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Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (8 page)

BOOK: La granja de cuerpos
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La piel es una superficie difícil, pues es plástica y porosa y su humedad, el vello y la grasa obstaculizan su tratamiento. En las infrecuentes ocasiones en que la huella del agresor es transferida a la víctima, el detalle de las líneas curvas de la impresión es tan frágil que no sobrevive mucho tiempo ni resiste la exposición a los elementos.

El doctor Thomas Katz era un insigne científico forense que había perseguido obsesivamente esta evidencia esquiva a lo largo de casi toda su carrera profesional. También era un experto en determinar el momento de la muerte, que investigaba con la misma diligencia utilizando sistemas y medios que no eran de uso común entre sus colegas. Su laboratorio era conocido como «La granja de cuerpos», y yo había estado allí muchas veces.

Katz era un hombrecillo de ojos azules y simpáticos, una gran mata de cabellos blancos y un rostro asombrosamente afable para las atrocidades que había presenciado. Cuando lo saludé en lo alto de la escalera, llevaba consigo un ventilador, un maletín de instrumentos y lo que parecía una manguera de aspirador con varios extraños adminículos. Tras él venía

Marino con el resto de lo que Katz llamaba su «aparato de aspersión de cianocrilato», una caja de aluminio de doble pared dotada de una plancha de calor y un abanico computerizado. El hombre había dedicado cientos de horas en su garaje del este de Tennessee a perfeccionar aquel artilugio mecánico, bastante sencillo.

—¿Adonde vamos? —me preguntó.

—A la habitación del fondo —Lo alivié de parte de su carga—. ¿Qué tal el viaje?

—Más tráfico del que habría querido. Cuénteme todo lo que se ha hecho al cuerpo.

—Han cortado la soga para bajarlo y lo han cubierto con una colcha. No lo he examinado.

—Prometo no retrasarla demasiado. Ahora que no tengo que instalar la tienda, todo es mucho más sencillo.

—¿Una tienda? ¿A qué se refiere? —preguntó Marino frunciendo el entrecejo, cuando entramos en el dormitorio.

—Antes colocaba una tienda de plástico sobre el cuerpo y trabajaba dentro, pero si había exceso de vapor la piel quedaba demasiado húmeda. Y eso es fatal porque no se puede eliminar. Doctora Scarpetta, puede colocar el ventilador en esa ventana —Katz miró a su alrededor y añadió—: Tal vez deba usar una jofaina de agua. Aquí dentro, el aire está un poco seco.

Le expuse todos los datos del caso que teníamos hasta el momento.

—¿Existe algún motivo para pensar que esto sea algo más que una asfixia accidental en un acto de erotismo en solitario? —preguntó.

—Ninguno, salvo las circunstancias —respondí.

—El agente trabajaba en el caso de esa niña, la pequeña Steiner.

—A eso nos referimos cuando hablamos de las circunstancias —apuntó Marino.

—Señor, pero si el asunto no ha salido en las noticias todavía.

—Esta mañana hemos tenido una reunión en Quántico para tratar el caso —añadí.

—Y él vuelve directamente a casa y entonces, esto —Katz contempló el cuerpo, pensativo—. ¿Sabe?, la semana pasada encontramos a una prostituta en un basurero y sacamos un buen contorno de una mano en su tobillo. La mujer llevaba cuatro o cinco días muerta.

—¿Kay? —Wesley asomó la cabeza—. ¿Puede salir un momento?

La voz de Marino nos siguió hasta el pasillo:

—¿Y empleó este artefacto con ella?

—Sí. Llevaba las uñas pintadas y está comprobado que son excelentes.

—¿Excelentes?

—Para buscar huellas.

—¿Dónde va esto?

—Tanto da. Voy a fumigar la habitación entera. Me temo que lo dejaré todo perdido.

—No creo que a él le importe.

Abajo, en la cocina, observé la silla junto al teléfono en la cual Mote debía de haber estado sentado durante horas esperando nuestra llegada. Cerca, en el suelo, había un vaso de agua y un cenicero repleto de colillas.

—Echa un vistazo —me indicó Wesley, acostumbrado a buscar indicios raros en lugares impensados.

Había llenado el doble fregadero de paquetes de alimentos que sacó del congelador. Me acerqué mientras él abría un envoltorio pequeño y plano de típico papel blanco de congelar. En el interior había unas lonchas de carne helada, contraídas, secas en los bordes y de un color cerúleo, como pergaminos amarillentos.

—¿Hay alguna posibilidad de que me equivoque en lo que pienso? —inquirió Wesley en tono ominoso.

—¡Dios Santo, Benton! —musité, conmocionada.

—Estaban en el congelador, encima de esas otras cosas. Ternera picada, chuletas de cerdo, pizza —Tocó los paquetes con un dedo enguantado—. Esperaba que me dijeras que no, que es piel de pollo. Algo que Ferguson utilizara tal vez para cebo de pesca, o quién sabe qué.

—No. No hay rastro de plumas y el vello es fino como el humano.

Wesley guardó silencio.

—Tenemos que guardar eso en hielo seco y llevárnoslo —indiqué.

—No volveremos esta noche.

—Cuanto antes hagamos las pruebas inmunológicas, antes podremos confirmar si son restos humanos. El ADN confirmará la identidad.

Wesley devolvió el paquete al congelador.

—Tenemos que buscar huellas.

—Pondré el tejido en plástico y enviaremos el papel de envolver al laboratorio —dije.

—Bien.

Volvimos arriba. Mi pulso seguía acelerado. Al fondo del pasillo, Marino y Katz aguardaban ante la puerta cerrada. Habían introducido una manguera a través de un agujero practicado donde antes había estado el picaporte, y el aparato del forense ronroneaba a los pies de éste mientras bombeaba vapores de súper pegamento en el dormitorio de Ferguson.

Wesley aún no había mencionado lo obvio; por ello, finalmente, lo hice yo:

—Benton, no he visto marcas de mordiscos ni cualquier otra cosa que alguien haya intentado erradicar.

—Lo sé.

—Casi hemos terminado ya —nos indicó Katz cuando llegamos hasta ellos—. Para una habitación de este tamaño, basta con menos de un centenar de gotas de super glue.

—Pete —dijo Wesley—, tenemos un problema imprevisto.

—Pensaba que ya habíamos alcanzado nuestra cuota por hoy —respondió Marino con una mirada anodina a la manguera que bombeaba el producto tóxico al otro lado de la puerta.

—Con esto debería bastar —anunció Katz, impermeable como siempre al estado de ánimo de quienes le rodeaban—. Lo único que me queda por hacer es despejar los vapores con el ventilador. Eso tardará un par de minutos.

Abrió la puerta y los demás retrocedimos. El olor, insoportable, parecía no afectarle en absoluto.

—Probablemente se flipa con esa sustancia —murmuró Marino cuando Katz penetró el cuarto.

—Ferguson tenía en el congelador lo que parece ser piel humana — anunció Wesley, yendo directamente al grano.

—¿Quieres cargarme también con eso? —dijo Marino, sobresaltado.

—No sé con qué nos enfrentamos —continuó Wesley, mientras el ventilador instalado en la habitación empezaba a girar—. Pero tenemos a un detective muerto a quien hemos encontrado pruebas incriminatorias entre sus hamburguesas y sus pizzas congeladas. Tenemos otro detective con un ataque cardíaco. Tenemos una niña de once años asesinada.

—Maldita sea —masculló Marino, con el rostro encendido.

—Espero que hayáis traído ropa suficiente para quedaros un tiempo —añadió Wesley, dirigiéndose a ambos.

—Maldita sea —repitió Marino—. Ese hijo de puta...

Me miró a los ojos y entendí perfectamente lo que él pensaba. Una parte de mí esperaba que se equivocase; pero si no se trataba de uno de los juegos malévolos habituales de Gault, yo no estaba segura de que la alternativa fuese mucho mejor.

—¿La casa tiene sótano? —pregunté.

—Sí —respondió Wesley.

—¿Sabes si hay algún frigorífico de gran capacidad?

—No he visto ninguno. Pero no he bajado al sótano. En el dormitorio, Katz desconectó el ventilador y nos indicó por señas que ya podíamos entrar.

—¡Joder, intenten quitar esta mierda! —masculló Marino mientras miraba alrededor.

La super glue se vuelve blanca al secarse y es más resistente que el cemento. Todas las superficies de la habitación, incluido el cuerpo de Ferguson, habían quedado cubiertas por una ligera escarcha. Con el flash doblado en ángulo, Katz iluminó de costado las manchas de las paredes, muebles y alféizares, así como las armas que había encima del escritorio. Pero fue una en concreto, de todas las que vio, la que le hizo hincarse de rodillas.

—Es el nylon —dijo nuestro particular «profesor chiflado» con absoluto placer, al tiempo que se arrodillaba junto al cuerpo y miraba atentamente las bragas bajadas de Ferguson—. También es una buena superficie para las huellas, ¿saben? Por la urdimbre, muy compacta. El tipo se había puesto algún perfume.

Extrajo el pincel de la funda de plástico y las cerdas se abrieron como una anémona de mar. Después, desenroscó la tapa de un frasco de polvo magnético Delta Orange y espolvoreó un poco del contenido sobre una excelente huella latente que alguien había dejado en las brillantes bragas negras del detective muerto. Otras huellas, parciales, se habían materializado en el cuello de Ferguson y Katz aplicó polvo negro de contraste sobre ellas, pero no había suficiente detalle en las ondas. La extraña escarcha que lo cubría todo hacía que la estancia pareciese fría.

—Por supuesto, la huella de las bragas debe de ser suya —murmuró Katz mientras proseguía su trabajo—. De cuando se las bajó. Debía de tener algo en las manos. El condón, por ejemplo. Probablemente está lubricado y, si parte de la grasa le quedó en los dedos, dejaría una buena imprenta. ¿Querrán llevárselas?

Se refería a las bragas.

—Me temo que sí —respondí.

—Está bien. Bastará con las fotos —Sacó una cámara—. Pero me gustaría ver esas bragas cuando haya terminado con ellas. La huella se conservará bien, si se abstiene de utilizar tijeras. Es lo bueno que tiene la super glue: no se desprende ni con dinamita.

—¿Qué más tienes que hacer aquí esta noche, Kay? —me preguntó Wesley.

Noté que estaba impaciente por marcharse.

—Quiero buscar cualquier cosa que quizá no sobreviviera al traslado del cuerpo y ocuparme de lo que había en la nevera —contesté—. Además, tenemos que investigar el sótano.

Benton asintió y dijo a Marino:

—Mientras nos ocupamos de esas cosas, ¿qué tal si se encarga de montar la vigilancia de este lugar?

Marino no se mostró entusiasmado con la misión.

—Dígales que queremos agentes las veinticuatro horas del día —añadió Wesley con firmeza.

—El problema es que en el pueblo no hay suficiente personal para montar guardias de veinticuatro horas —replicó Marino en tono agrio, mientras se alejaba—. Ese maldito canalla acaba de cargarse a la mitad del cuerpo de policía.

Katz alzó la mirada y, con el pincel magnético levantado en el aire, comentó:

—Parece usted muy seguro de quién es la persona que busca.

—No hay nada seguro —se apresuró a replicar Wesley.

—Thomas, voy a tener que pedirle otro favor —dije a mi distinguido colega—. Necesito que usted y el doctor Shade lleven a cabo un experimento en La Granja.

—¿El doctor Shade? —intervino Wesley.

—Lyall Shade es un antropólogo de la Universidad de Tennessee —expliqué.

—¿Cuándo empezamos?

Katz cargó otro carrete en la cámara.

—De inmediato, si es posible. Llevará una semana.

—¿Cuerpos recientes o viejos?

—Recientes.

—¿Ese tipo se llama así de verdad? —insistió Wesley. Esta vez fue Katz quien respondió, al tiempo que tomaba una foto:

—Claro que sí. Lyall, como su bisabuelo, que fue cirujano en la Guerra Civil.

5

A
l sótano de Max Ferguson se accedía por unos peldaños de cemento desde la parte de atrás de la casa, y las hojas muertas que el viento había arrastrado hasta ellos me indicó que allí no había estado nadie últimamente. Pero no pude precisar más, puesto que ya era pleno otoño y en aquel mismo instante, cuando Wesley probaba la puerta, las hojas seguían cayendo en espiral, sin el menor sonido, como si las estrellas derramaran cenizas.

—Voy a tener que romper el cristal —anunció él, antes de volver a accionar el picaporte y mientras yo sostenía la linterna.

Se llevó la mano al interior de la chaqueta, sacó la pistola —una Sig Sauer de nueve milímetros— de la sobaquera y dio un golpe seco con la culata contra el gran cristal central de la puerta. El ruido del vidrio al hacerse añicos me sobresaltó pese a estar esperándolo, y casi esperé que la policía se materializara de entre las sombras, pero el viento no me trajo ningún rumor de pisadas, ninguna voz humana, e imaginé el terror existencial que debía de haber sentido Emily Steiner antes de morir. No importaba donde hubiera estado, nadie había oído sus gritos. Nadie había acudido a salvarla.

Los pequeños dientes de cristal que quedaban en el montante emitieron destellos mientras Wesley introducía cautelosamente el brazo por el hueco hasta tocar el pestillo interior.

—Maldita sea —murmuró, al tiempo que empujaba la puerta—. El pasador estará oxidado.

Introdujo más el brazo para trabajar mejor, y estaba en pleno esfuerzo contra el terco pasador cuando, de pronto, éste cedió. La puerta se abrió con tal fuerza que Wesley se precipitó por el hueco y, al hacerlo, me golpeó la mano. La linterna se me escapó de los dedos, rebotó, rodó peldaños abajo y se apagó contra el cemento, al tiempo que a mi encuentro salía un bloque de aire frío y viciado. Cuando Wesley se movió, en la completa oscuridad percibí todavía el tintineo de los fragmentos de cristal.

—¿Estás bien, Wesley? —Avancé unos centímetros a ciegas, tanteando el camino con los brazos—. ¿Benton? Su voz sonaba temblorosa cuando se incorporó:

—¡Jesús!

—¿Te encuentras bien?

—¡Mierda, no me lo puedo creer!

Su voz se alejó ahora de mí. Le oí avanzar tanteando la pared, entre crujidos de cristales; algo que sonaba como un bote lata de pintura vacío rodó de un puntapié con un ruido sordo. Cuando una bombilla desnuda se encendió en el techo, entrecerré los párpados hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz. Entonces descubrí a un Benton Wesley sucio y ensangrentado.

—Déjame ver —Tomé con suavidad su muñeca izquierda. El miraba en torno, un poco desconcertado—. Benton, debemos ir a un hospital —le dije mientras examinaba los múltiples cortes de la palma de su mano—. Tienes cristales incrustados en esos cortes y vas a necesitar algunos puntos.

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