La forja de un rebelde (64 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Pero cuando se instaló en Guadalajara la fábrica de Motores España, se produjo una revolución: un ejército de dibujantes, empleados y mecánicos invadieron las tabernas de cadetes y campesinos. Jornaleros locales que hasta entonces habían ganado tres pesetas cuando había trabajo, se convirtieron en obreros de la fábrica ganando el doble. Los padres y las muchachas solteras vieron el cielo abierto. Su vida había cambiado. Todo aquello fue para mí una alegre diversión.

Pero ahora, cuatro años más tarde, veía el otro lado de la historia.

Durante la gran guerra, los Motores Iberia de Barcelona produjeron motores para los aliados en cooperación con grandes fábricas francesas. A la vez, como una cosa secundaria, comenzaron a equipar el ejército español, que entonces atravesaba las primeras etapas de su mecanización. Más tarde, estos elementos mecanizados se convirtieron en un nuevo departamento militar que se llamó el Centro Electrotécnico, a la cabeza del cual figuraba un capitán de Ingenieros, don Ricardo Goytre. Tal vez porque los Motores España tenían que pagar comisiones tan altas para el suministro de material al ejército, este material falló totalmente en Marruecos, desde 1918 en adelante. Los camiones se caían en pedazos.

Hubo que garantizar presupuestos extraordinarios para comprar camiones nuevos y mejores. Y por último, las Cortes decidieron que se hiciera un gran concurso nacional para el suministro de camiones y aeroplanos. Los modelos premiados serían adoptados por el ejército, y los contratos, dados a sus fabricantes. Esto sí, ¡sólo se admitían fábricas nacionales!

La única fábrica nacional de alguna importancia era Motores Iberia, pero los campos de Marruecos estaban llenos de chatarra en los parques militares y no hubiera sido buena política que la misma fábrica surgiera como vencedora del concurso. Se creó así Motores España de Guadalajara, S. A.

El conde de Romanones facilitó un gran espacio de terreno al lado de la línea del ferrocarril, donde se elevaron rápidamente las naves de la fábrica en cuanto se emitieron los cinco millones de acciones de la sociedad. Se dejó amplio espacio para un aeródromo, el cual por su situación estratégica parecía destinado a convertirse en el más importante de España e incluso de Europa. Don Miguel Mateu se convirtió en gerente de la empresa. Daba la casualidad que también era el gerente de la otra sociedad catalana. Don Ricardo Goytre dimitió de su cargo de director del Centro Electrotécnico y se convirtió en director técnico. El capitán Barrón, creador del prototipo de avión que había de ganar el concurso, resignó también y se convirtió en jefe de ingenieros. Don Juan de Zaracondegui, un aristócrata vasco y miembro del consejo de la sociedad catalana, se convirtió en el director administrativo, y por último el representante general de la casa catalana en Madrid, don Francisco Aritio, se convirtió en el director de ventas de la sociedad de Guadalajara.

«Los ricos tienen todo sin pagar nada», dicen las gentes pobres de España.

Don Miguel Mateu poseía en Barcelona el mayor almacén de maquinarias de España; era también el representante de las mayores fábricas de máquinas, herramientas y aceros de Alemania y de los Estados Unidos de Norteamérica. Hizo la instalación de la nueva fábrica. El conde de Romanones poseía inmensos terrenos en Guadalajara que no le producían un céntimo. Facilitó el sitio para la fábrica.

Ninguno de los dos aceptó dinero por esto. Motores España era una empresa patriótica que iba a liberar a España de su dependencia de otros países y le iba a dar su aviación propia. El conde y el industrial eran grandes patriotas. ¡Se emitieron cinco millones de pesetas en acciones liberadas y yo abrí el libro mayor de la sociedad, encabezando las siguientes cuentas con mi mejor letra gótica:

S. M. Don Alfonso de Borbón..........1.000.000

Don Miguel Mateu............................2.000.000

El conde de Romanones....................1.000.000

Don Francisco Aritio.........................500.000

El resto de las acciones se inscribieron a nombre del inventor de los motores, por los derechos de sus patentes que ya cobraba en Barcelona, pero que ahora se iban a fabricar bajo otro nombre. He olvidado el nombre que inscribí.

Se celebró el concurso con todos los requisitos. El contrato se adjudicó a los Motores España, mientras el ingeniero La Cierva, con el primero de sus autogiros volando, era ridiculizado. La nueva fábrica fue inspeccionada por S. M. el Rey con toda solemnidad. Don Miguel Mateu mandó espléndidas máquinas herramientas de la Allied Machinery Company de Chicago. Las acciones subían como espuma en la Bolsa. Camiones pintados de gris horizonte llegaban directos desde Barcelona a Guadalajara y se entregaban en la puerta de la fábrica al ejército. El consejo de directores arregló con una sociedad inglesa que se encargaran ellos de la construcción de los aviones.

Fue entonces cuando tuve que dejar la fábrica a causa de que mi aventura amorosa me había llevado demasiado lejos.

Y nunca más me volví a preocupar.

Ahora, con el escalofrío del tifus africano aún en mis huesos, en la atmósfera cargada de nubes de amenaza de Madrid, en la nave vacía de la fábrica de harinas, veía con toda claridad la ruta que llevaba desde Guadalajara a Marruecos.

Volví a Marruecos, al terminar mis dos meses de permiso, hondamente asustado.

Segunda parte
Capítulo 1

Cambio de juego

Las aguas del Estrecho estaban un poco alborotadas. El viejo cascarón de nuez que hacía la travesía diaria cabeceaba en todas direcciones. Los cerros y las casas de Ceuta se columpiaban sobre las olas, surgiendo sobre ellas, para hundirse después hasta desaparecer de la vista. Cuando entramos en el puerto, los muelles aún parecían balancearse suavemente. Encontré la ciudad completamente cambiada.

Cuando se vive en un sitio, se construye uno una imagen mental del medio que le rodea. Esta imagen se queda dormida en lo más profundo de la mente, mientras se vive allí en carne y hueso; pero en el momento que os marcháis de allí, surge con plena vida y sustituye la antigua visión directa y rutinaria. Así, un día volvéis esperando encontrar los sitios, las cosas y las personas, tal como los habéis conservado en vuestra mente, tal como creéis que son. Vuestra visión mental y la realidad chocan violentas y el choque repercute dentro de vosotros.

La callejuela que imagináis fresca y callada está ahora llena de gentes chillonas y deslumbrante de luz. El café lleno de gentes, donde os sentabais con vuestros amigos para sostener discusiones acaloradas, está casi vacío, y el camarero amigo ya no se acuerda qué es lo que acostumbrabais tomar. Es algo así como si un actor fuera al teatro a las diez de la mañana, convencido de que iba a aparecer en escena donde le estaban esperando, y se encontrara allí con la fregatriz quitando el polvo de las butacas, frente a frente de un escenario vacío cargado de decoraciones revueltas, y todo alumbrado por la luz gris de las claraboyas.

He sufrido a menudo este choque, pero cuando llegué a Ceuta desde Madrid, creo que fue la primera vez que me di plena cuenta. Conocía cada uno de los rincones de Ceuta y cada rincón en un momento determinado, en su momento. Ahora, el sitio y el tiempo no estaban sincronizados y me encontraba de pronto en tierra extraña.

Antes de ir al cuartel, quería desayunar y me fui directo a mi café, es decir, al café donde iba cuando era un cabo. Pero en la misma puerta me sorprendió a mí mismo el hecho de que ahora era un sargento. Éste no era ya más para mí el sitio adecuado; tendría que ir al café de los sargentos. Así, volví atrás y me encaminé a La Perla. Había unos cuantos sargentos desayunando café con bollos o churros: me senté solo y pedí café. El camarero no me conocía, yo no conocía el café, y cada uno me miraba como se mira a un extranjero. Me bebí mi café de prisa y me marché, echando de menos amargamente la calurosa acogida que hubiera tenido en mi café «de soldados», donde el camarero era un amigo y donde el salón era sucio y maloliente, pero sin pretensiones. Mucho más humano.

Porque ser sargento en Ceuta suponía pertenecer a una clase social. En la pequeña ciudad había tres castas claramente separadas entre sí, como compartimentos estancos: los soldados rasos y los cabos, juntamente con los jornaleros, los pescadores, los albañiles, los barrenderos y otros semejantes, eran el proletariado. Los suboficiales y sargentos, con los obreros calificados, los pequeños comerciantes y los oficinistas, eran la clase media. La clase alta, la aristocracia, consistía en los magistrados y el clero. El conjunto de la vida social de la ciudad estaba organizado de tal manera que ninguno de estos tres grupos podía mezclarse con los otros. Había cafés para soldados, para sargentos y para oficiales, y burdeles para cada uno de los tres grupos. Algunas calles, y hasta a veces parte de la misma calle, estaban prácticamente reservadas para uno de los tres grupos. En la calle Real, que atraviesa el pueblo de extremo a extremo, los soldados marchaban siempre por el medio de la calle. En la acera tenían que ceder el sitio a las mujeres y a sus superiores jerárquicos; y como no podían evitar el cruzarse con una mujer o con un superior cada cinco pasos, preferían no tener que estar dando brincos a cada momento de la acera al empedrado. En general, los soldados huían de las calles céntricas, donde estaban condenados a saludar incesantemente, y los oficiales evitaban las calles extraviadas, donde no podían exhibirse con la gente de categoría.

Como en otros muchos pueblos de España, en Ceuta era costumbre el pasearse a la caída de la tarde, a lo largo de una calle, saludando a los amigos y piropeando a las muchachas; pero allí, cada casta tenía su trozo de acera en la misma calle. En uno, los soldados se paseaban con las criadas. En otro, los oficiales se paseaban con las señoritas acompañadas de la mamá y vigiladas por la cara seria y ceñuda del papá. Los sargentos tenían también su trozo de paseo propio, para ellos y para las niñas aspirantes a señoritas bien, con papás pretenciosos de altos puestos.

No podía ir más al café de los soldados.

No podía entrar más en la taberna familiar; no podría pasearme por el mismo trozo de acera; y así, todo.

En este estado de ánimo llegué al cuartel; me dijeron que me avistara con el comandante, cuando viniera como siempre a las once, y por más de una hora anduve de un lado a otro a través del cuartel de Ingenieros. Un edificio con dos grandes terrazas, una enorme casamata de madera, un gallinero, cuadras, talleres, enfermería, todo alrededor de un patio grande y otro pequeño, todas las paredes enjalbegadas y blancas como leche fresca. Cada día un soldado se dedicaba a poner cal nueva sobre alguna de las paredes, y así continuaba todo el año a través de todo el cuartel.

Me aburrí mientras esperaba; me aburría de la espera y del blanco sin fin de las paredes del cuartel, casi desierto a aquella hora. Bien, al día siguiente estaría en Tetuán y de allí iría a parar a la línea de fuego; al menos sería menos aburrido. Al menos encontraría gentes conocidas. En Ceuta apenas conocía a alguien. Mi contacto con los soldados se había terminado y mi contacto con los pocos sargentos fijos en la plaza aún no se había iniciado. Me sentía aislado de todos.

A las once; el comandante mayor entró en las oficinas de Mayoría. Dejé pasar un ratito y me presenté en su despacho:

—A sus órdenes, mi comandante.

—¡Hola, Barea! ¿Ya has vuelto? Estás flaco de veras. Cuídate. Bueno, mira, el sargento Cárdenas ha ascendido a suboficial y se queda de subayudante. Así que tú dirás, si lo prefieres a volver al frente. Aunque supongo que lo preferirás.

Le di las gracias.

—Bueno, tómalo con calma: descansa unos días y ponte en contacto con Cárdenas para que te vaya explicando las cosas. Pero no me hagas tonterías.

Se entraba en las oficinas del regimiento a través de un pequeño recibimiento, provisto de dos mesas y un banco monacal de madera dura, largo para seis personas. Era el sitio donde los dos ordenanzas de la oficina estaban sentados invariablemente, haciendo todo lo posible porque ningún visitante les quitara el sitio. Detrás de la mesa había dos escribientes encargados de recibir a los visitantes o invariablemente forzándolo a llenar un impreso. Al fondo de la sala había un tabique de madera rematado por una fina red de alambre, y detrás de él dos cubículos separados también por el tejido de alambre y unidos por un ventanillo. El de la izquierda lo ocupaba el cabo Surribas, el de la derecha el sargento Cárdenas. Surribas era el contable y una especie de secretario de Cárdenas, de quien recibía las órdenes a través del ventanillo. Cárdenas era una especie de secretario del comandante mayor y tenía una gran mesa, con una más pequeña al lado que ocasionalmente usaba para dictar a un escribiente.

Al fondo se abría aún un cuarto más grande, en el que había cinco mesas y cuatro escribientes. Las paredes estaban forradas de anaqueles repletos de legajos, todos atados con balduque rojo. Estos legajos contenían la historia de cada uno de los soldados que habían pasado por el regimiento en los últimos veinte años. Uno de los anaqueles estaba cargado de grandes carpetas, de tamaño folio, conteniendo la historia de cada oficial a través del mismo número de años.

La oficina olía a papel apolillado y a insectos. Porque existe un olor de insectos; es dulzón y se agarra a la nariz y a la garganta, impregnado del polvillo fino siempre flotante. Si sacáis de su sitio un legajo de viejos papeles o un libro ya roído de gusanos, se eleva una nube levísima de polvo, y el olor es tan violento que ni aun el escribiente más viejo puede evitar un estornudo.

Y la oficina estaba llena de ruido de insectos. En mis días de cabo había trabajado allí y había llegado a conocerlo. Mientras los cuatro que éramos escribíamos, o tecleábamos en las máquinas, cuchicheando para no irritar al sargento, no oíamos el ruido. Pero cuando yo me metía allí en las noches calurosas de África, buscando un rincón fresco donde leer tranquilo, escuchaba el trabajo de demolición incesante de estos seres diminutos que trataban de destruir la burocracia. Roían el papel, lo taladraban, hacían nidos en él, se hacían el amor. Había centísedos con mandíbulas como pinzas de cangrejo, que taladraban los más gruesos legajos de lado a lado. Había cucarachas gigantes que roían los bordes, incansables; gusanos que tejían sus capullos tras un legajo, para surgir en mayo convertidos en mariposas. En los anaqueles más altos, donde se acumulaban los más viejos documentos, estaba el reino de las arañas monstruosas, de las avispas y de las moscas de caballo, que acumulaban allí sus nidos y sus dormitorios invernales. En las hileras más próximas al suelo, los ratones roían las cintas rojas para acolchar sus nidos. De vez en cuando, las hormigas invadían la plaza como si quisieran arrancar una a una las letras escritas y llevárselas a sus hormigueros como granos de trigo.

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