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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

La Historia de San Michele (22 page)

BOOK: La Historia de San Michele
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¡Cincuenta marcos, pagaderos a la llegada, si escondía a
Waldmann
en su vagón hasta Lübeck! Antes de tener tiempo de contestar, las puertas fueron cerradas desde fuera con cerrojo; un agudo silbido de la locomotora, y el tren se puso en marcha. El gran furgón estaba vacío, salvo las dos cajas conteniendo los dos ataúdes. El calor era sofocante, pero había sitio suficiente para estirar las piernas. El perro se durmió en seguida sobre mi guardapolvo; el
Leichenbegleiter
sacó una botella de cerveza caliente de su cestillo de viaje, encendimos las pipas y nos sentamos en el suelo para hablar de la situación. Estábamos completamente a salvo; nadie me había visto saltar dentro con el perro. Mi compañero me aseguró que nunca se acercaba al furgón ningún revisor. Una hora después, cuando el tren frenó para la siguiente parada, dije al
Leichenbegleiter
que no me podrían separar de él sino por la fuerza; quería quedarme donde estaba hasta que llegáramos a Lübeck. Pasaron las horas en agradable conversación, sostenida sobre todo por el
Leichenbegleiter;
yo hablo alemán muy mal, aunque lo entiendo muy bien. Mi amigo dijo que había hecho el mismo viaje muchas veces; hasta sabía el nombre de todas las estaciones donde parábamos, si bien no podíamos ver nada del exterior desde nuestro vagón-cárcel.

Era
Leichenbegleiter
desde hacía más de diez años, un oficio agradable y cómodo; gustábale viajar y ver países nuevos. Había estado ya seis veces en Rusia; le gustaban los rusos; siempre querían ser enterrados en la propia patria. Muchos rusos iban a Heidelberg para consultar a sus numerosos y célebres profesores. Eran los mejores clientes de éstos. Su mujer era
Leichenwüscherin.
[10]
. Apenas se efectuaban embalsamamientos de importancia sin su intervención. Señalando la otra caja, dijo que casi se sentía ofendido porque ni él ni su mujer hubieran sido llamados para el señor sueco. Sospechaba haber sido víctima de alguna intriga; había mucha envidia profesional entre él y sus otros dos colegas. Todo aquello estaba rodeado de cierto misterio; ni siquiera habían podido averiguar qué doctor había hecho el embalsamamiento. No todos eran igualmente expertos en ello. El embalsamamiento es una operación muy delicada y complicada; nunca se sabía lo que podía ocurrir durante un largo viaje, con un calor como aquél. ¿Había presenciado yo muchos embalsamamientos?

—Uno solamente —dije, con un escalofrío.

—Me gustaría que pudiese ver al general ruso —dijo entusiasmado el
Leichenbegleiter
, indicando con la pipa la otra caja—. Es verdaderamente maravilloso; no creería que es un cadáver: hasta tiene los ojos abiertos. No me explico cómo ha sido tan meticuloso con usted el jefe de Estación —continuó—. Es verdad que es usted algo joven para
Leichenbegleiter
, pero, por lo que puedo ver, es bastante respetable. No necesita más que afeitarse y cepillarse; tiene usted el traje cubierto de pelos de perro y, ciertamente, no podrá presentarse mañana al cónsul sueco con esa barba; estoy seguro de que no se ha afeitado en una semana; parece más un bandido que un respetable
Leichenbegleiter. ¡
Lástima que no tenga aquí mis navajas; yo mismo le afeitaría en la próxima parada!

Abrí mi maleta Gladstone y dije que le agradecería mucho me ahorrase aquel trabajo; nunca me afeitaba solo si podía evitarlo. Examinó mis navajas con ojo experto; dijo que las navajas suecas eran las mejores del mundo; nunca usaba él otras. Tenía una mano muy ligera; había afeitado centenares de personas sin oír nunca una palabra de queja.

En mi vida me habían afeitado mejor, y se lo dije, felicitándole, cuando el tren empezó a ponerse de nuevo en marcha.

—No hay nada como viajar por países extranjeros —dije, mientras me quitaba el jabón del rostro—. Cada día se aprende algo nuevo e interesante. Cuanto más conozco este país, más voy viendo las diferencias fundamentales entre los alemanes y los demás pueblos. Los latinos y los anglosajones se sientan, invariablemente, para hacerse afeitar; en Alemania se tienden boca arriba. Todo es cuestión de gustos;
chacun tue ses puces à sa façon
, como dicen en París.

—Es cuestión de costumbre —dijo el
Leichenbegleiter
—; a un cadáver no se le puede hacer sentar. Es usted el primer hombre vivo a quien he afeitado.

Mi compañero extendió sobre su caja una servilleta limpia y abrió su cestillo de viaje. Cosquilleó mi nariz un olor mezcla de salchicha, queso y
sauerkraut. Waldmann
se despertó instantáneamente y los dos, el animal y yo, le miramos con ojos hambrientos. Grande fue mi alegría cuando me invitó a compartir su cena: hasta el
sauerkraut
perdió su horror para mi paladar. Luego, me conquistó el corazón al ofrecer a
Waldmann
una gran rodaja de morcilla. El efecto fue fulminante y duró hasta Lübeck. Cuando vaciamos la segunda botella de vino del Mosela, mi nuevo amigo y yo teníamos ya muy pocos secretos que revelarnos mutuamente. Sí, yo guardaba celosamente un secreto: que era médico. La experiencia de muchos países me había enseñado que toda alusión a una diferencia de clases entre mi huésped y yo, me hubiera privado de la única ocasión de ver la vida desde el punto de vista de un
Leichenbegleiter
, Lo poco que conozco de psicología lo debo a cierta innata facilidad para adaptarme al plano social de mi interlocutor. Cuando ceno con un duque me siento completamente a mis anchas e igual suyo. Cuando ceno con un
Leichenbegleiter
me vuelvo yo también lo más
Leichenbegleiter
posible.

De hecho, cuando empezamos la tercera botella del Mosela, sólo me faltaba convertirme en un verdadero
Leichenbegleiter.

—¡Ánimo, Fritz! —dijo mi huésped, con un alegre brillo en los ojos—. ¡No estés tan abatido! Sé que estás muy apurado y que algo te ha salido mal. No importa, toma otro vaso de vino y hablemos de negocios. Llevo más de diez años de
Leichenbegleiter
y conozco la clase de gente con quien trato. La inteligencia no basta. Estoy seguro de que has nacido con buena estrella; de lo contrario, no estarías aquí sentado conmigo. ¡Aquí está la fortuna… la fortuna de tu vida! Entrega tu ataúd en Suecia, mientras yo entrego el mío en Rusia, y vuelve a Heidelberg con el primer tren. Te haré mi socio. Mientras viva el profesor Friedreich habrá trabajo para los dos
Leichenbegleiter
, tan cierto como me llamo Zacarías Schweinfuss. Suecia no te conviene, no hay allí médicos famosos; Heidelberg está lleno, Heidelberg es el lugar que necesitas.

Di cordialmente las gracias a mi nuevo amigo y dije que le contestaría definitivamente por la mañana, cuando nuestras cabezas se hubiesen despejado un poco. Minutos después estábamos profundamente dormidos en el suelo del
Leichenwagen.
[11]

Pasé una noche excelente;
Waldmann
, un poco menos. Cuando el tren entró en la estación de Lübeck era pleno día. Un empleado del Consulado sueco esperaba en el andén para vigilar el traslado del ataúd a bordo del buque sueco para Estocolmo. Después de un cordial
aufwiedersehen
al
Leichenbegleiter
, fui al Consulado. No bien hubo visto el Cónsul el cachorro, me informó de que estaba prohibida la importación de canes, pues recientemente habían ocurrido varios casos de hidrofobia en el norte de Alemania. Podía intentar convencer al capitán, pero estaba seguro de que
Waldmann
no sería admitido a bordo.

Encontré al capitán de muy mal humor; todos los marinos lo están cuando llevan entre su cargamento un ataúd. Todas mis súplicas fueron vanas. Animado por mi éxito con el jefe de Estación de Heidelberg, me decidí a tentarlo con el chucho.
Waldmann
le lamió en balde todo el rostro. Luego, decidí probar hablando de mi hermano.

Sí, conocía, por supuesto, mucho al comandante Munthe; habían navegado juntos en el
Vanadis
como guardias marinas; eran muy amigos.

¿Iba a ser tan cruel que dejase en tierra, entre gente completamente extraña, al querido perro de mi hermano? No, no podía ser tan cruel. Cinco minutos después,
Waldmann
era encerrado con llave en mi camarote, para pasar de contrabando, bajo mi responsabilidad, a nuestra llegada a Estocolmo.

A mí me gusta el mar. El buque era muy cómodo; cené en la mesa del capitán; todos a bordo fueron muy corteses conmigo. La camarera se mostró más bien malhumorada por la mañana, cuando vino a arreglar mi camarote; pero se convirtió en nuestra aliada en cuanto el culpable empezó a lamerle el rostro. Nunca había visto un perrito más seductor. Cuando
Waldmann
apareció subrepticiamente a proa, todos los marineros empezaron a jugar con él y el capitán se volvió para no verlo. Era ya muy entrada la noche cuando atracamos al muelle de Estocolmo; salté a tierra desde la proa del navío con
Waldmann
en brazos. Por la mañana fui a visitar al profesor Bruzelius, que me enseñó un telegrama de Basilea, el cual decía que la madre estaba fuera de peligro y que se aplazaba el entierro del joven hasta su llegada, cerca de quince días después. Él esperaba que yo estaría aún en Suecia. Seguramente, la madre desearía oír de mis propios labios los últimos momentos de su hijo, y era natural que yo asistiera al entierro. Le dije que antes de volver a París iba a visitar a mi hermano: tenía mucha prisa por volver a encargarme de mis enfermos.

Nunca había perdonado a mi hermano el haberme endosado nuestra terrible herencia de
Mamsell
Ágata. A este propósito, le había escrito una carta furibunda. Por fortuna, parecía haberlo olvidado por completo. Dijo que se alegraba mucho de verme y que, tanto él como su mujer, esperaban que pasase, por lo menos, quince días en la vieja casa.

Dos días después de mi llegada manifestó su sorpresa de que un médico tan ocupado como yo pudiera dejar tanto tiempo a sus enfermos; ¿qué día partiría? Mi cuñada se había vuelto glacial. Con las personas que no quieren a los perros no se puede hacer más que compadecerlas y alejarse de ellas, zurrón a la espalda, con vuestro cachorro. Nada hay más sano para un can que acampar al aire libre y dormir al pie de amistosos abetos, sobre una alfombra de blando musgo, en vez de una de Esmirna. La mañana de mi marcha, mi cuñada tenía jaqueca y no bajó a almorzar. Quise ir a su cuarto a despedirme. Mi hermano me aconsejó que no lo hiciera. No quise insistir, después de contarme que la criada había encontrado bajo mi cama el nuevo sombrero dominical de su mujer, sus zapatillas bordadas, su boa de plumas, dos tomos de la Enciclopedia Británica hechos pedazos, los restos de un conejo y su querida gatita con la cabeza casi separada, de un mordisco. Además, la alfombra de Esmirna del salón, los arriates del jardín y seis patitos del estanque… Miré mi reloj y dije a mi hermano que me gustaba llegar siempre con tiempo a la estación.

—¡Eh! —gritó mi hermano al viejo cochero de papá, mientras nos íbamos—. ¡Por amor de Dios, procura que el doctor no pierda el tren!

Quince días después estaba de nuevo en Estocolmo. El profesor Bruzelius me dijo que la madre había llegado del continente aquella misma mañana; el entierro debía efectuarse al día siguiente y, por descontado, yo debía asistir a él. Con gran terror mío, añadió que la pobre madre insistía en ver a su hijo antes de que lo enterrasen: había que abrir en su presencia el ataúd por la mañana, a buena hora. Naturalmente, no habría embalsamado nunca por mí mismo el cadáver si me hubiera pasado por la imaginación semejante posibilidad. Sabía que había procedido con la mejor intención, pero que la cosa había ido mal y que, muy probablemente, la apertura del ataúd mostraría un terrible espectáculo. Mi primera idea fue escaparme y tomar el tren de la noche para París. La segunda fue quedarme y jugar la partida.

No había tiempo que perder. Con la poderosa ayuda del profesor Bruzelius conseguí, con gran dificultad, el permiso de abrir la caja para proceder a una somera desinfección de los restos, si fuese necesario, convencido de que tal era el caso. Poco después de medianoche bajé a la cripta de la iglesia, acompañado del guardián del cementerio y de un obrero que debía abrir las cajas. Cuando estuvo abierta la tapa de la caja interior de plomo, los dos hombres se retiraron en silenciosa reverencia ante el temor de la muerte. Tomé la linterna del guardián y descubrí el rostro. La linterna se me cayó de las manos y vacilé, como golpeado por una mano invisible.

Con frecuencia me he maravillado de mi presencia de ánimo aquella noche: debía de tener los nervios de acero en aquel tiempo.

—Está bien —dije, recubriendo rápidamente el rostro del muerto—. Atornille la tapa; no hace falta desinfección; el cadáver se conserva perfectamente.

Fui por la mañana temprano a ver al profesor Bruzelius. Le dije que el espectáculo que yo había visto por la noche atormentaría a la madre toda su vida, y él debía impedir, a toda costa, la apertura del ataúd.

Asistí al entierro. Desde aquel día no he asistido a otro. El ataúd fue llevado a la tumba en hombros de seis compañeros de colegio del muchacho. El Pastor, en una conmovedora alocución, dijo que Dios, en su inescrutable sabiduría, había querido que aquella joven vida tan llena de promesas y de alegría fuese truncada por la cruel muerte. Para los que lloraban alrededor de su prematura fosa, era al menos un consuelo pensar que había vuelto a descansar entre su gente, en su tierra natal. Así sabrían siquiera dónde poner sus flores de tierno recuerdo y dónde rezar. Un coro de estudiantes de Upsala cantó el tradicional:

Integer vitae scelerisque purus
.

Desde aquel día odio esta bella oda de Horacio.

La madre del muchacho, sostenida por su anciano padre, se adelantó hacia la fosa abierta y depositó sobre el ataúd una corona de muguetes.

—Era su flor preferida —sollozó.

Uno a uno, los demás afligidos vinieron con sus ramos de flores y miraron la fosa con ojos llenos de lágrimas, para el último adiós. El coro cantó el habitual viejo himno: «Reposa en paz, la lucha ha terminado.»

Los sepultureros empezaron a arrojar paletadas de tierra sobre el ataúd cuando acabó la ceremonia.

Cuando todos se fueron miré, a mi vez, la fosa, mediada de tierra.

—Sí, descansa en paz, tétrico y viejo guerrero; la lucha ha terminado. ¡Descansa en paz! No me asedies más con esos tus ojos abiertos, o me volveré loco. ¿Por qué me miraste tan coléricamente al descubrir anoche tu cara en la cripta de la capilla? ¿Crees que yo tenía más gusto en verte que el que tú pudieras tener en verme a mí? ¿Me tomaste, acaso, por un ladrón de tumbas que hubiera forzado tu ataúd para robarte el icono de oro que tienes sobre el pecho? ¿Crees que he sido yo quien te ha traído aquí? No, no he sido yo. Que yo sepa, ha sido el mismo Satanás, bajo la apariencia de un jorobado borracho, quien ha ocasionado tu venida aquí; porque ¿quién otro que Mefistófeles, el eterno bufón, hubiera podido representar la horrible farsa que presencié aquí poco ha? Parecíame oír su risa burlona a través del canto sagrado; Dios me perdone, pero poco faltaba para que me echase a reír cuanto tu ataúd fue bajado a esta fosa. Mas ¿qué te importa a ti de quién sea esta fosa? No pudiendo leer el nombre sobre la cruz de mármol, ¿qué te importa cuál sea ese nombre? No pudiendo oír las voces de los vivos sobre tu cabeza, ¿qué te importa la lengua en que hablen? No reposas aquí entre extraños, sino en medio de tus iguales, lo mismo que el joven sueco, que ha sido enterrado en el corazón de Rusia mientras las cornetas de tu viejo regimiento tocaban «silencio» junto a tu fosa. El reino de la muerte no tiene confines, la tumba no tiene nacionalidad. Todos sois iguales y del mismo pueblo ahora; pronto tendréis, incluso, todos el mismo aspecto. Cualquiera que sea el sitio donde reposéis, el mismo destino os espera a todos: ser olvidados y reducidos a polvo, porque tal es la ley de la vida. ¡Descansa en paz; la lucha ha terminado!

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