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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La formación de América del Norte (31 page)

BOOK: La formación de América del Norte
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Montcalm tenía sus dificultades, por supuesto. Muchos de sus soldados eran colonos franceses que quizá no resistiesen el bombardeo. Además, como estaba a la defensiva, tenía que diseminar sus hombres para cubrir todo posible punto débil, mientras que los británicos podían concentrarse en cualquier punto que eligieran. Por último, y lo peor de todo, Vaudreuil, el gobernador de Nueva Francia, decidió poner trabas a Montcalm en todo aspecto, de una manera que iba más allá de la incompetencia y se acercaba a la maldad.

Las dificultades de Montcalm no fueron de utilidad inmediata para Wolfe. Careciendo de fuerzas suficientes para rodear la ciudad y obligarla a rendirse por hambre, no pudo hacer más que bombardear la ciudad desde el río, con la esperanza de obligar a Montcalm a salir y presentar batalla.

Pero Montcalm sabía lo que hacía. No iba a dejarse inducir a una batalla. Tenía intención de aguantar el bombardeo y contaba con el hecho de que llegaría el invierno y la flota, de la que Wolfe dependía, tendría que marcharse.

Durante julio, la lucha continuó. Ambas partes intentaron acciones ofensivas que fracasaron. El 31 de julio, Wolfe lanzó un asalto frontal, con la esperanza de sorprender a los franceses y se desalentasen lo suficiente como para ceder. Pero no se sorprendieron ni desalentaron; los británicos retrocedieron con más de cuatrocientas bajas, mientras los franceses quedaron prácticamente indemnes.

Pocos días antes de ese ataque, el 27 de julio, Montcalm había ensayado la táctica de incendiar los barcos. Naves cargadas de materias inflamables fueron enviadas aguas abajo sobre la flota británica. Iban a ser encendidas en el último minuto, con la esperanza de que los barcos de guerra de madera de los británicos se prendieran fuego también y quedasen inutilizados o, al menos, tuviesen que retirarse para hacer reparaciones. Desgraciadamente para Montcalm, las naves fueron incendiadas demasiado pronto y los marinos británicos tuvieron tiempo y espacio para alejarse de los barcos en llamas y arrastrarlos a la costa, donde se redujeron calmamente a cenizas sin causar daño.

Pero los días pasaban, y cada día que pasaba era un día de verano perdido que beneficiaba a los franceses. Llegaron las noticias de las derrotas sufridas por los franceses en el lago Ontario y el lago Champlain, pero esto no detuvo el transcurso del verano. Aunque el constante bombardeo infligía daños a los franceses, también las tropas británicas estaban disolviéndose por las enfermedades y la deserción. El 20 de agosto el mismo Wolfe estaba demasiado enfermo y con fiebre para levantarse de la cama.

Llegó septiembre, y la ansiedad de la flota aumentó. El 10 de septiembre, el almirante Saunders, que era el responsable de la seguridad de los barcos, arguyó enérgicamente que, si no ocurría algo pronto, el ataque debía ser suspendido. Una vez que el río empezara a congelarse, podía perderse la flota, y con ella toda la fuerza expedicionaria.

Wolfe tenía que hacer algo enseguida. En ese momento crítico, tuvo conocimiento de que había un camino que conducía desde el río hasta las alturas, a un lugar que estaba escasamente defendido. Según un relato, él mismo observó con sus gemelos un sendero estrecho y casi invisible que subía por los riscos. Según otro relato, le indicó el camino un oficial británico que había estado prisionero en Québec y conocía el terreno.

Wolfe necesitaba impedir que los franceses se diesen cuenta de dónde los británicos harían su intento, pues si enviaban hombres a defender ese camino, todo estaba perdido. Por ello, Wolfe mantuvo a los barcos recorriendo el río como si estuviesen buscando un lugar donde desembarcar. También mantuvo el bombardeo sobre los lugares donde sabía que los franceses estaban bien defendidos, para obligar a Montcalm a apostar sus hombres allí, y, de este modo, mantenerlos alejados del verdadero objetivo.

En las primeras horas de la mañana del 13 de septiembre, los
Roger's Rangers
, junto con un destacamento de soldados británicos comandados por el coronel William Howe, empezaron a trepar por el camino. Simón Frazer, un joven oficial escocés, respondió a los «¿quién vive»? de los centinelas en francés, con una confiada calma que inspiraba convicción. Cuando las avanzadas francesas del lugar comprendieron que era el ejército británico el que estaba subiendo, ya habían llegado a la cima suficientes tropas británicas como para arrollarlos. El resto del ejército las siguió.

Cuando llegó la mañana, un ejército británico de casi cinco mil hombres, como surgidos de la nada, estaba en las afueras de Québec. Se hallaban en las llanuras de Abraham, así llamadas por su propietario de antaño, un piloto de río llamado Abraham Martín. (La ciudad de Québec ha crecido hasta abarcar ese lugar, que ahora es un parque situado dentro de los límites de la ciudad).

Montcalm, totalmente cogido por sorpresa, se apresuró a hacer lo que pudo. Los hombres de los que disponía en el momento de recibir la noticia eran sólo 4.500, la mayoría colonos, no soldados regulares. No podía esperar a reunir más hombres ni podía disponer de artillería, pues Vaudreuil se la había retirado.

Fue una batalla en el estilo tradicional de la táctica lineal. Los franceses avanzaron mientras los soldados regulares británicos esperaban. Wolfe calculó el momento exacto, y luego dio la señal. Los británicos levantaron sus mosquetes, dispararon al unísono y la línea francesa se deshizo y se dio a la fuga. Ahora fueron los británicos los que cargaron furiosamente y empujaron al enemigo adentro de la ciudad. En esta carga, Montcalm y Wolfe fueron mortalmente heridos.

Wolfe, sostenido por los hombres que acudieron en su socorro, oyó gritar:

«¡Mirad cómo corren!».

«¿Quiénes corren?», murmuró Wolfe.

«El enemigo», fue la respuesta.

Y Wolfe exclamó:

«Entonces, muero tranquilo».

En cuanto a Montcalm, fue llevado a la ciudad. Se le dijo que iba a morir, y pronto.

«Tanto mejor —dijo—. No quiero vivir para ver la rendición de Québec». Murió al día siguiente.

Vaudreuil, encerrado en la ciudad, aún disponía de un ejército mayor que las fuerzas británicas. Podía haber resistido, pero no se atrevió. Desaparecido Montcalm, sólo pensó en escapar, y abandonó la ciudad el 17 de septiembre, para dirigirse a Montreal. Los británicos entraron en Québec el 18 de septiembre.

Pero los franceses aún tenían un ejército en Montreal, que todavía no había sido derrotado. Cuando se acercó el invierno, la flota británica tuvo que abandonar el San Lorenzo, y los soldados británicos que ocupaban Québec quedaron aislados. En la primavera, un ejército marchó aguas abajo hacia Québec, y una fuerza británica salió de la ciudad para hacerle frente. El 27 de abril de 1760, los franceses ganaron la segunda batalla de Québec y rápidamente pusieron sitio a la ciudad.

Pero el poder marítimo era decisivo. Los británicos resistieron durante casi tres semanas, y luego, el 15 de mayo, los hielos del río se fundieron y los barcos británicos remontaron la corriente. Los franceses tuvieron que retirarse apresuradamente a Montreal.

En septiembre de 1760, los británicos avanzaron sobre Montreal desde tres direcciones: río arriba desde Québec, aguas abajo desde el lago Ontario y a través de la corriente del lago Champlain y el río Richelieu. El 8 de septiembre de 1760, Vaudreuil se inclinó ante lo inevitable y entregó Montreal. Mientras tanto, los
Roger's Rangers
estaban barriendo los fuertes franceses en los Grandes Lagos, y tomaron Detroit el 29 de noviembre de 1760. Nueva Francia llegó a su fin después de un siglo y medio de existencia.

Simultáneamente con sus victorias en América del Norte, Gran Bretaña estaba obteniendo victorias también en la India, y puede decirse que fue en 1759 cuando se fundó verdaderamente el Imperio Británico. Fue entonces cuando Gran Bretaña inició su carrera de dos siglos como potencia dominante del mundo.

Parecía de escasa importancia el hecho de que en la misma Europa el aliado de Gran Bretaña, Federico II de Prusia, estuviese a punto de ser aplastado por un abrumador conjunto de enemigos. Pero aun allí Gran Bretaña tuvo suerte. Federico II resistió desesperadamente, hasta que, el 5 de enero de 1762, murió su más enconado enemigo, la emperatriz Isabel de Rusia. Esto deshizo la alianza contra Federico y le permitió sobrevivir.

Pero mientras tanto, España, temiendo una abrumadora victoria británica y la consiguiente pérdida de sus propias posesiones de ultramar, se dispuso a unirse a los franceses. Gran Bretaña no esperó. El 2 de enero de 1762, declaró la guerra a España y tomó, en rápida sucesión, varias de las Antillas menores, además de Cuba y, en el otro extremo del mundo, las islas Filipinas.

Gran Bretaña no podía ser detenida, y Francia sólo halló una manera de evitar mayores pérdidas. Por el secreto Tratado de Fontainebleu, firmado el 3 de noviembre de 1762, Francia cedió todos sus derechos al oeste del Mississippi a España. Esto al menos impediría que la región cayera en manos de Gran Bretaña, y algún día, cuando la situación cambiase, no sería difícil obligar a España a devolverla.

El 10 de febrero de 1763, la guerra terminó en todo el mundo con la firma del Tratado de París. Los británicos obtuvieron todo el territorio francés al norte de los Grandes Lagos, que ahora podemos llamar Canadá, en vez de Nueva Francia. También obtuvo toda la Luisiana al este del Mississippi, dejando el territorio al oeste del río a España, de acuerdo con el anterior tratado de Francia con ese país. Pero de España, Gran Bretaña consiguió la Florida, a cambio de devolver Cuba y las Filipinas.

Así, Francia fue completamente eliminada de la tierra firme de América del Norte. Todo lo que conservó de sus vastos dominios fueron dos islas, Saint Pierre y Miquelon (de 250 kilómetros cuadrados como superficie total), frente a la costa meridional de Terranova, para servir de bases a su flota pesquera. (Esas islas siguen siendo francesas hasta hoy). Francia también conservó sus posesiones en las Antillas.

En 1763, pues, América del Norte estaba dividida entre Gran Bretaña y España. El río Mississippi separaba a las posesiones de las dos naciones. Sólo el cuadrante noroccidental del continente seguía siendo una tierra de nadie, a cuyas costas barcos británicos, españoles y franceses se aventuraban ocasionalmente, pero donde los rusos eran más activos.

Un nuevo comienzo

Gran Bretaña, en 1763, llegó a una de las cimas de su historia. Su triunfo en el mundo, fuera de Europa, era casi absoluto. Dominaba los mares, poseía la parte noreste de América del Norte y había hecho pie firmemente en la India. Las otras naciones que tenían dominios en ultramar los tenían sólo por gracia de la armada británica.

En concreto, América del Norte había recibido finalmente su forma. Dos siglos y medio después del gran viaje de Colón y un siglo y medio después de que Inglaterra fundase su primera colonia en el continente, se llegó a una decisión.

Norteamérica iba a ser de herencia británica. Los que viviesen allí, cualesquiera que fuesen sus orígenes, hablarían la lengua inglesa y heredarían las tradiciones inglesas. Cuánto de América del Norte sería anglicanizado de este modo era algo que no podía predecirse por entonces, pero con sólo la débil España en el camino, seguramente sería la mayor parte del continente, y tal vez todo él.

Esto parecía seguro, y esto fue lo que ocurrió. Pero no todo estaba decidido. Aunque América del Norte hablase inglés, ¿estaría necesariamente sujeta a la corona británica? En 1763, debía haber pocos súbditos británicos, si es que había alguno en Gran Bretaña o en Norteamérica, que dudasen de que así sería, y, sin embargo…

¿En qué términos los colonos británicos de América del Norte permanecerían sujetos a la corona británica?

A los británicos mismos, ésta les habría parecido una pregunta absurda, si alguien la hubiese planteado. Para ellos, la respuesta habría sido, obviamente: en los términos que dictase el Gobierno británico.

Para los colonos, la respuesta no era tan obvia. Siempre habían sido difíciles de gobernar, hasta cuando los franceses y los indios eran una amenaza constante y necesitaban a los soldados y los barcos británicos para su defensa. Ahora que los franceses se habían marchado y los indios sólo eran un problema secundario, seguramente los colonos serían mucho más difíciles de gobernar. Podían permitirse el sentirse ofendidos y quejarse ruidosamente, mientras antes sólo se atrevían a refunfuñar en voz baja.

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