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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

La Historia de San Michele (26 page)

BOOK: La Historia de San Michele
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Sentí un verdadero alivio al recibir por la tarde una carta de dos oficiales, compañeros del
vicomte Maurice
, pidiendo que los pusiera en comunicación con mis padrinos; después de algunas vacilaciones, el Vizconde había decidido concederme el honor… etcétera, etcétera…

Me costó mucho trabajo convencer al coronel Staaff, el agregado militar sueco, para que me asistiera en este asunto. El otro padrino sería mi amigo Edelfeld, el célebre pintor finlandés, y Norström me asistiría como cirujano.

—En toda mi vida he tenido tanta suerte como en estas últimas veinticuatro horas —dije a Norström, cuando nos sentábamos a cenar en nuestra acostumbrada mesa del
Café de la Régence
—. A decir verdad, temía terriblemente tener miedo. Pero la curiosidad de ver cómo afrontaría la prueba ha ocupado tan constantemente mis pensamientos que no he tenido tiempo de pensar en otra cosa. Ya sabes cuánto me interesa la psicología.

Evidentemente, Norström no tenía aquella noche el menor interés por la psicología, ni lo ha tenido nunca, en realidad. Permanecía insólitamente silencioso y solemne; noté en sus tristes ojos cierta tierna expresión que casi me hizo avergonzarme de mí mismo.

—Oye, Axel —dijo con voz ronca—, oye…

—No me mires así y, sobre todo, no seas sentimental, que no sienta bien a tu tipo de belleza. Ráscate esa estúpida cabezota y procura comprender la situación. ¿Cómo puedes creer un solo instante que yo sea tan tonto para hacer frente a ese salvaje mañana por la mañana en el
Bois de Saint Cloud
, si no supiera que no puede matarme? La idea es demasiado absurda para detenerse en ella un solo momento. Además, estos duelos franceses son una pura farsa, tú lo sabes tan bien como yo. Los dos hemos asistido como médicos a más de uno de esos espectáculos, donde los autores hieren de vez en cuando a un árbol, pero nunca al adversario. Tomemos una botella de
Chambertin
y vámonos a la cama. El borgoña me da sueño; casi no he dormido desde que mi pobre perro murió; esta noche tengo que dormir a toda costa.

La mañana era fría y nebulosa. Mi pulso era firme, de ochenta pulsaciones rítmicas, pero advertí una curiosa contracción en las pantorrillas y una considerable dificultad en el hablar; y, a pesar de todos los esfuerzos, no logré ingerir una sola gota de
brandy
que Norström me ofrecía de su frasco de bolsillo cuando bajábamos del coche. Los interminables requisitos preliminares pareciéronme particularmente enojosos, puesto que no comprendía una palabra de lo que decía. ¡Qué estupidez todos esos preparativos, y qué pérdida de tiempo, pensaba; cuánto más fácil sería resolver el asunto dándole un buen apaleamiento à
l'anglaise!
Alguno dijo que la niebla se había levantado lo suficiente para permitir una clara visibilidad. Me sorprendió oír aquello, porque me parecía la niebla más densa que nunca. Pero podía ver muy bien al
vicomte Maurice
de pie ante mí, con su habitual aire de insolente indolencia, un cigarrillo entre los labios y (pensaba yo) completamente a sus anchas.

En aquel momento, un petirrojo empezó a gorjear desde la espesura, detrás de mí; estaba preguntándome qué diablos haría aquella criaturita en el
Bois de Saint-Cloud
, dado lo avanzado de la estación, cuando el coronel Staaff me puso una larga pistola en la mano.

—¡Apunta bajo! —murmuró.

—¡Fuego! —gritó una voz aguda.

Oí un disparo. Vi al Vizconde que dejaba caer el cigarrillo de los labios y al profesor Labbé que se precipitaba hacia él. Un momento después me encontré sentado en el coche del coronel Staaff. Norström estaba en el asiento de enfrente, con una ancha mueca en el rostro. El Coronel me dio unas palmaditas amistosas en el hombro, pero ninguno hablaba.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no ha tirado? No aceptaré ningún favor de ese animal; le desafiaré, a mi vez, le…

—No harás nada semejante; darás gracias a Dios por el peligro de que milagrosamente te has librado —interrumpió el Coronel—. Él ha hecho todo lo posible para matarte, y sin duda lo hubiera conseguido si le hubieses dado tiempo para un segundo disparo. Por fortuna, habéis disparado simultáneamente. Si hubieras esperado una milésima de segundo, no estarías ahora sentado junto a mí. ¿No has oído silbar la bala sobre tu cabeza? ¡Mira!

De repente, al mirar mi sombrero, cayó el telón sobre mi papel de héroe. Despojado de la poco apropiada vestimenta de hombre valeroso, apareció el verdadero hombre, el hombre que temía a la muerte. Temblando de espanto, me acurruqué en un rincón del coche.

—Estoy orgulloso de ti, mi joven amigo —añadió el Coronel—. Has satisfecho a mi viejo corazón de soldado; ¡no lo hubiera podido hacer mejor yo mismo! Cuando atacamos a los prusianos en Gravelotte…

El castañeteo de mis dientes me impidió oír el final de la frase. Me sentía mal y extenuado; quería decir a Norström que bajase un vidrio para aspirar una bocanada de aire, pero no podía articular palabra. Hubiera querido abrir de repente la portezuela y huir como una liebre, mas no podía mover brazos ni piernas.

—Perdía mucha sangre —dijo Norström con una risita—. El profesor Labbé ha dicho que la bala le ha atravesado la base del pulmón derecho; podrá darse por contento si escapa de ésta con dos meses de cama.

Mis clientes dejaron de castañetear instantáneamente; escuché con atención.

—No sabía que fueses tan buen tirador —dijo el galante Coronel—. ¿Por qué me dijiste que no habías manejado nunca una pistola?

De pronto empecé a reír a carcajadas, sin saber por qué.

—No es cosa de risa —dijo severamente el Coronel—; el hombre está herido de gravedad; el doctor Labbé parecía muy preocupado; tal vez acabe esto en tragedia.

—Peor para él —dije, recobrando milagrosamente la palabra —. Ha golpeado mortalmente a mi viejo perro inofensivo; se pasa las horas libres matando alondras y golondrinas; merece lo que tiene. ¿Sabe usted que el Areópago de Atenas condenó a muerte a un niño porque había cegado a un pájaro?

—Pero tú no eres el Areópago de Atenas.

—No, pero tampoco soy causa de la muerte de ese hombre, suponiendo que muera. Ni siquiera he tenido tiempo de apuntar; la pistola se ha disparado por sí sola. No he sido yo quien ha enviado a bala a su pulmón, ha sido otro. Además, ya que siente usted tanta compasión por ese bruto, ¿puedo preguntarle si era para que errase el tiro por lo que me susurró usted que apuntase bajo cuando me entregó la pistola?

—Me alegro de que te haya vuelto el habla, viejo fanfarrón —sonrió el Coronel—. No podía entender una palabra de lo que decías cuando te he arrastrado al coche, y tú menos, estoy seguro: has mascullado todo el tiempo no sé qué de un petirrojo.

Cuando entramos por la
Porte Maillot
volvía a dominar totalmente mis tontos nervios y estaba muy contento de mí mismo. Mientras nos aproximábamos a la
Avenue de Villiers
, la cabeza de Medusa de
Mamsell
Ágata surgía de la niebla matutina, mirándome amenazadoramente con sus ojos blancuzcos. Miré el reloj. Eran las siete y media; mi valor aumentó.

«En este momento está quitando la pátina de la mesa frilera en el comedor —pensé—; un poco más de suerte y conseguiré deslizarme a mi alcoba sin ser visto y hacer una seña a Rosalía para que me lleve la taza de té.»

Rosalía llegó de puntillas con el desayuno y el
Figaro.

—¡Eres un ángel, Rosalía! Por amor de Dios, entretenía lejos del vestíbulo; pienso escabullirme dentro de media hora. Antes de irte, mi buena Rosalía, dame una cepillada, que buena falta me hace.

—Verdaderamente,
monsieur
no puede visitar a sus enfermos con ese viejo sombrero. Mire, tiene un agujero redondo delante, y otro detrás; es curioso. No puede haber sido la polilla; toda la casa huele a naftalina desde que está
Mamsell
Ágata. ¿Será un ratón? El cuarto de
Mamsell
Ágata está lleno de ratones; a ella le gustan mucho.

—No, Rosalía, es el escarabajo de la muerte, que tiene dientes duros como el acero y puede también hacer un agujero semejante en el cráneo de un hombre si la fortuna no le acompaña.

—¿Por qué
monsieur
no regala el sombrero al viejo
Don Gaetano
, el organillero? Hoy es el día que viene a tocar bajo los balcones.

—Harás bien en darle cualquier sombrero, pero no éste. Pienso conservarlo; me produce mucho bien mirar esos dos agujeros: traen suerte.

—¿Por qué no va
monsieur
con sombrero de copa, como los demás médicos? Es mucho más
chic.

—No es el sombrero lo que hace al hombre, sino la cabeza. Mi cabeza va bien… mientras alejes de mí a
Mamsell
Ágata.

XV - John

ME senté para desayunarme y leer el
Figaro.
No había nada de gran interés. De pronto mis ojos tropezaron con el siguiente suelto, anunciado con grandes caracteres:

UN ASUNTO FEO

«Madame Réquin, comadrona de primera clase, domiciliada en la
Rue Granet,
ha sido detenida a consecuencia de la muerte sospechosa de una joven. Se ha ordenado también la captura de un médico extranjero, que se teme haya salido ya del país. A madame Réquin se la acusa asimismo de haber hecho desaparecer cierto número de recién nacidos a ella confiados.»

El periódico se me cayó de las manos.
¡Madame Réquin
, comadrona de primera clase,
Rue Granet!
En los últimos años me rodearon tantos sufrimientos, se desarrollaron bajo mis ojos tantas tragedias, que había olvidado por completo el asunto. Mientras leía el suelto del
Figaro
, la visión de la terrible noche en que conocí a
Madame Réquin
reapareció viva, como si hubiese ocurrido no tres años antes, sino el día anterior. Sorbiendo poco a poco mi té, releí varias veces el suelto y me alegré mucho de saber que al fin había sido capturada aquella mujer horrible. Igualmente sentíame feliz al recordar que en aquella inolvidable noche me fue concedido el salvar dos vidas: la de una madre y la de su hijo, que hubieran sido asesinados por
Madame Réquin
y su innoble cómplice.

De pronto, otro pensamiento cruzó mi mente. ¿Qué había hecho yo por aquellos dos seres a quienes había devuelto la vida? ¿Qué había hecho por aquella madre, ya abandonada por otro hombre en la hora que más necesidad tenía de él?

«¡John! ¡John!», había gritado, con desesperado acento, bajo la acción del cloroformo. «¡John! ¡John!»

¿Había hecho yo más que él? ¿No la había abandonado también en la hora en que más me necesitaba? ¿Qué angustia experimentaría antes de caer en manos de aquella terrible mujer y de aquel brutal colega mío, que la habrían asesinado si no hubiera sido por mí? ¿Qué angustia sentiría cuando, al recobrar el conocimiento, comprendiera la horrenda realidad del ambiente? ¿Y el niño medio asfixiado, que me miró con sus ojos celestes mientras respiraba por primera vez con el aire portador de vida que le había insuflado en los pulmones con mis labios sobre los suyos? ¿Qué hice por él? ¡Le había arrebatado de los brazos de la misericordiosa muerte para arrojarlo en los de
Madame Réquin!
¿Cuántos recién nacidos habían mamado ya la muerte en su enorme pecho? ¿Qué había hecho del niño de los ojos celestes? ¿Estaría en aquel ochenta por ciento de pequeños viajeros indefensos del
train des nourrices
que, según las estadísticas oficiales, perecían durante el primer año de vida, o entre el veinte por ciento de los que sobrevivían, tal vez para un destino peor?

Una hora después pedí y obtuve de la autoridad de la cárcel permiso para visitar a
Madame Réquin.
Me reconoció al instante y me acogió tan calurosamente que me sentí, en verdad, muy a disgusto ante el carcelero que me había acompañado a su celda.

Dijo que el niño estaba en Normandía, muy contento; precisamente acababa de recibir excelentes noticias de sus padres adoptivos, que lo amaban con ternura. Por desgracia, no podía encontrar las señas. Había alguna confusión en su registro. Pudiera ser, aunque no era probable, que las recordase su marido.

Estaba seguro de que el niño había muerto; pero, por intentarlo todo, le dije con severidad que si no recibía dentro de cuarenta y ocho horas la dirección de los padres adoptivos, la denunciaría a las autoridades por asesinato de un niño y también por hurto de un broche de diamantes de gran valor, dejado por mí a su custodia. Consiguió exprimir algunas lágrimas de sus ojos fríos y brillantes y juró que no había robado el broche; lo conservaba como recuerdo de aquella bella y joven señora a quien había cuidado tiernamente, como si hubiese sido su hija.

—Tiene usted cuarenta y ocho horas de tiempo —le dije, dejándola con sus reflexiones.

A la mañana del segundo día recibí la visita del digno marido de
Madame Réquin
, con la papeleta de empeño del broche y el nombre de tres aldeas de Normandía donde
madame
solía enviar sus niños aquel año. Escribí en seguida a los tres alcaldes, rogándoles indagasen si entre los niños adoptados en sus aldeas había uno de ojos celestes, de cerca de tres años. Al cabo de mucho tiempo recibí respuestas negativas de dos de los alcaldes; ninguna contestación del tercero. Escribí, luego, a los tres párrocos y, después de unos meses de espera, el de Villeroy me comunicó que en casa de la mujer de un zapatero había descubierto un nene que podría corresponder a mi descripción. Había llegado de París tres años antes y, ciertamente, tenía los ojos azules.

Yo nunca había estado en Normandía. Acercábanse las Navidades y creía merecer una pequeña vacación. Precisamente el día de Navidad llamé a la puerta del zapatero. Nadie me contestó. Entré en un cuarto oscuro, con la mesita baja de zapatero junto a la ventana. Botas fangosas y consuntas y zapatos de todos los tamaños estaban diseminados por el suelo; en una cuerda que cruzaba la habitación había, puestos a secar, camisas y guardapiés recién lavados. Aún no estaba hecha la cama, cuyas sábanas y mantas parecían indescriptiblemente sucias. En el suelo pétreo de la hedionda cocina sentábase un niño, medio desnudo, que comía una patata cruda. Sus ojos celestes me miraron aterrados; dejó caer la patata y levantó instintivamente un brazo descarnado, como para evitar un golpe, y huyó tan aprisa como pudo al otro cuarto. Lo cogí en el momento en que se metía debajo de la cama y me senté en la mesita del zapatero, al lado de la ventana, para examinarle los dientes. Sí, el niño tenía unos tres años y medio; parecía un pequeño esqueleto con piernas y brazos descarnados, un pecho estrecho y un estómago hinchado el doble del volumen normal. Sentado absolutamente inmóvil en mis rodillas, no emitió ningún sonido ni aun al abrirle la boca para mirarle los dientes. No cabía duda del color de sus cansados y tristes ojos: eran tan celestes como los míos.

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