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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

La Historia de San Michele (36 page)

BOOK: La Historia de San Michele
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Las enormes arcadas de la gran galería se alzaban rápidamente del suelo; una a una se destacaban sobre el cielo las cien blancas columnas de la pérgola. La que en un tiempo fue casa de
mastro Vincenzo
, y su taller de carpintero, fue transformada y ampliada poco a poco en la que sería mi futura morada. Cómo lo hicimos, nunca he podido comprenderlo, ni lo puede nadie que conozca la historia de San Michele actual. Estaba completamente ayuno de arquitectura, y asimismo mis compañeros de trabajo; nunca intervino en éste nadie que supiera leer o escribir. Ningún arquitecto fue consultado, ningún dibujo preciso, o plano, se hizo; ninguna medida exacta fue tomada. Todo se realizó a ojo, como decía
mastro Nicola.

Con frecuencia, por la noche, cuando los otros se habían ido, sentábame yo en el parapeto roto, fuera de la capillita, donde debía levantar mi esfinge, mirando con los ojos de la mente el castillo de mis sueños emergiendo del crepúsculo. Muchas veces, mientras estaba allí sentado, me parecía ver vagar, bajo las bóvedas aún no terminadas de la galería inferior, una figura alta, con un largo manto, examinando atentamente el trabajo del día, probando la resistencia de la nueva estructura, inclinándose sobre los rudimentarios contornos dibujados por mí en la arena. ¿Quién era el misterioso inspector? ¿El venerable San Antonio en persona, bajado a escondidas de su altar de la iglesia para hacer aquí otro milagro? ¿O era el tentador de mi juventud que, doce años antes, habíaseme acercado en aquel mismo lugar y me había ofrecido su ayuda a cambio de mi porvenir? Estaba tan oscuro que ya no podía verle el rostro, pero me parecía ver la hoja de una espada relucir bajo una capa roja. Por la mañana, cuando reanudamos el trabajo suspendido la tarde anterior, con gran perplejidad sobre lo que se debía hacer y cómo, pareció cual si durante la noche se hubiesen desvanecido los obstáculos. La indecisión había desaparecido. Lo veía todo claro en mi mente, como si hubiese sido dibujado en sus más minuciosos detalles por un arquitecto.

Maria Portalettere
me había entregado dos días antes una carta de Roma. La metí, sin abrirla, en el cajón de mi mesa de pino, junto a otra docena no leídas. No tenía tiempo para el resto del mundo, fuera de Capri: en el Paraíso no hay servicio postal. Después sucedió una cosa sin precedentes: ¡llegó un telegrama a Anacapri! Laboriosamente señalado dos días antes por el semáforo en Massa Lubrense, con el andar del tiempo llegó al semáforo de Capri, junto al
Arco Naturale. Don Ciccio
, el torrero, después de una vaga conjetura sobre su significado, habíaselo ofrecido por turno a varias personas de Capri. Entonces se decidió probar en Anacapri y lo pusieron sobre el cesto de pescado de
Maria Portalettere.
Ésta, que nunca había visto un telegrama, lo entregó con grandes precauciones al párroco. El reverendo
Don Antonio
, que no estaba familiarizado con la lectura de lo que no sabía de memoria, dijo a
Maria Portalettere
que se lo llevase al maestro de escuela, reverendo
Don Natale
, el hombre más instruido del pueblo.
Don Natale
tenía la seguridad de que estaba escrito en hebreo, pero fue incapaz de traducirlo, por la mala ortografía. Dijo a
Maria Portalettere
que lo llevase al reverendo
Don Dionisio
, que había estado en Roma a besar la mano al Papa y era el hombre que se requería para leer el misterioso mensaje.
Don Dionisio
, la mayor autoridad del pueblo en cuestión de
roba antica
, reconoció inmediatamente que estaba escrito con el código telegráfico secreto del mismo
Timberio:
¡nada tenía, pues, de extraño que nadie pudiera comprenderlo! El farmacéutico confirmó su opinión, pero fue vigorosamente combatida por el barbero, que juraba estaba escrito en inglés. Sugirió sagazmente que lo llevasen a la
Bella Margherita
, cuya tía se había casado con un lord inglés. La
Bella Margherita
se deshizo en lágrimas apenas vio el telegrama: había soñado aquella noche que su tía se hallaba enferma; estaba segura de que el telegrama era para ella y de que lo mandaba el lord inglés para comunicarle la muerte de su tía. Mientras
Maria Portalettere
iba de casa en casa con el telegrama en la mano, crecía cada vez más la excitación en el pueblo y pronto se paralizó todo el trabajo. El rumor de que había estallado la guerra entre Italia y Turquía fue contradicho al mediodía por otro, traído de Capri por un muchacho a pie desnudo, de que el rey había sido asesinado en Roma. Se reunió al instante el Ayuntamiento, pero
Don Diego
, el alcalde, decidió no izar la bandera a media asta mientras la triste noticia no fuese confirmada por otro telegrama. Poco antes del ocaso,
Maria Portalettere
, escoltada por una muchedumbre de notables de ambos sexos, llegó con el telegrama a San Michele. Lo miré y dije que no era para mí. ¿Para quién era? Respondí que no lo sabía; nunca había conocido persona, viva o muerta, afligida con semejante nombre; no era un nombre, parecía el alfabeto de una lengua desconocida. ¿No intentaría leer el telegrama para decirle lo que estaba escrito? No, no lo haría, odiaba los telegramas. ¿No quería saber nada del mismo? ¿Era verdad la guerra entre Italia y Turquía?, aullaba la multitud al pie del muro del jardín.

No lo sabía, no me importaba lo más mínimo que hubiese guerra, mientras me dejasen cavar en paz en mi jardín.

La vieja
Maria Portalettere
sentóse, abatida, sobre la columna de cipolino; dijo que estaba en pie desde el alba con el telegrama, sin comer; no podía más. Por otra parte, tenía que ir a dar el pienso a la vaca. ¿Quería yo conservar el telegrama hasta la mañana siguiente? En su casa, con todos los nietos jugando en ella, sin contar los pollos y el cerdo, no estaría seguro. La vieja
María Portalettere
era muy amiga mía; me apiadé de ella y de la vaca. Me metí el telegrama en el bolsillo; ella vendría por él la mañana siguiente, para continuar sus pesquisas.

El sol se puso tras el mar, tocaron las campanas el Ángelus y todos volvimos a casa, a cenar. Estando sentado bajo la pérgola, con una botella del mejor vino de
Don Dionisio
delante, se me ocurrió un terrible pensamiento: ¿Y si, al fin y al cabo, fuese para mí el telegrama? Me reanimé con otro vaso de vino, puse sobre la mesa el telegrama, desdoblado, e intenté traducir en una lengua humana su significado misterioso. Necesité vaciar toda la botella para persuadirme de que no era para mí. Me dormí con la cabeza en la mesa y el telegrama en la mano.

Dormí hasta tarde el día siguiente. No había prisa: nadie trabajaría aquel día en mi jardín; seguramente estarían todos en la iglesia desde la misa matutina; era Viernes Santo. Dos horas más tarde, mientras subía hacia San Michele, me sorprendió mucho encontrar a
mastro Nicola
con sus tres hijos y todas las muchachas trabajando, como de costumbre, en el jardín. Cierto que sabían mi ansiedad por adelantar todo lo posible el trabajo, pero nunca se me hubiera ocurrido pedirles que trabajaran en Viernes Santo. Eran amables de veras y dije que les estaba muy agradecido.

Una voz muy conocida me llamó por mi nombre desde el otro lado del muro del jardín. Era un amigo mío recién nombrado ministro de Suecia en Roma. Estaba furioso porque no había recibido contestación a su carta, en la cual anunciaba su propósito de venir a pasar la Pascua conmigo, y aún más ofendido por no haber tenido la atención de salir a recibirle a la Marina con un burro, a la llegada del vapor correo, como me había suplicado en su telegrama. No hubiera venido nunca a Anacapri si hubiese sabido que tenía que subir a pie los setecientos setenta y siete escalones fenicios que conducían a mi miserable aldea. ¿Tendría el descaro de decir que no había recibido su telegrama?

Naturalmente, lo había recibido, todos lo habíamos recibido; casi me había embriagado sobre él. Se calmó un poco cuando le tendí el telegrama; dijo que quería llevarlo a Roma para enseñarlo en el Ministerio de Correos y Telégrafos. Se lo arrebaté de la mano, advirtiéndole que toda tentativa para mejorar las comunicaciones telegráficas entre Capri y la tierra firme hallaría en mí una vigorosa oposición.

Me alegré mucho de enseñar el lugar a mi amigo y de explicarle todas las futuras maravillas de San Michele, refiriéndome de vez en cuando a mi esbozo sobre el muro para hacérselo comprender mejor, lo cual decía necesitar mucho. Se admiró grandemente, y cuando miró abajo, desde la capilla, la hermosa isla a sus pies, dijo que creía era la vista más bella del mundo. Cuando le indiqué el lugar de la gran esfinge egipcia de granito rojo, me dirigió una furtiva mirada de inquietud, y cuando le mostré dónde se haría volar la montaña para erigir mi teatro griego, dijo que se sentía algo aturdido y me pidió conducirlo a mi quinta para beber algo; quería hablar conmigo tranquilamente.

Echó una ojeada a mi cuarto blanqueado, preguntándome si aquello era mi quinta. Respondí que en mi vida había estado tan cómodo. Puse sobre la mesa de pino un frasco de vino de
Don Dionisio
, le invité a sentarse en mi silla y me tendí en el lecho para escuchar lo que había de decirme. Mi amigo me preguntó si durante los últimos años había estado mucho en la
Salpêtrière
, entre personas más o menos extrañas y desequilibradas, de mente algo débil.

Contesté que no estaba lejos de la verdad, pero que había dejado del todo la
Salpêtrière.

Dijo que ya era hora y que se alegraba mucho; era preferible que me dedicase a cualquier otra especialidad. Me quería bien; en realidad, había venido para intentar persuadirme de que volviese en seguida a mi espléndida posición en París, en vez de perder el tiempo entre aquellos aldeanos de Anacapri. Pero, en cuanto me vio, cambió de idea, llegando a la conclusión de que necesitaba un completo reposo.

Declaré que me hacía muy feliz aprobando mi propósito; verdaderamente, no podía ya soportar aquella tensión; estaba agotado.

—¿Mentalmente? —preguntó con simpatía.

Le dije que sería inútil rogarme volver a París; pasaría el resto de mis días en Anacapri.

—¿En este miserable pueblecito, completamente solo entre estos aldeanos que no saben leer ni escribir? ¿Tú, un hombre culto? ¿Y con quién estarás?

—Conmigo mismo, con mis perros y quizá con un mono.

—Siempre has dicho que no puedes vivir sin música: ¿quién cantará para ti, quién tocará para ti?

—Los pájaros, en el jardín; el mar, en torno mío. ¡Escucha! Oye ese maravilloso
mezzo-soprano:
es la oropéndola. ¿No es más bella su voz que la de nuestra célebre compatriota Cristina Nilson o la de la misma Patti? Oye el solemne andante de las ondas: ¿no es más bello que el de la Novena Sinfonía?

Cortando súbitamente la conversación, me preguntó mi amigo quién era mi arquitecto y en qué estilo sería construida la casa.

Le dije que no tenía arquitecto, y que hasta entonces no sabía qué estilo tendría la casa; todo ello se decidiría por sí mismo a medida que se fuera trabajando.

Me dirigió otra furtiva mirada inquieta y dijo que, al menos, se alegraba de que hubiera dejado a París después de enriquecerme; seguramente se necesitaría una gran fortuna para construir tan magnífica quinta como le había descrito.

Abrí el cajón de mi mesa de pino y le mostré un fajo de billetes de Banco embutido en una media. Le dije que era cuanto poseía en este mundo, al cabo de doce años de rudo trabajo en París; creía que, en total, sumaría unos quince mil francos; probablemente, menos.

—Escucha, soñador incorregible, las palabras de un amigo —dijo el ministro sueco. Llevándose el índice a la frente, añadió—: No ves más claro que tus ex enfermos de la
Salpêtrière;
por lo visto, el mal es contagioso. Haz un esfuerzo para ver las cosas como son en realidad, no en tus ensueños. Si continúas con tu casa un mes más, quedará vacía tu media, y hasta ahora no he visto trazas de una sola habitación; sólo he visto galerías, azoteas, claustros y pérgolas a medio concluir. ¿Con qué harás tu casa?

—Con mis manos.

—Una vez instalado en ella, ¿con qué vivirás?

—Con macarrones.

—Lo menos necesitarás medio millón para construir tu San Michele como en tu imaginación lo ves; ¿de dónde sacarás el dinero?

Me quedé confundido. Nunca había pensado en ello. Era un nuevo punto de vista.

—¿Qué diablos voy a hacer? —dije, al fin, mirando a mi amigo.

—Te lo voy a decir —repuso con voz resuelta—. Dejarás en seguida de trabajar por tu loco San Michele, dejarás tu cuarto encalado y, ya que te niegas a volver a París, vendrás a Roma para reanudar tu labor de médico. Roma es, precisamente, tu sitio. No estarás allí más que en invierno, y tendrás los largos veranos para terminar tu casa. San Michele te ha hecho enloquecer, pero no eres tonto o, por lo menos, pocos lo han advertido hasta ahora. Además, tienes suerte en todo lo que haces. Me dicen que hay cuarenta y cuatro médicos forasteros ejerciendo en Roma; si te animas y te pones a trabajar en serio, puedes vencerlos a todos con la mano izquierda. Si trabajas mucho y me entregas a mí tus ganancias, apuesto lo que quieras a que en menos de cinco años habrás hecho bastante dinero para completar tu San Michele y vivir felizmente el resto de tu vida en compañía de tus perros y de tus monos.

Después de marcharse mi amigo pasé una noche terrible, yendo de arriba abajo en el cuartito de campesino, como un animal enjaulado. Ni siquiera me atreví a subir a la capilla para dar las buenas noches a la esfinge de mis sueños acostumbrados. Temía que, una vez más, se me acercase en el crepúsculo el tentador de la capa roja. Al salir el sol, corrí al faro y me lancé al mar. Cuando volví a la orilla, mi cabeza estaba clara y fresca como el agua del golfo.

Dos semanas después me instalé como médico en la casa de Keats, en Roma.

XXII - Piazza di Spagna

MI primer enfermo fue la señora P., la mujer de un conocido banquero inglés en Roma. Llevaba tendida boca arriba casi tres años, a consecuencia de una caída de caballo durante una cacería en la Campagna. Todos los médicos extranjeros la habían visitado, alternativamente; un mes antes había consultado incluso a Charcot, que le habló de mí; no creía que él supiera que me había establecido en Roma. Apenas la hube examinado, comprendí que se cumpliría la profecía del ministro sueco. Sabía que otra vez estaba a mi lado la Fortuna, invisible para todos excepto para mí. Era realmente un caso afortunado para iniciar mi carrera romana. La paciente era la señora más popular de la colonia extranjera. Me convencí de que un choque, no una lesión orgánica de la espina dorsal, había causado la parálisis de sus miembros, y de que la fe y el masaje la pondrían en pie en un par de meses. Le dije lo que ningún otro se había atrevido a decirle, y mantuve mi palabra. Mejoró aun antes de haber empezado el masaje. En menos de tres meses fue vista por la mitad de la sociedad romana descender del coche en
Villa Borghèse
y pasear bajo los árboles apoyada en su bastón. Aquello fue considerado como un milagro, cuando en realidad era un caso muy sencillo y fácil, dado que la enferma tenía confianza, y el médico, paciencia. Me abrió las puertas de casi todas las casas de la numerosa colonia inglesa de Roma, y también de muchas casas italianas. Al año siguiente era médico de la Embajada británica y tuve más enfermos ingleses que los once médicos ingleses juntos: ya os imaginaréis la simpatía que éstos sentían por mí. Un viejo amigo mío de la
École des Beaux Arts
, pensionado entonces en la
Villa Medici
, me puso en contacto con la colonia francesa. Mi antiguo amigo el conde Giuseppe Primoli me elogió en la sociedad romana, y un ligero eco de mi fortuna en la
Avenue de Villiers
hizo lo demás para llenar de enfermos mi sala de consulta. El profesor Weir-Mitchell, la más grande celebridad norteamericana en enfermedades nerviosas de aquella época, con el cual había tenido ya alguna relación durante mi estancia en París, continuó enviándome el exceso de sus millonarios decaídos y de sus mujeres neurasténicas. Sus exuberantes hijas, que habían invertido su vanidad en el primer príncipe romano disponible, empezaron también a llamarme a sus viejos y tétricos palacios, para consultarme sobre los varios síntomas de sus desilusiones. El resto de la vasta multitud de norteamericanos siguió, como un rebaño de ovejas. Los doce doctores yanquis compartieron pronto el destino de sus colegas ingleses. Los centenares de modelos que se sentaban en las gradas de la
Trinità dei Monti
, precisamente bajo mis ventanas, con los pintorescos trajes de los alrededores de Monte Casino, eran clientes míos. Todas las floristas de la
Piazza di Spagna
, cuando pasaban, arrojaban un ramo de violetas en mi coche, para pagarme un jarabe contra la tos prescrito a alguno de sus numerosos hijos. Mi ambular por el Trastevere esparció mi fama por todos los barrios pobres de Roma. Estaba en pie desde la mañana hasta la noche, dormía como un rey desde la noche hasta la mañana si no era llamado, lo cual sucedía con frecuencia, pero nada me importaba, porque en aquellos días no sabía lo que era la fatiga. Bien pronto, para ganar tiempo y satisfacer mi afición a los caballos, empecé a correr a gran velocidad por Roma, con mi fiel
Tappio
, el perro lapón, al lado, en una elegante victoria con ruedas rojas, tirada por un tronco de soberbios caballos húngaros. Al recordarlo ahora, comprendo que aquello era muy vistoso y habría podido ser tomado por propaganda, si la hubiera necesitado entonces. De todos modos, fue como una china en el ojo de mis cuarenta y cuatro colegas, lo cual no era de extrañar. Algunos de ellos iban en viejos coches de triste aspecto, de la época de Pío IX, que tenían toda la apariencia de poder ser usados, en el último momento, como coches fúnebres para sus enfermos difuntos. Otros iban a pie a sus lúgubres visitas, con largos redingotes y chistera calada, como si meditaran profundamente en quién sería el primer embalsamado. Todos me escrutaban ferozmente al pasar, pues me conocían de vista, y pronto me conocieron en persona, de grado o por fuerza, pues empecé a ser llamado a consulta por sus enfermos moribundos. Hice cuanto pude por observar rigurosamente la etiqueta de nuestra profesión, diciendo a sus enfermos que habían tenido suerte de estar en tan buenas manos; pero esto no siempre era fácil. Éramos, realmente, una triste chusma, náufragos de varios países y mares, arribados a Roma con nuestro modesto bagaje de ciencia. Debíamos vivir en alguna parte y ninguna razón había para no vivir en Roma mientras no nos entremetiésemos en la vida de nuestros enfermos.

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