La forja de un rebelde (70 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Antoñito —gritó otra voz—, tráeme un poco de agua.

Antoñito se levantó de mala gana:

—Te vas a pelar con tanto lavarte.

Un comandante panzudo miró gravemente hacia el techo con una botella en la mano. Arriba una artista estaba taconeando furiosamente.

—Preparar los vasos. —En una interrupción del taconeo los llenó rápido. —Bebéroslos de prisa, si no queréis beber jugo de telarañas en el montilla.

En dos vasos medianos que estaban sobre la mesa de pino, una capa de polvo espesa y gris cubría el vino. Las lámparas eléctricas estaban rodeadas de un halo neblinoso. Un capitán de artillería encendió un cigarrillo:

—Un día habrá aquí una explosión; este polvo es inflamable. —Y paseaba lentamente la cerilla encendida a través de las nubes que descendían del techo. La artista estaba taconeando un galop furioso.

Alcalá—Galiano estaba siendo asaltado por todas las chicas desocupadas y por las mamás.

—¿Qué nos has traído hoy? ¿Sabes?, a Luisa le han subido el sueldo, pero ¡tiene que cambiar el repertorio cada quince días! Danos algo nuevo. ¿Quién es este amigo tuyo?

—Un poeta. Me va a escribir cuplés.

Los oficiales se estaban amoscando. Les estábamos robando la oportunidad de pellizcar los muslos desnudos de las muchachas. Galiano tarareaba una musiquilla a una de ellas, mientras otra me asaltaba a mí:

—Él me escribe la música, ¿sabes? Pero tú me tienes que escribir un cuplé bonito como el...

Cuando salimos del Cantante, Galiano me dijo:

—Desde luego, hay una Asociación de Autores que se encarga de cobrar todos los derechos de autores y compositores en cada representación. Pero eso es sólo para los grandes. Los «pelaos» como yo, no vemos un céntimo. Así que lo que hago es escribirles a estas chicas una musiquilla sobre unos versos malos, muy sentimentales o con muchas puñaladas, y cobrarles diez duros por el derecho exclusivo.

Después de esta visita dediqué mis aficiones literarias a escribir textos para pasodobles. Alcalá—Galiano me daba cinco duros por cada uno que vendía. Las muchachas y hasta las mamás comenzaron a hacerme abiertas invitaciones.

—No te acuestes con una de las chicas, si no quieres que nos arruinemos —me dijo Alcalá—Galiano—. Una vez que comiences a darles música y texto gratis, no paga ni Dios.

Me iba enterando de muchas más cosas acerca de la vida sexual de los demás que las que me había imaginado, y pensaba mucho más acerca de ello.

Estimaba mucho a Antonio Oliver, el sargento de caja. Era joven, sencillo y francote. Tenía un corpachón con huesos tremendos y un apetito voraz. Cada lunes y cada martes volvía borracho a las cinco de la mañana. En los burdeles se encontraba como en su casa. Le pregunté un día:

—Pero, Antonio, ¿no te cansas de andar siempre entre golfas?

—Sí. La mañana después. Pero te lo voy a explicar, no puedo remediarlo. Salgo de la oficina dispuesto a beberme un vasito de vino, y termino con una mujer sin darme cuenta. Me voy a tener que casar.

La noche después de esta conversación estaba yo de guardia. A las cuatro vino a buscarme nuestro ordenanza:

—El sargento Oliver está arriba con una tía. Han puesto el gramófono y están bailando en medio del cuarto en cueros. Y hay un montón de soldados mirando por las ventanas.

Oliver y la mujer estaban borrachos perdidos. A fuerza de gritos y súplicas los hice al fin entrar un poco en razón. Mandé a la mujer por la puerta de atrás de la cocina con un soldado y metimos a Antonio en la cama. El soldado volvió a las siete de la mañana, completamente borracho. Se había acostado con la mujer en la cuneta de la carretera y luego se había ido a beber con ella.

Capítulo 4

El cuartel

Recibí mi lección sobre las diferentes razas que pueblan España manejando los «cargamentos» de reclutas que nos llegaban cada año.

Era la época más atareada de nuestra oficina. Primero, recibíamos una lista de los reclutas que habían sido destinados a la Comandancia de Ingenieros de Ceuta de cada uno de los centros de reclutamiento de España. Después, comenzaban a llegar los barcos cargados con lo que en el lenguaje de cuartel llamábamos «los borregos». Los reclutas venían en grupos de quinientos a mil, conducidos por un sargento y varios cabos de la región militar de procedencia. En cuanto llegaban al puerto, los sargentos de las diversas unidades en la plaza los separaban y los recogían con arreglo a su destino futuro.

Atracaba el barco, se fijaba la pasarela y comenzaban a desembarcar. La mayoría de ellos, campesinos y jornaleros de toda España. Llegaban los andaluces con sus chaquetillas cortas de dril blanco o caqui, a menudo en mangas de camisa, los pantalones sujetos con un trozo de cuerda o una soga. Solían ser delgados y erectos, morenos, flacos, con tipo agitanado, los ojos negros abiertos en una mezcla de aprensión y curiosidad, charloteando rapidísimos en un chorro de obscenidades.

Llegaban los hombres de las mesetas de Castilla y de las altas sierras, taciturnos, pequeños de estatura, huesudos, requemados de sol, aire, escarchas y nieves, con sus pantalones de pana negra, atados con una cuerda en la boca sobre los calzoncillos de punto largos y espesos, que a su vez estaban atados con cintas colgantes sobre gruesos calcetines azules y rojos de confección casera. De vez en cuando, toda la alineación se deshacía: a uno de los reclutas se le habían desatado las cintas de los calzoncillos.

Vascos, gallegos y asturianos solían llegar mezclados en el mismo barco —un transatlántico ya catarroso de vejez—, y el contraste entre estos tres grupos era fascinante. Los recios y altos vascos, enfundados en sus blusas azules y con la inevitable boina colgada de sus cabezas diminutas, eran serios y silenciosos; cuando a veces hablaban en su lenguaje ininteligible, lo lucían con palabras reposadas y firmes. Se sentía la fuerza de su individualidad y de su ancestral cultura. Los gallegos solían ser procedentes de las aldeas más miserables de la región; la mayoría estaban increíblemente sucios, pringosos; frecuentemente descalzos. Hacían frente a la nueva catástrofe que había caído sobre ellos, y que consideraban peor que la miseria de sus hogares, con una resignación de bueyes cansinos. Los asturianos de la montaña eran fuertes y ágiles, con un apetito insaciable, ruidosos y alegres, burlones infatigables de la resignación de los gallegos, tanto como de la gravedad de los vascos.

De las provincias del Mediterráneo llegaban también viejos transatlánticos de panza negra, repletos de reclutas de Cataluña, Aragón, Valencia y Alicante. Los reclutas de las montañas de Aragón y Cataluña se diferenciaban en el lenguaje, pero en lo demás eran semejantes: primitivos y rudos, casi salvajes. Los catalanes de la costa, en contacto con la civilización mediterránea, eran completamente distintos de sus propios conciudadanos de la montaña. Las gentes de Levante, con sus blusas negras y sus alpargatas de cintas trenzadas sobre los tobillos, saludables de aspecto, pero linfáticos y un poco fofos, con la promesa ya de una barriga temprana, formaban un grupo aparte.

Contemplándoselos, me parecía a mí que un madrileño era menos extranjero lado a lado de un neoyorquino que lo es un vasco de un gallego, cuyos pueblos no están a cien kilómetros de distancia.

A lo largo de este desfilar de reclutas, los sargentos comenzábamos a gritar nuestros regimientos:

—¡Regimiento de Ceuta! ¡Regimiento de África! ¡Cazadores! ¡Intendencia! ¡Ingenieros...!

Algunos de los recién llegados comprendían inmediatamente la significación de los gritos y se alineaban por sí mismos en una doble fila al lado de su sargento. Pero la mayoría estaba en una confusión terrible, después del largo viaje a través de ciudades desconocidas, después de su primera travesía marítima, revueltos por el mareo, con el miedo del ejército metido en sus huesos. Iban de acá para allá, desconcertados en su desamparo; había que cazarlos uno a uno como borregos asustados, sacudirlos del brazo:

—Tú, muchacho, ¿a qué regimiento te han destinado?

Los ojos estúpidos le miraban a uno llenos de miedo:

—No lo sé.

—Vamos a ver. Tú, ¿vas a caballería o a infantería, o adónde?

—No sé. Me dijeron que iba a ser artillero. Pero yo no sé nada.

Gritábamos al sargento de artillería:

—¡Tú, aquí tienes otro!

De esta manera los íbamos clasificando, hasta que no quedaba uno sobre el muelle, salvo los tres o cuatro más idiotizados, de los cuales teníamos que extraer con paciencia su propio nombre, el de su pueblo, o los datos que podíamos, para identificarlos en nuestras listas. Al final siempre faltaban uno o dos. Los encontrábamos en el rincón más oscuro del barco, dormitando o quejándose monótonos, revolcados en sus propios vómitos.

El comandante general de Ceuta, Álvarez del Manzano, acostumbraba bajar al muelle cada vez que llegaba uno de los grandes barcos de Cataluña o del Norte. Pesado y paterno, le gustaba hablar a los quintos más asustados y palmearles cariñosamente la espalda. Un día se enfrentó con un campesino gallego, a quien habíamos sacado casi a la fuerza de un rincón del barco, aterrorizado como un perro azotado.

—¡Hola, muchacho! ¿Cómo te llamas tú?

—Juan... Juan.

—Bien, bien. No te asustes. ¿De dónde vienes? —Y el general le dio unas palmaditas en el hombro.

El recluta se volvió como una bestia herida:

—No me toque. ¡Me cago en Dios!

—¿Qué te pasa, hombre, qué te pasa? ¡Cálmate!

—¡Que no me toque! Que he jurado por éstas —y se besó furioso los pulgares cruzados— que le machaco la cabeza al primer hijo de puta de sargento que me toque.

—¡Pero muchacho! Esto no es pegarte. Y nadie aquí te va a pegar.

—¿Nadie, eh? ¿Y todas las bofetadas que le dieron a mi padre, y los palos que le dieron a mi abuelo? Ya se lo he dicho a ellos: al que me toque a mí, ¡lo mato!

—Bueno, mira. Yo soy aquí el general, ¿sabes? Si alguien te pega, vienes a mí y me lo dices.

—¡Puah! ¡El general! ¡Vaya una broma! ¿Se ha creído usted que yo soy uno de estos borregos?

Cuando los habíamos conducido al cuartel, los hacíamos pasar uno a uno a la oficina para llenar sus filiaciones:

—Tú, ¿cómo te llamas?

—¿Huh? Que ¿cómo me llamo? Pues, el Conejo.

—Bueno, eso es en tu pueblo, ¿no? Allí te llaman el Conejo, ¿no es verdad?

—Claro. A cada uno le llaman algo. Y como mi abuela tuvo veinte chicos, pues la pusieron la Coneja y ahora, pues, toda la familia somos los Conejos.

—Claro, claro. Pero tú tendrás un nombre cristiano, como todos. Antonio o Juan o Pedro...

—Sí, señor: Antonio.

—Bien. Y un apellido también: Pérez o Fernández.

—Sí, señor: Martínez.

—Bueno, ya está. Mira, aquí nadie te va a llamar el Conejo. Aquí eres Antonio Martínez, y cuando pasen lista y digan: Antonio Martínez, tú contestas «¡Presente!». ¿Entiendes? Te llamas Antonio Martínez. ¿Y tu padre y tu madre?

—Muy bien, muchas gracias, mi sargento. ¿Su familia está bien?

Cuando terminábamos con todos, se les daba su primera comida de cuartel. Los Ingenieros éramos un cuerpo privilegiado: la comida era abundante y sustanciosa. Muchos de los reclutas no habían comido tan bien en toda su vida.

Un día un recluta, que procedía de uno de los pueblecillos más pobres de la provincia de Cáceres, se negó a comer:

—¿Por qué no comes? —le pregunté.

—Yo no como rancho.

—¿Por qué no? —Yo conocía perfectamente esta resistencia arraigada. Tenía su origen en las historias que a los reclutas les cuentan sobre la comida en el cuartel, comida que, en tiempos anteriores a la primera guerra mundial, era efectivamente pura basura.

—Porque eso es una porquería.

—Mira, aquí hay que comer, aunque no le guste a uno. Tú coges un plato de comida y la pruebas. Si no te gusta, la tiras después. Pero tienes que coger tu parte y al menos probarlo. En el cuartel no se puede decir «no me da la gana».

El recluta presentó su plato y se lo llenaron. Había aquel día arroz con cordero. Lo probó y se le transfiguró la cara.

—¿Te gusta?

—¿Que si me gusta? Nunca he comido nada así.

—Bueno. Pues cómete todo, y si quieres más, te vas adonde está el caldero y te llenarán el plato otra vez. Come cuanto quieras.

Después del rancho los reclutas se dispersaban en el patio, esperando que se les llamara al almacén para darles las ropas y el equipo. Mi recluta comenzó a dar vueltas a mi alrededor, tímido pero decidido; y era tan obvio que quería hablarme que al fin le llamé:

—¿Querías algo?

Se quitó su gorrilla grasienta de la cabeza y comenzó a retorcerla entre las manos.

—Sí, señor... Quería saber... ¿Es que siempre le dan de comer a uno así?

—Sí, hombre, todos los días y, a veces, mejor que hoy. Algunos domingos tenéis patatas fritas y filetes de carne. Por la tarde te darán judías guisadas con patas de cerdo. Y a mediodía, casi siempre tendrás cocido, con sopa de pasta, carne y chorizo. Ya verás.

—Se está usted burlando de mí, mi sargento.

—No, hombre, no. Ya lo verás.

La gorra daba vueltas más y más aprisa. Se quedó allí con la cabeza baja pensando hondo. De repente se enderezó y dijo:

—Pues... si me dan de comer así, ¡de aquí no me voy, aunque me echen!

—¿Qué comías en tu pueblo?

—Pues, en el verano todo iba bien, porque teníamos lechugas, y tomates y cebollas; pero era mejor en el otoño, que teníamos trabajo en el encinar vareando la bellota para los marranos, porque nos dejaban comer cuanto queríamos. Ahora que en el invierno, pues no teníamos nada, ¿sabe? Un cacho de pan seco untado con ajo y alguna cebolla.

—¿No comíais cocido?

—No, señor. Nunca. Cuando habíamos ganado algo con el vareo de la bellota, pues la madre hacía un guisado de patatas con un cacho de tocino dentro. Pero cuando no había trabajo... Bueno, para decirle a usted la verdad: poníamos trampas para los conejos, lazos, ¿sabe usted?, y a veces caía alguno y... también robábamos bellotas de las de los cerdos. Pero era muy arriesgado. Si la Guardia Civil le cogía a uno, pues paliza segura. A mí me han pegado dos veces, pero no me han lisiado. Al chico de la tía Curra le dejaron inútil para toda su vida. El médico en Cáceres dijo que le habían roto una costilla y que los cachos del hueso se habían pegado a otra, así que ya nunca se puede volver a poner derecho. En medio de todo ha tenido suerte, porque le han dado por inútil y no ha tenido que venir como yo. Aunque no sé. Tal vez es mala suerte, porque si él supiera lo que yo he comido hoy, se venía aquí de cabeza, torcido y todo.

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