La hija de la casa Baenre (27 page)

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Authors: Elaine Cunningham

BOOK: La hija de la casa Baenre
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—Una comida pues —preguntó, esquivando la pregunta del centinela—. ¿Tiene una posada Puente del Troll?

—Así que te quedarás. —Los ojos de aquel hombre adquirieron un brillo penetrante—. Excelente, eso es excelente. —Llamó a un aldeano que pasaba por allí, un hombre alto y ágil que llevaba una manchada chaqueta de hilo así como una expresión agria—. ¡Tú, Tosker! Acompaña a este hombre a La Tetera Humeante y di a Saida que lo trate bien.

El hombre se detuvo y miró a Fyodor de arriba abajo. Sus ojos tomaron nota de las armas que llevaba y midieron la amplitud de su espalda.

—¿Eres un espadachín a sueldo?

—Señor, no lo soy.

Eso fue todo lo que Fyodor quiso decir al respecto, y más de lo que podía decir en tono respetuoso. En Rashemen, los guerreros luchaban sólo cuando debían; no era ninguna tontería acabar con una vida, y el joven luchador no sentía más que desprecio por los que mataban a cambio de una paga.

—Bueno, acompáñame de todos modos —repuso el hombre de mala gana.

Fyodor siguió a su reacio guía por una estrecha callejuela hasta llegar a la posada. A diferencia de las tabernas confortables y hogareñas de su tierra, aquélla era una especie de enorme granero, con gruesas paredes de piedra y largas ventanas estrechas cubiertas con cristales emplomados. Una barra de madera recorría toda una pared, y a lo largo de ésta estaba dispuesta una hilera de taburetes. Casi la mitad de los asientos estaban ocupados por gentes del pueblo que habían entrado a tomar una comida rápida compuesta por cerveza negra y gachas cocidas al vapor.

El rashemita ocupó un taburete junto a su guía. Saida, la mesonera, se acercó presurosa con un humeante cuenco en cada mano. Era una matrona rechoncha y vivaz de cabellos color avellana; lucía una expresión que dejaba bien patente que no toleraba tonterías y un grueso y cómodo chal de lana gris. Pero el chaleco que llevaba sobre la camisa estaba lleno de encajes y era de un rojo brillante. Era el primer destello de color que Fyodor había visto en aquel lugar deprimente, y lo tomó como una señal alentadora. Saludó a la mujer con afabilidad:

—Buen día tengas, Saida. ¿Puedes decirme dónde puedo comprar provisiones para emprender un viaje?

—Tengo muchos artículos disponibles en estos momentos —respondió ella—. ¿Qué necesitas?

Fyodor enumeró comida seca para el camino, una cuerda y tantas antorchas de brea como razonablemente pudiera transportar. Tosker se atragantó con la cerveza y miró al joven con ojos escudriñadores.

—Suena como si planeases ir Abajo. Sólo un loco haría eso.

—Sí, probablemente tengas razón —respondió él, y tomó un buen trago de su jarra. La bebida era amarga, pero llenó su muy vacío estómago con una agradable calorcillo.

—Si son drows lo que buscas, no hace falta que abandones este maldito valle para encontrarlos —dijo una voz temblorosa desde una esquina de la habitación.

Fyodor se dio la vuelta. Un anciano arrugado se alzó con dificultad de su silla y se acercó tambaleante al mostrador. Su rostro estaba surcado de viejas cicatrices y el párpado de un ojo se hundía profundamente sobre una cuenca vacía. A pesar de que era temprano, quedaba claro que había estado bebiendo desde hacía rato y que había sobrepasado ya los límites de la discreción.

—Cállate, viejo loco —le espetó Saida.

Pero el hombre se acercó más entre traspiés, demasiado repleto de cerveza y recuerdos para que lo disuadieran las palabras de la mujer.

—Vienen cada año —masculló, con el rostro desfigurado ante el recuerdo de tantos horrores—. Cada año. No se puede saber cuándo, pero por lo general atacan durante la luna nueva.

El guerrero hizo unos rápidos cálculos. La luna había estado menguando la noche que había seguido a los ladrones drows al interior del portal mágico, y si él había deambulado por la Antípoda Oscura durante tres o cuatro días, entonces ahora debía de ser el momento de la luna nueva. Eso explicaría las reparaciones en los muros, los animales encerrados, la sensación general de mal presagio. Pero ¿y los frenéticos preparativos para el mercado de primavera?

—Si vuestro pueblo está en peligro, ¿no resulta extraño celebrar una feria? —preguntó—. ¿O es que los comerciantes de estas tierras no temen tal amenaza?

—Ya lo creo que estarían muy asustados si lo supieran —respondió Saida, sombría—. Las caravanas por lo general ya han venido y se han ido a estas alturas. Pero el río baja caudaloso este año y las caravanas se retrasan. No les gusta detenerse aquí, estando como estamos tan lejos del sendero y de todo lo demás. Si los drows atacan mientras los comerciantes están aquí, probablemente será el último año que una caravana venga a Puente del Troll. Y entonces, te pregunto yo, ¿qué vamos a hacer?

Un hombre situado varios asientos más allá de donde estaba el joven, dejó caer su jarra con fuerza sobre la madera.

—Razón más que suficiente para que vayamos a la caza de esos malditos drows antes de que ataquen —rugió—. Clavemos sus cuerpos ensangrentados en estacas en medio de los campos para espantar a los cuervos.

Un mascullado coro de asentimiento surgió del mostrador, y el odio puro que destilaban las voces de los aldeanos envió un escalofrío de repugnancia por la espalda de Fyodor, que apartó a un lado su medio devorado cuenco de gachas, olvidada la sensación de hambre. Estaba a punto de preguntar a Saida el precio de la comida cuando el hombre de la oscura barba sentado a su izquierda le dio un golpe con el codo.

—Tú pareces un joven espabilado. Y si sabes cómo utilizar esa espada que llevas, puede que hicieras bien quedándote en Puente del Troll unos días. La pesadilla de un hombre puede ser la oportunidad de otro, como digo siempre.

El hombre barbudo sacó una correa de cuero de debajo de su jubón y colgando de ella había un pedazo triangular de oscuro cuero, que no obstante haber sido desecado y curtido, era sin lugar a dudas una oreja elfa. El aldeano agitó el trofeo ante el rostro del joven.

—Los gobernantes hechiceros de Nesme están dispuestos a pagar buenas monedas de plata por cada oreja negra que les llevemos. ¿Me comprendes, hijo?

Fyodor no se atrevió a responder. Si decía lo que pensaba, el hombre de la barba negra lo atacaría sin duda, y el joven guerrero sabía que recibiría al acero desenvainado con la fría furia de la cólera del
bersérker
. Por fortuna, el cazador de recompensas no insistió.

—¡Buenas monedas de plata! —repitió el hombre a la sala en general—. ¡Sin embargo, aquí estamos sentados con las manos en los bolsillos! ¿Por qué hemos de acurrucamos tras los muros cada vez que hay luna nueva? ¡Es hora de ir de caza!

—Dicen que los drows son difíciles de matar —intervino otro hombre, un tipo desgarbado con una aljaba de flechas colgada al hombro a la que dio una palmada—. Pero me parece que mueren si les disparas, igual que cualquier otra bestia salvaje.

Tosker se removió inquieto en su taburete, dejando bien claro que toda aquella conversación sobre combates no le gustaba nada.

—Mejor aún, podríamos localizar el lugar por el que salen y encerrarlos allí dentro.

—¿Y qué puedes saber tú al respecto? —le espetó el cazador de recompensas, que a continuación se inclinó sobre la barra para dirigir una airada mirada a Tosker—. Conoces las tierras de cultivo, pero ¿cuándo fue la última vez que pusiste un pie fuera de los campos? Hay más cuevas en estas colinas y bosques que pulgas en un perro. ¡Un hombre podría estar buscando toda su vida y no encontrar el sitio por el que salen los drows!

Fyodor sí conocía uno de tales lugares, pero no fue capaz de hablar. En menos de dos días de marcha, siempre y cuando encontraran el valor necesario para penetrar en la Antípoda Oscura, aquellas gentes localizarían la caverna donde él había encontrado a la muchacha drow. No era muy difícil adivinar qué le sucedería a la joven si aquellos aldeanos crueles y amargados la hallaban, y él no quería tomar parte en ello.

En la mente del guerrero no había la menor duda de que los habitantes de Puente del Troll habían sufrido a manos de las bandas de elfos oscuros saqueadores, y sospechaba que los drows habían cometido casi tantas atrocidades como los relatos les atribuían. Pero él había combatido y conocía los horrores que la humanidad era capaz de perpetrar. Todavía no había perdido toda esperanza en su propia raza llena de defectos, y no estaba dispuesto a condenar a todos los miembros de otra.

Joven como era, Fyodor confiaba en sí mismo para tomar tales decisiones juzgando a las personas de una en una. Su limitada Visión le concedía algún que otro atisbo de lo que podría llegar a ser, y aunque no dependía exclusivamente de ello, había averiguado que podía juzgar tan bien el carácter como muchos hombres sabios. Aun así, la joven elfa oscura era un misterio para él. Su risa había sido totalmente de elfo, un sonido mágico que recordó a Fyodor las campanillas encantadas y los bebés risueños. Traicionera desde luego lo era, y tan mortífera en combate como las historias sobre los drows le habían hecho esperar; sin embargo, no era un pedazo de obsidiana animada, ni una caricatura ambulante del mal. Fyodor se había sobresaltado ante la expresión de su rostro cuando le habló de la
dajemma
, y por un instante vio un alma gemela en aquellos extraños ojos dorados. Más inquietante todavía fue la fugaz pero cierta convicción de que aquella joven podía llegar a ser tan poderosa —e importante— como las Brujas que le habían enseñado a venerar desde la infancia. Aunque lo más preocupante de todo era la sensación de que su destino estaba ligado al de ella. ¡Sin embargo la muchacha era una drow! Fyodor no sabía que oscuros secretos podrían estar ocultos en aquella belleza; sólo sabía que no podía hacer nada que pudiera entregar a la elfa oscura a aquellas gentes vengativas.

De modo que el muchacho guardó silencio y terminó su desayuno en medio de la taciturna compañía de los aldeanos. Cuando comió hasta hartarse, compró a Saida las cosas que necesitaría. La mesonera le cobró más de lo que deberían haber costado los artículos, pero él no perdió tiempo regateando, pues a pesar de lo precioso que había sido el tiempo pasado bajo el sol, era tiempo robado a su misión.

En cuanto pudo irse sin problemas, Fyodor dejó atrás el pueblo de Puente del Troll y volvió sobre sus pasos, en dirección al bosque. Encontró la abertura de la cueva y se introdujo como pudo por ella. La repentina oscuridad lo envolvió y encendió la primera de sus antorchas de pino y brea. Llevado por un impulso, miró en derredor en busca de una piedra lo bastante grande para sellar la abertura y la izó hasta el lugar. Luego, sosteniendo la antorcha en alto, inició el descenso al interior de la Antípoda Oscura.

13
Oscuridad embotellada

D
espacio, con cuidado, Liriel intentó extraer la diminuta daga de su funda cubierta de runas grabadas. Habían transcurrido tres días de estudio casi constante, días que habían convencido a la joven hechicera de los peligros y desafíos inherentes a su misión.

No había la menor duda en su mente de que el amuleto era un objeto de gran poder. Había lanzado varios conjuros formidables sobre el amuleto, hechizos que deberían haberle mostrado el significado de las pequeñas runas grabadas en la funda, pero todo fue en vano. Una magia más potente que la suya protegía los antiguos secretos. Y la cadena del amuleto, que había estado rota cuando lo cogió del cadáver del ladrón drow, simplemente se había soldado sola. Habían crecido nuevos eslabones para ocupar el hueco, pero tan iguales al desgastado oro que Liriel ya no sabía por dónde se había roto la cadena. La muchacha no había oído hablar jamás de un objeto mágico que fuera capaz de repararse a sí mismo sin ayuda, y mientras tiraba de la diminuta daga, su preocupación estaba menos puesta en el delicado amuleto —que estaba claro que podía cuidarse de sí mismo— que en la magia que tal acción pudiera desatar.

No obstante, por mucho que lo intentó, no consiguió sacar el arma. Era como si la daga y la funda hubieran sido talladas en una misma pieza de metal, de tan unidas como estaban.

Con un suspiro, Liriel se recostó en su asiento. Había ido muy lejos y arriesgado demasiado para fracasar ahora.

Obtener el amuleto había sido la parte fácil. Encontrar tiempo para estudiarlo había resultado un desafío mayor, ya que no se había atrevido a pedir a Triel permiso para ausentarse, sabiendo que la dama matrona casi con seguridad rechazaría su petición de inmediato. Lo mejor que Liriel podía hacer era mantener el asunto oculto a los ojos de Triel. Corrían rumores sobre varias amenazas a la posición de la casa Baenre, de modo que la atosigada matrona tenía asuntos más importantes que atender que seguir cada uno de los movimientos de su sobrina. Y si los instructores de Liriel y la maestra Zeld en concreto creían que la dama matrona había sancionado la ausencia de la joven, no desafiarían la decisión de Triel.

Por otra parte, las matronas de la Academia podrían muy bien sentir curiosidad y buscar respuestas de un modo menos directo. Puede que fueran leales a Triel, pero ellas también estaban pendientes del progreso tanto de sus propias casas como de sus propias carreras, y Liriel esperaba por lo menos tener los ojos de una docena de casas nobles fisgando en sus asuntos, e intentando averiguar qué era lo que la casa Baenre consideraba tan importante para justificar la concesión a una de sus hembras de tiempo libre durante su adiestramiento en Arach-Tinilith.

Y así había sido. Liriel y Kharza-kzad habían dispuesto capas de protecciones alrededor de su casa en Narbondellyn, y el aire alrededor de la joven se puede decir que chisporroteaba inundado de frustradas sondas mágicas. En los tres días desde que abandonara Arach-Tinilith, dos de sus criados habían desaparecido, y Liriel no esperaba volver a verlos, aunque desde luego tampoco le servirían ya para nada después de que sus secuestradores les hubieran extraído toda la información posible. Pero lo cierto es que de no ser por la intervención de dos poderosos hechiceros —Kharza-kzad, que le dio su respaldo de mala gana, y el archimago en persona— la joven no habría podido trabajar tranquila todo aquel tiempo.

Pues sí, había decidido arriesgarse a hacer partícipe a su padre de aquel plan, y al hacerlo había creado una situación sumamente espinosa. Gomph Baenre poseía la influencia necesaria para sacarla de Arach-Tinilith, pero sin embargo las matronas de la Academia supondrían que no habría osado hacerlo a menos que tuviera órdenes de Triel al respecto, y Liriel sabía que el orgulloso Gomph no apreciaría ese recordatorio de sus limitaciones, y que no actuaría a favor de su hija a menos que existiera un beneficio potencial.

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