La Historia de San Michele (13 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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—Deme la mano y yo le enseñaré el camino. Creí que su mano era muy fuerte. ¿Por qué tiembla tanto? Sí, tiene usted razón, sólo es un sueño; no hable o volará en seguida. ¡Escuche! Oiga… Es el ruiseñor.

—No, es la oropéndola.

—Estoy segura de que es el ruiseñor, ¡no hable! ¡Escuche! ¡Escuche!

Julieta cantaba con su tierna voz, acariciadora como la brisa nocturna entre el follaje:

«Non, non, ce n'est pas le jour,

Ce n'est pas l’alouette,

Dont les chants ont frappé ton oreille inquiète,

C'est le rossignol

Messager de l'amour.»

—¡No hable! ¡No hable!

Una lechuza lanzó su siniestra admonición entre las ramas, sobre nuestras cabezas. La Condesa se puso en pie con un grito de espanto.

Regresamos silenciosamente.

—Buenas noches —me dijo, al dejarme en el vestíbulo—. Mañana hay luna llena.
A demain.

Leo
dormía en mi cuarto; era un gran secreto y nos sentíamos ambos un poco culpables.

—¿Dónde has estado y por qué vienes tan pálido? —me preguntó
Leo
mientras subíamos furtivamente la escalera—. Todas las luces del castillo están apagadas y todos los perros del pueblo están silenciosos. Debe de ser muy tarde.

—He estado lejos, en una extraña tierra llena de misterio y de ensueño. Casi he perdido mi camino.

—Iba ya a caer dormido en mi perrera, cuando la lechuza me ha despertado a tiempo para deslizarme al vestíbulo cuando viniste.

—A mí también me ha despertado a tiempo, querido
Leo.
¿Te gusta la lechuza?

—No —dijo
Leo
—. Prefiero un faisán tierno; acabo de comerme uno; lo vi correr a la luz de la luna, en mis propias narices. Sé que es contra la ley, pero no pude resistir la tentación. No me denunciarás al guardabosque, ¿verdad?

—No, amigo mío; ¿y tú tampoco dirás al despensero que hemos venido tan tarde?

—No, naturalmente.


Leo
, ¿estás arrepentido, al menos, de haber robado aquel tierno faisán?

—Trato de arrepentirme.

—¿Pero no es fácil? —dije.

—No —murmuró
Leo
, relamiéndose.


Leo
, eres un ladrón, pero no el único aquí, y también un mal perro guardián. Tú, que estás aquí para tener a raya a los ladrones, ¿por qué no despiertas inmediatamente al amo con tu vozarrón, en vez de estar aquí sentado mirándome con ojos tan dulces?

—No puedo menos. Me gustas.


Leo
, amigo mío, toda la culpa es del soñoliento guardián de la noche allá en el cielo. ¿Por qué no ha dirigido la luz de su linterna sorda a todos los rincones oscuros del parque, donde hay un banco bajo un viejo tilo, en vez de ponerse el gorro de dormir de las nubes sobre su cabeza calva y adormilarse, cediendo su misión de guardián a su amiga la lechuza? O acaso ese astuto, viejo pecador, decrépito Don Juan que se pavonea entre las estrellas como
le vieux marcheur
por los
boulevards
, sólo fingió dormir y nos observó siempre con el rabillo del maligno ojo, demasiado caduco él mismo para el amor, pero gozando aún viendo a los demás perder la cabeza.

—Alguien pretende que la luna es una señora joven y bella —dijo
Leo.

—No lo creas, amigo. La luna es una vieja doncella marchita que espía de lejos con ojos traidores la inmortal tragedia del mortal amor.

—La luna es un espectro —dijo
Leo.

—¿Un espectro? ¿Quién te lo ha dicho?

—Un antepasado mío lo supo ha mucho tiempo, en el desfiladero de San Bernardo, por un viejo oso que lo había sabido por Atta Troll, quien lo sabía por la misma Osa Mayor, que reina sobre todos los osos. ¿Sabes?, allá en el cielo todos temen a la luna. No es extraño que nosotros, los perros, la temamos y le ladremos, pues hasta la brillante Sirio, la estrella Can que reina sobre todos nosotros, palidece cuando ella sale de su tumba y alza su siniestro rostro en la oscuridad. ¿Crees ser el único, acá en la tierra, que no puede dormir cuando hay luna? Sabe que todos los animales silvestres y toda cosa que trepa y se arrastra por bosques y prados, dejan sus cubiles y yerran por ahí, espantados de sus rayos malignos. En verdad, muy ocupado debías de estar esta noche en mirar a alguien en el parque; de no ser así, hubieras advertido que era un fantasma que no te quitaba el ojo de encima. Le gusta arrastrarse bajo los tilos en un viejo parque, frecuentar las ruinas de un castillo o de una iglesia, vagar por un viejo cementerio e inclinarse sobre cada tumba para leer el nombre del muerto. Le gusta sentarse y contemplar horas enteras, con acerados ojos, la desolación de los campos de nieve que, como un sudario, cubren la tierra muerta, y fisgar a través de la ventana de una alcoba para atemorizar con un sueño siniestro al durmiente.

—Basta,
Leo
, no hablemos más de la luna o no pegaremos el ojo esta noche; me da escalofríos. Dame un beso, amigo, y vamos a la cama.

—Pero cerrarás las contraventanas, ¿verdad?

—Sí, las cierro siempre que hay luna.

Al día siguiente, mientras desayunábamos, dije a
Leo
que debía volver en seguida a París; era lo más prudente, porque hoy había luna llena y yo tenía veintiséis años y su ama veinticinco… —o veintinueve—. Me había visto hacer la maleta y todos los perros saben lo que eso significa. Bajé a ver a
Monsieur l'abbé
y le conté la mentira de siempre: que me habían llamado para una consulta importante y que debía salir en el tren de la mañana. Díjome que lo sentía mucho. También el Conde, que se disponía a montar para su paseo matutino, mostró su pesar; claro es que no había de molestar tan temprano a la Condesa. Además, yo volvería muy pronto.

Cuando me encaminaba a la estación, encontré a mi amigo el médico del pueblo, que regresaba en su cochecito de dos ruedas de su visita matutina al Vizconde. El enfermo estaba muy abatido y pedía comida a gritos, pero el doctor permanecía firme en su negativa de cargar con la responsabilidad de darle algo más que agua. La cataplasma en el estómago y la bolsa de hielo en la cabeza se las habían renovado continuamente durante la noche, interrumpiendo el sueño del paciente. ¿Tenía yo algo que sugerirle?

No, estaba seguro de que se hallaba en excelentes manos. Quizá, si la situación permaneciera estacionaria, podría probar, como variación, ponerle la bolsa de hielo en el estomago y la cataplasma en la cabeza.

¿Cuánto tiempo creía yo, de no sobrevenir ninguna complicación, que debería guardar cama el enfermo?

Lo menos otra semana, hasta que no hubiese luna.

El día había sido largo. Era feliz por estar de nuevo en la
Avenue de Villiers.
Me fui directamente a la cama. No me sentía muy bien y me pregunté si no tendría un poco de fiebre, pero los médicos nunca comprenden si tienen fiebre o no. Me dormí en seguida; ¡estaba tan cansado! No sé el tiempo que llevaba durmiendo cuando, de pronto, me di cuenta de que no estaba solo en el cuarto.

Abrí los ojos y vi en la ventana una faz lívida que me miraba fijamente con ojos blancos y vacíos… Por una vez habíame olvidado de cerrar las contraventanas. Lenta y silenciosamente, algo se deslizó en el cuarto y extendió un largo brazo blanco, como el tentáculo de un enorme pulpo, cruzando el suelo hacia la cama.

—¿Conque quieres volver al castillo, a pesar de todo? —dijo mofándose con su boca desdentada y los labios exangües—. ¿Verdad que era bella y agradable la noche ayer, bajo los tilos, conmigo como padrino de boda y coros de ruiseñores cantando en torno vuestro? ¡Ruiseñores en agosto! Verdaderamente, debíais de sentiros los dos muy lejos, en un remoto país. Y ahora quieres volver allí esta noche, ¿no es cierto? Bien, vístete y encarámate sobre mi blanco rayo de luna, al que has tenido la atención de llamar brazo de pulpo, y yo te llevaré bajo los tilos en menos de un minuto. Mi luz viaja tan veloz como tus sueños.

—Ya no sueño, ¡estoy bien despierto y no quiero volver allí, fantasma de Satanás!

—Sueñas que estás despierto, ¿eh? ¿Aún no has agotado tu vocabulario de estúpidos insultos? ¡Fantasma de Satanás! Ya me has llamado
vieux marcheur
, Don Juan y doncella marchita que espía. Sí, anoche te espié en el parque, y me gustaría saber cuál de nosotros dos se sentía Don Juan, ¿o quieres que te llame Romeo? ¡Por Júpiter, que no te les pareces! Tu verdadero nombre es Ciego Loco, que ni siquiera puedes ver lo que aquel animal de perro tuyo veía, que yo no tengo edad, sexo, ni vida; que soy un fantasma.

—¿El fantasma de qué?

—El fantasma de un mundo muerto. Guárdate de los fantasmas. Vale más que acabes con tus insultos, o te volveré ciego con un destello de mis sutiles rayos, mucho más mortales para los ojos humanos que la dorada flecha del mismo dios Sol. Es mi última palabra, soñador blasfemo. Ya se acerca el alba por Oriente. Tengo que volver a mi tumba o no veré el camino. Soy viejo y estoy cansado. ¿Crees que sea fácil tarea tener que vagar de la noche a la mañana, cuando todo está en reposo? Me llamas tétrico y siniestro. ¿Crees que es fácil estar alegre cuando se debe vivir en una tumba, si eso puede llamarse vivir, como lo llamáis algunos de vosotros, los mortales? Tú mismo irás un día a tu sepulcro, y también la Tierra donde ahora te hallas, condenada a muerte como tú.

Miré al fantasma y vi por vez primera cuán viejo y cansado parecía; acaso habría sentido casi piedad si su amenaza de cegarme no hubiera despertado de nuevo mi rabia.

—¡Largo de aquí, tétrico y viejo dueño de funeraria! —grité—: aquí no es probable que tengas trabajo, estoy lleno de vida.

—¿Sabes —dijo con risa burlona, arrastrándose sobre el lecho y poniéndome en el hombro su largo brazo blanco— por qué has acostado a ese loco Vizconde con una bolsa de hielo en el estómago? ¿Para vengar a las golondrinas? Yo sé más. Eres un Otelo farsante. Fue para impedirle pasear a la luz de la luna con la…

—¡Retira tu garra, vieja araña venenosa, o saltaré del lecho y lucharé contigo!

Hice un esfuerzo violento para levantar mis miembros adormecidos y desperté bañado en sudor.

El cuarto estaba lleno de suave luz plateada. De pronto, cayó el velo de mis ojos hechizados y vi, a través de la ventana abierta, la luna llena, bella y serena, que me miraba desde un cielo sin nubes.

—¡Virginal diosa luna! ¿Puedes oírme a través de la calma de la noche? ¡Pareces muy dulce, pero también muy triste! ¿Puedes tú comprender el pesar? ¿Puedes perdonar? ¿Puedes cicatrizar las heridas con el bálsamo de tu luz pura? ¿Puedes enseñar el olvido? Ven, dulce hermana, a sentarte junto a mí; ¡estoy tan cansado! Posa tu fresca mano en mi ardorosa frente a fin de calmar mis tumultuosos pensamientos. Murmura a mis oídos lo que debo hacer y adónde debo ir para olvidar el canto de las sirenas.

Fui a la ventana y permanecí largo rato mirando a la Reina de la Noche, que recorría su camino entre estrellas. Las conocía bien, por las muchas noches de insomnio, y una tras otra las llamaba por su nombre: ¡llameante Sirio, Cástor y Pólux, amadas de los antiguos navegantes! ¡Arturo, Aldebarán, Capella, Vega, Casiopea! ¿Qué nombre tenía aquella estrella luminosa que estaba precisamente sobre mí y me hacía señas con su fiel y constante luz? La conocía bien. Muchas noches conduje mi barca por mares agitados, guiado por su luz; muchos días me mostró el camino, a través de bosques y campos nevados, en mi tierra natal.
Stella Polaris!
¡La Estrella Polar! ¡Éste es el camino, sigue mi luz y estarás salvado!

* * *

Le docteur sera absent pendant un mois.

Prière s'adresser à Dr. Norström,

Boulevard Haussmann, 66

VII - Laponia

YA se había puesto el sol tras el
Vassojarvi
, pero continuaba siendo día claro, de una luz color llama que se esfumaba lentamente en anaranjado y rubí. Una dorada niebla descendía sobre las montañas azules, centelleantes de manchas de nieve purpúrea y del amarillo vivo de los abedules plateados, relucientes con la primera escarcha.

Había terminado el trabajo diurno. Los hombres volvían del campo con los lazos al hombro, y las mujeres, con enormes vasijas de abedul llenas de leche fresca. El rebaño de mil renos, rodeado de perros vigilando en los puestos avanzados, estaba reunido en torno al campamento, al seguro, durante la noche, del lobo y del lince. Los incesantes mugidos de los terneros y el crepitante ruido de los cascos desvanecíase gradualmente; todo era silencio, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de un perro o por el chillido de una chotacabras o el fuerte grito de un búho en las lejanas montañas. Yo estaba sentado en el sitio de honor, junto al mismo
Turi
, en la tienda llena de humo.
Ellekare
, su mujer, echó un trozo de queso de reno en el caldero suspendido sobre el fuego y pasó por turno, primero a los hombres, luego a las mujeres y a los niños, la escudilla de espesa sopa, que comimos en silencio. Lo que sobró en el caldero fue repartido entre los perros que no estaban de guardia, los cuales se habían deslizado dentro, uno tras otro, y estaban echados en torno al fuego. Bebimos después, por turno, una taza de excelente café en las dos tazas de la casa, y todos sacaron las cortas pipas del zurrón de cuero y empezaron a fumar con sumo gusto. Quitáronse los hombres los zapatos de piel de reno y extendieron los manojos de hierba
carex
ante el fuego para secarlos: los lapones no llevan calcetines. Admiré una vez más la forma perfecta de sus piececitos, del empeine elástico y del talón fuerte y saliente. Algunas mujeres sacaban a los niños dormidos de las cunas de corteza de abedul, llenas de mórbido musgo y colgadas de los palos de la tienda, para darles de mamar. Otras exploraban entre los cabellos de sus hijos más creciditos, de bruces en sus ragazos.

—Siento que nos dejes tan pronto —dijo el viejo
Turi
—: ha sido una buena visita; me gustas.

Turi
hablaba bien el sueco. Había estado hacía muchos años en Lulea para exponer las quejas de los lapones contra los nuevos colonizadores al gobernador de la provincia, que era un tío mío, gran defensor de su causa perdida.
Turi
era un hombre poderoso, jefe indiscutido de su campamento con cinco tiendas, en las cuales estaban sus cinco hijos casados, con las mujeres y los niños, muy ocupados todos, desde la mañana a la noche, en vigilar su rebaño de mil renos.

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