Read La hija de la casa Baenre Online
Authors: Elaine Cunningham
Pero ¿qué quedaba de aquellos poderes dirigentes? La anciana matrona Baenre que había dirigido la ciudad durante siglos, se había equivocado al buscar una guerra en la superficie y había pagado su error con la vida, al tiempo que varias de las casas más poderosas quedaban sumidas en una profunda agitación. En condiciones normales, a la mayoría de los habitantes de la ciudad le importaría muy poco cuál de las ocho casas ocupaba el consejo regente. Ahora, sin embargo, la inminente lucha por el poder los amenazaba a todos por igual. Muchos temían que la debilitada y aturdida ciudad resultara vulnerable a un ataque, procedente tal vez de la cercana comunidad ilita, o quizá de otra ciudad drow.
En opinión de Nisstyre, esos temores no eran infundados. Por lo menos la mitad de los veinte mil drows de Menzoberranzan había marchado sobre Mithril Hall, y nadie sabía con seguridad cuántos habían regresado. Pocas casas proporcionaban jamás una relación exacta de sus ejércitos privados, y nadie quería admitir una disminución en sus efectivos durante aquella época de confusión.
No era ningún secreto que varios de los más poderosos maestros de armas de la ciudad —los generales de los ejércitos particulares de las casas— estaban muertos o habían desaparecido. Ni tampoco se limitaban las bajas a los soldados profesionales del lugar, ya que cientos de habitantes corrientes habían servido como soldados de infantería, y tan sólo unas pocas docenas habían regresado para reincorporarse a sus tareas. Para aumentar más el problema estaban las tremendas pérdidas de vidas entre las razas que servían a los drows de Menzoberranzan como esclavos. Kobolds, minotauros y razas goblins habían sido reclutados como carne de cañón para la batalla, y caído a millares bajo las hachas de los enanos de Mithril Hall y las espadas y flechas de sus aliados. Las tareas que estos esclavos habían realizado quedaban ahora sin hacer.
Otras culturas podrían aunar mano de obra y aptitudes para llenar el vacío, pero tal cosa estaba más allá de los prejuicios de los orgullosos drows. La categoría social lo era todo, y nadie estaba dispuesto a dejar a un lado una posición duramente adquirida por el bien común. Los habitantes de Menzoberranzan no pudieron unirse para ganar la guerra, y no lo harían ahora para superar sus consecuencias.
Y en eso, reflexionó Nisstyre, radicaba también su propio problema. A aquellos elfos oscuros sólo los motivaba la promesa de un beneficio personal. Posición, poder: ésos eran los señuelos necesarios para persuadir a los orgullosos drows a salir a la luz, pues si bien la vida era dura en la Antípoda Oscura, y Menzoberranzan se enfrentaba a un nuevo y aterrador caos, la mayoría de los drows no veía otra opción. Lo único que el mundo exterior ofrecía era la derrota, la deshonra y el abrasador horror que era el sol.
El comerciante dejó caer la cortina con un profundo suspiro y se dio la vuelta para contemplar un espectáculo de naturaleza muy distinta. Un drow del sexo masculino, un plebeyo de mediana edad y aspecto corriente, estaba sujeto con cadenas a una pesada silla de piedra. A su alrededor crepitaba una esfera de pálida luz verdosa, y sobre él se alzaba otro drow vestido de negro que permanecía en pie, salmodiando, con los ojos cerrados y las manos extendidas. Magia clerical fluía de cada uno de los dedos del elfo oscuro, chisporroteando como negros rayos al interior del drow encadenado. El prisionero se retorcía de dolor mientras su torturador —un sacerdote de Vhaeraun, patrón de los ladrones— saqueaba sus recuerdos y le robaba los secretos.
Finalmente el sacerdote asintió, satisfecho. La esfera de luz se disipó con un leve chasquido, y el prisionero se dejó caer contra las cadenas, gimiendo en una mezcla de dolor y alivio.
Un trato curioso, tal vez, para un informador de confianza, pero Nisstyre no tenía dónde elegir. El precio de una confianza mal depositada era alto. En Menzoberranzan, todo aquel sospechoso de venerar a cualquier otro dios que no fuera Lloth era ejecutado sumariamente, por lo que todos los que seguían a otros dioses, o a ninguno, se guardaban prudentemente sus opiniones para sí.
No obstante ahora, con su ciudad sumida en la confusión y sus suposiciones más básicas bajo sospecha, había unos cuantos drows que osaban murmurar el nombre de Vhaeraun, y que soñaban con una vida libre de las limitaciones de Menzoberranzan. Era a estos drows a quienes Nisstyre buscaba discretamente. Algunos eran como aquel elfo torturado, cuyo odio al dominio matriarcal era tan intenso que estaría dispuesto a soportar cualquier cosa con tal de ver su fin. Pero la mayoría de sus congéneres requerían más. Algo que pudiera erradicar recuerdos amargos y ofrecer oportunidades para obtener posición social y poder más allá de aquello de lo que disfrutaban ahora.
Con el tiempo, se juró Nisstyre, hallaría lo que se necesitaba para persuadir a los habitantes de la ciudad para que adoptaran su causa. Al fin y al cabo, El Tesoro del Dragón era famoso por proporcionar cualquier cosa sin preocuparse por su coste.
Menzoberranzan no era el único territorio que luchaba contra los conflictos y la guerra. Muy lejos, en un territorio escarpado de colinas y bosques en el extremo oriental de Faerun, los habitantes de Rashemen conocían su propia época de agitación. La magia —la fuerza que gobernaba y protegía su tierra— recientemente había empezado a actuar de forma defectuosa. Antiguos dioses y héroes que llevaban mucho tiempo muertos habían paseado por la región, y una nación de soñadores se había visto atormentada por extrañas pesadillas y arrebatos frenéticos estando despiertos. Y lo que era más peligroso, las defensas místicas creadas por la magia de las Brujas gobernantes habían fallado, y los ojos de muchos enemigos se volvieron de nuevo hacia Rashemen.
De todos los guerreros del lugar, tal vez ninguno había sentido aquel trastorno tanto como Fyodor. Era un hombre joven, agradable, que había mostrado una mano firme en la herrería del forjador de espadas y un valor constante en la batalla. Era un trabajador incansable, pero según todos los relatos un poco soñador incluso para los criterios rashemitas. Fyodor poseía tanta facilidad para cantar o contar una historia como cualquier bardo errante, y su profunda y resonante voz de bajo a menudo se dejaba oír por encima del tintineo del martillo mientras trabajaba. Como la mayoría de sus compatriotas, apreciaba los sencillos placeres de la vida y aceptaba sus dificultades con resignada calma. Su amable naturaleza y pronta sonrisa no parecían encajar con su temible reputación; Rashemen era célebre por la fuerza y violencia de sus guerreros enloquecidos, entre los cuales Fyodor era un campeón.
Los afamados luchadores de la ciudad utilizaban un ritual mágico poco conocido para provocar sus furias combativas, y por alguna peculiaridad del destino, una parte extraviada de esa magia se liberó y fue a alojarse en el joven Fyodor, que se había convertido en un enloquecido nato, capaz de sumirse en un increíble frenesí combativo a voluntad. En un principio, su nueva habilidad había sido recibida como un don del cielo, y cuando las hordas tuiganas penetraron en el territorio desde las estepas orientales, Fyodor se mantuvo firme junto a sus camaradas enloquecidos y combatió con ferocidad sin par.
Todo habría ido bien de no ser por otra reliquia de la época de la magia corrupta. Fyodor, el soñador, siguió viéndose atacado por las pesadillas que habían atormentado a tantos rashemitas durante la Época de Tumultos. No contó esto a nadie, pues muchos de los suyos —simples campesinos en su mayoría— abrigaban supersticiones profundamente inculcadas respecto a sueños y veían en todas las visiones nocturnas producto de la cerveza significados concretos y presagios de muerte. Fyodor creía saber lo que eran y lo que no eran los sueños.
Sin embargo, aquella noche no se sentía tan seguro. Salió de una pesadilla y se encontró sentado muy tieso en su jergón, con el corazón latiendo apresuradamente y el cuerpo empapado de sudor. Intentó sin éxito volverse a dormir, pues volvería a enfrentarse a los tuigan por la mañana y necesitaría todas sus energías. Había luchado y combatido bien, o al menos eso le habían dicho; sus camaradas habían brindado con sus frascos en su honor y alardeado sobre la cantidad de bárbaros que habían caído bajo la negra espada de Fyodor. Este, por su parte, no recordaba gran cosa de la batalla. Cada vez que combatía recordaba menos cosas sobre la lucha, y eso le preocupaba. Puede que ése fuera el motivo de que aquella pesadilla lo atormentara tanto.
En ella se había encontrado en un espeso bosque, al que al parecer había ido a parar en la confusa secuela de un arrebato de furia combativa. Sus brazos, rostro y cuerpo estaban cubiertos de dolorosos arañazos, y tenía un vago recuerdo de un juguetón enfrentamiento con su compañero, un medio salvaje tigre de las nieves. En su sueño, Fyodor comprendió finalmente que el juego debía de haber despertado su frenesí guerrero y, aunque no conseguía recordar el resultado de la batalla, su espada estaba cubierta hasta la empuñadura de sangre aún caliente.
Ya despierto, Fyodor supo que el sueño, aunque perturbador, no era ninguna profecía de un combate futuro. Era cierto que había domesticado a un tigre de las nieves en una ocasión, pero eso había sido muchos años atrás, y se habían separado en paz cuando la criatura salvaje regresó al lugar al que pertenecía. Pero el sueño lo obsesionaba, pues en él leía su mayor temor: ¿llegaría un momento en que la furia lo dominaría por completo? ¿Sería capaz, presa de un enloquecido frenesí, de destruir no sólo a sus enemigos sino a aquellos a quienes amaba?
Una y otra vez, Fyodor vio cómo la luz se apagaba en los dorados ojos del felino, y por mucho que lo intentaba, no conseguía desterrar la imagen, o rechazar el temor de que aquello pudiera llegar a suceder.
Y mientras aguardaba la luz del alba, sintió el insoportable peso del destino sobre sus jóvenes hombros y se preguntó si tal vez el sueño no contendría una profecía.
Shakti Hunzrin se dejó caer aún más en la proa del pequeño bote y contempló con fijeza a los dos jóvenes que se esforzaban con los remos. Eran sus hermanos, príncipes pajes cuyos nombres sólo recordaba de vez en cuando. Los tres hermanos drows se dirigían a la isla de Rothe, un islote cubierto de musgo en el corazón del lago Donigarten. La casa Hunzrin estaba a cargo de la mayor parte de la agricultura de la ciudad, aparte del rebaño de rotes que guardaba la isla, y las responsabilidades de la familia de Shakti se habían cuadriplicado en la tumultuosa secuela de la guerra.
No obstante, el humor de la elfa oscura era sombrío al contemplar a sus hermanos, jóvenes sin casta armados únicamente con cuchillos y tridentes. Viajar con tan escasa escolta no sólo era peligroso, sino insultante, y Shakti Hunzrin estaba siempre alerta para detectar cualquier insulto, por insignificante que fuera.
El bote chocó contra el muelle de piedra, devolviendo violentamente los pensamientos de la drow a la realidad. Se puso en pie, apartando de un manotazo las manos de sus indignos escoltas y saltó de la embarcación sin ayuda. Donigarten podría hallarse fuera de las rutas frecuentadas por la mayoría de drows, pero allí Shakti estaba en su elemento y al mando, y permaneció sobre el estrecho muelle unos instantes, con la cabeza echada hacia atrás, para admirar la fortaleza en miniatura de lo alto.
Los aposentos del capataz se alzaban unos treinta metros sobre su cabeza, tallados en la piedra maciza que se elevaba en forma de pared vertical desde el agua. El bote de Shakti había atracado en el único punto de desembarco válido del lugar: una diminuta ensenada que carecía de las afiladas y desgarradoras rocas que rodeaban el resto de la isla. El único modo de abandonar la isla era a través de la fortaleza de piedra y el único camino para descender al muelle era una estrecha escalera tallada en la pared de roca. Las aguas alrededor de la isla eran profundas y frías, totalmente negras a excepción de algún ocasional y tenue resplandor procedente de las criaturas que habitaban las estancadas profundidades. De vez en cuando, alguien intentaba nadar en aquellas aguas, pero hasta el momento, nadie había sobrevivido al intento.
Shakti hizo caso omiso de los escalones y flotó con facilidad hacia lo alto, en dirección a la puerta de la fortaleza. El corto vuelo no tan sólo le proporcionaba una entrada más impresionante, sino que tenía un propósito práctico. Los orgullosos drows, con su amor por la belleza, no permitían que los niños imperfectos sobrevivieran y carecían de excesiva paciencia para con aquellos que desarrollaban defectos físicos durante su vida. Shakti era corta de vista y se tomaba grandes molestias para ocultarlo; temía perder pie en la traicionera escalera, y no estaba segura de qué sería peor: si la caída por la fuerte pendiente o tener que explicar por que había tropezado.
La capataz, una mujer perteneciente a una rama de menor categoría del árbol genealógico de los Hunzrin, hizo una profunda reverencia cuando Shakti penetró en la enorme habitación central. La recién llegada, se sintió hasta cierto punto apaciguada por aquella muestra de respeto y satisfecha de observar que sus hermanos se colocaban en posición de guardia a cada lado de la entrada, como si ella fuera ya una respetada matrona.
Depositó a un lado su única arma —una horca de tres dientes con un delgado mango tallado con runas— y se encaminó a la ventana situada al otro extremo de la habitación. La escena que contempló al otro lado no resultó alentadora. Los campos de musgo y líquenes habían sufrido un pastoreo demasiado intensivo y el sistema de riego estaba obstruido y descuidado. Los rotes deambulaban sin rumbo, paciendo aquí y allá en el exiguo forraje. Sus pelajes, por lo general largos y espesos, aparecían harapientos y sin brillo, y Shakti comprendió consternada que no habría demasiada lana cuando llegara el momento de esquilar a los animales. Más preocupante aún era la total oscuridad que envolvía los pastos.
—¿Cuántos han nacido hasta ahora durante esta estación? —espetó al tiempo que se desprendía de su
piwafwi
. Uno de sus hermanos dio un salto al frente para recoger la reluciente capa.
—Once —respondió la capataz en tono lúgubre—. Dos de ellos nacieron muertos.
La sacerdotisa asintió; la respuesta no era inesperada. Los rotes eran criaturas mágicas que llamaban a sus futuras parejas con tenues luces parpadeantes. En aquella época del año, los rituales de apareamiento de los animales deberían haber iluminado con su resplandor toda la isla, pero los desatendidos animales estaban demasiado débiles y apáticos para ocuparse de tales cuestiones.