La fría piel de agosto (7 page)

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Authors: Julio Espinoza Guerra

BOOK: La fría piel de agosto
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Por unos minutos, el cansancio la inmoviliza, pero pasados los temblores, la inquietud puede con ella. Se tumba a la derecha, luego a la izquierda, después nuevamente a la derecha. Se pone de espaldas, de barriga, en posición fetal. Piensa en el día siguiente, en Andrés acercándole el desayuno, en su pelo apelmazado y ese olor ácido que sale de su cuerpo. Llega a desear que no esté allí cuando despierte. No porque no desee verlo, sino porque no quiere que la vea así.

En una de esas vueltas, su vista se encuentra con el vaquero y la blusa que llevaba puestos, arrugados en un rincón del cuarto. Pareciera que la mugre se ha incrustado en ellos. No sabe cómo Andrés ha podido sacárselos sin vomitar. Hasta a ella misma le producen asco. Mirando su ropa, Olga entra en razón. Si Andrés está allí es porque algo lo ha hecho persistir más allá de su olor. Puede ser comprensión, quizá hasta cariño, aunque también compasión o, peor aún, piedad. No importa. La cuestión es que está allí, velándola, y estará allí por la mañana, aunque su piel siga hediendo, aunque su pelo continúe apelmazado.

Mirando el cuerpo delgado, casi indefenso de Andrés, y sus párpados protegidos por los cristales de las gafas, Olga vuelve a quedarse dormida.

 

 

 

 

A Olga la despierta el ruido del agua acumulándose en la bañera. La persiana de la habitación está a mitad de la ventana, por lo que deja entrar la luz. Pueden ser las nueve o las diez de la mañana. Olga siente que el placer se desliza por su cuerpo semidormido. Cuando abre los ojos del todo, mira hacia el techo. Es azul, pero no lo recordaba. Sonríe porque le viene a la memoria el día en que decidió pintarlo para darle una sensación de calidez mediterránea. Permanece mirándolo. Le gusta.

Se siente mejor que el día anterior, incluso con hambre. Piensa en sentarse, pero recuerda la noche anterior. De todas maneras lo intenta e hincando los talones en el colchón y presionando con fuerza, logra levantarse haciendo más ruido que de costumbre. Ve aparecer por la puerta del baño a Andrés, que sale algo inquieto al escuchar los crujidos de la cama. Hola, le dice ella, agregando un tengo hambre, como si fuera una niña pequeña, feliz por las circunstancias de la enfermedad, complaciéndose en el regalo. Andrés le sonríe, pero no dice nada. Da media vuelta y retorna al baño. Ella sigue escuchando el agua, monótona, llenar la bañera.

Pasados cinco minutos, Andrés entra nuevamente en la habitación y le responde con la certeza de que ella aún está esperando sus palabras, que primero toca baño, que ya es hora. Se produce un silencio interrogante. Olga duda que pueda levantarse sin ayuda, pero él, apoyado en el umbral de la puerta, no le dice nada. Entonces ella se lo pide. ¿Me llevas?, interroga.

Cuando Andrés se acerca, Olga tira la sábana hacia atrás. Puede observar que sus ojos se deslizan fugazmente por su cuerpo, deteniéndose primero en sus senos, que se insinúan protegidos por el sujetador y, luego, en su coño, oculto tras las bragas negras, evitando su rostro, quizá por pudor, quizá por miedo a que su mirada delate esa posible atracción que traicionaría el gesto de buena voluntad, transformando su actitud samaritana en algo mucho menos puro, pero, piensa Olga, mucho más deseable.

Uno de los brazos de Andrés le pasa por debajo de las rodillas y el otro por la espalda. Abrázame, le ordena, y ella obedece con cierto automatismo, rendida a él, confiando en que nada malo puede hacerle quien la ha salvado. Sin querer, sus senos rozan contra su pecho y ella percibe que otro placer —no el de la quietud, sino el de la agitación— transita por sus venas. Lo besaría ahora, piensa, pero solo apoya la cabeza en su hombro.

Cuando llegan al baño, Andrés la sienta en el váter y se queda de pie frente a ella, como esperando una señal. Olga levanta la vista y mueve la cabeza afirmativamente. Él se inclina y, pasando los brazos por su espalda, le suelta el sujetador, que cae dejando ver sus senos, sus pezones, su dureza. Después, Andrés se arrodilla y desliza las bragas. Ella siente que la punta de los dedos, apenas su roce, le taladran la epidermis. Sin querer abre un poco las piernas y deja ver su coño, sus labios mayores rodeándolo, preparados para abrirse, pero fétidos. Cuando se da cuenta, las cierra. El estremecimiento que le provoca la mezcla de vergüenza y deseo la inmoviliza. No se da cuenta de que después de dejar las bragas y el sujetador a un costado, Andrés ha deslizado sus ojos por todo su cuerpo. No se trata de una mirada de placer, sino del mismo miedo que siente frente a su cuadro cuando afronta el recuerdo de una silla, quién sabe de dónde, quién sabe por qué. Olga solo advierte que se le acerca y la levanta hasta dejarla dentro del agua. Con los ojos cerrados, siente la tibieza avanzando por su cuerpo. Casi no ve, casi no escucha cuando Andrés sale del cuarto de baño diciéndole que si lo necesita, lo llame.

Sin otra alternativa, comienza por apoyar su espalda en la bañera. Luego, mueve las manos, los brazos con pereza. Siente el agua deslizándose entre sus dedos. Cree estar bien, pero al ir a tomar el bote de gel, no puede sujetarlo y solo observa cómo se desliza entre sus dedos hasta caer, produciendo un ¡plach! en el agua para luego hundirse. Al intentar sacarlo, su espalda se clava en la bañera. Da continuas órdenes a sus miembros, pero los talones se resbalan en el fondo, impidiendo realizar la presión necesaria. Sus brazos, como dos trozos de género, se baten sobre el agua intentando coger el bote, sin resultado alguno.

Después de numerosas tentativas, acepta que está peor de lo que pensaba y que no podrá bañarse si Andrés no la ayuda. Su cuerpo le pesa como si llevara varios días en huelga de hambre o atrapada debajo de algún edificio después de un terremoto. El agua ya no le provoca placer. Pero tampoco dolor. Ha comprendido lo que Andrés le dijo mirando el cuadro: aun sobreviviendo, no se puede vivir evitando a los muertos; la única manera es convocarlos, hacerles un hueco, intentar conversar con ellos, comer, caminar sin odiarlos, sin odiarnos. Si no se hace, por más que encontremos manos, nunca saldremos a flote, piensa. Y se contenta porque cree haber hallado una llave que no evitará los recuerdos, pero sí el dolor.

Olga mira el agua y siente que si Andrés está cerca, no recaerá. Ya no le importan sus silencios. Solo necesita su presencia para evitar que el síndrome de abstinencia la devore. Por eso, con voz contenida pero clara, lo llama.

Antes de que el cuerpo de Andrés aparezca por la puerta, lo hace su mano, acompañada de una voz que pregunta ¿puedo? Pasa, responde y añade que aún no tiene fuerzas suficientes, que tendrá que ayudarla. Andrés se arrodilla al lado de la bañera. No soy enfermero, le dice, disculpa si te hago daño. Tú hazlo con confianza, afirma Olga, te la has ganado. Ella no lo ve, pero Andrés, antes de llenar sus manos con agua y verterla sobre sus hombros, las observa y las empuña con rabia, luchando contra el temblor que intenta apoderarse de ellas.

Olga recibe con los ojos cerrados el líquido que va cayendo sobre su piel. Apenas percibe su tacto sobre su carne, aunque el roce le recuerda todas las veces que se duchó junto al hombre que creía era el de su vida. Pero esta vez no siente ninguna punzada. Ahora él está allí, a su lado, al de Andrés. El recuerdo mejora incluso el instante.

Esa es la razón por la que no evita el estremecimiento cuando Andrés llena la esponja de jabón y comienza a pasarla por su cuerpo. Lo disfruta. Olga permite que le lave el pelo, se lo amase, se lo llene de espuma y luego lo enjuague con delicadeza y se lo estruje. Se deja llevar en esa caricia que se desliza por su cuello, sus hombros, su espalda y que se desplaza a su vientre y llega hasta sus senos, sus pezones, que ya están erectos, deseando que los toquen, que los laman, que los muerdan. Cuando Andrés pasa la esponja por sus caderas, Olga abre las piernas y esta vez no las junta. Simplemente las deja así, ofreciendo el coño no a la esponja, sino al tacto, a los dedos de Andrés. Pero él pasa de largo a los muslos, a las rodillas, a los pies, ejecutando una danza leve y firme por su cuerpo, sin intención de detenerse en la lujuria ni menos buscarla.

Abre los ojos cuando la presión sobre su piel se desvanece. Andrés le ofrece la esponja y solo le dice que le avise cuando termine, que él estará en la habitación. Ella la acepta y cuando ya no lo ve, hunde sus dedos en el coño, moviéndolos con más rabia que deseo. Pero no se corre, porque todo se ha tornado frío. Retorna a la esponja y se limpia, segura de que ahora solo puede oler a jabón de canela, nada más.

Quieta, algo decepcionada, luchando contra la idea de que su cuerpo no es un cuerpo, sino un lastrado traje que un día fue bello, avisa a Andrés para que la levante y la duche con agua fría. Él, primero vacía la bañera y, después de sacarle el jabón, la envuelve en una toalla como si fuera aún una niña y la lleva abrazada a la habitación, donde termina de secarla. Cuando lo está del todo, le quita la toalla y la observa con el pelo mojado, desnuda. Olga se le acerca, le coge las manos, las besa una, dos, tres veces, las pone sobre su cuello, sus hombros, se acerca a su cara, lo besa, aprieta sus pezones contra su pecho, su coño sobre su polla, y desliza su lengua en la de él.

 

 

 

 

La lengua de Andrés se mueve lenta por sus dientes, por sus labios, por el exterior de su boca. Olga siente que las manos de Andrés le aprietan la espalda, el cuello, bajan hasta la cintura, se sujetan a su culo como dos zarpas que juntan y separan los glúteos. Entonces él le pasa la yema de su dedo medio por el ano, que reacciona abriéndose un poco más, como deseando que lo penetren, que la materia dura del placer se incruste en su interior.

Andrés, con la mano izquierda baja sus pantalones, se los saca, como saca su camisa blanca y quedan los dos desnudos. La toma de la cabeza, la empuja hacia abajo, hasta sentarla en el colchón. Le ofrece la polla. Ella, obedeciendo, la toma con su mano derecha y se la traga, llenándola de saliva, sintiendo su dureza en el paladar, la textura de las primeras gotas de semen en la garganta. Olga disfruta. Le gustaría lamerla durante horas. Pero él la retira y le ordena que se gire, que se ponga en cuatro patas. Olga siente el escozor de su coño y tiene ganas de tocarse el clítoris, correrse pronto, pero Andrés le sujeta las manos por la espalda, la obliga a mostrarle el culo, el coño, haciendo una pirámide entre sus piernas y su espalda, con la cabeza, los hombros apoyados sobre el colchón. Olga no entiende por qué su cuerpo le obedece. Hace apenas unos minutos no podía bañarse. La adrenalina, piensa. Entonces, Andrés la penetra de golpe, sin sutilezas, sin esperar a que ella diga algo. Y Olga siente, después de mucho tiempo, que la carne se le llena, que la vagina le crece, que se desentumecen los músculos dormidos al ritmo de las caderas golpeándole la cintura. Cuando sus manos por fin están libres y solo se sujetan de las sábanas, la sorprende el primer golpe con la palma abierta en sus glúteos y luego otro, que recibe con satisfacción, la boca abierta, la baba resbalándole por la barbilla, las palabras de Andrés interrogándola: ¿Te gusta?, y ella abriendo un poco más las piernas, sin responder, hasta que otro golpe le abre todavía más el ano y de nuevo la voz de Andrés: ¿Te gustaría que te follara así todos los días?, y ella que emite un sí, mientras se le nubla todo alrededor. El placer se desliza por su entrepierna y cuando está a punto de correrse, él le saca la polla del coño, la voltea, se la pone en la boca y Olga succiona, succiona, succiona hasta sentir el disparo del semen en su lengua, que Andrés le ordena que se trague, avanzando por el esófago, y el regusto agridulce en la comisura de los labios. De golpe, tal cual ha comenzado, todo termina. Vuelven a escucharse los ruidos de la calle y Andrés cae tendido a su lado, estremeciéndose. Girándose hacia su costado, Olga lo abraza. Y justo cuando comienza a sentir que la felicidad debe ser algo así como lo que ahora recorre su cuerpo, la calidez de una lágrima que no es suya le toca el rostro, uniéndose a su saliva, al sudor, al semen.

 

 

 

 

Olga está de nuevo dentro de su cama. La tapa una sábana color crema. Observa con atención el azul del techo. Son las doce del día. No se siente mal. No se siente bien. Andrés ya no está. Piensa en el beso, en las caricias, en lo que acaba de hacer. Todo le produce extrañeza. Le llama la atención haber disfrutado tanto. Chupar su polla, disfrutarla en su coño, sentir el semen llenándole la boca, querer seguir así e, incluso, desear repetirlo de inmediato es algo que no puede comprender. Piensa por un momento en las palabras, en ese poder que no sabía que tenían, en que Luis siempre lo hacía callado, como si sintiera remordimiento o culpa, y después… no había después. Olga se cuestiona igual que cuando el coño le escocía, sabiendo que hay una respuesta que quizá no quiera escuchar.

Pero más le sorprende su llanto. No era una tristeza como todas las tristezas. El llanto, allí, sobre el colchón, con la habitación girando sobre ellos, la luz de la mañana entrando desde la Plaza de Lavapiés fue real. Luego la abrazó y le pidió perdón. Se quedó unos momentos quieto, esperando como un perro su castigo. O su premio. Una caricia. Pero no hubo nada. Olga, sin entender, solo le devolvió el abrazo. Aún se sentía removida por el placer. No había motivos para la culpa. Pasaron cinco minutos y Andrés se levantó para ir al baño. Cuando retornó, las manos le temblaban. Olga lo volvió a abrazar y lo sintió indefenso arrimado a su cuerpo desnudo. Se sentaron en la cama. Disculpa, repitió él. Y luego se marchó.

Ha estado toda la mañana sola, algo impresionada por lo que ha ocurrido. La enferma es ella. O eso es al menos lo que cree. En realidad no conoce a Andrés. Solo sabe que pinta y que hay algo escondido detrás de sus telas. Pero quién es se le escapa de las manos. Solo conoce una parte de su presente y que la ha salvado. Acaso necesita algo más. Si quiere ayudarlo tiene que saber más de él.

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