La hija de la casa Baenre (15 page)

Read La hija de la casa Baenre Online

Authors: Elaine Cunningham

BOOK: La hija de la casa Baenre
3.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

Liriel se ahorró la necesidad de atacar, ya que encontró la estancia vacía. Un débil y revelador aroma flotaba aún en el aire y sus labios se curvaron en una dura sonrisita. Podrían pasar todavía algunos días antes de que Shakti Hunzrin se diera cuenta de que era ella precisamente el origen del acre olor. Gracias a un sortilegio preparado especialmente para ella, aquella miserable especie de rote exudaría el hedor a estiércol por todos sus poros hasta que Liriel se cansara del juego y eliminara el hechizo. Entre tanto, aquel invisible rastro a abono le proporcionaba una divertida forma de seguir de cerca las idas y venidas de su adversaria.

Lo primero que hizo la joven fue dirigirse a su arcón de libros. Con gran alivio por su parte, comprobó que la cerradura seguía intacta. Shakti había estado más interesada en curiosear en su armario. Una imagen de la corpulenta sacerdotisa paseándose vestida con algunas de sus galas más atrevidas pasó por la mente de Liriel y ésta lanzó una sonora carcajada.

Se calmó bruscamente y examinó los daños. En teoría, debería informar a la maestra Zeld sobre la intrusión y hacer que la Academia reparara la puerta de inmediato. Sin embargo, eso daría pie a una investigación, y algunas cosas era mejor dejarlas sin aclarar, ya que incluso aunque quisiera denunciar a Shakti, hacerlo podría concentrar una excesiva atención en sus recientes actividades. No, había decidido que haría algo mejor.

Liriel descendió a toda prisa a las cocinas a reclutar algo de mano de obra y, mientras se encaminaba a las estancias con aspecto de mazmorras de los niveles inferiores, reflexionó sobre su reciente racha de travesuras. En un rincón de su mente, la joven reconocía ser una privilegiada a la que se consentían muchas cosas y que había llevado una vida muy distinta de la que conocían muchas drows de Menzoberranzan. Pero su afortunada existencia había finalizado y las diabluras habían sido un último —y tenía que admitir que peligroso— intento de negar esa realidad. El descarado ataque de Shakti indicaba que había ido demasiado lejos. Liriel no tenía intención de iniciar una guerra y decidió actuar con más discreción a partir de ese momento. Había visto las estatuas de obsidiana del patio de la Academia —lo único que quedaba de estudiantes que habían dado un paso en falso— y no deseaba unirse a ellas.

La hora de la comida del mediodía había pasado y las subterráneas cocinas estaban tranquilas. Allí, hundida hasta los codos en un enorme recipiente de agua jabonosa, había una ogresa. La criatura tenía dos veces el tamaño de la delgada drow y parecía hecha para inspirar una repugnancia teñida de temor; los músculos se hinchaban bajo la correosa piel de la ogresa, y unos colmillos afilados se alzaban al exterior desde su mandíbula inferior. El rostro del ser mostraba una hosca expresión de odio. Vestida tan sólo con un delantal de cuero, la sirvienta atacaba las cacerolas con una ferocidad que sugería una venganza mortal contra la suciedad.

Bandejas de pescado crudo cortado en rodajas descansaban sobre una mesa, listas para ser condimentadas y servidas en la cena. La drow eligió un bocado atrayente y se lo metió en la boca, luego dedicó una sonrisa de camaradería a la otra ocupante de la cocina.

—Chirank, tengo otro trabajo para ti.

—Si Chirank hace trabajo, ¿qué das tú esta vez? —inquirió la otra con un ronco gruñido, al tiempo que se le iluminaba el rostro.

Liriel le mostró una gran moneda de oro. La ogresa agarró la moneda con una zarpa llena de jabón y la mordió con fuerza; luego contempló las profundas marcas de dientes con satisfacción y gruñó alegremente.

Al comprobar que el trato se había cerrado, la drow dio un paso al frente.

—¿Recuerdas dónde está mi habitación?... Estupendo. Hubo una especie de batalla y necesito que alguien lo limpie todo enseguida.

—¿Mucha sangre? ¿Cadáveres drows? —preguntó Chirank esperanzada.

—Esta vez no —respondió la elfa oscura en tono seco—. Lo único que se necesita es un poco de limpieza general. Luego está la pequeña cuestión de la puerta desaparecida.

—Chirank no llevar —protestó la ogresa, poniéndose a la defensiva.

—Claro que no. Pero ¿podrías si quisieras?

La ogresa se encogió de hombros y sus ojos de bestia adoptaron una expresión cautelosa.

—¿Recuerdas la habitación en la que pusiste el estiércol de rote? —Liriel se acercó un paso—. Quiero que vayas allí, robes la puerta, y la cuelgues en mi dintel. También tendrás que reemplazar la cerradura.

—Difícil de hacer —repuso Chirank.

La elfa alzó otras dos monedas.

—Tú y yo sabemos que puedes forzar cerraduras con la misma rapidez que cualquier halfling. Nadie te verá, lo prometo.

—¿Harás que Chirank vuelva a tener aspecto de drow? —inquirió la ogresa con una mezcla de temor y fascinación.

Liriel lo meditó. No era una mala idea. Aunque Chirank era una esclava doméstica y se la podía enviar tranquilamente a los alojamientos de las alumnas para hacer algún que otro recado, su presencia podría atraer una atención no deseada. De modo que la joven conjuró rápidamente la ilusión que hacía que la enorme criatura pareciera una delicada elfa vestida con la ondulante túnica de una gran sacerdotisa; luego frunció los labios y observó el efecto general.

—Sujeta esa cuchara de allí —sugirió, señalando un largo cucharón de metal que se secaba en un escurreplatos.

En cuanto la ogresa hizo lo que le ordenaba, Liriel moldeó el conjuro para obtener una segunda ilusión y el cucharón de Chirank se convirtió en el látigo de cabeza de serpiente que tanto gustaba a las sacerdotisas. Este resultaba particularmente espantoso, con cuatro cabezas que se retorcían enfurecidas y un mango en forma de hueso ahumado. La ogresa lanzó un alarido y soltó el látigo, que cayó al suelo de piedra con un metálico tintineo.

—¿Oyes eso? No es más que un cucharón —la tranquilizó la joven—. Si llevas eso y además andas deprisa, nadie permanecerá cerca de ti el tiempo suficiente para darse cuenta que no reconoce el rostro que llevas.

El razonamiento de la drow tenía sentido. Todo el mundo en la Academia, desde los esclavos más humildes a los alumnos más aventajados, evitaba a una enfurecida gran sacerdotisa con un látigo en la mano. Chirank se inclinó y recogió con cuidado el ondulante látigo; luego lo golpeó contra su recipiente de lavar un par de veces para asegurarse de que no era en realidad otra cosa que un cucharón inofensivo. Finalmente asintió, a todas luces impresionada.

—Tú tienes esta magia, ¿por qué necesitas a Chirank? —preguntó con toda la razón del mundo—. Esa drow Shakti te temerá, si esta magia usas.

—Digamos que prefiero pasar desapercibida —contestó Liriel.

La ogresa gruñó, comprendiendo. Ella sabía muy bien lo sensato que era mantenerse fuera de la vista todo lo posible, pero, aun así, haría todo lo que la pequeña drow le pidiera, esta vez y cualquier otra. Aquella drow la trataba como a una hermana de manada. No confiaban la una en la otra, pero trabajaban juntas para robar y por venganza, y aquello era lo más cerca del hogar que Chirank conseguiría volver a estar jamás. Y con el oro que la elfa oscura le daba podría hacer entrar una daga clandestinamente. A los ogros no se les permitía manejar ninguna clase de utensilios afilados, y por un buen motivo. Chirank era una esclava y sin duda pasaría el resto de sus días trabajando para las sacerdotisas elfas oscuras, pero cuando muriera lo haría con una muerte de ogro y su cuerpo quedaría cubierto con la sangre de muchos drows.

La ogresa sonrió con tal ferocidad que sus colmillos perforaron la mágica ilusión y brillaron sobre su rostro de drow.

—Hora de hacer una incursión —gruñó alegremente.

7
Otros mundos

M
ás tarde aquel mismo día, Liriel se retiró a su recién reparada y cuidadosamente barrida habitación para ocuparse de sus estudios. Había encontrado un rollo de pergamino interesante en las profundidades de la biblioteca de Arach-Tinilith que ofrecía un conjuro para visitar un portal a otro plano. Era un conjuro sumamente difícil, uno que forzaría sus habilidades al límite y más allá, y la joven estaba sumida en el examen del pergamino cuando sonó un tímido golpe en su puerta robada.

Su concentración se rompió y sintió un estallido de dolor tras los párpados. Maldijo enfurecida y se frotó los ojos con los puños. Si hubiera estado intentando lanzar el conjuro y perdido la concentración, la reacción mágica podría haberla matado. ¿Quién podría haber sido tan estúpido para interrumpirla en un momento así? La hora de estudio era sacrosanta y durante ese tiempo no se permitía a ninguna sacerdotisa molestar a otra. Sin embargo, volvió a oírse la débil llamada.

Liriel apartó la silla y fue a la puerta con paso airado. Se inclinó junto a la rendija y siseó:

—Será mejor que merezca el dolor que planeo infligir. ¿Quién es?

—Soy yo —llegó la ahogada respuesta en una familiar y quejumbrosa voz masculina—. Déjame entrar, Liriel, antes de que aparezca alguien.

—¿Kharza? —masculló, sobresaltada por la inesperada visita de su tutor. Abrió la puerta de golpe y, agarrando al hechicero por la manga, lo arrastró al interior.

—¡Me alegro tanto de que hayas venido! ¡No vas a creer lo que estoy aprendiendo a hacer! —exclamó la joven, llena de alegría. Su enojo había quedado olvidado por completo; ahora que Kharza-kzad estaba allí, podría ayudarla con su nuevo conjuro. Cogió el pergamino de su escritorio y lo agitó ante él—. ¡Esto me permitirá ver otros planos! ¿Por qué no estudiamos nunca tales cosas?

—Las sacerdotisas drows extraen su poder de sus aliados en los planos inferiores. Como sabes, un hechicero tiene otras fuentes de poder —respondió él, jugueteando distraídamente con la manga de su túnica—. Casi nunca invocamos el poder y los servicios de las criaturas abismales y tampoco resulta tan entretenida su contemplación.

Liriel sonrió de oreja a oreja y se dejó caer sobre un montón de almohadones.

—De todos modos, puedes ayudarme a aprender este conjuro. Siéntate, Kharza, y deja de juguetear. Me pones nerviosa.

El hechicero sacudió la cabeza con tanta energía que los finos mechones blancos de sus cabellos se alborotaron.

—No puedo quedarme mucho tiempo. Sólo quería traerte esto. —Sacó un pequeño libro de tapas oscuras de su manga y se lo entregó.

Intrigada, Liriel lo abrió y alzó para capturar la tenue luz de la vela. En las páginas de amarillento pergamino había runas extrañas, angulosas como las del lenguaje drow, pero más simples y dibujadas de un modo tosco.

—¿Qué es esto?

—Una curiosidad con la que me tropecé —explicó Kharzad, hablando a toda velocidad como si lo hubiera ensayado—. Un comerciante que conozco me vendió una caja de libros. Algunos de ellos eran valiosos, otros sólo interesantes. Me temo que éste pertenece a estos últimos, sin embargo pensé que podría gustarte, sabiendo lo insaciable que eres.

—No lo sabes bien. —La joven le lanzó una burlona mirada de soslayo.

—El orgullo de un viejo drow es su perdición —suspiró el otro, citando pesaroso una conocida expresión—. ¿Jamás olvidarás mi lamentable falta de discreción, verdad, ni te cansarás de atormentarme?

—Probablemente no —asintió ella, divertida, y luego se inclinó sobre su nuevo tesoro.

El desconocido idioma no era una barrera: un sencillo hechizo transmutó las marcas parecidas a garabatos en elegante escritura drow. Liriel hojeó unas cuantas páginas, luego alzó una mirada llena de incredulidad hacia su tutor.

—¡Este libro procede de la superficie!

—Sí, ya pensé que podría ser —repuso él, removiéndose inquieto.

—Contiene relatos sobre un pueblo llamado los rus, sus héroes y sus dioses. Se menciona algo sobre magia con runas. ¿Qué es eso?

—Ya sabes que las runas y los glifos se pueden hechizar y usar como defensas.

—Sí, sí —le interrumpió ella, impaciente—. Pero esto es algo distinto. Esto es una magia lanzada mediante la creación de nuevas runas. ¿Cómo se hace eso?

—Oh, eso, no lo sé, pero suena demasiado fácil para resultar poderoso. —Kharza-kzad desechó la idea con un gesto despectivo—. Los magos humanos casi nunca, si es que lo consiguen alguna vez, alcanzan el nivel de poder que conocemos aquí abajo. Yo no malgastaría el tiempo en el sistema mágico de una cultura humana ya desaparecida. Pensé que el libro podría ayudarte de algún modo a satisfacer tu anhelo de lugares lejanos durante el tiempo que permanezcas confinada en Arach-Tinilith. —Se encogió de hombros como disculpándose—. Parece que no era necesario en realidad. No tenía ni idea de que fueras a estudiar otros mundos tan pronto.

—No importa. —La sonrisa de la joven fue resplandeciente—. El libro es fantástico y leeré cada palabra. El hecho de que pensaras en mí ya es un regalo.

Kharza-kzad carraspeó nervioso.

—En ese caso debería regresar a la Torre de los Hechizos Xorlarrin. Si no tienes ninguna objeción, conjuraré el mismo portal que usaste para entrar en mi estudio.

—¿Por qué no viniste por ese camino en primer lugar, en vez de deslizarte por los pasillos?

—No copié el hechizo de tu libro. Y, no obstante los rumores en contra, no sabía dónde se encontraba tu habitación —repuso con un inesperado toque de tosco sentido del humor—. Sin un punto de destino concreto en la mente, los viajes mágicos pueden ser peligrosos e imprevisibles.

—Desde luego. Podrías haber acabado compartiendo un baño de espuma con la maestra Zeld —murmuró ella, con expresión engañosamente seria.

—Sí. Ejem. Bueno. —El hechicero vaciló y las arrugas de preocupación se intensificaron en una expresión que bordeaba el pánico—. Si lo deseas, puedo convertir ese portal en permanente de modo que puedas entrar en la Torre de los Hechizos siempre que quieras. Entonces podré continuar ayudándote con tus estudios mágicos y hacerte llegar fácilmente los materiales y artículos que necesites, siempre que lo desees. —Las palabras surgieron a borbotones y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro mientras aguardaba su respuesta.

A Liriel se le heló la sonrisa. Aunque el regalo de un libro había parecido totalmente sincero, tan extravagante generosidad por parte del hechicero sencillamente no sonaba auténtica. Kharza-kzad era cauteloso, irritable y solitario por naturaleza. No sentía afecto por los alumnos y pasaba más tiempo investigando hechizos y creando varitas que enseñando en Sorcere; su título de maestro era más bien honorario. El único motivo por el que había aceptado ser su tutor había sido el nombre y la influencia de su padre. A Kharza tampoco le gustaba correr riesgos y sin embargo allí estaba, ofreciendo saltarse las reglas de Tier Breche para seguir con su instrucción. El viejo drow llevaba un doble juego, de eso Liriel no tenía la menor duda. Pero, al fin y al cabo, eso lo hacían también todos. Mientras ella actuara con precaución, no veía ningún motivo para no aceptar lo que le ofrecía.

Other books

Stolen Souls by Andrea Cremer
Lie Down with the Devil by Linda Barnes
Burial Rites by Hannah Kent
Beyond the Wall of Time by Russell Kirkpatrick
When Hari Met His Saali by Harsh Warrdhan
The Forbidden Prince by Alison Roberts
Goalkeeper in Charge by Matt Christopher