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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (3 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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«¡Debo formular un nuevo hechizo!», decidió Crysania. Pero cuando afloraban a sus labios los versículos, un desgarrado grito de dolor traspasó la penumbra.

—¡Paladine, ayúdame! —rogó a su hacedor.

Nada ocurrió, de modo que intentó desembarazarse del forzudo Caramon, aunque sabía de antemano que sería inútil, que nunca lo lograría por sus propios medios. Al parecer, su dios la había abandonado. Emitiendo un lamento que reflejaba frustración, maldiciendo al gladiador, cejó en su empeño y se conformó con presenciar la escena que se desarrollaba ante ella.

Los espectros habían rodeado a Raistlin, al que sólo vislumbraba merced a la aureola que proyectaban sus pútridos cuerpos. Un quedo gemido escapó de los labios de la mujer cuando una de aquellas fantasmales criaturas alzó las manos y las extendió sobre la figura inerte del mago.

El atacado lanzó un bramido y, bajo su negro atavío, todo su ser se retorció en espasmos de agonía.

Caramon oyó el alarido de su gemelo y Crysania, al advertir cómo se contraía el rostro del hombretón, reanudó sus protestas. Pero él, aunque un sudor gélido bañaba su frente, movió la cabeza negativamente y siguió atenazando a su presa.

La víctima de los engendros vivientes volvió a vociferar. El guerrero se estremeció y la Hija Venerable sintió una prometedora relajación de su zarpa. Depositó presta el disco de platino en el suelo para, ya libres sus brazos, propinarle una lluvia de golpes, mas en cuanto se separó del talismán la luz de éste se apagó por completo y se sumieron en la negrura. De manera súbita, alguien tiró de Caramon, arrastrándolo hacia un lugar ignoto. Sus enloquecidas quejas se entremezclaron con las de su hermano.

Acelerado su palpito hasta lo indescriptible, con la mente hecha un torbellino, Crysania intentó incorporarse al mismo tiempo que registraba el suelo en busca del Medallón.

Sintió la proximidad de un rostro y, convencida de que era el gladiador, la dama alzó la mirada. No era él, sino una cabeza que flotaba suspendida a pocos centímetros.

—¡No! —se desesperó, incapaz de moverse. Aquel ente absorbía la vida de sus miembros, de su corazón. Unas manos descarnadas apretaron sus brazos para atraerla, unos labios exangües se entreabrieron, sedientos de calor.

—Paladine —quiso rezar, mas la letal criatura había insensibilizado su espíritu.

Oyó, en una confusa lontananza, que una voz entonaba un salmo en el lenguaje de la magia. Estalló la luz a su alrededor, y la cabeza que la acechaba se desvaneció entre aterradores jadeos. Una vez se disolvieron las garras que la paralizaban, la sacerdotisa olfateó los efluvios acres del azufre y comenzó a vislumbrar la causa del prodigio.


Shirak
— susurró un ser vivo, en un acento inconfundible. En el mismo instante, sucedió a la explosión un leve destello que bastaba para difuminar las sombras más densas.

— ¡Raistlin! —se regocijó Crysania.

Apoyándose en sus palmas y rodillas, bamboleante, la mujer culebreó a través de la chamuscada roca hacia el mago, que yacía boca arriba y respiraba pesadamente. Blandía el Bastón de Mago, de cuya bola de cristal irradiaba un tenue centelleo que recortaba las garras reptilianas de su engarce.

—Raistlin, ¿te encuentras mejor?

Arrodillóse a su lado a fin de examinar su anguloso y pálido semblante. El aludido alzó los párpados y asintió en un mudo ademán antes de estirar la mano y, abrazándola, acariciar su sedoso cabello azabache. La extraña calidez de su cuerpo, los latidos de su sangre, conjuraron el frío que entumecía a la sacerdotisa.

—No tengas miedo —la consoló al notar sus temblores—. No nos harán ningún daño ahora que me han reconocido. ¿Estás herida?

La dama no pudo articular ni una palabra; se limitó a negar con un significativo gesto y cerró los ojos, abandonada a su benéfico contacto. Cuando, reconfortada, se dejaba acunar por los flexibles dedos que ensortijaban su melena, una palpable tensión en el cuerpo del hechicero rompió el embrujo.

En una actitud que denotaba disgusto, Raistlin la agarró por los hombros y la apartó.

—Relátame lo ocurrido —le urgió, aún débil.

—Me desperté aquí —repuso ella, si bien tuvo un ligero desfallecimiento al revivir la experiencia y también a causa de las sensaciones que le inspiraba la proximidad del mago—. Oí gritar a Caramon —prosiguió, al ver la impaciencia reflejada en los rasgos de su interlocutor—. Cuando acudió a su llamada...

—¿Mi hermano se halla en esta sala? —la interrumpió Raistlin, con los ojos desorbitados—. Ignoraba que el encantamiento le hubiese transportado con nosotros. Me sorprende que haya resistido el viaje. ¿O quizá no? —agregó al distinguir el contorno del hombretón desplomado en el suelo—. ¿Qué le ha pasado?

—Mi hechizo le dejó ciego —declaró Crysania, ruborizándose—. No era tal mi intención, pero no podía permitir que te matase en aquel tétrico laboratorio del Templo de Istar, unos minutos antes de que sobreviniera el Cataclismo.

—¡Tus poderes han nublado su visión! —exclamó el nigromante, perplejo—. ¡El mismo Paladine le ha infligido un castigo a través de tus oraciones! Resulta irónico.

Prorrumpió en carcajadas, que resonaron en la hueca piedra y, al hacerlo, sumieron a la sacerdotisa en un terror nuevo, desconocido. Sin embargo, pronto las risas sofocaron a quien las profería. Se llevó el mago las manos a la garganta, en un esfuerzo denodado por respirar.

Crysania observó, inerme, los espasmos de Raistlin, hasta que se normalizaron sus inhalaciones.

—Continúa —le dijo éste, ya más sereno aunque ostensiblemente irritado consigo mismo.

—Deseaba comprobar la causa de sus alaridos —explicó la dama, retomando el hilo de su historia—, mas las tinieblas me impedían actuar. Entonces me acordé del Medallón de Platino y, bajo su luz, lo descubrí en un rincón apartado. Constaté su ceguera, y al rato oteé el entorno y reparé en tu figura inerte. Tratamos ambos de despertarte, sin resultado. Caramon me rogó que le describiera la habitación y, al espiar las sombras, se me aparecieron esos repugnantes engendros que... —Un involuntario estremecimiento selló sus labios

—No te detengas —le instó Raistlin.

—En presencia de los espectros los resplandores del talismán comenzaron a amortiguarse —murmuró la dama tras un corto intervalo—, y sus cuerpos translúcidos cerraron filas en un implacable avance. Incapaz de rechazar su ataque, te llamé. Usé el nombre de Fistandantilus, lo que provocó una tregua expectante. En aquel momento —su pavor se trocó en cólera—, Caramon me arrojó al suelo, musitando algo sobre la necesidad de que las criaturas te vieran tal como existes en su plano de negrura. Cuando la luz de Paladine cesó de alumbrarte, se abalanzaron al unísono...

Enterró el rostro entre las manos al rememorar los bramidos del mago, y enmudeció.

—¿Eso dijo mi gemelo? —intervino Raistlin con su peculiar tono de voz.

La sacerdotisa salió de su aislamiento para contemplarlo, desconcertada por el tono, mezcla de admiración y pasmo, que había empleado.

—Sí —corroboró fríamente—. ¿Por qué?

—Porque ha salvado nuestras vidas —apuntó el nigromante, de nuevo cáustico—. No imaginaba que a un botarate como él pudieran ocurrírsele ideas tan atinadas. Deberías prolongar su ceguera, puesto que le despeja el cerebro.

Intentó sonreír, pero la tentativa degeneró en una tos que casi lo asfixió. Crysania dio un paso al frente, resuelta a ayudarle. Refrenó su impulso una mirada imperativa del mago, remiso a aceptar el concurso de nadie, pese al flagelo de dolor que le consumía. Arqueó la espalda para ocultarse de ella, hasta que se hubo mitigado el ataque y pudo incorporarse, recobrando en apariencia la compostura.

Su debilitamiento se hacía patente en los labios manchados de sangre, en la crispación de sus manos y en su resuello, rápido y entrecortado. Cuando parecía recuperado, un acceso aún más virulento que los anteriores dio con sus huesos en la desnuda roca.

—En una ocasión afirmaste que los dioses no podían sanarte —aventuró la sacerdotisa—. Pero no tardarás en morir, Raistlin, y me gustaría hacer algo para aliviar tu dolencia. Dime solamente qué necesitas; si está a mi alcance, obedeceré tus instrucciones.

No osó tocarlo; durante un breve lapso reinó en la cámara un silencio sepulcral que no alteraban sino las penosas exhalaciones del hechicero. Al fin, agotadas casi sus energías, el postrado le hizo a la dama una señal para que se acercara. Ella se inclinó sobre su cuerpo y Raistlin rozó su pómulo, invitándola a aplicar el oído a sus labios. Su aliento era cálido, tanto que la sacerdotisa se estremeció al sentirlo en su piel.

—¡Agua! —solicitó en un tenue murmullo, que Crysania sólo interpretó al enderezar la cabeza y leer los movimientos de sus entumecidos labios—. Una poción curativa, la guardo en el bolsillo de mi túnica —logró articular—. La tibieza de un fuego también me fortalecería, mas no me quedan ánimos para encenderlo.

La sacerdotisa asintió, significando por este gesto que había comprendido.

—¿Y Caramon? —interrogó el mago, incapaz de completar una frase más después de tan larga parrafada.

—Los seres de ultratumba lo atacaron —respondió la dama, a la vez que desviaba la mirada hacia el inmóvil guerrero—. No ha pestañeado en todo este rato; es posible que haya muerto.

—¡No! —se revolvió Raistlin en su agonía—. Le necesitamos; tienes que curarlo si no es demasiado tarde.

Cerró los ojos, y arreciaron sus jadeos para inhalar el aire que se empecinaba en escapar de sus pulmones.

—¿Estás seguro? —balbuceó Crysania—. Intentó sacrificarte.

El nigromante hizo una mueca y meneó la cabeza, provocando el crujir de su capucha. Levantó acto seguido los entornados párpados, como si quisiera conminar a su interlocutora a escudriñar las profundidades de su alma a través de sus pardos iris, y su llama interior se exhibió ante ella, convertida en un mortecino centelleo muy diferente del fuego abrasador que detectara en anteriores circunstancias.

—Crysania —dijo—, voy a perder el conocimiento. Te quedarás sola en este nido de oscuridad, y mi hermano es el único que puede ayudarte.

Se entelaron sus pupilas, aunque estrechó la mano de la sacerdotisa a fin de aferrarse a la realidad mediante la energía que de ella dimanaba. En un evidente forcejeo contra el desmayo, consiguió clavar la vista en la apesadumbrada mujer.

—¡No salgas de esta habitación! —ordenó en un último hálito, a punto de perderse en el vacío.

Renacido su pánico, Crysania estudió el panorama. Raistlin había pedido agua, calor. ¿Cómo podría proporcionárselos? En el seno de la perversidad, se sentía desvalida, sola, tal como él había preconizado.

—Reacciona —le suplicó, agarrando su delgada mano entre las suyas y llevándola a su mejilla—. ¡No me dejes, te lo ruego! —susurró, paralizada por el gélido contacto de su carne—. No puedo darte lo que precisas, carezco de poder. No sé crear agua a partir del polvo.

Raistlin fijó en ella los ojos, ahora casi tan negros como la estancia donde yacía. Trazó con su mano, la mano que la Hija Venerable sostenía, una línea vertical frente a sus lagrimales. Al instante su mano se desplomó, ladeó la cabeza y, exhausto, se abandonó al forzado sueño.

La sacerdotisa, confundida, tanteó su propia mano preguntándose qué había pretendido indicar el mago con su extraño movimiento. No fue una caricia, estaba persuadida de que quería sugerirle algo. ¿Qué podía ser? ¿Qué era lo que motivaba su persistente escrutinio? La asaltaron los recuerdos, en una nebulosa que no acababa de despejarse.

«No puedo crear agua a partir del polvo.»

—¡Mi llanto! —murmuró al fin.

2

En el seno de la perversidad

Sentada sola en la malhadada cámara , junto al cuerpo de Raistlin y cerca del demacrado Caramon, Crysania sintió envidia de ambos. «¡Cuan fácil sería —pensó— abandonarme a un prolongado letargo y dejar que me acunara la negrura!» La perversidad latente en la estancia, que al parecer había ahuyentado la voz del nigromante, regresó al apagarse ésta. La notaba en su nuca como una gélida ráfaga de viento. Varios pares de ojos la espiaban desde las sombras, ojos que únicamente retenía la luz del Bastón de Mago. Por fortuna, el objeto arcano no había cesado de destellar al mantenerse sobre su superficie la mano inconsciente de su dueño.

La sacerdotisa depositó gentilmente la mano del archimago sobre el pecho de él, antes de adoptar una postura más cómoda y, mordisqueándose los labios, conteniendo las lágrimas, reflexionó sobre lo ocurrido.

«Depende de mí —se dijo, en un esfuerzo de concentración destinado a conjurar los susurros que oía en su derredor—. Acuciado por su debilidad, busca respaldo en mi fuerza —se lamentó, a la vez que enjugaba los acuosos riachuelos de sus mejillas y contemplaba las gotas prendidas de sus dedos—. No puedo reprochárselo, he presumido de poseerla pese a que, hasta ahora, nunca supe qué era el dominio de uno mismo. Lo he comprendido gracias a él, no debo decepcionarle.

«Calor —prosiguió, en medio de unos escalofríos que agitaban todo su ser—. Necesita recibir el influjo de esa tibieza que nos ayuda a vivir, a él y a los demás. ¿Cómo se la proporcionaré? Si estuviéramos en el castillo del Muro de Hielo, mis oraciones bastarían para caldear el ambiente. Paladine obraría el prodigio con sólo pedírselo. ¡Pero este frío no es el que originan la nieve y la ventisca! Se trata de algo insondable, que congela más el espíritu que la sangre. Me hallo en el corazón del Mal, donde la fe me sostiene a duras penas, así que no veo la manera de crear una aureola de calidez.»

Mientras recapacitaba, examinó la estancia, apenas visible más allá del círculo luminoso del bastón, y reparó sin proponérselo en unas cortinas harapientas que enmarcaban las ventanas. Confeccionadas con grueso terciopelo, eran lo bastante grandes para cubrirlos a todos. Tal visión le levantó el ánimo, si bien volvió a hundirse en el pesimismo al recordar que sólo las alcanzaría atravesando la sala y que los fulgores del cayado no alumbraban el espacio intermedio, ni el muro remoto del que pendían.

«Tendré que surcar el manto de tinieblas —constató, apesadumbrada, al borde de la locura donde la precipitaba su propia flaqueza—. Suplicaré a Paladine que acuda en mi auxilio —decidió, en un repentino acceso de coraje—. Sin embargo, dudo que me lo brinde.»

El motivo de este nuevo derrumbamiento fue que sus ojos se posaron accidentalmente en el Medallón, que se recortaba, opaco y descorazonador, en el suelo.

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