La genealogía de la moral (20 page)

Read La genealogía de la moral Online

Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: La genealogía de la moral
4.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

21

Con respecto a toda
esta
especie de la medicación sacerdotal, la especie «culpable», está de más toda palabra de crítica. Que semejante desenfreno del sentimiento, tal como el sacerdote ascético acostumbró a prescribirlo en este caso a sus enfermos (bajo los nombres más santos, ya se entiende, y convencido además de la santidad de su finalidad), haya sido realmente
útil
a algún enfermo, ¿quién tendría gusto en sostener una afirmación así? Al menos habría que ponerse de acuerdo sobre la expresión «ser útil». Si con ella quiere decirse que tal sistema de tratamiento
ha mejorado
al hombre, entonces nada tengo que objetar: sólo añadir lo que para mí significa «mejorado» —lo mismo que «domesticado», «debilitado», «postrado», «refinado», «reblandecido», «castrado» (es decir, casi lo mismo que
dañado…
). Pero si se trata principalmente de enfermos contrariados, deprimidos, tal sistema pone al enfermo
más enfermo
, aun suponiendo que lo ponga «mejor»; pregúntese a los médicos de locos qué consecuencia trae siempre consigo una aplicación metódica de tormentos expiatorios, contriciones y espasmos de redención. Pregúntese asimismo a la historia: en todos los lugares en que el sacerdote ascético ha impuesto ese tratamiento a los enfermos, la condición enfermiza ha crecido siempre en profundidad y en extensión con una rapidez siniestra. ¿Cuál fue siempre el «éxito»? Un sistema nervioso destrozado, añadido a todo lo demás que ya estaba enfermo; y esto tanto en el más grande como en el más pequeño, tanto en el individuo como en las masas. Detrás del
training
[entrenamiento] de expiación y redención encontramos epidemias epilépticas enormes, las más grandes que la historia conoce, como las de los danzantes medievales de San Vito y San Juan
[112]
; encontramos, como otra forma de su influjo, parálisis terribles y depresiones duraderas, con las cuales a veces el temperamento de un pueblo o de una ciudad (Ginebra, Basilea) se transforma, de una vez para siempre, en lo contrario de lo que era; —a esto pertenece también la historia de las brujas, algo afín al sonambulismo (ocho grandes explosiones epidémicas de las mismas tan sólo entre 1564 y 1605); detrás del mencionado
training
encontramos asimismo aquellos delirios colectivos ansiosos de muerte, cuyo horrible grito
evviva la morte
[viva la muerte] se oyó por toda Europa, interrumpido unas veces por idiosincrasias voluptuosas y otras por idiosincrasias destructivas: y ese mismo cambio de afectos, con las mismas intermitencias y transformaciones súbitas, es observado todavía hoy en todos los lugares, en todo sitio en donde la doctrina ascética acerca del pecado obtiene una vez más un gran triunfo (la neurosis religiosa
aparece
como una forma del «ser malvado»: de ello no hay duda). ¿Qué es esa neuro
sis? Quaeritur
[se pregunta]. Hablando a grandes rasgos, el ideal ascético y su culto sublimemente moral, esa ingeniosísima, despreocupadísima y peligrosísima sistematización de todos los medios del desenfreno del sentimiento bajo la protección de propósitos santos se ha inscrito de un modo terrible e inolvidable en la historia entera del hombre; y, por desgracia,
no sólo
en su historia… Yo no sabría señalar nada que haya dañado tan destructoramente como este ideal la
salud y
el vigor racial, sobre todo de los europeos; es lícito llamarlo, sin ninguna exageración, la
auténtica fatalidad
en la historia de la salud del hombre europeo. A lo sumo podría compararse con el influjo específicamente germánico: me refiero al envenenamiento alcohólico de Europa, que hasta hoy ha marchado rigurosamente al mismo paso que la preponderancia política y racial de los germanos (—donde éstos inocularon su sangre, inocularon también sus vicios). —Como tercer elemento de la serie habría que mencionar la sífilis—
magno sed próxima intervalo
[a gran distancia, pero muy próxima].

22

El sacerdote ascético ha corrompido la salud anímica en todos los sitios en que ha llegado a dominar, y, en consecuencia, ha corrompido también el
gusto in artibus et litteris
[en las artes y en las letras] —todavía continúa corrompiéndolo. «¿En consecuencia?» Espero que este «en consecuencia» se me conceda sencillamente; al menos no quiero ofrecer aquí su demostración. Un solo dato: se refiere al libro fundamental de la literatura cristiana, a su auténtico modelo, a su «libro en sí». Todavía en medio del esplendor greco-romano, que era también un esplendor de libros, a la vista de un mundo literario no marchitado ni arruinado aún, en una época en que todavía era posible leer algunos libros por cuya posesión daríamos hoy a cambio la mitad de literaturas enteras, la simpleza y la vanidad de agitadores cristianos —se les llama padres de la Iglesia— se atrevió ya a decretar: «También nosotros tenemos nuestra literatura clásica, no
necesitamos la de los griegos», —y
al decirlo se apuntaba con orgullo a libros de leyendas, cartas de apóstoles y tratadillos apologéticos, aproximadamente de la misma manera como hoy el «Ejército de Salvación» inglés lucha, con una literatura similar, contra Shakespeare y otros «paganos». A mí no me gusta el Nuevo Testamento, ya se adivina; casi me desasosiega el encontrarme tan solo con mi gusto respecto a esa obra literaria estimadísima, sobreestimadísima (el gusto de dos milenios está
contra
mí): ¡pero qué remedio queda! «Aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa»
[113]
, —tengo el coraje de mi mal gusto. El Antiguo Testamento —sí, éste es algo completamente distinto: ¡todo mi respeto por el
Antiguo
Testamento! En él encuentro grandes hombres, un paisaje heroico y algo rarísimo en la tierra, la incomparable ingenuidad del
corazón fuerte
; más aún, encuentro un pueblo. En cambio, en el Nuevo, nada más que pequeños asuntos de sectas, nada más que rococó del alma, nada más que cosas adornadas con arabescos, angulosas, extrañas, mero aire de conventículo, sin olvidar un ocasional soplo de bucólica dulzura, que pertenece a la época (y a la provincia romana) y que no es tanto judío como helenístico. La humildad y la ampulosidad, estrechamente juntas; una locuacidad del sentimiento que casi ensordece; apasionamiento, pero no pasión; penosa mímica; aquí ha faltado evidentemente toda buena educación. ¡Cómo se puede dar, a los pequeños defectos propios, la importancia que les dan esos piadosos hombrecillos! Nadie se ocupa de aquéllos; y mucho menos Dios. Para terminar, todas estas pequeñas gentes de la provincia quieren tener incluso «la corona de la vida eterna»
[114]
: ¿para qué?, ¿por qué?, no es posible llevar más lejos la inmodestia. Un Pedro «inmortal», ¡quién lo soportaría! Poseen una ambición que hace reír:
esas gentes
nos dan mascados sus asuntos más personales, sus necedades, tristezas y preocupaciones de ociosos, como si el en-sí-de-las-cosas estuviera obligado a preocuparse de ello,
esas gentes
no se cansan de mezclar a Dios incluso en los más pequeños pesares en que ellos están metidos. ¡Y ese permanente tutearse con Dios, de pésimo gusto! ¡Esa judía, y no sólo judía, familiaridad de hocico y de pata con Dios!… Hay en el este de Asia pequeños y despreciados «pueblos paganos» de los que estos primeros cristianos podrían haber aprendido algo esencial, un poco de
tacto
del respeto; según atestiguan misioneros cristianos, aquellos pueblos no se permiten siquiera pronunciar el nombre de su Dios. Esto me parece una cosa bastante delicada; en verdad resulta demasiado delicada no sólo para «primeros» cristianos: para percibir el contraste, recuérdese, por ejemplo, a Lutero, «el más elocuente» e inmodesto campesino que Alemania ha dado, y el tono luterano, que era el que más le gustaba emplear precisamente en sus diálogos con Dios. La oposición de Lutero a los santos intermediarios de la Iglesia (en especial, al «papa, esa puerca del diablo») era en su último fondo, no hay duda de ello, la oposición propia de un palurdo al que le fastidiaba la
buena etiqueta
de la Iglesia, aquella etiqueta de respeto del gusto hierático, que sólo a gentes más iniciadas y silenciosas permite entrar en el santo de los santos, y en cambio cierra el acceso a los palurdos. De una vez por todas, precisamente aquí no deben éstos hablar, —pero Lutero, el campesino, quería las cosas de un modo completamente distinto, aquello no le parecía bastante
alemán
: quería, ante todo, hablar directamente, hablar él, hablar «sin ceremonias» con su Dios… Y, desde luego, lo hizo. —El ideal ascético, ya se lo adivina, no fue nunca y en ningún lugar una escuela del buen gusto, menos aún de los buenos modales, —fue, en el mejor caso, una escuela de los modales hieráticos—: esto hace que encierre en sí algo mortalmente hostil a todos los buenos modales, —falta de moderación, aversión por la moderación, es incluso un
non plus ultra
.

23

El ideal ascético ha corrompido no sólo la salud y el gusto, sino también una tercera, y una cuarta, y una quinta, y una sexta cosa —me guardaré de decir
cuántas
(¡cuándo acabaría!). Lo que aquí pretendo poner de manifiesto no es lo que ese ideal ha
realizado
, sino, más bien, única y exclusivamente lo que
significa, lo
que deja adivinar, lo que se oculta detrás de él, debajo de él, dentro de él, aquello de lo cual él es la expresión superficial, oscura, sobrecargada de interrogaciones y de malentendidos. El no escatimar a mis lectores una mirada a lo monstruoso de sus efectos, también de sus efectos funestos, he podido permitírmelo sólo en orden a esta finalidad: a saber, la de prepararlos para el último y más terrible aspecto que posee para mí la pregunta por el significado de aquel ideal. ¿Qué significa justamente el po
der
de ese ideal, lo
monstruoso
de su poder? ¿Por qué se le ha cedido terreno en esa medida? ¿Por qué no se le ha opuesto más bien resistencia? El ideal ascético expresa una voluntad: ¿dónde está la voluntad contraria, en la que se expresaría un
ideal contrario
? El ideal ascético tiene una
meta, —y
ésta es lo suficientemente universal como para que, comparados con ella, todos los demás intereses de la existencia humana parezcan mezquinos y estrechos; épocas, pueblos, hombres, interprétalos implacablemente el ideal ascético en dirección a esa única meta, no permite ninguna otra interpretación, ninguna otra meta, rechaza, niega, afirma, corrobora únicamente en el sentido de su interpretación (— ¿y ha existido alguna vez un sistema de interpretación más pensado hasta el final?); no se somete a ningún poder, sino que cree en su primacía sobre todo otro poder, en su incondicional distancia de rango con respecto a todo otro poder, —cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que recibir de él un sentido, un derecho a existir, un valor, como instrumento para su obra, como vía y como medio para su meta, para una única meta… ¿Dónde está el antagonista de este compacto sistema de voluntad, meta e interpretación? ¿Por qué falta el antagonista?… ¿Dónde se encuentra la otra «única meta»?… Se me dice que no falta, que no sólo ha luchado largo tiempo con éxito contra aquel ideal, sino que incluso, en todos los asuntos principales, se ha enseñoreado ya de él: testimonio de ello sería toda nuestra ciencia moderna, —esa ciencia moderna que, por ser una auténtica filosofía de la realidad, evidentemente no cree más que en sí misma, evidentemente tiene el coraje de ser ella misma, la voluntad de ser ella misma, y hasta ahora se las ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras. Ahora bien, ese ruido y esa locuacidad de agitadores no me producen ninguna impresión: esos trompeteros de la realidad son malos músicos, sus voces no ascienden desde lo profundo de un modo suficientemente perceptible, en ellos no habla el abismo de la conciencia científica —pues un abismo es hoy la conciencia científica—, en los hocicos de tales trompeteros el vocablo «ciencia» es sencillamente una impudicia, un abuso, una desvergüenza. La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí se afirma: la ciencia no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí, —y allí donde aún es pasión, amor, fervor, sufrimiento, no representa lo contrario de aquel ideal ascético, sino más bien la forma más reciente y más noble del mismo. ¿Os suena extraño esto?… Es cierto que también entre los doctos de hoy hay bastante pueblo honrado y modesto de obreros, el cual se complace en su pequeño rincón, y que, por el hecho de complacerse en él, a veces eleva un poco inmodestamente la voz, diciendo que hoy debemos estar contentos en general, sobre todo en la ciencia, —pues precisamente en ella hay tantas cosas útiles que hacer. No objeto nada; y lo que menos quisiera yo es estropearles a esos honestos obreros su placer en el oficio: pues yo me alegro de su trabajo. Pero el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe. Como hemos dicho, ocurre lo contrario: allí donde la ciencia no es la más reciente forma de aparición del ideal ascético, —son casos demasiado raros, nobles y escogidos como para que el juicio general pudiera ser torcido por ellos —, la ciencia es hoy un escondrijo para toda especie de mal humor, incredulidad, gusano roedor, despectio sui [desprecio de si], mala conciencia, —es el desasosiego propio de la ausencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, la insuficiencia de una sobriedad involuntaria. ¡Oh, cuántas cosas no oculta hoy la ciencia! ¡Cuántas debe al menos ocultar! La capacidad de nuestros mejores estudiosos, su irreflexiva laboriosidad, su cerebro en ebullición día y noche, incluso su maestría en el oficio— ¡con cuánta frecuencia ocurre que el auténtico sentido de todo eso consiste en cegarse a sí mismo los ojos para no ver algo! La ciencia como medio de aturdirse a sí mismo: ¿conocéis esto?… A veces con una palabra inofensiva herimos a los doctos hasta el tuétano —todo el que trata con ellos lo ha experimentado—, indisponemos contra nosotros a nuestros amigos doctos en el instante en que pensamos honrarlos, los sacamos de sus casillas meramente porque fuimos demasiado burdos para adivinar con quién estamos tratando en realidad, con seres que sufren y que no quieren confesarse a sí mismos lo que son, con seres aturdidos e irreflexivos que no temen más que una sola cosa:
llegar a cobrar conciencia

Other books

A Nashville Collection by Rachel Hauck
The Recipient by Dean Mayes
Mary Hades by Sarah Dalton
Snowman's Chance in Hell by Robert T. Jeschonek
DJ's Mission by McCullough, A. E.