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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

La Historia de San Michele (25 page)

BOOK: La Historia de San Michele
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Le di las gracias al Coronel; dije que tenía toda la razón, que había intentado a menudo sacarla de casa, pero nunca había tenido fuerzas para hacerlo.

—Sé que no es fácil —admitió el Coronel—. También yo he sido joven. Si no tienes valor para hacerlo, yo te ayudaré. Soy el hombre que te conviene, nunca he tenido miedo a nadie, hombre o mujer; ataqué a los prusianos en Gravelotte, he afrontado la muerte en seis grandes batallas…

—Aguarde a enfrentarse con
Mamsell
Ágata Svenson —dije.

—¿Quieres decir que es sueca? Tanto mejor; en último caso, la haré expulsar de Francia por medio de la Legación. Estaré en la
Avenue de Villiers
mañana a las diez; ¡no faltes, por nada del mundo!

—No, gracias; no estaré; la rehúyo siempre que puedo.


Et, pourtant, tu couches avec elle
—barbotó el Coronel mirándome estupefacto.

Estaba a punto de vomitar sobre su alfombra, cuando me dio a tiempo un fuerte
brandy
con soda; y, aún medio aturdido, salí de la casa, después de aceptar su invitación a cenar el día siguiente, para celebrar la victoria.

Al día siguiente cené solo con
Madame
Staaff. El Coronel no se sentía muy bien; hube de ir a verlo después de cenar. La antigua herida de Gravelotte le fastidiaba de nuevo, pensaba su mujer. El galante Coronel yacía en su lecho con una compresa fría sobre la cabeza; parecía muy viejo y débil; tenía en los ojos una expresión vacua que no le había visto hasta entonces.

—¿Ha sonreído? —le pregunté.

Se estremeció, mientras tendía la mano hacia su
brandy
con soda.

—¿Ha observado usted aquel largo gancho negro en la uña de su pulgar, como la garra de un murciélago?

Palideció y enjugóse el sudor de la frente.

—¿Qué haré? —dije, abatido, con la cabeza entre las manos.

—Sólo hay un camino de salvación para ti —repuso con voz débil el Coronel—. Cásate; de lo contrario, acabarás por darte a la bebida.

XIV - Vicompte Maurice

NO me casé y no me di a la bebida. Hice otra cosa: me detenía lo menos posible en la
Avenue de Villiers.
Rosalía me traía a la alcoba, a las siete, el té y el
Figaro
, y media hora después me iba para no volver hasta las dos, hora de la consulta. Luego, visto el último enfermo, me iba otra vez para no volver hasta altas horas de la noche, escurriéndome furtivamente a mi cuarto, como un ladrón. Doblé el sueldo a Rosalía. Se mantenía valerosamente en su puesto y sólo se quejaba de no tener más quehacer que abrir la puerta. Todo lo demás, sacudir las alfombras, remendar mi ropa, limpiar el calzado, lavar y guisar, lo hacia
Mamsell
Ágata. Ésta, comprendiendo la necesidad de un enlace entre ella y el mundo exterior, y también de tener cerca a alguien con quien poder reñir siempre, toleraba ya la presencia de Rosalía con torva resignación. Una vez hasta llegó a sonreírle, me contó Rosalía con un ligero temblor en la voz.

Pronto había de dejar también
Tom
la
Avenue de Villiers
, por miedo a
Mamsell
Ágata. Se pasaba el día dando vueltas conmigo, mientras visitaba a los enfermos. Rara vez comía en casa, ni iba nunca a la cocina, como es costumbre en los perros. Apenas volvía del trabajo cotidiano, se acurrucaba en su cesto, en mi cuarto, donde sabía que estaba relativamente seguro. A medida que aumentaba la clientela hacíase más difícil encontrar tiempo para nuestra acostumbrada excursión postmeridiana de los domingos al Bosque de Bolonia. Los perros, como los hombres, deben oler de vez en cuando la madre tierra para mantener alta la moral, y nada mejor para ello que un vivaz paseo entre árboles familiares (aunque sean los semidomesticados del Bosque de Bolonia), con un eventual juego del escondite, entre las espesuras, en unión de un compañero vagabundo.

Un día, mientras vagábamos por un camino secundario, disfrutando entrambos de la recíproca compañía, oímos de pronto detrás de nosotros un resuello y jadeo desesperado, acompañado de tos y ahogo. Creí que era un caso de asma, pero
Tom
lo diagnosticó en seguida como un caso de semisofocación de un perrito dogo que se acercaba a gran velocidad implorando con su último aliento que le esperásemos. Pasado un minuto, caía
Lulú
medio muerto a mis pies, demasiado grueso para respirar, harto exhausto para hablar, con la negra lengua colgando y los sanguinolentos ojos desorbitados por la alegría y la emoción.


¡Lulú! ¡Lulú!
—gritó una voz desesperada, desde una berlina que pasaba por el camino real.


¡Lulú! ¡Lulú!
—llamó un lacayo, que corrió a nuestro encuentro por entre las espesuras. El lacayo dijo que acompañaba a la Marquesa y a
Lulú
en su acostumbrado paseo de cinco minutos a pie, al lado del coche, cuando
Lulú
empezó de pronto a olfatear furiosamente en todas direcciones, y después echó a galopar con tal velocidad a través de las matas, que en seguida lo perdieron de vista. La Marquesa se había quedado casi desmayada en el coche, con su doncella; él llevaba media hora persiguiendo a
Lulú
, mientras el cochero iba arriba y abajo por el camino real, preguntando por el perro a todos los que pasaban. La Marquesa se deshizo en lágrimas de alegría cuando deposité en su regazo a
Lulú
, mudo aún por falta de aliento.

—Tendrá un ataque de apoplejía —sollozó ella.

Por la trompetilla le grité que sólo era emoción. La verdad era que
Lulú
estaba tan a punto de sufrir un ataque como puede estarlo un dogo viejo y grueso. Como yo era la causa involuntaria de todo, acepté la invitación de su ama de subir al coche e ir a tomar el té con ella. Cuando
Tom
saltó sobre mis rodillas, tuvo
Lulú
un acceso de rabia que casi le ahoga. El resto del camino lo pasó inmóvil en el regazo de su ama, en estado de completo colapso, mirando ferozmente a
Tom
con un ojo y guiñando el otro hacia mí, con afecto.

—He olfateado muchas cosas en mi vida —decía el ojo—, pero nunca he olvidado tu olor especial; me gusta mucho más que el de cualquier otro. ¡Qué alegría haberte encontrado al fin! Tenme en tus rodillas, en vez de a ese negro mestizo. No temas, le ajustaré las cuentas en cuanto aspire una bocanada de aire.

—Nada me importa lo que dices, pequeño monstruo chato —respondía altivamente
Tom
—. Nunca he visto semejante espectáculo; ¡casi me avergüenzo de ser perro! Un campeón lanudo como yo no regaña a una salchicha. Pero será mejor que contengas tu negra lengua para que no se separe del todo de tu fea boca.

Después de la segunda taza de té entró en la salita
Monsieur l'abbé
, para su acostumbrada visita de la tarde. El amable sacerdote me reprochó él no haberle avisado de mi regreso a París. El Conde había preguntado por mí con frecuencia y tendría mucho gusto en verme. La Condesa había ido a Montecarlo para cambiar de aire. Se encontraba ya en excelente estado de salud y de ánimo. Por desgracia, no podía decir lo mismo del Conde, que había vuelto a su vida sedentaria, pasando todo el día en su sillón fumando cigarros. El Abate pensó que sería mejor advertirme que el
vicomte Maurice
estaba furioso contra mí por la burla que le había hecho en
Château Rameaux.
Los había hipnotizado a él y al mediquillo del pueblo, haciéndoles creer que tenía colitis para impedirle ganar la medalla de oro del concurso de tiro de la
Société du Tir de France.
El Abate me suplicó que no me pusiera en su camino; era conocido por su temperamento violento e ingobernable y reñía constantemente con todo el mundo; hacía sólo un mes que había tenido otro duelo, y sabe Dios lo que sucedería si nos encontrásemos.

—No sucedería nada —le dije—. Nada tengo que temer de ese bruto, porque me tiene miedo. El pasado otoño demostré en el
fumoir
del
Château Rameaux
que yo soy el más fuerte de los dos, y me alegra oírle decir a usted que no ha olvidado la lección. La única superioridad que tiene sobre mí es que puede derribar una golondrina o una alondra con revólver a cincuenta metros, mientras que yo, a la misma distancia, probablemente no haría blanco en un elefante. Pero es probable que nunca saque ventaja alguna de esa superioridad; no me desafiará porque, socialmente, me considera inferior a él. Ha pronunciado usted la palabra hipnotismo: pues bien, empiezo a cansarme de esa palabra; me la echan en cara continuamente por haber sido discípulo de Charcot. De una vez para siempre, métase bien en la cabeza que toda esa estupidez del poder hipnótico es una teoría desacreditada y negada por la ciencia moderna. No es un caso de hipnotismo, es un caso de imaginación. Ese necio imagina que le he hipnotizado; no he sido yo quien le ha metido una idea tan tonta en la cabeza, se la ha creado él mismo. Nosotros llamamos a eso autosugestión. Tanto mejor para mí. Eso le incapacita para perjudicarme, al menos cuando estemos frente a frente.

—¿Pero podría hipnotizarlo, si quisiera?

—Sí, con facilidad; es un sujeto excelente: Charcot se alegraría mucho de presentarlo en sus conferencias de los martes, en la Salpêtrière.

—Al decir que no existe ese poder hipnótico, ¿quiere asegurar que yo, por ejemplo, podría hacerle obedecer mis órdenes como ha obedecido las de usted?

—Sí, si él creyera que usted poseía ese poder, lo cual seguramente no cree.

—¿Por qué?

—Ahí empieza la verdadera dificultad; hoy no se puede dar respuesta satisfactoria a su pregunta. Esa ciencia es relativamente nueva, está en sus principios.

—¿Podría usted hacerle cometer un crimen?

—No, a menos que él sea capaz de cometerlo por propia iniciativa. Como estoy convencido de que ese hombre tiene instintos criminales, la respuesta, en este caso, es afirmativa.

—¿Podría usted hacerle dejar a la Condesa?

—No, mientras él mismo no lo quiera y no se someta a un tratamiento metódico de sugestión hipnótica. Y aun así, haría falta tiempo, porque el instinto sexual es la fuerza dominante de la naturaleza humana.

—Prométame mantenerse lejos de su camino. Él dice que le dará un latigazo en cuanto le encuentre.

—Que lo pruebe; sé lo que debo hacer en tal aprieto; no se preocupe, sé cómo defenderme.

—Por fortuna, está en Tours con su regimiento y es probable que tarde mucho en volver.

—Querido Abate, es usted mucho más cándido de lo que yo creía. Actualmente el Vizconde está en Montecarlo con la Condesa, y volverá a París cuando ella vuelva de su cambio de aire.

Precisamente, al siguiente día fui llamado para visitar como médico al Conde. Tenía razón el Abate. Encontré al Conde en condiciones muy poco satisfactorias, física y mentalmente. No se puede hacer mucho por un hombre anciano sentado todo el día en un sillón fumando interminables cigarros, sin pensar más que en su bella y joven mujer que se ha ido a Montecarlo para cambiar de aire. Tampoco se puede hacer mucho cuando ella vuelve a recobrar su posición de una de las más codiciadas y admiradas señoras de la sociedad parisiense, que se pasa el día en casa de Worth probándose vestidos nuevos, y la noche en teatros y bailes, después de dar un frío beso de «buenas noches» en la mejilla de su marido. Cuanto más conocía al Conde, más me gustaba; era el tipo más perfecto del noble francés de
l'ancien régime
que había visto en mi vida. La verdadera razón de que me gustase tanto era, sin duda, la compasión que me inspiraba. En aquel tiempo no advertía aún que las únicas personas que me gustaban de veras eran aquellas por las cuales sentía compasión. Supongo que sería ése el motivo por el cual la Condesa no me gustó ya la primera vez que volví a verla, después de nuestro último encuentro bajo el tilo, en el parque de
Château Rameaux
, cuando había luna llena y la lechuza me salvó del peligro de que me gustase demasiado. No, no me gustó nada cuando la miraba, sentado a la mesa durante la cena, al lado del Abate, mientras ella reía alegremente las estúpidas bromas del
vicomte Maurice
, algunas de las cuales se referían a mí, como me daban a entender las insolentes miradas de reojo que me dirigía. Ninguno de los dos me dedicó una palabra. La única muestra de reconocimiento que recibí de la Condesa fue un distraído apretón de manos antes de cenar. El
Vicomte
pareció ignorar del todo mi presencia. La Condesa estaba bella como siempre, pero no era la misma mujer. Tenía aspecto de salud y un humor espléndido, y de sus grandes ojos había desaparecido la expresión lánguida. Comprendí a primera vista que había habido luna llena en el parque de Montecarlo, sin lechuzas admonitoras en los tilos. El
vicomte Maurice
parecía excesivamente satisfecho de sí mismo; tenía en todo su porte un inequívoco aire de héroe conquistador, particularmente irritante.


Ça y est!
—dije al Abate, al sentarnos en el
fumoir
, después de cenar—. Indudablemente, el amor es ciego, si a esto puede llamarse amor. Ella merecía mejor suerte que caer entre los brazos de ese necio degenerado.

—Sepa usted que, aún no hace un mes, el Conde ha pagado sus deudas de juego para evitarle el ser expulsado del Ejército; hasta se habla de un cheque protestado. Dicen que gasta sumas fabulosas con una famosa
cocotte.
¡Y pensar que ése es el hombre que llevará esta noche a la Condesa al baile de máscaras de la Ópera!

—¡Así reventara…!

—¡No hable así, por amor de Dios! Quisiera que se marchase usted pronto; seguramente vendrá aquí a tomar su
brandy
con soda.

—¡Que vaya con tiento con sus
brandys
con soda! ¿Ha advertido usted cómo le temblaba la mano al echarse en el vino las gotas de medicina? En todo caso, es un buen presagio para las golondrinas y las alondras. No mire usted la puerta con tanta inquietud; se divierte haciéndole el amor a la Condesa en el salón. Por lo demás, me voy; mi coche está a la puerta.

Subí a ver al Conde un momento antes de marcharme. Se iba ya a la cama; decía que tenía mucho sueño, ¡el bienaventurado! Mientras le daba las buenas noches, oí abajo el aullido desesperado de un perro. Sabía que
Tom
me esperaba en el vestíbulo, en el rincón acostumbrado, invitado expresamente por el propio Conde, que quería mucho a los perros y había mandado preparar una alfombrita especial para su comodidad. Bajé precipitadamente la escalera.
Tom
estaba agazapado contra la puerta de entrada, quejándose débilmente mientras le manaba sangre de la boca. Inclinado sobre él, el
vicomte Maurice
lo pateaba con furia. Caí sobre el bruto tan inesperadamente que perdió el equilibrio y rodó por el suelo. Un segundo golpe bien dirigido volvió a derribarle cuando se ponía en pie. Cogiendo sombrero y sobretodo, con el perro en brazos, salté a mi coche y volví a toda velocidad a la
Avenue de Villiers.
Comprendíase a primera vista que el pobre can sufría de graves lesiones internas. Lo velé toda la noche; su respiración se hacía cada vez más difícil y la hemorragia no cesaba. Por la mañana maté de un tiro de revólver a mi fiel amigo, para ahorrarle otros sufrimientos.

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