La forja de un rebelde (86 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Cuando se comienza una introspección, no puede detenérsela, hay que seguirla hasta el fin. Estas razones eran razones concretas, pero ya no podía engañarme a mí mismo a fuerza de repetírmelas. Delante de mí se desarrollaba un paisaje gris, monótono, y extraño a todos los demás, no tenía la distracción ni el refugio de una conversación de viaje.

¿No era Novés una derrota más y una huida de mí mismo?

Había la cuestión con María. Llevábamos seis años de relaciones y no habíamos tenido ningún disgusto. Pero yo había tenido la ilusión de formarla a mi medida —como una vez la tuve con Aurelia—. María se había desarrollado a su manera y yo había fracasado en mi intento. Posiblemente el error fue mío: no es posible forzar la camaradería. En todo caso no era falta suya. Tal vez lo peor era que se había enamorado profundamente y yo no. Se había convertido en absorbente y esto hacía más claro aún que yo no estaba enamorado. Ir a Novés era huir de los inevitables sábados por la tarde y domingos con ella. Huir durante la semana de mi mujer y el fin de semana de la amiga: ¡vaya solución! Pero no era sólo el problema de ambas mujeres.

Ir a Novés era crearme un aislamiento para escapar del aislamiento enervante que me rodeaba a diario. Teóricamente me había resignado a ser un buen burgués, soportar la mujer y la casa en apariencia, disfrutar unos ratos agradables con María y costearme los caprichos que quisiera. Pero en realidad las dos mujeres me tenían harto y me forzaban a una comedia constante; y el dinero no era ni había sido nunca de gran importancia para mí. En cambio, mis deseos de haber sido un ingeniero, mis deseos de escribir, tenía que darlos ya por imposibles. Me había asomado a la política y aun había tenido ilusiones en 1921, cuando trataba de formar el Sindicato de Empleados de Madrid. Pero indudablemente yo carecía de la flexibilidad que es necesaria para someterse a un partido y hacer carrera política. Pretender que la buena voluntad es bastante para hacer una labor provechosa era ingenuidad. Sin embargo, no podía renunciar a ninguna de estas cosas y resignarme a ser un burgués satisfecho.

Creía aún que tenía que existir la mujer con la cual pudiera compenetrarme y tener una vida en común completa. Se me escapaban los dedos irremediablemente tras cualquier mecanismo estropeado, o me hundía meses enteros en problemas técnicos profundos que me presentaba mi trabajo, pero que en realidad eran ajenos a él. Me disgustaba la enorme cantidad de literatura barata que abundaba entonces en España, y sentía que podía hacer cosas mejores. Era todavía un socialista. Pero tenía que vivir la vida en que estaba cogido, o que yo mismo habíame creado.

Estaba en una crisis que me tenía sumergido en un marasmo intelectual y hasta físico, con explosiones extemporáneas en las cuales discutía y me enfurecía con los que me rodeaban. Me sentía impotente ante los hechos, los míos personales y los generales del país. Novés era una huida de todo esto; era un fracaso total de mí mismo; era declararse egoísta no por condición sino por cálculo. ¿Egoísta? No, desilusionado y sin esperanzas.

La llanura continuaba alrededor de nosotros; la cinta de la carretera se perdía en el horizonte de montañas. Antonio señaló un punto delante de nosotros y dijo:

—Está Novés.

Lo único que se veía era, en la misma línea de la carretera, una bola dorada con una cruz de hierro encima.

—La cruz esa es la torre de la iglesia.

El automóvil se asomó al barranco y se precipitó bamboleante en las calles del pueblo. Paró poco después en una plaza delante de una taberna. Comenzaban a alargarse las sombras, pero aún el sol pesaba con fuerza. Me esperaban Aurelia y la chica mayor. Todos ellos habían venido por la mañana con el camión que había traído los muebles.

—¿Qué habéis hecho?

—Nada, esperándote. Tú comprenderás que con los chicos no se puede hacer nada.

—Papá, la casa es muy grande, ya verás.

—Oh, ya la he visto, tontita. ¿Te gusta?

—Sí. Sólo que da un poquito de miedo. Como está vacía y... tú no sabes lo grande que es.

Los enseres estaban descargados en el portal y la casa olía a cerrado. Los mozos del camión habían ido arrimando los muebles contra las paredes y el centro estaba lleno de bultos de ropa de cama, maletas y cajones. Me esperaba una tarea para poner en orden todo aquello. Los chicos —tres— se enredaban entre los pies.

—Con chicos o sin chicos, me vas a tener que ayudar.

—Mira, aquí hay una mujer que quiere venir como criada. Ahora hablas tú con ella y decides lo que quieras. Ha dicho que vendría cuando oyera el coche.

Entró en aquel momento. Pero no sola, sino acompañada de una muchacha de unos diecisiete años y de un hombre de unos cuarenta. Los tres se quedaron en el marco de la puerta, ancha de sobra para enmarcarlos. El hombre se quitó la gorra y la mujer habló:

—Buenas tardes. Yo soy la Dominga, para servirle, y aquí, pues la chica y el marido. Conque usted dirá.

—¿Y qué tengo que decir? Pasen, no se queden en la puerta. ¿Qué querían ustedes?

—Pues la «señorita» ya le habrá explicado. Que como había dicho en casa de don Ramón el de la tienda que ustedes querían una mujer para todo, pues he venido. Así que si a usted le parece bien, pues aquí estamos.

—Bueno, mujer, ¿y en qué condiciones?

Siguiendo la costumbre de los campesinos, la mujer desvió la respuesta:

—Pues la chica vendrá a echar una mano, y entre las dos, ustedes no se preocupen, que la casa estará como una patena.

—Pero bueno, francamente, yo no quiero dos personas.

—No. La chica viene a ayudarme; a ustedes no les cuesta un céntimo. Claro que, si usted tiene la voluntad, comerá aquí, porque es lo que digo: «Donde comen tres, comen cuatro». Pero por lo demás, ustedes sólo tienen que ver conmigo. Yo ya he servido en Madrid antes de casarme y conozco las costumbres de los señores. Y en cuanto a honradez, usted pregunta en el pueblo a cualquiera...

—¿Y qué va usted a ganar?

—Podemos empezar ahora mismo. Por eso ha venido éste, para echar una mano con los muebles. Como está demás.

—Pero contésteme a lo que le pregunto: ¿cuánto quiere usted ganar?

—Pues si a usted le parece, cinco duros al mes y la comida. Por dormir, no se preocupe, que nosotros dormimos en casa, aquí al lado, y si alguna noche hace falta no tiene más que decirlo.

—Bueno, mujer, conformes.

Mariano, taciturno, y yo, nos dedicamos a colocar los muebles y armar las camas. Las mujeres se ocuparon de las ropas, de la cena y de los chicos.

La casa era una vieja casa de labor enorme, de una sola planta, que comprendía en sí diecisiete habitaciones, la mayoría de ellas fuera de proporción. En la habitación elegida para comedor, la mesa era un islote en medio y el aparador una miniatura perdida, se le pusiera en un rincón o en el medio de una pared. Se hizo de noche. Pusimos tres velas, usando botellas vacías como candelabros. Formaban tres círculos de luz encima de la mesa. En el resto de la habitación, trenzaba danzas la sombra.

Dominga tuvo una idea:

—Lo mejor será encender un fuego aquí, aunque es agosto.

Tenía la habitación una chimenea de campana, tan grande como una habitación pequeña de nuestro piso en Madrid. Mariano trajo haces de retama y poco después se elevaba una llama alta como un hombre. La habitación se pintó de rojo, las velas eran tres llamitas pálidas, perdidas.

Cuando terminamos la distribución, la casa seguía vacía y las pisadas resonaban a hueco. Allí se necesitaban los viejos arcones de encina y los aparadores de tres pisos y las camas con dosel y cuatro colchones de nuestros abuelos. Nos acostamos temprano, cansados y en silencio. Mis dos cachorros de perro lobo ladraron en los corrales durante largo rato.

Madrugué a la mañana siguiente. En la puerta esperaban Dominga, la chica y Mariano. Las mujeres entraron y se perdieron en el interior de la casa. Mariano se quedó delante de mí, dándole vueltas a la gorra:

—Me parece que por hoy hemos terminado, Mariano. —Le había dado una propina la noche antes y sin duda volvía al olor de otra.

—El caso es que, verá usted. Como uno no tiene nada que hacer, pues me he dicho, yo voy allá. Y usted manda hacer lo que sea.

Por la cara que debí hacer, se apresuró a agregar:

—Claro que no es que uno venga a por nada. Si usted tiene la voluntad un día, pues da la voluntad, y si no, tan amigos. Al fin y al cabo, a las mujeres siempre las puedo ayudar a cortar leña y sacar agua.

El fondo de la casa era un corral empedrado, capaz de contener media docena de carros con sus mulas, y los pesebres se alineaban a ambos lados. Me llevé a Mariano al corral:

—Bien. Como veo que me tendré que quedar con toda la familia, vamos a ver si arreglamos esto un poco. Me va usted a quitar piedras y vamos a intentar hacer un jardín con unas cuantas flores.

Así, se incorporaron Mariano y su familia a casa. A media mañana fui a ver el pueblo.

Novés se extiende a lo largo de un barranco que atraviesa de norte a sur la llanura. El plano de Novés es como la espina dorsal de un pescado. Una calle muy ancha, por el centro de la cual corre un arroyo de aguas negras que son los residuos del pueblo entero. A ambos lados se abren callejuelas cortas que trepan cuesta arriba, en pendiente áspera. Cuando llueve, el barranco se convierte en torrentera y se lavan las inmundicias del pueblo. Para estas ocasiones el arroyo está cruzado por puentes de trecho en trecho. Uno de estos puentes es un viejo puente romano de piedras ajustadas que se eleva en una joroba aguda. Otro de los puentes es de cemento y sobre él pasa la carretera.

Con excepción de media docena de casas, todas las demás son de una planta, construidas de adobes y jalbegadas. Son todas iguales y reflejan el sol implacablemente. Hay una plaza con unos cuantos árboles pequeños en la que están la iglesia, la botica, el casino y el Ayuntamiento. Esto es todo Novés: en total unas doscientas casas.

Seguí el curso del arroyo sucio, barranca abajo. Pasadas las últimas casas del pueblo, el barranco se abría en un valle abrigado de todos los vientos del llano. Y el valle era un vergel aun en agosto. A ambos lados del arroyo se extendían huertas, con sus cuadrados de vegetales, sus frutales y sus flores. Cada huerta con su pozo y su noria. Había un murmullo de agua y de hierros en el aire. Kilómetro y medio más allá el valle se estrechaba y el arroyo volvía a correr por un barranco que no era más que una grieta en el llano polvoriento. Aquello era toda la riqueza de Novés.

Al regresar me di cuenta de que las huertas en su mayoría estaban desiertas y las norias calladas. Como domingo, no era extraño. Pero, no. Las huertas estaban abandonadas. Se veían planteles pequeños de melones bien cuidados, pero las huertas grandes no parecían haber sido trabajadas en meses. La tierra estaba seca y aterronada. Me asomé a una noria al lado del camino: la cadena de cangilones estaba mohosa, el agua en el fondo del ancho pozo tenía plantas flotando. Aquella noria no funcionaba hacía tiempo.

Cuando regresé a casa, Mariano me explicó concisamente:

—Un contra—Dios. La gente sin trabajo y las tierras abandonadas. Usted no lo creerá, pero aquí va a haber un día algo muy gordo. Tres años llevamos así, casi tanto como la República.

—¿También aquí tienen ustedes cuestiones? Ya sé que donde hay grandes fincas, los amos no quieren dar trabajo, pero aquí no creo que haya grandes señores.

—Aquí no hay más que cuatro ricos de pueblo. Y aun, si no fuera por Heliodoro, las cosas no irían muy mal, porque los otros no son mala gente. Pero Heliodoro los tiene a todos metidos en un puño, y esto es una guerra continua. —Mariano se excitaba hablando, y ahora sus ojos grises estaban despiertos y sus facciones rígidas se animaban.

—Cuénteme usted lo que pasa.

—Pues muy sencillo. Antes de que viniera la República, pues había unos cuantos, media docena, de muchachos que se habían apuntado, unos a los socialistas y otros a los anarquistas. No sé cómo se atrevían, porque la Guardia Civil no los dejaba en paz y a todos ellos les han molido las costillas más de una vez. Pero claro, cuando vino la República, pues el cabo de la Guardia Civil tuvo que aguantarse y muchos más se apuntaron también. Ahora casi todo el pueblo son socialistas o anárquicos. Y Heliodoro, que siempre ha sido el cacique del pueblo y el que ha mangoneado las elecciones para el diputado de Torrijos, pues hizo lo que siempre; antes, para no perder, unas veces era liberal y otras conservador, y cuando vino la República pues se hizo de los de Lerroux, y ahora como las derechas ganan, pues desde lo de Asturias es de los de Gil Robles. Y en cuanto la gente aquí pidió que se le pagaran jornales decentes, Heliodoro cogió a los cuatro ricachos del pueblo y les dijo: «A estos granujas hay que enseñarles una lección».

»Y comenzaron a poner gente en la calle y a no dar trabajo más que a los que se sometían a lo de antes, que también los hay. Y como aquí —lo que pasa en los pueblos—, muchos tienen un trocito de tierra y siempre pasa algo, que la mujer se pone mala o que hay un aluvión en el barranco con las lluvias, pues había muchos que le debían dinero a Heliodoro. Como es el mandón del pueblo, cogió al secretario y al alcalde y puso a todos por justicia para quedarse con las tierras. Y ahora la cosa está muy fea. Ya se puso fea hace dos años, que las gentes se metieron en las huertas e hicieron un destrozo, pero ahora está peor, porque ahora son ellos los que mandan.

—Y los mozos, ¿qué hacen?

—¿Qué quiere usted que hagan? Ahora, callarse y apretarse el cinturón. Cuando lo de Asturias, se llevaron a dos o tres y ahora nadie se atreve a decir una palabra. Pero el mejor día pasa algo. Heliodoro no va a morir en su cama.

—Entonces tienen ustedes aquí un sindicato, mejor dicho, dos.

—No hay sindicato ni nada. Los mozos se reúnen en casa de Eliseo, que tiene una taberna que la ha convertido en casino de obreros, y allí hablan. Eliseo fue anarquista allá en la Argentina.

—Pero ¿habrá un presidente o algo?

—Ca, no, señor. Lo único que hacen es reunirse y hablar, porque nadie quiere líos con el cabo.

—Tengo que ver el casino ese.

—Usted no puede ir allí, señorito. Aquello es para los pobres. Usted tiene el casino de la plaza, que es donde van los señores.

—También voy a ir allí.

—Pues de uno de los dos le echan. Seguro.

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