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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto

BOOK: La fría piel de agosto
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A unos les gusta

beber la vida a gotas y a otros, a tragos;

pero la botella es la que es, no se puede

llenar cuando está vacía.

 

E
UGENIO
M
ONTALE

Olga

 

 

 

 

Olga está tendida en el sofá, delgada y blanca, como el negativo de una sombra. El salón oscuro y las persianas echadas hacen casi imposible que los ruidos se cuelen desde la calle, a pesar de que es la hora en que los niños corren tras sus pelotas y las madres tras sus niños; la hora en que los vagabundos, entre cajas de vino, latas de cerveza y una colección de colillas de cigarros, comienzan a ocupar los bancos libres de la plaza.

Dentro del apartamento nada se mueve. El leve zumbido de la nevera y el chillido de los vencejos es lo único que interrumpe de vez en cuando su intencionado inmovilismo. Su piel reluce en medio de la penumbra y su pelo, largo y liso, parece una continuidad luminosa que invita a aproximarse.

Cuando se levanta camina arrastrando los pies por el suelo con el cansancio de una anciana que no es. Se aproxima a la ventana del salón, levanta apenas la persiana y ve una furgoneta Nissan Vanette aparcada frente al edificio. De ella, dos hombres bajan una serie de lienzos sin pintar y los van dejando apoyados en la pared. Un tercero, calvo, delgado y de gafas de pasta negra, les indica algo entre voces y gestos.

Unos minutos más tarde siente ruido en el rellano y una voz diciendo dónde deben dejar las cosas. Se escuchan los pasos de los hombres subiendo y bajando las escaleras. Olga deja el balcón para observar el ir y venir por la mirilla. Pero no hay nada de especial en ese tránsito, aparte del nuevo inquilino que llega al piso de al lado con dos maletas azules, un par de cajas llenas de libros, papeles o quizá qué cosas, y una gran cantidad de cuadros, lo que la extraña y la sorprende.

Al rato, la puerta se cierra. Queda el rellano vacío y la luz reflejándose sobre la escalera recién barnizada. Hasta que se apaga. Y la mirilla con ella. Olga vuelve al balcón. Abajo ya no está la Nissan Vanette, pero ve salir desde su portal al recién llegado, que cruza la calle y entra en el supermercado de enfrente. Camina a la ventana, la de la cocina, que da al patio interior, y comprueba que su nuevo vecino ha abierto del todo las de su casa. Desde el otro lado la observa un lienzo cubierto de manchas rojas. Un escalofrío le recorre el cuello.

Mientras camina sobre sus pasos, comprende su reacción. Lanza una mirada a su apartamento: está oscuro y lleno de polvo, como si se tratara de una mortaja. Se mira a sí misma con ese chándal viejo y sucio, las cajas de pizza por el suelo, los botes de refresco y agua dados vuelta por la alfombra, los vasos acumulados en la mesa. Le parece estar viviendo dentro de una mala película.

Sus ojos se encuentran casi por casualidad con la vieja caja de zapatos que está sobre la estantería. Sin pensarlo, se sube en un pequeño taburete que tiene al lado del librero y la coge. Con la mano libre empuja los vasos para dejarla sobre la mesa. Sopla el polvo que tiene acumulado sobre la tapa y la abre. Dentro hay varias fotografías en las que aparece un hombre y ella misma en la playa, arriba de un par de caballos, en alguna callejuela de Toledo o Segovia. Las esparce sobre el tapete marrón observándolas como quien retorna a algo olvidado hace años, hasta que encuentra la de una pintura que simula una barcaza surcando un mar de ensueño o pesadilla. No se parece al cuadro que acaba de ver en la casa del nuevo vecino, pero, de alguna manera, es idéntico. Algo sangra dentro de ella y siente un frenazo, un estallido de cristales y la carretera entrando en su retina, mareándola, hiriéndola. Cierra los párpados para buscar la oscuridad. Cuando los abre, nota que su mano aprieta algo. La extiende y encuentra la fotografía arrugada.

De inmediato, como si una cosa se emparentara con la otra, siente la necesidad de mirar de nuevo la pintura del vecino. Cuando se asoma al patio, el rojo del cuadro la conmueve. Se queda observándolo quieta, sin importarle el transcurso de los minutos. Una leve caricia comienza a moverse dentro de su vientre hasta llenarle el pecho. Su calidez la envuelve, aunque poco a poco percibe unas pequeñas cuchillas raspándole el esófago, la garganta, hasta salirle por los ojos sin violencia, como si el dolor no estuviese reñido con la tranquilidad o, incluso, con el placer.

Más allá, lejos de su campo de visión, se enciende una luz y comienza a sonar una melodía que salta a su rostro y la despierta. Aún fuera de su cuerpo, portando la sensación del convaleciente que se levanta por primera vez, vuelve al salón. Guarda las fotos, incluso la del naufragio, y deja la caja sobre el librero. Apaga las luces y, detenida en medio del pasillo, cobijada por la oscuridad, piensa que quizá ese cuadro y ese hombre son una señal.

 

 

 

 

Olga no ha vuelto a ver al vecino del tercero derecha y ya van dos semanas. Desde hace más de diez días las ventanas del patio interior están cerradas. No se vislumbra ni una luz, aunque sabe que está allí porque a veces, cuando todo está en silencio, escucha un fragmento de los Conciertos Brandenburgueses o de la Novena.

Está sentada, jugando con sus dedos, golpeando las yemas de una mano contras las de la otra. Hace cuatro días que trasladó el sofá al lado de la puerta de entrada. Sabe que no es normal, pero para sus adentros insiste en que se trata de algo pasajero y que entre estar tirada en el salón soñando con barcas que naufragan, y estar tirada en el recibidor a la espera de que el vecino salga o entre, siempre será mejor la realidad.

Sin dejar de jugar y sin dejar de mirar la llama de una vela que baila a sus pies, piensa en la inquietud que siente desde que vio el cuadro de las manchas rojas. Las primeras horas se las ingeniaba para observarlo desde el otro lado del patio de luces. Una sensación contradictoria, de pena y esperanza, la invadía. Casi sin querer, los vellos del brazo se le erizaban y el recuerdo de la muerte de su marido y su hijo se hacía más leve, como si el rojo de la pintura ayudase a su corazón a bombear sangre con más fuerza. Pero ahora han desaparecido tras las persianas tanto el cuadro como el hombre.

Antes de su llegada, casi no se levantaba del sofá. Le era imposible o no quería. Se quedaba quieta, respirando acompasadamente hasta que se dormía y soñaba. Soñaba siempre lo mismo. Ella, su marido y su hijo dentro de una barca a remos; un día de sol, de pic-nic en El Retiro, navegando por el lago, que de pronto se transformaba en un mar embravecido donde naufragaban. Segundos bajo del agua y ella emergiendo, asiéndose a los restos. No veía ni a su marido ni al niño, hasta que unas masas informes salían a flote. Despertaba sollozando.

Es el recuerdo del accidente, repetía su psicóloga. Ella no necesitaba que se lo dijera. No era tonta. Hablaba tres idiomas, era una de las mejores traductoras del país. Y su pesadilla había sido real, como la filmada por Kieslowski en
Azul
: un chico hace autoestop en una carretera comarcal. Llueve. Un coche pasa a gran velocidad por su costado. El chico maldice en el mismo instante que ensarta el emboque en la clavija. Después se siente el sonido del coche estrellándose contra un árbol, cristales rotos, un llanto, el final de un chiste contado por un hombre que ya está muerto. De allí solo sobrevivió Juliette Binoche, como del accidente de Olga solo sobrevivió Olga. Murieron su marido y su hijo aplastados por su propio automóvil en el absurdo trayecto de la casa al centro comercial: unas cuantas manzanas que esa vez fueron las últimas. Pero su hijo todavía no había nacido. Estaba de ocho meses, aún en la deliciosa oscuridad del cuerpo.

Por eso Olga se tiraba en el sofá y cerraba todas las persianas, intentando imaginar que estaba en el vientre de su madre, escuchando sus latidos, comiendo a través de un tubo orgánico que conectaba su ombligo con su corazón. La viscosidad que podía ser el sudor le parecía una inundación de bienestar. Nadaba en sus propios líquidos y sonreía frente a la calidez de ese lugar seguro donde no le podía suceder nada, aislada, escondida en ese vientre de cuatro paredes, inactiva, alimentándose de la invención de los buenos recuerdos, esos que no existen, que son pura imaginación, y uno que otro trozo de jamón o queso o pan.

Olga se ha llevado todo su arsenal de medicamentos al recibidor: para la cabeza, para el insomnio, para el dolor, para la angustia, para los recuerdos. Además, ha rodeado el sofá con varias botellas de agua y un par de velas. Y todos los días ha encendido inciensos. Lo hace para no dormirse. Desde pequeña sabe que si algo está encendido, más vale mantenerse vigilante, pues si no la muerte puede aparecer transformada en llamas. Y ella, a pesar de tener un dolor increíble, aunque totalmente creíble, en medio del pecho, no quiere morir. Menos ahora que presiente que pronto algo ocurrirá en su vida, aunque no sepa muy bien qué ni si valdrá la pena.

Su existencia se ha reducido al sofá, el agua, las velas, el incienso, un trozo de queso o de chocolate, y la atención desmedida pero necesaria de todo cuanto suba o baje la escalera. Como una niña, espera que el nuevo inquilino se asome. Ha pasado los días sentada en el recibidor del apartamento, leyendo algún libro, atenta a cualquier sonido que pueda venir del piso de al lado. Y aunque el vecino del tercero derecha sigue sin aparecer, Olga ha descubierto unas cuantas cosas, como que la vieja del segundo pasa, a las once y media, hacia uno de los pisos superiores, entra en alguno de los apartamentos y lanza un cómo está mi niño. Después, nada. A la hora, la vieja, después de darle dos giros a la cerradura, baja. Lo hace renqueante, pero con una sonrisa en el rostro. Al comienzo no le interesó, pero a medida que transcurren los días siente más inquietud. También ha descubierto que el cartero sube al quinto cada vez que pasa por el portal, lleve o no lleve cartas. Escucha cómo le da dos besos, a veces un abrazo, a la mujer que allí vive. Su mala conciencia la hace imaginar que para ser infiel no hay mejor hora que la de las cartas. Es algo que no debería interesarle, pero le ha sorprendido saber que esa vecina tiene un amante, porque se ve feliz al lado de su hombre y sus críos. Disimula muy bien o está enamorada de los dos, piensa.

Olga escucha un ruido, deja de jugar con sus dedos y se levanta despacio, teniendo cuidado con la vela. No se ha dado cuenta, pero ya es la hora de la comida. Cuando se asoma a la mirilla solo ve la espalda del extraño bajando las escaleras. Intenta correr hacia la cocina, pero se encuentra con su propia ceremonia mística cerrándole el paso. Está a punto de rendirse y volver a ocupar su lugar de siempre en el sofá, cerrando los ojos, pensando que cualquier cosa que haga no evitará que la muerte, transformada en coche, en avión, en cáncer, la alcance. Pero recuerda esa sensación de luz al final del túnel del primer día y, pegando una patada a la vela, empujando el sofá hasta que choca con la pared, abre la brecha necesaria para pasar. Ahora sí, corre por el pasillo hasta la cocina. Un golpe de luz la ciega hasta que, asomando la mitad de su cuerpo, puede ver, a través de las dos ventanas abiertas, un nuevo cuadro, esta vez más pequeño, que le muestra su propio rincón de patio interior, sus propias ventanas cerradas y sucias, su propia soledad: el más cruel de los espectáculos.

 

 

 

 

Olga se aferra al alféizar y toda la soledad de la pintura se le cuela por los poros, circula por sus venas, le llega a los dientes, que aprieta, firmes. Si le hubieran dicho que el vecino había decidido pintarla, no lo hubiese creído. Aunque la verdad es que el vecino no la ha pintado a ella, sino sus ventanas cerradas, la pared si acaso y nada más. Pero es suficiente para inquietarla, para que una serie de engranajes comiencen a funcionar en su cerebro y saque conclusiones que quizá son ciertas, que quizá no lo son.

La primera es que el vecino, como ella, está interesado en mirarla o en mirar lo que sucede en su apartamento. No otro. Olga no piensa que pueda tratarse de una casualidad, que el vecino haya pintado lo primero que vio: que esas ventanas blancas, sucias, descascaradas y tristes que ella tiene puestas en su cocina. Ni hablar del extractor, lleno de polvo. Por un momento a Olga le da vergüenza. Qué pensará de mí que soy tan limpia, se dice, sin darse cuenta de que lleva semanas sin asearse, con ese chándal que se le pega al cuerpo, reseco por el sudor y los restos de comida.

Y reflexiona que el vecino debió haber pintado alguno de todos los libros que ha traducido y no esas ventanas viejas de la cocina, viejas y asquerosas, que es lo peor de todo, y que no son reflejo de ella, aunque se extienda en el sofá tal como lo hace el hollín en los marcos de las ventanas y se quede horas y horas allí tirada, sin que nadie la saque de su propia monotonía, de su propia dejadez, como la porquería del extractor que lleva años intacta. Allí todo es quietud, se dice Olga, y no sabe si por la palabra «quietud» o si porque está verdaderamente cansada, le dan ganas de acercarse al sofá y sumergirse en un sueño que le haga olvidar esos recuerdos que la agobian tanto.

Pero no se va al sofá, porque acaba de darle una vuelta de tuerca más a la razón de ser de esa pintura que muestra sin piedad los cordeles que van de un lado al otro de las paredes y hacen de tendedero, sujetando —y le da más vergüenza aún—unas bragas que por efecto del sol ahora parecen un pan reseco. Olga reflexiona si acaso el vecino no habrá dejado desde el comienzo sus ventanas abiertas para ella. Recuerda el primer día, con esas manchas rojas asomadas a su ojo, y se da cuenta de que justamente hoy, apenas acabada una nueva pintura, también ha abierto las ventanas. Las dos veces se ha ido y la ha dejado sola, con permiso para mirar todo lo que quiera. Se estremece y piensa que debe haber una conexión secreta entre ambos, algo que los une. Y es que no puede ser casualidad que haya llegado un pintor al piso de al lado cuando a ella le encanta la pintura. Tampoco puede ser casualidad que ella haya querido «mirar» cuando hace tanto tiempo no mira nada, ni que él insista en dejar sus ventanas abiertas, aunque esto solo haya ocurrido un par de veces. Pero eso a Olga no le interesa, porque es agradable creer que alguien piensa en uno, especialmente cuando hace tiempo no se tiene a nadie y todas las salidas se reducen a las citas con el médico y la psicóloga.

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