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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No había leído más de unas pocas páginas y le dije ingenuamente:

—Me han mandado algunos libros de casa entre los que venía éste. Como usted ve, no he hecho más que empezarlo y no puedo decir aún de qué se trata, aunque no creo que sea muy revolucionario, ya que el autor es una baronesa austríaca. —Me había leído la introducción.

—Bien, bien. ¿De manera que te han mandado más libros? Bueno, vamos a verlos —lo dijo no severamente, paternalmente. Don José Tabasco era un buen hombre, amable y cariñoso, pero completamente el tipo de oficial católico. Estaba convencido de la infalibilidad de las leyes y decretos de la Iglesia católica apostólica romana y de sus sanos efectos en la práctica. Así, perdí un buen número de libros: Victor Hugo, Anatole France, Miomandre, Blasco Ibáñez... y, desde luego, ¡Abajo las armas!

No. No me confiscó los libros. Era un hombre incapaz de faltar a la ley, que me concedía el derecho de leer todos los libros publicados en España. Me dio unas palmaditas en la espalda.

—Muchacho, voy a hablarte como si fuera tu padre. Esto es un cuartel, ¿sabes? Ya sé que tú eres un muchacho inteligente y no tengo nada en contra de que leas éstos u otros libros. Pero yo sé cómo pasan las cosas en un cuartel. Los compañeros te pedirán prestados los libros y tú no puedes decir que no. Bien, en el momento que estos libros caen en las manos de estos pobres diablos que apenas si saben leer o escribir, es lo mismo que si les pusieras dinamita en las manos. Mira, haz lo que yo te digo y quémalos.

El comandante era mi superior inmediato. Me quedaban aún años de servicio. El comandante se puso muy contento cuando me vio quemar los libros en los hogares de la cocina del regimiento. Sin embargo, yo sabía que existía una completa tolerancia por parte de los oficiales, casi diría una libertad absoluta, hacia la compra y venta clandestina de libros pornográficos; lo mismo en el cuartel que en el frente. Cuando alguno de los capitanes recién llegados iniciaba una campaña para limpiar de porquería su compañía, sus compañeros le decían:

—Mira, mira, hay que dejar a los muchachos algo con que divertirse un poco. Después de todo, a nosotros también nos gusta ver una buena mujer, mejor en cueros que con ropa. Además, no vas a cambiar las cosas. No vas a estar volviéndoles el forro de los bolsillos cada día, y al fin y al cabo, mejor es que lean eso que no que lean El Socialista.

Después de mis experiencias en Ceuta, me había limitado a leer libros en francés, mientras construimos la pista en Hámara y allí no había visto ni un periódico. En Tetuán nunca había intentado romper las convenciones de la vida militar. Después vinieron las operaciones de Beni—Arós, de Xauen y de Melilla, rematadas en el hospital. Cuando me encontré en Madrid, tuve que volver a empezar de nuevo, recogiendo cabos sueltos acá y allá, para entender lo que estaba pasando.

La taberna del Portugués todavía existe al lado de la esquina de la calle de la Paz. Los empleados de los bancos y de las compañías de seguros de la vecindad siguen reuniéndose allí, como hacían cuando yo era un meritorio en el banco. A las siete de la tarde la taberna estaba llena de gente, pero yo sabía que mi viejo amigo Pla estaría sentado en su rincón habitual. Al entrar, le vi inmediatamente en la segunda mesa de la izquierda en la trastienda. Estaba más gordo y más miope. Parecía que sus gafas fueran más gruesas que nunca, y más que nunca su nariz estaba pegada al periódico. Llevaba el pelo cortado en cepillo, muy corto, y como su pelo era grueso y áspero, su cabeza parecía realmente un cepillo desgastado por el uso.

—¡Hola, Pla!

Levantó sus ojillos cerdunos, más pequeños aún a través de los cristales. Una de dos, o no veía o no me reconoció; pero creo que era su miopía, porque mi cara no había cambiado apenas de cuando tenía dieciséis años, excepto por la barba que brotaba aún por distritos.

—¿Eh? ¡Hola! Siéntate, y que te den un vaso.

—¿De modo que ya no recordamos a los amigos?

Sus ojillos parecieron olerme; porque, cuando intentaba mirarle a uno, moviendo su cabeza de lado a lado para encontrar el foco de visión, sus ojos saltones parecían más que olieran que el que os miraran. Cuando su cara estaba a una cuarta de la mía, me reconoció. Se levantó, pataleando con sus piernas cortas, y me abrazó lleno de exclamaciones salivosas.

Primero tuve que contarle todas mis aventuras, después volcó sobre mí su sarta de quejas sobre su trabajo en el banco, y por último comenzamos a hablar sobre la situación política.

—Y tú, ¿qué opinas de todo ello, Luis? —le pregunté.

—A mí me parece que ahora la cosa va de veras. Al Narizotas —el Rey— se le ha acabado el chupen. Dentro de un año tenemos la República.

—¡Caray, Luis, tú eres un optimista!

—Pero no tiene más remedio que venir. —Bajó la voz confidencial—: Toda la porquería del Narizotas está ahora saliendo a relucir: los millones que le pagó Marquet para abrir las casas de juego, el Palacio de Hielo y el Casino de San Sebastián, ¿te acuerdas? También en el Círculo de Bellas Artes dicen que está pringado el Narizotas. Está en las minas del Rif con Romanones y en el suministro de camiones para el ejército con Mateu; y para colmo de todo, el lío de Marruecos.

—¿Y cuál es el lío de Marruecos?

—¡Puff! Una historia sucia, porque resulta que es él el responsable del desastre. Le escribió a Silvestre, a escondidas de Berenguer, y le dijo que siguiera adelante. Dicen hasta que, cuando Annual acababa de ser conquistado, le mandó un telegrama a Silvestre que decía: «¡Vivan tus cojones!». Y cuando se le habló de la catástrofe y de los miles de muertos que había, dijo: «La carne de gallina es barata». Claro es que todos los reaccionarios le están defendiendo en las Cortes, pero los republicanos y los socialistas están pegando duro. Además, hay otra cosa: ahora que están mandando fuerzas expedicionarias y todos los fulanos que se escaparon con su dinero de ir a Marruecos tienen que ir, aunque no quieran, muchos de los liberales quieren que se depure la cosa. Les sienta como un tiro que tengan que perder el dinerito y si a mano viene, los hijos. De todas maneras, una cosa es cierta: va a haber un proceso.

—¡Un proceso! —exclamé.

—Sí. Un proceso para establecer la responsabilidad de lo que ha pasado en África. Los generales están que revientan de rabia. Hasta han amenazado con un pronunciamiento como en los tiempos de Isabel II. Pero ahora las cosas son distintas; ¡que vengan! Los vamos a recibir con fuegos artificiales.

—¿Y qué pasa en Barcelona?

—¡Oh! ¿En Barcelona? Nada. Solamente que la gente en Barcelona sale a la calle a dar un paseo y a lo mejor sale uno que les llena las tripas de balas. Unas veces los pistoleros son anarquistas y otras veces los paga el Gobierno. Pero a mí no me interesan los catalanes; por mi parte, los pueden matar a todos juntos. Desde luego que todas estas cosas ayudan. Cuanto mas grande la bulla, mejor. Tendremos un gobierno cada quince días y así, ¿crees tú que va a haber gobierno que pueda resolver las cosas? —Se interrumpió, se bebió su vaso de vino, llamó al muchacho y pidió otros vasos:

—Pero claro es que todo esto ha venido por la guerra europea. Es una cuestión económica, ¿sabes?

—No lo veo muy claro.

—Pues es muy sencillo. Durante la guerra la gente se ha hinchado de ganar dinero. Tipos que toda su vida habían ido con los pantalones rotos, los has visto de repente abriendo cuentas corrientes fantásticas; los periódicos que antes no se vendían, de pronto los compraba una embajada y se convertían en un rotativo de gran circulación; a los ministros se les daban propinas de un millón de pesetas; las mulas viejas por las que un gitano no hubiera dado diez duros, se han vendido a mil duros; los catalanes han fabricado millones de mantas; la gente de Valencia vendía sus frutos en los árboles a peso de oro; el trigo valía el doble; barquitos de pescadores ganaban mil duros por atravesar de Bilbao a San Juan de Luz, y si los torpedeaban en el camino, cobraban diez mil de seguro. De repente se acabó la guerra y se acabó el chupen. Las fábricas nuevas se cerraron de la noche a la mañana y pusieron los obreros en la calle. Los ferrocarriles se arruinaron o al menos eso dicen. Mientras todo el mundo tenía dinero, Madrid se llenó de taxis y ahora los que tienen un taxi se mueren de hambre. Los bancos que se establecieron durante la guerra están suspendiendo pagos cada día. Del Rey abajo hasta el último español, todos claman ahora por su dinerito, y andan buscando la forma de ganarlo como antes. El Rey vende una licencia para abrir un casino o le exige más huevos a Silvestre para poder venderle unas minas más a Romanones. Las compañías de ferrocarriles piden que el Estado las mantenga y amenazan con interrumpir el tráfico si no; así, se les da su subsidio y los ministros se ganan sus buenas comisiones. Hoy puedes ir a cualquier ministro con cincuenta pesetas en la mano y te dan lo que pidas. Si vas con un millón, te dan el ministro, el ministerio, los empleados y hasta las máquinas de escribir. Y como alguien tiene que pagar por todo esto, pues se pone en la calle a los obreros para hacer economías o se les regala los jornales. ¿La solución? Una huelga cada diez días. Créeme, esto va a acabar muy mal.

Rafael me trajo una invitación de su jefe para que le hiciera una visita. Don Manuel Guerrero era el gerente de Panaderías Madrileñas, S. A. (en liquidación), pero había sido también un comandante del cuerpo de Ingenieros que, al igual que la mayoría de los más cultos y más independientes de los oficiales e ingenieros, había dejado las armas por la industria, sobre todo porque siempre se encontraban en conflicto con sus hermanos oficiales cuyo único interés era hacer una carrera o negocios fáciles en Marruecos.

Don Manuel era un hombre de unos cincuenta años, pelo entrecano, un cuerpo macizo pero corto, ojos profundos, una frente poderosa y una mandíbula inferior algo agresiva. Hablaba un poco brusco, pero al cabo de unos minutos de conversación perdió toda rigidez y me condujo a través de la fábrica desierta, contándome al mismo tiempo su historia que era lo único que llenaba su mente:

Había fundado una fábrica harinera y panadería en las afueras de Madrid, inmediata a la línea del ferrocarril de circunvalación, con un ramal directo a la fábrica, y en teoría la instalación produciría una revolución en el sistema de abastecimiento de pan a la capital. Por la situación de la fábrica, podía comprar el trigo y transportarlo directamente desde los centros productores o desde los puertos a las máquinas de moler. Sus instalaciones de hornos automáticos modernos al pie de la molienda le permitirían fabricar pan mejor, en mejores condiciones higiénicas, y más barato que nunca se había comido en Madrid, donde aún en muchas panaderías el pan se amasaba con los pies y la competencia se hacía agregando a la masa del pan toda clase de materias inertes o robando en el peso. No existía en Madrid una panadería grande, más que la que era propiedad del conde de Romanones. Había lanzado el negocio como una sociedad anónima financiada por algunos bancos. Pero bien pronto se había encontrado arrinconado contra los intereses creados de dos poderosos grupos que se beneficiaban con el alto precio del trigo: los terratenientes y los almacenistas de granos, que controlaban el trigo nacional, y los especuladores que manejaban la importación del trigo suplementario que se necesitaba cada año. Teóricamente, él no necesitaba más que pedir el permiso de importación para tener cuanto trigo quisiera. Pero automáticamente, cuando sus embarques estaban próximos a llegar a puerto español, las tarifas de entrada subían misteriosamente y don Manuel se encontraba frente a una pérdida. Al principio trató de luchar, pero entonces se estrelló contra los bancos que preferían como clientes a sus competidores mucho más poderosos. Se arruinó.

—Mi última esperanza —me explicó— fue obtener un contrato de aprovisionamiento de la guarnición militar de Madrid; pero para ponerme de acuerdo con Intendencia, tenía que dejar de ser honrado. Y yo he sido siempre un hombre honrado.

Entre las bandejas enormes de los hornos fríos, las enormes hélices de las amasadoras, las vigas de acero de los techos y las correas de transmisión paralíticas, las telarañas se multiplicaban infinitas.

—¿Se da usted cuenta que ésta es una lección repugnante, un síntoma gravísimo de la catástrofe que amenaza a España? Si Dios no lo evita. Pero no parece como si tuviera mucho interés. Mire usted, somos un país exportador, y si no importamos el trigo y otras cosas que necesitamos, los demás países no nos compran nuestro aceite, nuestras frutas o nuestros minerales o tejidos. Yo no puedo importar trigo, y los telares de Cataluña están paralizados, porque la Argentina no puede comprar tejídos si no les compramos su trigo. Los obreros protestan y al fin todo termina en matarse unos a otros en la calle. Y ahora, para rematarlo todo, esta cuestión de Marruecos. Cuénteme algo de allá.

Le dije que yo no sabía nada de Marruecos y que sólo podía contarle lo que había visto yo mismo. Le hablé sobre la pista de Hámara y de la expedición de Melilla. Me escuchó, meneando la cabeza de vez en cuando. Después dijo:

—Lo mejor sería abandonar Marruecos. Dejar a las potencias que hicieron el convenio de Algeciras que se las arreglaran como pudieran. Pero lo malo es que el que intente hacer semejante cosa provoca una revolución desde arriba. ¿Dónde y de qué iba a vivir esa gente sin Marruecos? No podrían vivir sin sus beneficios. Y son demasiado poderosos.

Pero yo ya no le escuchaba. El nombre de Romanones, pronunciado en la inmensa nave polvorienta y desierta, había evocado en mí el recuerdo de otra fábrica en la que yo había trabajado unos años antes, como secretario de su director: Motores España S. A., la inmensa fábrica que iba a transformar la aviación española.

En aquella época era yo un muchacho de diecinueve años. Había tomado las cosas como venían, sin preocuparme mucho y sin entenderlas. Tenía un trabajo importante y envidiable: las muchachas más guapas de Guadalajara se interesaban por mí, porque yo era el secretario de don Juan de Zaracondegui y porque miles de pesetas, todas las pesetas de todos los jornales de la fábrica, pasaban por mis manos, y porque yo podía contratar trabajadores. Tuve mis aventurillas y me divertí con una de ellas, en la que pude escapar de un padre y unos hermanos calderonianos. Guadalajara es la capital de una de las provincias españolas; una ciudad mísera, sometida a la férula del terrateniente mayor, del cacique más grande de España, del diputado y ministro casi permanente, conde de Romanones. Su población eran algunos propietarios, algunos taberneros y unos cuantos comerciantes , modestos, porque Madrid está muy próximo. Su mayor provecho era la Academia de Ingenieros Militares. Las muchachas de la ciudad se convertían en novias de los cadetes y se casaban con los hijos de los labradores. El resultado era que por la noche los estudiantes y los campesinos venían a dar serenata a las muchachas y acababan a golpes. A veces un cadete, cuando ya había llegado a capitán, regresaba a Guadalajara y se casaba con su antigua novia. Esto mantenía vivas las esperanzas de todas las muchachas.

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