La guerra de las Galias (26 page)

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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

BOOK: La guerra de las Galias
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LXXVI. Este Comió es el mismo que los años pasados hizo fieles e importantes servicios a César en Bretaña; por cuyos méritos habían declarado libre a su república, restituídole sus fueros y leyes, sujetando a su jurisdicción los morinos. Pero fue tan universal la conspiración de toda la Galia en orden a defender su libertad y recuperar su primera gloria militar, que ninguna fuerza les hacían ni los beneficios recibidos ni las obligaciones de amigos, sino que todos, con todo su corazón y con todas sus fuerzas, se armaban para esta guerra, en que se contaban ocho mil caballos y cerca de doscientos cuarenta mil infantes. Hacíase la masa del ejército y la revista general en las fronteras de los eduos; nombrábanse capitanes; fíase todo el peso del gobierno a Comió el de Artois, a los eduos Virdomaro y Eporedórige, a Vergasilauno Alverno, primo de Vercingetórige, dándoles por consejeros varones escogidos de todos los Estados. Alborozados todos y llenos de confianza, van camino de Alesia. Ni había entre todos uno solo que pensase hallar quien se atreviese a sufrir ni aun la vista de tan numeroso ejército y más estando entre dos fuegos: de la plaza con las salidas; de fuera con el terror de tantas tropas de a caballo y de a pie.

LXXVII. Pero los sitiados de Alesia, pasado el plazo en que aguardaban el socorro, consumidos todos los víveres, ignorantes de lo que se trataba en los eduos, juntándose a consejo, consultaban acerca del remedio de sus desventuras. Entre los varios partidos propuestos, inclinándose unos a la entrega, otros a una salida mientras se hallaban con fuerzas, no me pareció pasar en silencio el que promovió Critoñato por su inaudita y bárbara crueldad. Éste, nacido en Albernia de nobilísimo linaje y tenido por hombre de grande autoridad: «Ni tomar quiero en boca, dice, el parecer de aquellos que llaman entrega la más infame servidumbre; estos tales para mí no son ciudadanos ni deben ser admitidos a consejo. Hablo sí con los que aconsejan la salida; cuyo dictamen a juicio de todos vosotros parece más conforme a la hidalguía de nuestro valor heredado. Mas yo no tengo por valor sino por flaqueza el no poder sufrir un tanto la carestía. Más fácil es hallar quien se ofrezca de grado a la muerte que quien sufra con paciencia el dolor. Yo por mí aceptaría este partido por lo mucho que aprecio la honra, si viese que sólo se arriesga en él nuestra vida, pero antes de resolvernos, volvamos los ojos a la Galia, la cual tenemos toda empeñada en nuestro socorro. ¿Cuál, si pensáis, será la consternación de nuestros allegados y parientes al ver tendidos en tierra ochenta mil ciudadanos, y haber por fuerza de pelear entre sus mismos cadáveres? No queráis, os ruego, privar del auxilio de vuestro brazo a los que por salvar vuestras vidas han aventurado las suyas, ni arruinar a toda la Galia condenándola a perpetua esclavitud por vuestra inconsideración y temeridad, o mejor diré, por vuestra cobardía. ¿Acaso dudáis de su lealtad y firmeza porque no han venido al plazo señalado? ¿Cómo? ¿Creéis que los romanos se afanan tanto en hacer aquellas líneas de circunvalación por mero entretenimiento? Si no podéis haber nuevas de ellos, cerradas todas las vías, recibid de su próxima venida el anuncio de los mismos enemigos, que con el temor de ser sobresaltados no cesan de trabajar día y noche. Diréisme: pues, ¿qué aconsejas tú? Que se haga lo que ya hicieron nuestros mayores en la guerra de los cimbros y teutones, harto diferente de ésta; que sitiados y apretados de semejante necesidad, sustentaron su vida con la carne de la gente a su parecer inútil para la guerra, por no rendirse a los enemigos. Aunque no tuviéramos ejemplo de esto, yo juzgaría cosa muy loable el darlo por amor de la libertad para imitación de los venideros. Y ¿qué tuvo que ver aquella guerra con ésta? Los cimbros, saqueada toda la Galia y hechos grandes estragos, al fin salieron de nuestras tierras y marcharon a otras, dejándonos nuestros fueros, leyes, posesiones y libertad; mas los romanos, ¿qué otra cosa pretenden o quieren, sino por envidia de nuestra gloria y superioridad experimentada en las armas, usurparnos las heredades y poblaciones, y sentenciarnos a eterna servidumbre, puesto que nunca hicieron a otro precio la guerra? Y si ignoráis qué sucedió a las naciones lejanas, ahí tenéis vecina la Galia, que convertida en provincia suya, mudado el gobierno, sujeta a su tiranía, gime bajo el yugo de perpetua servidumbre.»

LXXVIII. Tomados los votos, deciden «que los inútiles por sus ajes o edad despejen la plaza, y que se pruebe todo primero que seguir el consejo de Critoñato; pero a más no poder, si tarda el socorro, se abrase, antes que admitir condición alguna de rendición o de paz». Los mandubios, que los habían recibido en la ciudad, son echados fuera con sus hijos y mujeres. Los cuales arrimados a las trincheras de los romanos, deshechos en lágrimas, les pedían rendidamente que les diesen un pedazo de pan y serían sus esclavos. Mas César, poniendo guardias en la barrera, no quería darles cuartel.

LXXIX. Entre tanto Comió y los demás comandantes llegan con todas sus tropas a la vista de Alesia, y ocupada la colina de afuera, se acampan a media milla de nuestras fortificaciones. Al día siguiente, sacando la caballería de los reales, cubren toda aquella vega, que, como se ha dicho, tenía de largo tres millas, y colocan la infantería detrás de este sitio en los recuestos. Las vistas de Alesia caían al campo. Visto el socorro, búscanse unos a otros; danse mil parabienes, rebosando todos de alegría. Salen, pues, armados de punta en blanco, y plántanse delante de la plaza; llenan de zarzo y tierra el foso inmediato, con que se disponen para el ataque y cualquier otro trance.

LXXX. César, distribuido el ejército por las dos bandas de las trincheras de suerte que cada cual en el lance pudiese conocer y guardar su puesto, echa fuera la caballería con orden de acometer. De todos los reales que ocupaban los cerros de toda aquella cordillera se descubría el campo de batalla, y todos los soldados estaban en grande expectación del suceso. Los galos habían entre los caballos mezclado a trechos flecheros y volantes armados a la ligera, que los protegiesen al retroceder y contuviesen el ímpetu de los nuestros. Por estos tales heridos al improviso, varios se iban retirando del combate. Con eso los galos, animados por la ventaja de los suyos y viendo a los nuestros cargados de la muchedumbre, tanto los sitiados como las tropas auxiliares con gritos y alaridos atizaban por todas partes el coraje de los suyos. Como estaban a la vista de todos, que no se podía encubrir acción alguna o bien o mal hecha, a los unos y a los otros daba bríos no menos el amor de la gloria que el temor de la ignominia. Continuándose la pelea desde mediodía hasta ponerse el sol con la victoria en balanzas, los germanos, cerrados en pelotones arremetieron de golpe y rechazaron a los enemigos, por cuya fuga los flecheros fueron cercados y muertos. En tanto los nuestros persiguiendo por las demás partes a los fugitivos hasta sus reales, no les dieron lugar a rehacerse. Entonces los que habían salido fuera de la plaza, perdida la esperanza de la victoria, se recogieron muy mustios adentro.

LXXXI. Un día estuvieron los galos sin pelear, gastándolo todo en aparejar gran número de zarzos, escalas, garabatos, con que saliendo a medianoche a sordas de los reales, se fueron arrimando a la línea de circunvalación, y de repente alzando una gran gritería que sirviese a los sitiados por seña de su acometida, empiezan a tirar zarzos, y con hondas, saetas y piedras a derribar de las barreras a los nuestros y aprestar los demás instrumentos para el asalto. Al mismo punto Vercingetórige, oída la grita, toca a rebato, y saca su gente de Alesia. De los nuestros cada cual corre al puesto que de antemano le estaba señalado en las trincheras, donde con hondas que arrojaban piedras de a libra, con espontones puestos a mano y con balas de plomo arredran al enemigo. Los golpes dados y recibidos eran a ciegas por la oscuridad de la noche; muchos los tiros de las baterías. Pero los legados Marco Antonio y Cayo Trebonio, encargados de la defensa por esta parte, donde veían ser mayor el peligro de los nuestros, iban destacando en su ayuda de los fortines de la otra soldados de refresco.

LXXXII. Mientras los galos disparaban de lejos, hacían más efecto con la gran cantidad de tiros; después que se fueron arrimando a las líneas, o se clavaban con los abrojos, o caídos en las hoyas quedaban empalados en las estacas, o atravesados desde las barreras y torres con los rejones, rendían el alma. En fin, recibidas de todas partes muchas heridas, sin poder abrir una brecha, rayando ya el día, por miedo de ser cogidos por el flanco de las tropas de la cuesta, tocaron retirada. En esto los de la plaza, mientras andan afanados en manejar las máquinas preparadas por Vercingetórige para el asalto, en cegar los primeros fosos, gastado gran rato en tales maniobras, entendieron la retirada de los suyos antes de haberse acercado ellos a nuestras fortificaciones. Así volvieron a la plaza sin hacer cosa de provecho.

LXXXIII. Rebatidos por dos veces con pérdida los galos, deliberan sobre lo que conviene hacer. Consultan con los prácticos del país. Infórmanse de ellos sobre la posición y fortificaciones de nuestro campamento de arriba. Yacía por la banda septentrional una colina que, no pudiendo abrazarla con el cordón los nuestros por su gran circunferencia, se vieron forzados a fijar sus estancias en sitio menos igual y algún tanto costanero. Guardábanlas los legados Cayo Antistio Regino y Cayo Caninio Rehilo con dos legiones. Batidas las estradas, los jefes enemigos entresacan cincuenta y cinco mil combatientes de las tropas de aquellas naciones que corrían con mayor fama de valerosas, y forman entre sí en secreto el plan de operaciones. Determinan para la empresa la hora del mediodía, y nombran por cabo de la facción a Vergasilauno Alverno, uno de los cuatro generales, pariente de Vercingetórige. Sale, pues, de los reales a prima noche, y terminada su marcha cerca del amanecer, se oculta tras del monte, y ordena a los soldados que descansen sobre los reales arriba mencionados, y a la misma hora empieza la caballería a desfilar hacia las trincheras del llano, y el resto del ejército a escuadronarse delante de sus tiendas.

LXXXIV. Vercingetórige, avistando desde el alcázar de Alesia a los suyos, sale de la plaza, llevando consigo zarzas, puntales, árganos, hoces y las demás baterías aparejadas para forzar las trincheras. Embisten a un tiempo por todas partes, y hacen todos los esfuerzos posibles. Si ven algún sitio menos pertrechado, allá se abalanzan. La tropa de los romanos se halla embarazada con tantas fortificaciones, ni es fácil acudir a un tiempo a tan diversos lugares. Mucho contribuyó al terror de los nuestros la vocería que sintieron en el combate a las espaldas, midiendo su peligro por el ajeno orgullo. Y es así, que los objetos distantes hacen de ordinario más vehemente impresión en los pechos humanos.

LXXXV. César, desde un alto, registra cuanto pasa y refuerza a los que peligran. Unos y otros se hacen la cuenta de ser ésta la ocasión en que se debe echar el resto. Los galos si no fuerzan las trincheras, se dan por perdidos; los romanos con la victoria esperan poner fin a todos sus trabajos. Su mayor peligro era en los reales altos, atacados, según referimos, por Vergasilauno. Un pequeño recuesto cogido favorece mucho a los contrarios. Desde allí unos arrojan dardos; otros avanzan empavesados; rendidos unos, suceden otros de refresco. La fagina, que todos a una echan contra la estacada, así facilita el paso a los galos, como inutiliza los pertrechos que tenían tapados en tierra los romanos. Ya no pueden más los nuestros, faltos de armas y fuerzas.

LXXXVI. En vista de esto, César destaca en su amparo a Labieno con seis cohortes; ordénale que si dentro no puede sufrir la carga, rompa fuera arremetiendo con su gente; pero no lo haga sino como último recurso. Él mismo va recorriendo las demás líneas, esforzando a todos a que no desfallezcan; que aquél era el día y la hora de recoger el fruto de tantos sudores. Los de la plaza, desconfiando de abrir brecha en las trincheras del llano por razón de su extensión tan vasta, trepan lugares escarpados, donde ponen su armería, con el granizo de flechas derriban de las torres a los defensores; con terrones y zarzos allanan el camino; con las hoces destruyen estacada y parapetos.

LXXXVII. César destaca primero al joven Bruto con seis cohortes, y tras él al legado Fabio con otras siete. Por último, él mismo en persona, arreciándose más la pelea, acude con nuevos refuerzos. Reintegrado el combate, y rechazados los enemigos, corre a unirse con Labieno. Saca del baluarte inmediato cuatro cohortes. A una parte de la caballería ordena que le siga; otra, que rodeando la línea de circunvalación, acometa por las espaldas al enemigo. Labieno, visto que ni estacadas ni fosos eran bastantes a contener su furia, juntando treinta y nueve cohortes, que por dicha
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se le presentaron de los baluartes más cercanos, da parte a César de lo que pensaba ejecutar. César viene a toda prisa, por hallarse presente a la batalla.

LXXXVIII. No bien hubo llegado, cuando fue conocido por la vistosa sobreveste que solía traer en las batallas; vistos también los escuadrones de caballería y el cuerpo de infantería que venía tras él por su orden (pues se descubría desde lo alto lo que pasaba en la bajada de la cuesta), los enemigos traban combate. Alzado de ambas partes el grito, responden al eco iguales clamores del vallado y de todos los bastiones. Los nuestros, tirados sus dardos, echan mano de la espada. Déjase ver de repente la caballería sobre el enemigo. Avanzan las otras cohortes; los enemigos echan a huir, y en la huida encuentran con la caballería. Es grande la matanza. Sedulio, caudillo y príncipe de los limosines, es muerto; Vergasilauno, en la fuga, preso vivo; setenta y cuatro banderas presentadas a César; pocos los que de tanta muchedumbre vuelven sin lesión a los reales. Viendo desde la plaza el estrago y derrota de los suyos, desesperados de salvarse, retiran sus tropas de las trincheras. Entendido esto, sin más aguardar los galos desamparan sus reales. Y fue cosa que a no estar los nuestros rendidos de tanto correr a reforzar los puestos y del trabajo de todo el día, no hubieran dejado hombre con vida. Sobre la medianoche, destacada la caballería, dio alcance a su retaguardia prendiendo y matando a muchos; los demás huyen a sus tierras.

LXXXIX. Al otro día Vercingetórige, convocada su gente, protesta «no haber emprendido él esta guerra por sus propios intereses, sino por la defensa de la común libertad; mas ya que es forzoso ceder a la fortuna, él está pronto a que lo sacrifiquen, o dándole, si quieren, la muerte o entregándolo vivo a los romanos para satisfacerles», Despachan diputados a César, mándales entregar las armas y las cabezas de partido. Él puso su pabellón en un baluarte delante los reales. Aquí se le presentan los generales. Vecingetórige es entregado. Arrojan a sus pies las armas. Reservando los eduos y alvernos a fin de valerse de ellos para recobrar sus Estados, de los demás cautivos da uno a cada soldado a título de despojo.

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