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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (6 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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«Vestía entonces la Túnica Roja. ¿Te sobresaltas? Asumir este color fue un acto consciente, deliberado, una decisión que tomé tras meditar los pros y los contras. La neutralidad es la mejor vía de aprendizaje, ya que permite relacionarse con ambos extremos del espectro sin pertenecer a ninguno. Fui en busca de Gilean, el Fiel de la Balanza, y solicité su autorización para perpetuar mi estancia en este plano y profundizar mis estudios. Lamentablemente, no pudo atender mi ruego. Los hombres eran obra suya; y respondía a mi impaciente naturaleza humana aquella ansia de abarcar conocimientos y trascender la brevedad de la existencia. Me confirmó que mi actitud era normal y me aconsejó rendirme al destino.

Fistandantilus se encogió de hombros y examinó a su oyente, antes de proseguir.

—Detecto en tus ojos comprensión, aprendiz. En cierto modo, siento tener que destruirte, estoy convencido de que juntos habríamos desarrollado una singular complicidad. Mas debo continuar mi relato. Maldiciendo a la luna encarnada, me adentré en las tinieblas y pedí que me fuera concedido vislumbrar el satélite negro. La Reina de la Oscuridad escuchó mi plegaria y permitió que vistiera la túnica de sus vasallos. Me apresté a mudar mi atavío a fin de consagrarme a su servicio y, a cambio, fui llevado a su órbita. He visto el futuro, he vivido el pasado. Fue la soberana quien me obsequió el colgante, de tal manera que pueda elegir un cuerpo donde albergarme durante mi paso por este tiempo. Cuando resuelva cruzar las fronteras y penetrar en el futuro, hallaré a un mortal preparado en el que reencarnarme y renovar mi alma.

Raistlin no pudo reprimir el escalofrío que erizó su piel al oír estas últimas palabras. El «mortal» al que aludía el archimago era él mismo; se suponía que su única misión consistía en aguardar su llegada, presto para recibirle.

Fistandantilus no se percató de la animadversión que su parlamento había provocado en el, en apariencia, sumiso discípulo. Alzando su colgante, se concentró en el hechizo que debía invocar.

También el joven nigromante espió el rubí, que refulgía bajo la luz proyectada por un globo en el centro del laboratorio, y se aceleró su pulso. En un supremo esfuerzo por dominarse, trémula la voz a causa de una excitación que sin duda su oponente confundió con un acceso de pánico, susurró:

—Dime cómo funciona tu artilugio y qué va a sucederme.

El maestro sonrió, complacido ante la inagotable curiosidad de su víctima, mientras hacía girar la gema en torno a su figura yaciente.

—Colocaré el talismán sobre tu pecho —le reveló—, encima de tu corazón, y sentirás que tu fuerza vital escapa, despacio, por tus poros. Tengo entendido que el dolor es insoportable, pero no durará mucho, aprendiz, si no luchas contra él . Abandónate y no tardarás en desmayarte. La experiencia de quienes te han precedido en el experimento demuestra que rebelarse no sirve sino para prolongar la agonía.

—¿No has de pronunciar ningún versículo? —indagó Raistlin

—Por supuesto que sí —respondió Fistandantilus fríamente, volcado su cuerpo sobre el del acólito y con los ojos fijos en los suyos—. Me dispongo a recitarlos, serán los últimos sonidos que vibrarán en tus tímpanos.

Posó el colgante en el lugar que antes indicara. El fingido ayudante sintió que el vello se le erizaba al entrar en contacto con la alhaja; apenas logró controlar el impulso de incorporarse y emprender la huida. En un alarde de voluntad, apretadas las manos y hundiendo las uñas en la carne a fin de superar el miedo mediante el sufrimiento físico, se inmovilizó. «Debo averiguar la fórmula mágica», se dijo.

Tendido en la losa, cerró los ojos. No resistía la visión de aquel rostro distorsionado, perverso, que en su proximidad destilaba efluvios hediondos, cual si de un muerto viviente se tratase.

—Bien hecho —le felicitó una voz sibilina—, relájate.

Fistandantilus acometió su cántico. Deseoso de aislarse de influencias perturbadoras, también él entornó los párpados a la vez que ejercía presión sobre el pecho de Raistlin, agitado todo su ser en un movimiento pendular. Así, sumido en su trance, no advirtió que la víctima repetía cada frase, cada sílaba, con una exactitud perfecta a pesar de su estado febril. Cuando detectó que algo iba mal ya había concluido el encantamiento y esperaba, erguido, la primera inyección de vida en sus añejos huesos.

El deseado calor no afluyó a sus venas. Alarmado, el anciano abrió los ojos y contempló atónito al mago de Túnica Negra, que permanecía acostado en la gélida roca. Exhaló entonces un grito extraño, inarticulado, antes de retroceder, presa de un pavor que no acertó a ocultar.

—Al fin me reconoces —declaró Raistlin, sentándose y apoyando una mano en la lápida mientras, con la otra, rebuscaba en los bolsillos secretos de su atuendo—. Me temo que ningún cuerpo indefenso te aguarda en el futuro.

Fistandantilus no reaccionó, tal era su estupor. Clavó su mirada en las manipulaciones del engañoso pupilo, como si quisiera traspasar el paño de sus vestiduras y penetrar los recovecos en los que hurgaba.

Transcurridos unos segundos, recobró la compostura para preguntar, despreocupado, aunque sin apartar la vista del bolsillo:

—¿Es Par-Salian quien te ha enviado?

Raistlin meneó la cabeza en ademán negativo, al mismo tiempo que se deslizaba de su supuesta tumba. Embutido aún un brazo en los pliegues de la túnica, levantó la otra mano para descubrir su embozo y, así, permitir que el maestro escrutase su faz ahora que había desaparecido la máscara tras la que se ocultara durante meses.

—He venido por mi propia iniciativa —aseveró—. Soy el señor de la Torre.

—Eso es imposible —replicó, incrédulo, el archimago.

Su oponente esbozó una sonrisa que no se correspondía con la severidad de sus rasgos, de aquellos iris que atrapaban en su espejo el contorno del fallido ejecutor.

—Comprendo tu asombro, nunca imaginaste que esto pudiera suceder —imprecó, desafiante, a su rival—. Cometiste el error de infravalorarme. Absorbiste una parte de mi savia en la Prueba, a cambio de protegerme del elfo espectral. Me obligaste a vivir en el perenne suplicio que me infligía mi maltrecho cuerpo, imponiéndome una absoluta dependencia de mi hermano. Me enseñaste el manejo del Orbe de los Dragones y obraste mi recuperación en la Gran Biblioteca de Palanthas. Luego, cuando estalló la Guerra de la Lanza, me facilitaste el acceso a los textos esotéricos de la Reina de la Oscuridad para, más tarde, ayudarme a devolverla al abismo, donde no representaba una amenaza frente al mundo... ni frente a ti. Abrigabas el diabólico propósito de hacer acopio de fuerzas en este tiempo y, ya restablecido de tus achaques seniles, viajar al futuro en busca de mi torturada carcasa. ¡Pretendías usurpar mi identidad!

Arrugó Fistandantilus los ojos en actitud iracunda y el joven hechicero se puso en tensión, cerrada la mano en torno al objeto que guardaba en su bolsillo. Sin embargo, y contra todo pronóstico, el anciano se limitó a confirmar:

—Todo cuanto has dicho es verdad. ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Quizás asesinarme?

—No —contestó Raistlin—, mi intención es otra. Deseo invertir los papeles; ser yo quien te suplante.

—¡Majadero! —lo insultó Fistandantilus entre chillonas risotadas—. El único medio de arrebatarme mis esencias es utilizar esto contra mí —le recordó, blandiendo el colgante del rubí—. Como sabes, lo protegen de cualquier manifestación arcana unos sortilegios que tu estrecha mente no atinaría ni aun a concebir, pequeño bravucón.

Su voz se redujo a un susurro, asfixiada por el pavor al percibir que su adversario, imperturbable, extraía la mano del misterioso bolsillo. En su palma exhibía la codiciada joya.

—Cierto, la magia nada puede para disolver su escudo —admitió con una mueca letal—. Pero no se te ocurrió pensar que existen otros métodos contra los que tus encantamientos quedan inermes, los trucos de un ilusionista callejero.

El semblante del viejo maestro se tornó pálido como el de un cadáver. Espió, aterrorizado, la cadena que pendía de su cuello para constatar, ahora que se había descubierto la falacia, lo que ya adivinaba: la alhaja se había evaporado.

Un retumbo ensordecedor rasgó el silencio; el suelo del laboratorio se combó en una pétrea oleada que arrojó al joven mago por los aires. Cayó de rodillas mientras la roca se partía en dos, abriendo una fisura en los cimientos mismos de la mole. En medio del estruendo, del caos, se elevó la voz de Fistandantilus en un cántico destinado a atraer a las fuerzas hostiles de los planos astrales.

Reconociendo al instante el portento que se proponía realizar, Raistlin se apresuró a envolverse en una aureola que había de salvaguardar su cuerpo del ataque. Su hechizo no era muy poderoso, tan sólo le proporcionaría el tiempo indispensable para preparar la defensa. Acuclillado en el suelo, vio surgir de la grieta una figura cuyo rostro malsano, horripilante, parecía el fruto de una pesadilla.

—¡Aprésale! —ordenó Fistandantilus a la criatura abismal.

Señaló con el dedo al nigromante y el espectro surcó la estancia tras su víctima. Se detuvo frente a la agazapada forma, rodeado de volutas de humo, que se alargaron hasta trazar un círculo a su alrededor.

El pánico hizo presa en el mago al observar cómo tendía su cerco aquel ente de ultratumba. Bajo sus insondables virtudes arcanas, el escudo protector se derrumbó a los pies del agresor; en cuestión de minutos, le arrancaría el alma y celebraría un festín con sus despojos.

Las largas horas de estudio, la energía bien dosificada y la rigurosa disciplina que siempre presidió sus prácticas acudieron en auxilio del atacado. Logró dominarse, un hecho que le permitió rememorar las frases necesarias para salvarse. Completó raudo el encantamiento, que, además de repeler al fantasma, bañó su ser en un bálsamo que lo liberó de sus temores.

La aparición vaciló, sin decidirse a obedecer las irritadas imprecaciones del anciano.

Uno le mandaba seguir, el otro lo instaba a detenerse. Aunque debía sumisión a aquel que lo había invocado, el halo del más joven refrenaba su impulso. Miró de hito en hito a ambos mortales, retorcido su etéreo cuerpo, desvirtuándose su centelleante contorno en las ráfagas de viento que él mismo provocaba. Los dos le presionaban con idéntico poder, sin dejar de acechar el pestañeo, el movimiento espasmódico de un dedo del contrincante que había de otorgarles la victoria.

Ninguno flaqueó, ninguno dio muestras de cejar en su empeño. Raistlin poseía una mayor resistencia, pero la magia de Fistandantilus procedía de antiguas fuentes. Podía llamar en su ayuda a un millar de fuerzas invisibles.

Al fin, fue la aparición la que no resistió. Atrapada entre dos corrientes iguales en intensidad pero contrapuestas en sus designios, ambas empujándole en distintas direcciones, perdió su integridad y estalló.

La potente explosión lanzó a los dos adversarios contra sendos muros, estrellándose cada uno en el que tenía más cerca. Un olor fétido invadió la estancia y llovieron sobre ella fragmentos de cristal. Las paredes quedaron socarradas, ennegrecidas, a la vez que prendían pequeñas hogueras en los rincones, formadas por llamas multicolores que proyectaban sus chispas sobre el punto donde se había esfumado el espectro.

Raistlin se incorporó y se secó la sangre que le manaba de una herida en la frente, aunque no se entretuvo en tocársela, porque sabía, al igual que el anciano maestro, que el menor descuido significaba la muerte. Dueño de sus acciones, se encaró con su enemigo, que se había recuperado con similar rapidez.

—Bien, las cartas están sobre la mesa —declaró Fistandantilus—. Podrías haber llevado una placentera existencia, yo me habría encargado de ahorrarte las vicisitudes, las miserias de la vejez. ¿Por qué te precipitas hacia tu propia destrucción?

—Conoces mis motivos —repuso el aludido, entre jadeos, agotadas casi sus energías.

El archimago asintió despacio, prendida la mirada en su oponente.

—Como antes he dicho —murmuró—, siento que esto tenga que ocurrir. Juntos habríamos llegado lejos y ahora, sin embargo...

—La vida de uno entraña la muerte del otro —concluyó Raistlin.

Extendió la mano para, cuidadosamente, depositar el rubí sobre la losa. En aquel instante, oyó un cántico entonado en tonos quedos, y levantó la voz en unos versículos que se entremezclaron con las frases de su rival.

La batalla se prolongó durante largo rato. Los guardianes de la Torre, que irrumpieron en la escena al penetrar los recuerdos de la figura de negra túnica postrada en el estudio, al alcance de sus garras, se sumieron en una total confusión. En un principio, vieron el conflicto a través de Raistlin, pero se acercaron tanto a los dos hechiceros que ahora contemplaban la liza con los ojos de ambos.

Brotaron relámpagos de las yemas de los dedos, los cuerpos de los contendientes se convulsionaron con violencia, los alaridos de dolor, de furia, resonaron junto al estrépito de rocas y listones de madera.

Se alzaron murallas de fuego para derretir tapias de hielo, se sucedieron vientos huracanados hasta formar torbellinos, las repetidas tormentas de llamas asolaron los pasillos mientras, en la estancia donde se libraba la lid, las criaturas del Abismo acudían a la llamada de sus amos, y los espíritus, revueltos, removían los cimientos del castillo. La imponente fortaleza de Fistandantilus comenzó a resquebrajarse y se desprendieron los bloques de las almenas al unísono con los que le prestaban soporte.

De pronto, uno de los nigromantes emitió un bramido ensordecedor y, con un esputo sanguinolento, se desmoronó. ¿Quién era el caído? Los guardianes se esforzaron en distinguirlos, mas fue inútil.

El otro mago, exhausto, descansó unos momentos antes de arrastrarse hacia la losa. Su temblorosa mano alcanzó la gélida superficie, la tanteó y encontró el colgante. En un postrer alarde de vitalidad, asió la alhaja y reptó hasta su moribundo enemigo.

El hechicero que sostenía el objeto arcano vaciló. Estaba tan próximo a su víctima que pudo leer el mudo mensaje de sus ojos entreabiertos y su alma se encogió al ver lo que éstos le relataban. Vencido su titubeo, apretó los labios mientras, meneando su encapuchada cabeza y sonriendo en actitud de triunfo, aplastaba el colgante contra el pecho del postrado.

El cuerpo que yacía en el suelo se contorsionó en espasmos de agonía, un grito desgarrado asomó a sus ensangrentados labios. Repentinamente, cesaron los lamentos. La piel del derrotado se arrugó y cuarteó cual un pergamino reseco; su mirada se clavó en la negrura hasta que todo él se paralizó.

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