La fórmula Stradivarius (13 page)

Read La fórmula Stradivarius Online

Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La fórmula Stradivarius
6.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tenía un tío en España —dijo el teniente sin apartar la mirada—. Ha muerto. Lo han torturado y asesinado en su mansión de Madrid la misma noche en que entraron en casa de usted y mataron a su empleada. Parece ser que es usted su único heredero.

BAYT SAHUR, ISRAEL. NOVIEMBRE DE 2003

¡
Ay de ti, ciudad que provocas la ira! y eso que fuiste ya rescatada, oh paloma estúpida

Menasés leía con voz monocorde el libro de Sofonías donde se predecía la destrucción de Jerusalén por la ira de Yahvé a causa de la corrupción de sus costumbres. Aquella mañana se había despertado en el sillón con la ropa arrugada y la boca seca. Había lamentado no haber hecho uso de la cama. Últimamente no estaba tan sobrado de energías como para poder prescindir de un buen descanso nocturno.

En el suelo, donde cayó al quedarse dormido, había quedado el amenazante anónimo. Sin prestarle más atención, Menasés había hecho una bola con él y lo había tirado a la basura. La misiva era tan poco original como todas las anteriores. Mal escrito, en mayúsculas, decía escuetamente:
Perro judío. Lamentarás no haber muerto en los campos como el resto de los de tu camada
.

Ahora, mientras dirigía el rezo de la mañana en su sinagoga, Menasés sentía un dolor en el cuello y en la espalda que rivalizaba con el de la pierna.


yo he exterminado las naciones enemigas y han quedado arrasadas sus fortalezas: he dejado desiertas sus calles y no pasa alma por ellas; sus ciudades han quedado desoladas, hasta que no ha quedado hombre ni habitante alguno

Cuando escuchó de labios del rabino Isaac este fragmento en Dachau, se había rebelado contra la fe de su mentor. ¿Dónde estaba ese Dios, amante y defensor de su pueblo? ¿Dónde, el castigo divino para aquellos que exterminaban a los hijos de Abraham?

Isaac no había respondido al joven Menasés. Éste había pensado que su maestro carecía de respuestas para tales preguntas. Con el paso del tiempo empezó a dudar de si ése era de verdad el motivo por el que el rabino continuó con la lectura sin contestar.

Una vez terminado el acto religioso, Menasés recogió el libro y lo guardó junto al resto. Los asistentes más jóvenes aguardaban a que los mayores salieran del templo antes de comenzar sus estudios.

Hasta el mediodía Menasés estudió con sus alumnos el
Shemot
, el Éxodo, como es conocido entre los gentiles, que cuenta las andanzas del pueblo judío cuando, dirigido por Moisés, escapó del faraón de Egipto tras las diez plagas, la larga travesía por el desierto hasta llegar al monte Sinaí, más allá del cual los aguardaba la tierra prometida.

Como de costumbre lo que más llamó la atención a sus alumnos fue el paso del mar Rojo, cuando Moisés, invocando al dios hebreo, consiguió que las aguas se separaran y permitieran a los judíos cruzarlo, para volverse a cerrar sobre el ejército egipcio, que los perseguía.

Menasés no podía dejar de ver las caras de satisfacción de sus alumnos cuando, tras afligirse por la esclavitud de sus ancestros, la venganza del Señor alcanzaba y destruía a sus verdugos. Él mismo, cuando estudió al lado de Isaac esos pasajes, había reclamado, con el corazón inflamado, la misma suerte para sus nuevos opresores. Ni siquiera Isaac lograba evitar que en sus ojos se leyera el ansia de venganza, del ojo por ojo, a pesar de sus esfuerzos para que su discípulo no lo notase.

Pero el Innombrable debía de estar muy ocupado cuando lo de los alemanes. Tan sólo al final había mandado una plaga compuesta de americanos, rusos, franceses e ingleses, que ni siquiera consiguió destruir a aquellos miserables asesinos.

Al mediodía, Menasés despidió a los alumnos para que fueran a casa a comer y él se encaminó a un pequeño y decrépito restaurante donde solía almorzar. Sentado a una mesa al final del restaurante, Menasés aguardó pacientemente a que el propietario del local, que atendía él solo a toda la clientela mientras su mujer se ocupaba de la cocina, tuviera tiempo y fuera a ofrecerle el menú.

Las mesas restantes estaban ocupadas de igual manera por personas solitarias, casi todas de edad avanzada, en cuyos rostros inexpresivos se podían ver las secuelas de una vida triste e insignificante.

Ben, el propietario del restaurante, se acercó con una jarra de barro que contenía un poco de vino tinto. Con la frente y las axilas de la camisa sudados, se aprestó a tomar nota. No había demasiada oferta, pero la comida solía ser generosa, rica y, lo que era más importante, económica. Una vez apuntado el menú escogido, se recolocó el lapicero en la oreja, arrancó la hoja de la libreta y se metió ésta en el bolsillo del delantal.

Sobre la mesa, además de la jarra, un vaso, un trozo de pan, los cubiertos envueltos en una servilleta de papel y un plato al que se le habían ido los colores de tanto fregoteo, el rabino tenía un periódico que ojeaba sin prestar atención.

La primera página estaba dedicada al problema palestino y a unas declaraciones del primer ministro, Ariel Sharon, prometiendo mayor dureza contra los que ponían en peligro la nación. A Menasés semejante personaje lo llenaba de vergüenza. Le parecía mentira que, después de los sufrimientos padecidos en un pasado cercano, no se hubiese aprendido la lección y el perseguido se rebajase a ejercer el papel de perseguidor.

Tras pasar las páginas de política y las de sucesos, miró lo que había ocurrido por el mundo, lejos de las fronteras que años atrás se había autoimpuesto, justo en el momento en el que Ben llegaba con un desbordante plato de sopa muy caliente a juzgar por la cantidad de vapor que desprendía.

Un tren descarrilado, incendios, guerras. El presidente Bush que se comportaba como si fuera un faraón…

Asqueado y apenado por tantas desgracias, y para no amargar la sopa que estaba a punto de empezar a tomar, pasó la hoja.

Nunca llegó a saborearla. Con la cuchara a medio camino de la boca, su rostro perdió el color, el corazón pareció detenerse para empezar a galopar, la musculatura de la espalda, que en un primer momento se había contraído, cedió, doblándose como si cien kilos o veinte años le hubiesen caído encima.

Menasés leía una y otra vez la pequeña columna escondida en una esquina de la página, esperando que una nueva lectura le indicara que estaba equivocado, que había sido un error y que en realidad ponía algo muy diferente a lo que él había entendido. Pero por más que releía el artículo, éste seguía diciendo lo mismo:


encontrado asesinado en su mansión de la capital de España. Según fuentes de la policía la víctima presentaba indicios de extrema violencia por todo el cuerpo. Nikolaos Tsaldharis, de setenta y tres años de edad, era un multimillonario armador de barcos de origen griego, afincado en España desde su retiro del mundo de los negocios. Tsaldharis había recibido numerosos encargos de Israel para renovar su flota naval, llegando a ser amigo personal del ex primer ministro Benjamín Netanyahu. La policía española carece por el momento de cualquier pista que conduzca a la detención

Con un suspiro dejó el periódico sobre la mesa. Miraba por la sucia ventana del bar sin ver. Su mente viajaba muy lejos en el espacio y en el tiempo. Un estanque por el que paseaban parejas de enamorados, jubilados ociosos, madres que empujaban carritos en los que viajaban infantes arrebujados en mantas y colchas. Niños más mayores jugando sobre la hierba…

Cogido del brazo por su preceptor, Simon Wiesenthal, que le felicitaba por la exitosa operación en la que habían capturado a Adolf Eichmann, los dos paseaban por la orilla despacio sin rumbo fijo. Menasés apenas hablaba, dejando el peso de la conversación a su compañero. Su intuición le decía que Simon estaba haciendo tiempo para tratar el verdadero motivo que le había llevado a citarlo. Ahora que Eichmann había desaparecido, Menasés no tenía una misión especial y esa reunión en apariencia informal bien pudiera ser un nuevo encargo.

Pero no estaba preparado para escuchar lo que Simon le dijo cuando finalmente se detuvo a mirar los botes que se deslizaban por la superficie del estanque. Necesitó mucho tiempo para convencerse de que su amigo hablaba en serio y que no se había vuelto loco. A partir de aquel día, el tiempo que permaneció en la organización que Simon comandaba lo empleó en llevar a cabo la esquiva misión que éste le encargó ese día en el parque.

Cuando Menasés abandonó definitivamente Austria, dejó atrás casi todo lo relacionado con el Centro de Documentación Judía y tan sólo en un par de ocasiones volvió a ver a Simon. Lo único que se llevó consigo fue una manoseada carpeta de cartón no muy gruesa, en cuya portada, escrito con un rotulador negro, se podía leer una única palabra: Bifrost.

Desde entonces, pacientemente y sin contar con los medios de los que disponía la asociación abandonada, la carpeta había ido engordando con informes, recortes de periódico, trozos de papel garrapateados, alguna fotografía.

Menasés, absorto, no oyó a Ben, que le preguntaba si la sopa no estaba buena. Se esforzaba por recordar cuándo fue la última vez que había examinado el contenido de la carpeta, de cuya existencia solamente él tenía conocimiento y que permanecía escondida dentro del desvencijado colchón en el que dormía, envuelta en una bolsa de plástico.

Posiblemente había sido un año y medio antes. Cuando introdujo en ella un recorte de una revista especializada en música que Menasés se agenciaba con escrupulosa puntualidad, en la que se daba cuenta del robo de una viola fabricada en 1701, conservada como una obra de arte, ya que McDonald, como se conocía, era la mejor viola que había salido del taller del maestro Stradivarius.

Durante el siguiente año no hubo más noticias y Menasés quiso creer que sus enemigos, dada su avanzada edad, habrían muerto o desistido en su empeño. Por eso, cuando catorce meses más tarde el renombrado violonchelista español Xavier Puig sufrió un intento de robo en su domicilio, en el que el ladrón había tenido que abandonar en su huida el chelo que pretendía sustraer, Menasés se negó a aceptar la posibilidad de que tuviera relación.

Pero ahora no podía hacer caso omiso a la alarmante noticia del magnate griego asesinado.

Como en trance, Menasés abandonó el restaurante, sin probar su comida, sin abonarla y sin contestar a las preguntas del propietario ni a los saludos de los demás comensales. Se dirigió a su casa y rebuscó en el colchón. Junto con la ya abultada carpeta de cartón, originalmente de un color amarillo, extrajo de entre lo muelles un cilindro de celofán. En él estaban enrollados una considerable cantidad de billetes de cien dólares americanos.

No necesitó mucho tiempo para recoger la casa y poner en orden sus cosas en la sinagoga. Cuando la abandonó y cerró la puerta no sintió nada. La fatalidad aligeró la despedida. Sólo cuando pasó por casa de Sara y le explicó lo que tenía que hacer, las silenciosas lágrimas de ésta alcanzaron su corazón.

Menasés, sentado en la sala de espera del aeropuerto Charles de Gaulle, recitaba sus oraciones sin perder de vista la pantalla donde a cada momento cambiaban las salidas y llegadas de aviones. Miércoles cinco de noviembre, señalaba la cabecera y debajo una interminable lista de vuelos.

—… pasajeros con destino a Madrid, puerta ocho…

Menasés, como otros de los que pacientemente aguardaban, se levantó y se encaminó hacia el lugar de embarque. No reparó en un hombre de treinta y tantos que al oír el aviso había cerrado una revista de medicina, la había guardado en una costosa cartera de cuero y había seguido su misma dirección.

El rabino esperó a que le llegase el turno, detrás de una mujer que viajaba con un niño y una pareja de chavales que se hacían bromas, nerviosos sin duda por su primer viaje en avión. Por el contrario Ludwig Dreifuss, con su cartera de cuero y una maleta Samsonite de ruedas, pasó por la puerta VIP y subió sin demora a la zona de primera clase del aparato.

El caprichoso destino quiso que esa primera vez que coincidían no se fijaran el uno en el otro.

Eran las nueve de la mañana cuando el imponente Mercedes negro con ventanillas oscurecidas se detuvo frente a la entrada del aeropuerto. Del asiento del conductor se bajó un hombre muy rubio, de pelo corto, con un caro traje negro, camisa azul y corbata azul marino con unas finas rayas grises. La ropa hecha a medida disimulaba eficazmente el musculoso y elástico cuerpo del guardaespaldas, así como la sobaquera que llevaba bajo el brazo derecho, de la que pendía una automática marca Steyr modelo M-9, de fabricación austriaca, con cargador para quince balas Remington Golden-Saber, nueve milímetros, de punta expansiva.

El rubio, tras echar un vistazo a los alrededores a través de sus Ray-Ban polarizadas con montura de pasta y no metálica como manda el manual del buen guardaespaldas, abrió la puerta trasera del otro lado y ayudó a bajar al anciano.

Pawlak, apoyándose en el marco, se irguió en toda su estatura. Debido a la edad, medía unos centímetros menos que en otros tiempos, pero aún tenía una figura formidable, y se encaminó hacia las puertas dobles del edificio.

Una pareja de policías que vigilaba la zona llamó la atención al rubio por haber dejado estacionado el Mercedes en un lugar prohibido, pero éste se limitó a hacer un gesto hacia el vehículo. Los policías vieron a través del parabrisas una tarjeta plastificada en el salpicadero que les hizo retroceder. Con un gesto pidieron disculpas al impasible guardaespaldas, que, ignorándolos, caminaba un paso por detrás del anciano, barriendo con la mirada todo el entorno.

Pawlak, ajeno a todo esto, alcanzó las puertas, que se abrieron silenciosamente al detectar su presencia. En el recibidor se detuvo y examinó los paneles informativos: partidas, llegadas, información, lavabos, oficinas…

Consigna. Allí estaba lo que buscaba. Girando en la dirección que indicaba la flecha, el anciano recorrió doscientos metros antes de llegar a una sala de taquillas metálicas. En la mano había ido apretando una pequeña llave de seguridad que llevaba grabado un número de serie.

Incapaz de distinguir las numeraciones sin acercarse a menos de medio metro, levantó la mano en la que sostenía la llave sin mirar atrás. Al instante, el rubio tomó la llave, miró el número y buscó entre la serie de filas. Rápidamente dio con la taquilla e introdujo la llave, la giró, abrió ligeramente la portezuela y echó un vistazo, por seguridad, al interior. Una vez satisfecho, terminó de abrirla y se apartó a un lado. Pawlak avanzó los dos pasos que lo separaban de la taquilla y sacó de ésta un maletín metálico con cerradura de secuencia numérica.

Other books

Bolitho 04 - Sloop of War by Alexander Kent
Dead Past by Beverly Connor
Borderless Deceit by Adrian de Hoog
The Red Magician by Lisa Goldstein
97 Ways to Train a Dragon by Kate McMullan
A Clearing in the Wild by Jane Kirkpatrick
Intellectuals and Race by Thomas Sowell
Undone by Moonlight by Wendy Etherington