La forja de un rebelde (88 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—La dificultad mayor que puso fueron los camiones. Él tiene dos camiones y con ellos llevaba el grano y los frutos a Madrid. La mayoría le vendían a él los frutos. Se negó a comprar más, y claro, la gente trató de alquilarle los camiones; dijo que no. Vinieron unos camiones de Torrijos, pero como el diputado es por Torrijos, al poco tiempo los camiones no vinieron más. La gente tuvo que buscar camiones en Madrid. Claro que esto ya salía muy caro, porque los camiones venían vacíos y había que pagarlos doble, pero aun así, podían vender. Heliodoro comenzó a darle vueltas al magín y un día se marchó a Madrid. Ahora yo no sé si usted conoce cómo funciona el mercado en Madrid.

—No, realmente.

—Usted lleva el fruto que quiere vender y en el mercado hay unos individuos que se llaman asentadores que son como los agentes de venta. Ellos tienen el sitio en el mercado y reciben la fruta y le ponen precio con arreglo a la calidad y los precios del día. Y ellos se encargan de venderla y de liquidarle a usted la cuenta, menos su comisión. Pues bien, después del viaje de Heliodoro, Paco, uno de los huertanos más ricos que hay aquí —pero claro que no tiene más riqueza que su trozo de tierra—, mandó al mercado un camión grande lleno de pimientos encarnados que era gloria verlos y que bien valían un puñado de pesetas. Entonces se pagaban a dos pesetas la docena y más. A los tres días volvió indignado y nos contó en el casino lo que le había ocurrido: cuando llegó a Madrid, un asentador después de otro le dijeron que no tenían sitio disponible para poner los pimientos y que tenía que esperar a que se desalojara alguno de los sitios. Los pimientos se quedaron en el camión, hasta por la tarde, pero por la tarde los tuvo que descargar alquilando un almacén. Al día siguiente los asentadores volvieron con la misma historia y con que había muchos pimientos en el mercado. Le ofrecieron quinientas pesetas por todos. Dijo que no y se pasó otro día. Los pimientos son muy delicados, y al tercer día, los de debajo estaban hechos caldo. El hombre los tuvo que vender en trescientas pesetas y de ahí pagar el almacén, la posada y el camión. Si se descuida un poco tiene que poner dinero encima.

«Cuando nos acabó de contar esto, con las tripas que puede usted imaginarse, Heliodoro se echó a reír y dijo: "Si es que no entendéis los negocios. De Novés, no vende fruta en Madrid nadie más que yo". Y ahora, ahora la gente tiene que venderle a él, que paga lo que quiere, y además someterse a lo que él quiera, porque si no, no compra. Así que, ahora, mientras el pueblo se muere de hambre, él tiene las tierras sin trabajar y está ganando más dinero que nunca con los pocos que siguen trabajando. Con lo de esta noche de Valentín, ya tiene usted una idea de la clase de tipo que es. Ese que salió detrás de él es uno que era agente electoral cuando su padre, y andaba con la garrota en la mano cuando había elecciones. Una vez le pinchó a uno, pero a los seis meses estaba en casa, más flamenco que nunca. Ahora le guarda las espaldas a Heliodoro, porque créalo usted, a ese hombre un día le dan un golpe.

Habíamos llegado a la puerta de casa.

—Bueno, usted ha llegado. Venga usted un día al molino. Es un paseo que le gustará y además tengo un buen vinillo.

El tío Juan se alejó y yo me quedé con la mano sobre el picaporte. Sonaban las pisadas del tío Juan alejándose, isócronas, con un ritmo de hombre sano y fuerte. Tratando de perseguir con el oído aquel ruido que se alejaba, los otros ruidos de la noche cobraron vigor: en las charcas del sucio arroyo que partía el centro de la calle croaban alegres las ranas; del fondo del barranco venía el chirrido sin fin de las chicharras. Se oían saltitos y chapuzones, zumbidos tenues de insectos nocturnos y chasquidos sabe Dios de qué viejas vigas que se estremecían. Una luna blanca, metálica, dividía la calle en dos bandas. Una profundamente negra en la que yo estaba, otra agresivamente blanca que ponía luces en las lisas paredes de cal y chispas en los cantos agudos. Dormía el pueblo y bajo aquella luz era hermoso. Escuchando en la calma de la noche, parecía sentirse el latido del pueblo dormido, como una fuerza oculta tras las paredes blancas.

Dentro del caserón todos dormían también. En el comedor, el fuego lanzaba sombras gigantes a las paredes y los dos perros eran dos manchas negras con bordes rojos de sangre. Me senté entre ellos, en la hipnosis de ver retorcerse las llamas.

Y era como si la casa estuviera vacía. Y yo.

Capítulo 2

La tela de araña

La Puerta del Sol es el centro de Madrid, y la calle de Alcalá que arranca allí en su lado noreste es la calle más importante de la ciudad, aunque si intentáis recorrerla por primera vez no lo creeréis al principio. Su entrada es estrecha como la de un callejón y allí se embotellan en las horas de tráfico las dos corrientes de transeúntes que van y vienen en el espacio de dos aceras de poco más de un metro de anchura. No podéis echaros al medio de la calle, porque por allí se precipita una masa de automóviles compacta que sólo se interrumpe cuando pasa un tranvía. Cuando dos tranvías coinciden en direcciones opuestas, taponan la calle por completo; tal es su ancho. Os tenéis que resignar o dejaros arrastrar por la masa humana que va en vuestra misma dirección y avanzar lentos con su movimiento. Os envolverá un olor general de gasolina quemada de los coches al paso, y un olor de hierros calientes de los tranvías; y más próximo, el olor humano de los que os rodean; os puede tocar un mozo de cuerda o una
demi—mondaine
al lado vuestro y se os meterá por la nariz el olor a sudor agrio o el olor a heliotropo barato.

Cuando pasáis por la puerta de cada uno de los cafés que allí existen os abofeteará la cara una bocanada espesa de humo de tabaco y multitud, y más arriba os envolverán los humos de la sartén donde fríe sardinas en la puerta de su establecimiento el tabernero del número cinco. Es inútil que vayáis por la acera opuesta, porque allí hay también cafés congestionados y otra taberna con otra sartén.

Pero las dos sartenes son el fin de vuestros trabajos. Cuando rebasáis su altura, la calle y las aceras se ensanchan y podéis respirar ampliamente. También los oídos descansan, porque mientras estáis en este trozo de calle, el ruido es ensordecedor: campanas de tranvía, bocinas y cláxones, vendedores ambulantes, pitidos del guardia que regula la circulación, las conversaciones elevadas en tono para poderse entender y el patalear de la muchedumbre, el trepidar de los tranvías y el chirriar de frenos de los coches.

Después, la calle es señorial: las aceras amplias para una docena de personas en fila, los tranvías perdidos en el centro de la calle y los automóviles con sitio sobrado a ambos lados para pasar tres en fondo. Los edificios son extensos y sólidos: piedra en la acera de la izquierda, en los palacios de la vieja Aduana y de la Academia de San Fernando, cemento y hierro en la acera opuesta. Os encontráis en una calle de bancos y oficinas y de comercios lujosos, salpicada de clubs elegantes, de bares y cabarets, con luces de neón centelleando en la noche. Al final de la calle están el edificio de piedra del Banco de España a un lado, el palacio escondido entre jardines del Ministerio de la Guerra al otro. Y en medio, una amplia plaza en el centro de la cual hay una fuente con la diosa Cibeles en un carro triunfal tirado por dos leones que lanza chorros de agua a lo alto. El pavimento de la plaza es gris plata, los edificios son blancos; el verde de los árboles y la luz del amplio cielo envuelven y borran los detalles presuntuosos de la arquitectura. El paseo no os tomará más de un cuarto de hora y habréis visto la calle de Alcalá.

Si cruzáis la plaza de la Cibeles, podréis seguir la calle de Alcalá durante una hora más, pero ya no es tal calle, tal como los madrileños la entienden. Es una calle nueva que hemos visto nacer a continuación de la otra y que por lo tanto no es para nosotros la misma. Ni aun la llamamos así. Decimos: «calle de Alcalá arriba», para hacer claro que no hablamos de «nuestra» calle de Alcalá.

En el invierno, los vientos de la sierra de Guadarrama barren la calle y los transeúntes van rápidos. Pero en el buen tiempo, las anchas aceras se convierten en paseo y los cafés sacan a ellas sus veladores de mármol. A la puesta del sol se va acumulando allí una muchedumbre inmensa que pasea lenta arriba y abajo entre el Banco de España y la calle de Sevilla por un lado, y entre el Ministerio de la Guerra y la calle de Peligros por otro, sin entrar en el cuello de la botella. En las mesas se forman las peñas de gente conocida, gesticulantes y ruidosas, que a veces reúnen curiosos a su alrededor que contemplan al torero, al político o al escritor de fama y escuchan sus palabras. Los periódicos de la tarde llenan la calle de gritos y las gentes esperan a los que se retrasan en salir. Después, poco a poco, se dispersan en busca de la cena.

Durante el día la calle es calle de negocios y las gentes van afanosas arriba y abajo haciendo girar las puertas de molino de los bancos con un rebrillo de cristales. Y día y noche la calle tiene sus habitantes fijos que parecen vivir allí, en sus aceras: toreros sin contrata, músicos sin orquesta, cómicos sin teatro. Se cuentan sus miserias y sus dificultades y esperan la llegada de un conocido más afortunado que les resuelva el problema de comer un día más; trotacalles que entran y salen en el bar más cercano mirando recelosas por si un policía las detiene en el trayecto; floristas con sus ramitos de violetas o sus varitas de nardos, asaltando a los concurrentes de los bares y restaurantes de lujo; el hombre sin piernas dentro de un carrito de madera que hace andar con las manos y sobre el cual llueven las monedas todo el día; el mendigo que nunca perdió una corrida de toros, buena o mala, y a quien saludan ministros y hampones.

Muy tarde, en la madrugada, en los escalones de la puerta de la iglesia de las Calatravas hay un bulto que duerme envuelto en un mantón; es una mujer con un niño de pecho. La encontráis allí en invierno y en verano. La he visto durante veinticinco años y es para mí el misterio mayor de la calle de Alcalá. ¿Son una mujer y un niño fantasmas que nunca envejecen? ¿O es un feudo que se transmite entre los mendigos de generación en generación?

En este trozo de la calle de Alcalá estaba mi oficina.

Mi despacho era el remate de una torreta en uno de los edificios más elevados de la calle. Era como una especie de jaula de hierro y cristal con sólo dos paredes de fábrica, una que daba al resto de la oficina y otra que era la pared medianera de la casa inmediata. El techo era de cristal; grandes losetas de cristal translúcido encajadas en una trabazón de vigas de acero; el suelo era de cristal: baldosas más pequeñas encajadas en una red de varillas de acero; y las dos paredes, una a la calle y otra a una terraza amplia, paneles de vidrio enmarcados en viguetas de acero. En invierno, dos radiadores enormes luchaban contra la atmósfera de frigorífico; en verano, la jaula quedaba envuelta en lonas, se abrían los ventanales y la puerta de la terraza y el aire circulaba libremente, contrarrestando el calor tórrido del sol sobre el vidrio y el acero. Desde allí veía un cielo luminoso inmenso que empequeñecía los blancos edificios y convertía en insectos la multitud allá abajo en la calle.

Era una jaula sobre la ciudad; pero yo la llamaba el confesonario. Allí se encerraban conmigo los inventores. Discutíamos tumbados a medias o hundidos en los grandes sillones de cuero o inclinados sobre el tablero de dibujo, y muchas veces era como si yo fuera un confesor.

El inventor humilde, visionario, que venía con sus dibujos en una cartera de cuero que compró especialmente para ellos —él, que nunca usó una cartera semejante—, no acertaba a abrir su broche, y se dejaba caer en el sillón:

—¿Quiere usted cerrar la puerta?

Me volvía a María y le decía:

—¿Quiere usted dejarnos solos, señorita? Ya le avisaré. —Se marchaba cerrando la puerta tras sí.

—Pues... yo he venido aquí, porque don Fulano —otro cliente— me ha dicho que son ustedes de toda confianza y que uno puede hablar.

El hombre retorcía las frases, rehuyendo tener que mostrar sus dibujos, temiendo que le robaran los millones que iba a ganar.

¡Qué trabajo costaba convencer a estos hombres de que su invento no era invento y que el mundo lo conocía hacía ya muchos años! O que su mecanismo reñía con los principios de la mecánica y no podía funcionar. Unos, muy pocos, se convencían y se iban agobiados, destruidos; los había matado, y me daban pena. Pero la mayoría me miraban con sus ojos febriles, con lástima, con mucha lástima, y exigían que les solicitara la patente. ¡Yo no podía comprender su genio! Pero ellos habían venido a mí, no a convencerme, sino a que les obtuviera una patente. Después, ellos convencerían al mundo de su invento. Y como una patente es un documento que se expide a todo el que la solicita y paga los derechos al Estado, accedía. Se llenaban de júbilo y me invitaban a comer; tenía que escucharles cómo se les ocurrió la idea, el calvario que habían pasado y sus esperanzas fantásticas. Porque el inventor ingenuo cree que su invento va a revolucionar el mundo y tiene una aritmética especial para su uso particular.

¡Oh, son modestos, muy modestos en sus ganancias! Pero no en su invención.

—Imagine usted —me decían— que sólo uno entre mil de los habitantes de España compre mi aparato. A cinco pesetas son cien mil pesetas. Y luego, llévelo usted a América, con los millones de gente que hay allí. ¡Millones de dólares, mi amigo! —Porque América es La Meca del inventor.

Pero éstos eran los inocentes del confesonario. En aquellos sillones profundos de cuero se hundían más veces grandes figuras de la industria y de los negocios y allí volcaban todo su poder y todo su cinismo. ¡Los negocios son los negocios!

Un catedrático de la Universidad Central de Madrid, profesor de química, descubrió un procedimiento para disolver las sales alcalino—térreas, hasta entonces insolubles. La solución de este problema suponía una revolución en varias industrias, y el inventor era consciente de ello. Para la obtención de azúcar se tritura la caña o la remolacha y se produce una melaza que contiene el azúcar en solución. De esta melaza se obtiene del 14 al 17 por 100 de azúcar contenido, porque la presencia de las sales alcalino—térreas impide separar el resto. Nuestro cliente lograba separar del 85 al 92 por 100. Es decir, se podía obtener cinco veces más azúcar y cinco veces más barato.

Cuando la patente estaba en trámite a través de varios países del mundo, se presentó un día en el confesonario el gerente de una sociedad alcoholera. Una sociedad que figuraba como española, pero que en realidad era alemana y de hecho tenía el monopolio del alcohol industrial en España.

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