La forja de un rebelde (71 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Una de las cosas que me impresionaban profundamente era el hambre de tantos reclutas; la otra, su ignorancia. Entre los hombres de algunas regiones, el analfabetismo llegaba al ochenta por ciento. Del veinte restante, algunos eran capaces de leer y escribir malamente, pero la mayoría no sabía más que deletrear trabajosamente la letra impresa y garrapatear su nombre. Generalmente destinábamos los completamente analfabetos a Zapadores, y del resto hacíamos una selección cuidadosa para los servicios especiales. Nos dábamos por contentos cuando de un grupo de cuatrocientos reclutas de un reemplazo podíamos separar una veintena que podían pasar inmediatamente a la clase de telegrafistas y aprender Morse, y cincuenta más a quienes se les pudiera enseñar después de un curso intenso de lectura y escritura. Con dificultad encontrábamos tres o cuatro útiles para la oficina, pero en cambio abundaban los que tenían un oficio y se podían distribuir entre las diversas compañías, como barberos, zapateros, albañiles, carpinteros o herreros. La gran dificultad era siempre encontrar personal suficiente para los servicios que requerían algo más que la más elemental enseñanza primaria. Esta situación me puso a mí en un grave aprieto mucho después de mi nombramiento para la oficina de Mayoría.

En 1922 la radiotelegrafía estaba aún en sus principios. En un cuarto reducido del pabellón opuesto al cuartel había un transmisor—receptor Marconi, de los más primitivos, con un oscilador entre puntas, un casco con auriculares para la recepción por oído y una lámpara de carbón para la recepción visual. Cuando se escuchaba, a veces se recibían descargas eléctricas en las orejas. La estación estaba a cargo de un sargento, dos cabos y un número de soldados capaces de transmitir en Morse y de recibir por vista u oído; pero la única persona que entendía la instalación era el capitán de la compañía de telégrafos.

Durante las cortas visitas del capitán Sancho a nuestra oficina y en nuestras conversaciones accidentales, me di cuenta de que entre nosotros existía una simpatía mutua, y una vez que vino a Ceuta para hacer unas reparaciones en la estación de radio, le insinué que me agradaría verla por dentro. Me invitó a ir con él y ya allí comenzamos a discutir la instalación, pero tan pronto como se dio cuenta de que yo no ignoraba sus dificultades, me abrumó a preguntas. Al cabo de un rato estábamos enfrascados en una discusión técnica. Al final me preguntó:

—¿Usted conoce el Morse?

—No, señor. Todo lo que conozco de radio es teoría.

—Es una lástima, pero eso se aprende en quince días. Tengo que hablar a don José. Quiero que se venga usted aquí conmigo.

—Me temo que no va a ser fácil el que consienta.

—Ya veremos. A mí me hace falta gente que entienda de estas cosas y simplemente no existe, pero empleados para la oficina se encuentran fácilmente.

El capitán Sancho habló con don José y recibió una negativa rotunda. Poco después, el capitán Sancho me llamó un día a la oficina del coronel. El coronel era un viejo cariñoso que había llegado a este grado por antigüedad.

El capitán Sancho entró de lleno en la cuestión:

—Mi coronel, éste es el sargento de que le he hablado. Usted se da cuenta de la importancia de la estación. Tengo unos pocos muchachos que pueden transmitir Morse, pero que no entienden una palabra de la instalación. Usted sabe que cada vez que algo va mal, tengo que venir a Ceuta y dejar la compañía y las estaciones de campaña abandonadas; y cuando estamos en operaciones, la estación se queda paralizada por semanas en cuanto algo se estropea.

—¡Caramba! No me había usted dicho que se trataba de Barea. ¿Ha hablado usted al comandante Tabasco?

—Sí, señor, pero no está de acuerdo. Si no, no le hubiera molestado a usted.

El viejo se puso lívido:

—Es decir, que si el comandante mayor le hubiera dicho que sí, ¿no hubiera hecho falta decirme nada? Ustedes han caído en la costumbre o en el vicio de hacer aquí lo que les da la gana, sin contar con sus superiores. Esto tiene que terminarse.

—Mi coronel...

—Perdone usted, no he terminado aún y no me agrada que me interrumpan.

Oprimió el botón del timbre y dijo al ordenanza que llamara al comandante.

—Creo que ya sabe usted lo que el capitán quiere. ¿Cuál es su opinión?

El mayor desvió la pregunta:

—¿Mi opinión? Es una cuestión que debe decidir Barea. Si él quiere abandonarnos...

Y así me encontré de pronto entre los tres. El capitán Sancho me miró y dijo sonriendo:

—Usted, ¿qué dice, Barea?

—¿Yo? Pues... que me quedo en la oficina.

El capitán Sancho avanzó hacia mí y me estrechó calurosamente la mano:

—Lo entiendo. Es usted inteligente. Y espero que no sea usted tan estúpido como para quedarse en el cuartel cuando cumpla el tiempo de su servicio. —Se puso firme frente al coronel—: ¿Manda usted algo, mi coronel? —Dio media vuelta y se cuadró ante el comandante—: ¿Manda usted algo, mi comandante?

El coronel se atiesó en su asiento con la cara apopléjica.

—¿Qué significa esa actitud, capitán?

—Nada, mi coronel. La insignia de nuestro grado la llevamos bordada en la bocamanga, pero el distintivo del talento lo llevamos en otra parte. Lo primero es visible e impone respeto por obligación, lo segundo es invisible y se respeta únicamente por convicción.

—No entiendo todas esas retóricas.

—Claro, mi coronel, y no creo que valga la pena de hacerlo más claro. Usted coloca al sargento en la alternativa de hacer enemigos, o bien de ustedes dos o de mí, pero no le dan ocasión de elegir lo que él cree mejor. Es inteligente, pero no es más que un sargento, y naturalmente prefiere hacer de mí un enemigo. Sólo que yo no lo tomo a mal. Le he dado la mano porque entiendo su posición, y por la misma razón le he dicho que espero continúe siendo inteligente y no se quede aquí pudriéndose.

—Haga usted el favor de retirarse. Eso es una impertinencia.

El capitán
[1]
dejó el cuarto. Y allí me quedé yo, cara a cara con los dos amos del regimiento. El coronel se rascó su barba blanca:

—Bien, bien. Una bonita escena. Muy bonito. ¿Cómo es que ha pedido usted un traslado?

—Yo no he pedido ningún traslado, mi coronel. —Y le expliqué lo que había pasado. El coronel dijo al comandante:

—Tenemos siempre la misma historia. Este hombre, con el pretexto de que telecomunicaciones es una cosa técnica, nos roba los mejores muchachos.

—Puedo comprender que quiere los hombres con la mejor educación, pero ¡diablos!, en este caso se trata del sargento de la oficina del regimiento.

—Lo mismo digo yo. En fin, el asunto está terminado.

El comandante inició su retirada y yo le seguí. De pronto el coronel me llamó:

—Un momento, Barea.

Cuando nos quedamos solos, el coronel dejó caer su rigidez:

—¿Así que tú conoces algo de radiotelegrafía?

—No mucho, mi coronel, pero entiendo un poco.

—Y claro, ¿te hubiera gustado pasar a hacerte cargo de la estación, eh?

Lo dijo con una sonrisa tan paternal que me forzó a contestar la verdad:

—Bien, sí, señor, francamente me gustaría más que la oficina.

Se cambió instantáneamente en una furia:

—Lo que son todos ustedes, es un hato de desagradecidos. Se le saca a usted del frente, y se le ofrece un cargo que supone seguridad para el futuro, y éste es el pago que nos da. ¡Largo de aquí, pronto!

Tan pronto como los reclutas estaban completamente equipados, se les distribuía entre las compañías adscritas a Ceuta o a Tetuán para el período de instrucción. El choque entre los soldados veteranos y los reclutas era siempre violento, más porque los veteranos eran del mismo origen que los recién llegados. Su vida de cuartel de uno, dos o tres años no les había hecho menos primitivos, sino sólo les había ayudado a construir sus defensas en el ambiente en que estaban, y a menudo había contribuido a desarrollar sus peores cualidades. Las bromas brutales y tradicionales, las novatadas, se sucedían unas a otras.

En nuestro cuartel, una de las primeras noches después de la incorporación, el cabo de servicio se lanzaba a la tarea de despertar a los reclutas uno por uno con una larga lista en la mano,

—¡Tú, arriba!

El recluta, mal despierto en su primer sueño profundo, después de la exhaustación de los primeros días de instrucción bajo el sol africano, abría unos ojos asustados.

—¿Cómo te llamas?

—Juan Pérez.

El cabo miraba a través de la lista.

—Se te ha olvidado mear antes de acostarte. Hala, ya estás yendo a mear, ¡de prisa!

Obligaba así a cincuenta reclutas a correr en calzoncillos al otro extremo del patio. La broma se le había ocurrido a un cabo de la Primera Compañía de Zapadores y se había convertido en tradicional. Otra broma era colocar un cubo lleno de agua sobre la taquilla con el equipo que había a la cabecera de la cama, en forma tal que el recluta recibía una ducha total al acostarse o al levantarse. Y era inevitable que este mismo recluta, hoy tan iracundo, jugara mañana la misma trastada sobre los reclutas del año siguiente.

Normalmente, el período de instrucción duraba cuatro o cinco meses. Pero aquel año se necesitaban los hombres en el frente. Los reclutas recibieron una instrucción sumaria y se les envió al campo, mezclándolos con los veteranos. Aquella masa de campesinos analfabetos, mandada por oficiales irresponsables, era el espinazo del ejército de España en Marruecos. Sí, se mandaron de la Península los así llamados «regimientos expedicionarios», despedidos con muchos discursos y muchos chin—chin, que llegaron a las tres zonas de Marruecos y fueron recibidos con idénticos discursos patrióticos e idénticas músicas militares. Durante semanas llenaron las primeras páginas y las columnas de ecos de sociedad de los periódicos; los hijos de buenas familias estaban entre los simples soldados de cupo, y los hijos de las familias más aristocráticas entre los «oficiales auxiliares». Pero estas unidades no fueron más que un estorbo. Las historias que corrían acerca de ellas eran incontables.

Un regimiento de artillería enviado desde las islas Canarias se hizo famoso por su puntería: tan pronto como nuestros puestos de vanguardia plantaban sus banderines para guiar a los telemetristas de su posición, las baterías de Canarias sembraban sus granadas sobre las señales con una maestría infalible. Un regimiento de Madrid se desbandó en el mayor pánico en plena operación, dejando en grave riesgo una compañía del Tercio; aquella noche los hombres del Tercio y los del regimiento madrileño se peleaban a puñaladas en una cantina en la playa de liguisas.

Los soldados de cuota que habían pagado su dinero para no ser soldados, y ahora se les obligaba a serlo, exigían privilegios sobre los soldados de cupo. Esto llevaba a un descontento general, no sólo entre los soldados sino también entre los oficiales, porque muchos de estos expedicionarios llegaban con cartas de recomendación de diputados, de obispos y hasta de cardenales. En los cuartos de banderas se festejaba a los hijos de aristócratas famosos, quienes, en pago de salvarse de ir a las líneas de fuego, pagaban el vino —a veces las mujeres— y mandaban a papá una lista de candidatos a futuro ascenso por méritos de guerra o al menos a una condecoración.

Los veteranos de África tocaban las peores consecuencias de esta situación. Lo sentían y lo resentían. Sabían que desde la llegada de estos «refuerzos» se habían aumentado su trabajo, sus marchas y sus contramarchas, y el peligro en el frente de batalla. Hasta el Tercio presentaba signos de insubordinación.

Un día una compañía del Tercio se negó a comer el rancho. El primer hombre en la fila gritó algo como:

—¡Estos hijos de puta de los expedicionarios tienen gallina y champán con los oficiales y a nosotros nos dan mierda!

Cogió el plato de estaño y lo estampó en el suelo. El oficial de guardia le pegó un tiro en la cabeza. El segundo legionario se negó a coger su comida. El oficial le dejó tendido al lado del caldero. El tercero titubeó, recogió su comida, y después la tiró al suelo. El oficial le mató. El resto se comió sus porciones en silencio. Unos pocos días después, tres oficiales de aquella compañía fueron muertos en Akarrat en una operación. Los tres habían recibido los tiros por la espalda.

Sin embargo, esta clase de reacción violenta era rara. En general, los hombres adoptaban una actitud de resistencia pasiva, de evasión y de indiferencia, que hacía mucho más difícil el manejo de las fuerzas en el campo. Cuando los oficiales trataban de imponer una disciplina más rígida, las cosas empeoraban. Los reclutas sufrían más que ninguno bajo las violencias de los de arriba y la violencia de sus propios compañeros, que les atemorizaban o los convertían en soldados indisciplinados e inquietos capaces de cualquier rebelión imprevista.

Estos soldados, la quinta de los nacidos en 1900, los ecos de cuya instrucción oía diariamente en Ceuta, estaban condenados más tarde a resistir el choque brutal de la retirada de 1924, un desastre infinitamente mayor que el Desastre de Melilla de 1921.

Los ataques de los moros rebeldes aumentaban. Fue el período de las victorias de Abd—el—Krim; hasta la zona de Ceuta se encontraba bajo la amenaza de su agresión. Todos los hombres útiles, con excepción de los «destinos imprescindibles», estaban en el frente. En Ceuta no quedábamos fijos más que unos treinta en total. Por la noche, el cuartel de Ingenieros estaba totalmente vacío. Durante el día montaban la guardia un cabo y cuatro soldados; por la noche, uno de los cuatro sargentos de oficina se hacía cargo y dormía en el cuerpo de guardia. El comandante mayor vivía en un pabellón a cien metros del cuartel y era fácil llamarle en caso de necesidad. Todos los que no estaban de guardia tenían pase para circular de noche y hasta para dormir fuera del cuartel. En los demás regimientos ocurría lo mismo, así que al cabo de un tiempo formábamos un clan en el que todos nos conocíamos, sabíamos nuestros sitios habituales en cada hora, y nos habíamos agrupado por antipatías y simpatías. De vez en cuando una compañía bajaba del frente por una semana de descanso, pero veíamos poco de ella. La compañía se instalaba en uno de los dormitorios comunales, los oficiales desaparecían instantáneamente, los sargentos les imitaban, y nosotros hacíamos la vista gorda a las andanzas de los soldados. Por una semana disfrutaban de libertad y se divertían como mejor podían. Nuestro pequeño mundo egoísta se mantenía inconmovible e indiferente, aun cuando la lucha no estaba tan lejos de nosotros.

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