La Historia de San Michele (48 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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Don Salvatore
depositaba la cuna en su altar y confiaba el
Bambino
a mis mujeres, con las más cuidadosas recomendaciones de velarlo y procurar que tuviera cuanto pudiese desear. Los niños de Elisa jugaban todo el día en el suelo para hacerle compañía, y, al
Ángelus
, arrodillábanse todos ante la cuna, recitando las preces.
Giovannina
vertía un poco más de aceite en la lámpara, para la noche; esperaban un rato, hasta que se durmiera el
Bambino
, y se iban de puntillas.

Cuando todo estaba tranquilo en la casa, subía yo al cuarto para echar una ojeada al
Bambino
antes de acostarme. La luz de la sagrada lámpara caía sobre la cuna; apenas lo percibía, sonriente en su sueño.

¡Pobre Niñito sonriente! ¡Ignoraba que llegaría un día en que todos nosotros, que nos arrodillábamos ante su cuna, lo abandonaríamos; que los que decían amarlo le traicionarían, que manos crueles le arrancarían la corona de oro de su frente para sustituirla por una corona de espinas, que lo clavarían en una cruz, que sería abandonado hasta por Dios!

La noche en que murió, un tétrico viejo medía a grandes pasos el mismo pavimento de mármol donde yo estaba ahora. Habíase levantado del lecho, despierto por un sueño obsesionante. Su rostro estaba tenebroso como el cielo, y el temor brillaba en sus ojos. Llamó a sus astrónomos y a sus sabios de Oriente y les encargó traducirle el significado de su sueño, pero antes de que pudieran leer las letras de oro en el cielo, vacilaron y apagáronse una a una las estrellas. ¿Qué podía temer él, dueño del mundo? ¿Qué le importaba la vida de un solo hombre, siendo el árbitro de la vida de millones de hombres? ¿A quién había de rendir cuentas porque uno de sus procuradores, en nombre del emperador de Roma, hubiera condenado a muerte aquella noche a un hombre inocente? Y su procurador, cuyo execrado nombre está siempre en nuestros labios, ¿era acaso más responsable que su imperial amo por haber firmado la ejecución de la pena de muerte de un inocente? Para él, severo defensor de la ley y de la tradición romanas en una agitada provincia, ¿era acaso un inocente? Y el judío maldito que vaga siempre por el mundo en busca de perdón, ¿sabía lo que hacía? Y el otro, el mayor malvado de todos los tiempos, ¿se percataba de lo que hacía cuando traicionó a su Maestro con el beso de amor? ¿Hubiera podido hacer otra cosa? ¿Obraba por espontánea voluntad?

Debía ser así, debía hacer lo que hizo, obedeciendo a una voluntad más poderosa que la suya. ¿No había, acaso, aquella noche en el Gólgota más de un hombre que debía sufrir por un pecado ajeno?

Me incliné unos momentos sobre el
Bambino
durmiente; después, me retiré de puntillas.

XXX - La fiesta de San Antonio

EL día más importante del año en Anacapri era el de la festividad de San Antonio. Durante varias semanas andaba revuelto el pueblecito por la solemne fiesta onomástica de nuestro Santo Patrón. Se limpiaban las calles; las casas ante las cuales la procesión debía pasar eran blanqueadas; se adornaba la iglesia con colgaduras de seda encarnada y tapices; se encargaban a Nápoles fuegos de artificio, y la banda, lo más importante de todo, se alquilaba en Torre Annunziata.

La víspera del gran día se iniciaban las fiestas con la llegada de la banda. Ya en medio de la bahía, había de empezar a tocar lo más fuerte posible, demasiado lejos aún para poder ser oída por nosotros desde Anacapri, pero bastante cerca, con viento favorable, para irritar los oídos de los capreses en el odiado pueblo de abajo. Desembarcando en la Marina, la banda, con los enormes instrumentos, era cargada en dos grandes carros y conducida hasta el término de la carretera. El resto del trayecto trepaban libremente los músicos por la pina escalera fenicia, sin dejar de tocar un solo instante. Bajo el muro de San Michele era recibida por una representación del Municipio. El magnífico director de la banda, con su espléndido uniforme guarnecido con galones de oro,
a lo Murat
, alzaba la batuta y, precedida por los muchachos del pueblo, la banda hacía su solemne entrada en Anacapri a tiempo de marcha, soplando en las trompetas, clarinetes y oboes, batiendo tambores y platillos, y sacudiendo con gran fuerza los triángulos. Por la noche, concierto de inauguración en la plaza, decorada con banderas y repleta de gente, sin interrupción hasta medianoche. Pocas horas de profundo sueño en el viejo cuartel donde durmieron en 1806 los soldados ingleses, interrumpido por el estallido de los primeros cohetes que anunciaban el naciente gran día. A las cuatro de la madrugada, diana por el pueblo, soplando vigorosamente, en la fresca brisa matutina. A las cinco, la acostumbrada primera misa en la iglesia, rezada como siempre por el párroco y, en esta ocasión, con el concurso de los músicos, en ayunas. A las siete, desayuno; una taza de café puro, medio kilo de pan y queso de cabra fresco. A las ocho no cabía ya un alma en la iglesia, a un lado los hombres y al otro las mujeres, con los niños dormidos en el regazo. En el centro, la banda, en la tribuna construida expresamente. Los doce sacerdotes de Anacapri, en los sitiales detrás del altar mayor, arremetían valerosamente con la
Misa Solemnis
de Pergolesi, confiando en la Providencia y en la banda, que los acompañaba, para que los sostuvieran hasta el fin. Intermedio musical: un furioso
galop
tocado con gran bravura y muy apreciado por los feligreses. A las diez, misa cantada en el altar mayor, con trabajosos solos del pobre viejo
Don Antonio
y trémolos de protesta e improvisados gritos de angustia del interior del pequeño órgano, consumido por tres siglos de uso. A las once, sermón panegírico del santo y de sus milagros, cada uno de éstos ilustrado y hecho visible con adecuados ademanes. Ora el orador alzaba en éxtasis las manos hacia los santos en el cielo, ora señalaba con el índice el pavimento hacia las subterráneas mansiones de los condenados, ora se postraba de rodillas rezando silenciosamente a San Antonio, para después ponerse en pie de un salto, precipitándose casi del púlpito para aterrar con el puño a un invisible burlón; ora inclinaba la cabeza con extático silencio para escuchar los gozosos cantos de los ángeles; ora, pálido de terror, se tapaba los oídos para no oír rechinar los dientes del demonio ni los gritos de los pecadores en las calderas. Por último, chorreando sudor y postrado por dos horas de lágrimas, sollozos y maldiciones, con una temperatura de treinta y ocho grados, hundíase en el púlpito con una terrible maldición para los protestantes. Mediodía. Gran excitación en la plaza.

Esce la processione! Esce la processione!

Venía primero una docena de niños muy pequeños, de dos en dos, cogidos de la mano. Algunos llevaban cortas túnicas blancas y alas de ángel, como los niños de Rafael. Otros, completamente desnudos y adornados con guirnaldas de pámpanos y coronas de rosas, parecían salidos de un bajorrelieve griego. Venían luego las Hijas de María, muchachas altas y delgadas, con vestidos blancos, largos velos azules y la medalla de plata de la
Madonna
, con una cinta azul, al cuello. Inmediatamente después, la
bizzocche
, con hábito y velo negro, doncellas viejas y resecas que habían permanecido fieles a su primer amor,
Gesù Cristo.
Luego, la Congregación de la Caridad, precedida de su estandarte, compuesta de viejos de aspecto grave, con las singulares túnicas blancas y negras del tiempo de Savonarola.

¡La música! ¡La música!

Y he aquí la banda, con los uniformes galoneados de oro del tiempo de los Borbones de Nápoles y precedida del magnífico músico mayor, soplando a toda fuerza una polca furiosa, «pieza predilecta del santo», según tengo entendido. Después, rodeado de todos los sacerdotes vestidos de gala, y saludado por centenares de petardos, aparecía San Antonio erguido sobre el trono, la mano extendida en actitud de bendecir. Su hábito estaba cubierto de encajes preciosos y sembrado de joyas y exvotos; su manto, de magnífico brocado antiguo, cerrábase en el pecho con un broche de zafiros y rubíes. De un collar de abalorios multicolor pendía un enorme coral en forma de cuerno, para protegerlo contra el mal de ojo.

Detrás de San Antonio iba yo, descubierto, cirio en mano, al lado del alcalde —honor que se me había concedido con permiso especial del arzobispo de Sorrento—. Seguían los concejales, libres aquel día de su grave responsabilidad. Venían luego los notables de Anacapri: el médico, el notario, el boticario, el barbero, el estanquero, el sastre. Por último, el pueblo, marineros, pescadores, campesinos, seguidos por sus mujeres y niños a respetuosa distancia. A retaguardia de la procesión trotaban humildemente una media docena de perros, un par de cabras con los cabritos al lado y un cerdo o dos en busca de sus amos. Maestros de ceremonia expresamente elegidos, con bastones dorados en la mano —Bastones de Oro en asistencia al Santo—, corrían incesantemente de arriba abajo, para mantener el orden en las filas y regular el paso. Mientras la procesión recorría su camino por las tortuosas calles, arrojábanle de cada ventana cestadas de retama, flor predilecta del santo. En efecto, la retama se llama allí
il fiore di Sant'Antonio.
De vez en cuando, de una a otra ventana de la calle, había tendida una cuerda y, al pasar el santo, veíase, con gran alegría de la multitud, un ángel de cartón de vivos colores que, batiendo las alas, realizaba un vuelo precipitado a lo largo de la cuerda. Delante de San Michele parábase la procesión y el santo era depositado reverentemente en una plataforma levantada ex profeso, para descansar un rato. Los sacerdotes se enjugaban el sudor de la frente, la banda continuaba tocando su
fortissimo
como había hecho dos horas antes, al salir de la iglesia; San Antonio miraba benévolamente desde su plataforma, mientras mis mujeres arrojaban puñados de rosas desde las ventanas. El viejo
Pacciale
tocaba las campanas de la capilla y
Baldassare
arriaba la bandera del tejado de la casa. Era un gran día para todos nosotros, orgullosos del honor que se nos concedía. Los perros contemplaban el acontecimiento desde la pérgola, bien educados y corteses como siempre, aunque algo inquietos. En el jardín, las tortugas seguían meditando impasibles acerca de sus problemas; la mangosta hallábase demasiado ocupada para dejarse llevar de la curiosidad. La lechucita estaba con los ojos entreabiertos en su alcándara, pensando en cualquier cosa.
Billy
, el descreído, encerrado en la casa de los monos, armaba un estrépito infernal, gritando desaforadamente, golpeando con su botella de agua contra la escudilla de estaño, haciendo tintinear la cadena, sacudiendo los barrotes y usando un lenguaje horrible.

Regreso a la plaza, donde San Antonio, saludado por un tremendo estallido de petardos, era devuelto a su altar en la iglesia, y los participantes en la procesión volvían a casa a comer sus macarrones. Las autoridades daban un banquete a la banda, bajo el emparrado del «Albergue del Paraíso» : medio kilo de macarrones por cabeza y vino a voluntad. A las cuatro abríanse las puertas de San Michele. Media hora después estaba en el jardín todo el pueblo, ricos y pobres, hombres y mujeres, niños y recién nacidos, tullidos, idiotas, ciegos y cojos; los que no podían ir por sí mismos eran llevados por los otros. Sólo faltaban los curas, mas no por su voluntad. Rendidos por la larga caminata, estaban hundidos en los sitiales detrás del altar mayor, inmersos en férvidas oraciones a San Antonio, que tal vez oía desde su altar el santo, pero difícilmente cualquier otro que por casualidad se asomase a la iglesia vacía. Una larga fila de mesas con enormes
piretti
del mejor vino de San Michele extendíase bajo la pérgola, de extremo a extremo. El viejo
Pacciale, Baldassare
y
mastro Nicola
se afanaban en llenar de vino los vasos, y
Giovannina, Rosina
y Elisa andaban de un lado a otro ofreciendo cigarros a los hombres, café a las mujeres y pastas y dulces a los niños. La banda, que por acuerdo especial con la autoridad se me había prestado para la tarde, tocaba sin cesar en la galería superior. Todas las puertas estaban abiertas, todas mis preciosas cosas diseminadas, como de costumbre, en aparente desorden sobre mesas y sillas, y por el suelo. Más de mil personas andaban libremente de una habitación a otra y nadie tocaba nada, nada me faltó nunca. Al tocar las campanas el Ángelus terminaba la recepción, y todos se iban, después de muchos apretones de manos, completamente felices. El vino se ha hecho expresamente para eso. La banda, más «en forma» que nunca, abría la marcha hacia la plaza. Los doce sacerdotes, animados y refrescados por su vela a San Antonio, estaban ya en compacta formación ante la puerta de la iglesia. El alcalde, los concejales y los notables se instalaban en la terraza del Municipio. La banda, jadeando, subía sus instrumentos a la tribuna erigida para la ocasión. Todo el pueblo estaba en la plaza, como sardinas en banasta. El majestuoso director de la banda levantaba la batuta y comenzaba el gran concierto.
Rigoletto, El Trovador, Los Hugonotes, Los Puritanos, Un baile de máscaras
, una selección de canciones napolitanas, polcas, mazurcas, minués y tarantelas, sucedíanse sin interrupción y en crescendo hasta las once, cuando dos mil liras de cohetes, bengalas, girándulas y petardos estallaban en el aire por la gloria de San Antonio. A medianoche estaba agotado el programa oficial, pero ni por asomo lo estaban los anacapreses y la banda. Nadie se iba a acostar; el pueblo resonaba de cantos, risas y música toda la noche.
Evviva la gioia! Evviva il Santo! Evviva la musica!

La banda debía partir en el vapor de las seis de la mañana. Al amanecer, camino de la Marina, deteníase bajo las ventanas de San Michele para la acostumbrada serenata de adiós en mi honor. Aún me parece estar viendo a Henry James en pijama, asomado a la ventana de su cuarto y desternillándose de risa. Durante la noche habíase reducido de mala manera la banda, en número y en eficiencia. El director deliraba, dos de los principales oboes habían escupido sangre, el trombón se había herniado, el del bombo se había dislocado el omóplato derecho, el timbalero se había roto los tímpanos. Otros dos miembros de la banda, desvanecidos por las emociones, tuvieron que ser cargados en dos asnos para conducirlos a la Marina. Los supervivientes estaban tendidos en medio del camino, soplando con el último aliento su doliente serenata de despedida a San Michele. Confortados por una taza de café puro, tambaleándose al ponerse en pie y saludando amistosamente con la mano, bajaban vacilantes la escalera fenicia hacia la Marina. Había terminado la fiesta de San Antonio.

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