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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

La Historia de San Michele (41 page)

BOOK: La Historia de San Michele
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Nadie tuvo nunca la menor sospecha de su procedencia. Por lo demás, parecía muy atildado y vivaracho con su largo y elegante redingote y el nuevo sombrero de copa, del que era reacio a separarse incluso cuando estaba a la mesa. No sabiendo yo mismo qué pensar de
Monsieur Alphonse
, acabé por transformarlo en un diplomático jubilado. Todos mis amigos le llamaban
Monsieur le ministre
, y
Anna
le llamaba invariablemente
Vostra Eccellenza
— ¡si hubieseis visto su cara!—. Por fortuna, era muy sordo y la conversación se limitaba, generalmente, a algunas corteses observaciones sobre el Papa o el siroco. De todos modos, debía estar yo con los ojos y oído atentos, dispuesto a intervenir en cualquier instante para alejar la botella, o ayudarle en alguna pregunta embarazosa o en alguna respuesta que aún lo era más, después del segundo vaso de
frascati. Monsieur Alphonse
era un ardiente realista, decidido a derribar la República francesa a toda costa. Todos los días esperaba noticias de fuente muy confidencial, para volver a París de un momento a otro. Mientras estábamos en seguro, ya había oído yo a muchos franceses derribar la República. Pero cuando empezaba a hablar de los asuntos de familia, debía estar muy atento para que no dejase escapar el secreto de su pasado, celosamente oculto en él maletín. Por fortuna, siempre me ponía en guardia su cuñado: «Mon
beau-frère le sous-préfet.»
Habíamos convenido tácitamente mis amigos y yo en que, apenas mencionase a aquel misterioso personaje, debía retirarse la botella, sin poner en la copa de
Monsieur Alphonse
ni una gota más de vino.

Lo recuerdo muy bien: Waldo Storey, el conocido escultor americano, que era amigo particular de
Monsieur Alphonse
, almorzó con nosotros aquel jueves.
Monsieur Alphonse
estaba de bonísimo humor e insólitamente locuaz. Antes de terminar la primera copa de
frascati
discutía con Waldo la probabilidad de reclutar un ejército de ex garibaldinos para invadir a Francia, marchar sobre París y derrocar la República. Al fin y al cabo, sólo era cuestión de dinero; cinco millones de francos serían más que suficientes; él, por su parte, era capaz de suministrar un millón, en la peor hipótesis.

Me pareció bastante congestionado; estaba seguro de que su cuñado no se hallaba muy lejos. Hice a Waldo la acostumbrada señal para no darle ni una gota más de vino.

—Mon
beau-frère le sous-préfet… —
dijo, con una risita.

Se detuvo de pronto, mientras yo alejaba la botella, y se puso a mirar el plato, como hacía siempre que estaba algo molesto.

—No se la quitaré —dije—: he aquí otro vaso de vino a su salud; siento haberle ofendido, y ¡abajo la República!, ya que así lo quiere usted.

Con gran sorpresa mía, no tendió la mano hacia el vaso. Permaneció completamente inmóvil, mirando el plato. Estaba muerto.

Nadie sabía mejor que yo lo que habría significado para
Monsieur Alphonse
y para mí si hubiera seguido la vía normal y hecho llamar a la Policía, según la ley. Reconocimiento del cadáver por el médico forense, tal vez una autopsia, e intervención del consulado francés; además, y esto era lo peor, hubiera sido arrancada al muerto su única propiedad, es decir, el secreto de su pasado.

Mandé bajar a
Anna
para que dijese al cochero que echase la capota;
Monsieur Alphonse
se había desmayado y yo mismo le acompañaría a casa. Cinco minutos después,
Monsieur Alphonse
estaba sentado junto a mí en el coche, en su rincón habitual, con el redingote del millonario de Pittsburgo subido hasta las orejas, la chistera calada en la cabeza, como era su costumbre. Tenía el aspecto de siempre: sólo parecía, como todos los muertos, mucho más pequeño que cuando vivía.

—¿Por el Corso? —preguntó el cochero.

—Sí, naturalmente, por el Corso; es el paseo favorito de
Monsieur Alphonse.

Al principio se inquietó bastante la Madre Superiora, pero mi certificado de
morte per paralisi cardiaca
, fechado en el Asilo, la puso en regla con la Policía. Por la tarde fue metido en el ataúd
Monsieur Alphonse
, con su maletín como almohada y la llave siempre colgada al cuello con una cinta. Las Hermanitas no hacen preguntas a los vivos ni a los muertos. De los que allí acuden a buscar protección, sólo quieren saber si son viejos y tienen hambre. Lo demás concierne a Dios, no a ellas ni a nadie. Saben muy bien que muchos de sus huéspedes viven y mueren entre ellas con nombre falso. Me hubiera gustado dejarle llevar su querida chistera en el ataúd, pero las Hermanas dijeron que no era posible. Lo lamenté; estaba seguro de que se hubiera sentido feliz.

* * *

Una noche fui despertado por una llamada urgente de las Hermanitas de los Pobres. Todas las crujías del enorme edificio estaban oscuras y silenciosas, pero oí a las Hermanas rezar en la capilla. Fui admitido en un cuartito del departamento de las monjas, donde no había estado aún. Yacía en el lecho una Hermana todavía joven, con el rostro tan blanco como la almohada, los ojos cerrados, el pulso casi imperceptible. Era
La Mère Générale des Petites Soeurs des Pauvres
, que había llegado aquella misma tarde de Nápoles, de regreso a París; hacía un viaje de inspección alrededor del mundo. Se hallaba en inminente peligro de muerte por una grave enfermedad del corazón. He estado junto al lecho de reyes y reinas y de hombres famosos cuando su vida se hallaba en peligro, quizás en mis manos, mas nunca he sentido tanto el peso de mi responsabilidad como entonces, cuando aquella mujer abrió lentamente sus maravillosos ojos y me miró:


Faites ce que vous pouvez, monsieur le docteur
—murmuró—,
car quarante mille pauvres dépendent de moi.

* * *

Las Hermanitas de los Pobres trabajan desde la mañana a la noche, en la más útil e ingrata forma de beneficencia que yo conozco. No es necesario que vayáis a Roma para encontrarlas; la vejez y la pobreza están esparcidas por todo el mundo, y también las Hermanitas, con su cuévano y su cepillo vacíos. Os ruego que pongáis en el cuévano vuestro traje viejo, cualquiera que sea la medida; todos los tamaños van bien para las Hermanitas de los Pobres. Ya no están tan de moda las chisteras, de modo que también podéis darles la vuestra. Siempre habrá en sus salas algún viejo
Monsieur Alphonse
, oculto tras un par de cortinas azules, ocupado en cepillar su raído sombrero de copa, último vestigio de la prosperidad pasada. Mandadlo también, os lo ruego, en su día de salida, a dar un paseo por el Corso en vuestra elegante victoria. A vuestro hígado le sentará mejor que deis un largo paseo a pie por la Campagna, con vuestro perro. Invitadlo a comer el próximo jueves; no hay mejor estimulante para el apetito que ver a un hombre hambriento comer hasta saciarse. Dadle un vaso de
frascati
para ayudarle a olvidar, pero, cuando empiece a recordar, quitad la botella.

Meted parte de vuestros ahorros en el cepillo de las Hermanitas; todo céntimo es útil; creedme, nunca haréis una inversión más segura. Recordad lo que he escrito en otra página de esta obra: lo que guardáis está perdido, lo que dais se conserva siempre. Además, no tenéis derecho a conservar ese dinero para vosotros, no os pertenece. El dinero no es de nadie de este mundo. Todo pertenece al demonio, que está sentado a su mostrador día y noche, detrás de sus sacos de oro, traficando con las almas humanas. No tengáis demasiado tiempo la sucia moneda que él pone en vuestra mano; desembarazaos de ella en cuanto podáis, porque el maldito metal os quemará pronto los dedos, penetrará en vuestra sangre, cegará vuestros ojos, infectará vuestros pensamientos y endurecerá vuestro corazón. Echadlo en el cepillo de las Hermanitas o arrojadlo al primer arroyo; ése es su sitio. ¿Qué ventaja tenéis en acumular dinero? Pronto os lo quitarán, en todo caso. La muerte tiene otra llave de vuestra caja de caudales.

«Los dioses venden todas las cosas a un justo precio», dijo un viejo poeta. Hubiera debido añadir que venden sus mejores cosas al precio más módico. Lo verdaderamente indispensable puede comprarse con poco dinero; sólo lo superfluo se vende caro. Lo verdaderamente bello nunca se vende, sino que es ofrecido como don por los dioses inmortales. Está permitido ver salir y ponerse el sol, vagar las nubes por el cielo, las selvas y los prados, el maravilloso mar, todo sin gastar un céntimo. Los pájaros cantan de balde, y podemos coger a lo largo del camino flores silvestres mientras paseamos. Nada se paga por entrar en la sala estrellada de la noche. El pobre duerme mejor que el rico. La comida sencilla prueba, a la larga, más que la del Ritz. El contentamiento y la paz del espíritu prosperan mejor en una casita de campo que en un suntuoso palacio de la ciudad. Pocos amigos, pocos libros, poquísimos, y un perro es todo cuanto necesitáis en torno vuestro, mientras os tengáis a vosotros mismos. Pero deberíais vivir en el campo. La primera ciudad fue proyectada por el diablo: por eso Dios quería destruir la torre de Babel.

¿Habéis visto al diablo? Yo, sí. Estaba con los brazos apoyados en el parapeto de la torre de
Notre-Dame
, las alas plegadas y la cabeza descansando en las palmas de las manos. Tenía las mejillas demacradas y sacaba la lengua por entre los puercos labios. Pensativo y grave, contemplaba París a sus pies. Inmóvil y rígido como si fuese de piedra, llevaba allí casi mil años mirando con codicia su ciudad predilecta, como si no pudiera apartar los ojos de lo que veía. ¿Era aquél el demonio, cuyo solo nombre me llenaba de espanto siendo yo niño; el formidable campeón del mal en la lucha eterna contra el bien? Lo miré con sorpresa. Pensé que parecía mucho menos malo de lo que me había imaginado; había visto rostros peores que el suyo. No había resplandor de triunfo en aquellos ojos de piedra: parecía viejo y cansado, cansado de sus fáciles victorias, cansado de su infierno.

¡Pobre viejo Belcebú! Acaso, en fin de cuentas, no tengas tú toda la culpa de que las cosas vayan tan mal en nuestro mundo. No fuiste quien le dio vida, no fuiste quien desencadenó el dolor y la muerte entre los hombres. Naciste con alas, no con garras; Dios fue quien te transformó en diablo y te arrojó a su infierno para custodiar a sus condenados. Ciertamente, no hubieras permanecido aquí durante mil años, en la cúspide de
Notre-Dame
, en la tempestad, bajo la lluvia, si te gustase tu oficio. Seguro estoy de que no le es fácil ser diablo a quien ha nacido con alas. Príncipe de las Tinieblas, ¿por qué no extingues el fuego en tu reino subterráneo y vienes a establecerte entre nosotros en una gran ciudad (el campo no es para ti, créeme), como un señor acaudalado, sin más quehacer en todo el día que comer, beber y acumular dinero? O, si debes aumentar tus capitales y echar mano a cualquier nuevo placentero trabajo, ¿por qué no abres otro infierno de juego en Montecarlo, o instalas un prostíbulo, o te haces usurero para pobres, o propietario de un circo ambulante de animales salvajes indefensos, muertos de hambre entre rejas? O, si deseas cambiar de aires, ¿por qué no vas a Alemania a abrir otra fábrica de tu último gas venenoso? ¿Quién, si no tú, dirigió su ciego bombardeo sobre Nápoles y dejó caer su bomba incendiaria sobre el Asilo de las Hermanitas de los Pobres, en medio de sus trescientos viejos?

Pero, ¿me permitirás hacerte una pregunta a cambio de los consejos que te he dado? ¿Por qué sacas de ese modo la lengua? Yo no sé cómo se interpretará esa actitud en el infierno, mas, con todo el respeto que te es debido, entre nosotros se toma como una señal de desafío y de falta de respeto. Perdóname,
Sire:
¿a quién enseñas continuamente la lengua?

XXVI - Miss Hall

MUCHOS de mis enfermos de aquel tiempo recordarán seguramente a Miss Hall; en verdad, una vez vista no era fácil olvidarla. Sólo la Gran Bretaña (Gran Bretaña en su mejor inspiración) pudo producir ese tipo único de muchacha de los primeros años de la época victoriana, de seis pies y tres pulgadas de altura, enjuta y rígida como una baqueta,
arida nutrix
de lo menos dos generaciones de escoceses aún por nacer. Durante los quince años que conocí a Miss Hall, no vi variación alguna en su aspecto: siempre la misma espléndida cara, encuadrada por los mismos bucles de oro pálido; el mismo vestido de colores vivos, la misma guirnalda de rosas en el sombrero. No sé los años de vida uniforme que había pasado Miss Hall en los varios pupilajes romanos de segunda clase, en busca de aventuras; pero sé que el día que nos encontró a
Tappio
y a mí en la Villa Borghese, empezó su verdadera misión en la vida; se encontró, finalmente, a sí misma. Pasaba las mañanas cepillando y peinando a los perros en mi glacial salita, bajo los escalones de la
Trinità dei Monti
, y volvía a su casa sólo para comer. A las tres salía de la casa de Keats, cruzando la
Piazza
en medio de
Giovannino
y
Rosina
, que le llegaban a la cintura, con sus zuecos y los pañuelos rojos en la cabeza, rodeada de todos mis perros, que ladraban alegremente saboreando por anticipado el paseo en la Villa Borghese: era, en aquellos días, un espectáculo familiar a toda la
Piazza di Spagna. Giovannino
y
Rosina
formaban parte del personal de San Michele. Nunca he tenido mejores criadas: ligeras de manos y pies, pasaban todo el día cantando mientras trabajaban. Claro está que sólo yo podía atreverme a traer de Anacapri a Roma aquellas muchachas medio salvajes. Esto no habría ocurrido de no llegar a tiempo Miss Hall, que se convirtió para ellas en una especie de ama seca, con la solicitud de una gallina vieja para sus polluelos. Miss Hall decía que no podía comprender por qué no permitía a las muchachas andar solas por la Villa Borghese: ella había paseado por toda Roma completamente sola durante muchos años, sin que nadie lo notase o le dirigiera la palabra. Fiel a su tipo, Miss Hall nunca había conseguido pronunciar una sola palabra inteligible en italiano, pero las muchachas la comprendían muy bien y se habían encariñado con ella, aunque temo que no la tomasen más en serio que yo.

Miss Hall me veía muy poco y yo la veía aún menos y evitaba lo más posible el mirarla. En las raras ocasiones en que la invitaba a comer conmigo, siempre había entre los dos, sobre la mesa, un gran jarrón de flores. Aunque le estaba rigurosamente prohibido mirarme, conseguía, sin embargo, levantar de vez en cuando la cabeza sobre el florero y echarme una mirada con el rabillo del ojo. Parecía no darse cuenta de lo horriblemente egoísta e ingrato que era yo a cambio de todo cuanto ella hacía por mí. No obstante sus limitados medios de comunicación (le estaba prohibido hacerme pregunta alguna), lograba descubrir mucho de lo que sucedía en la casa y de las personas que yo veía. Estaba ojo avizor sobre mis enfermas; rondaba por la plaza horas enteras para verlas entrar y salir durante las visitas. Con la apertura del
Grand Hôtel
, Ritz había dado la puntilla a la sencillez, ya decadente, de la vida romana. Comenzó la última invasión de los bárbaros; la ciudad eterna se puso de moda. El gran albergue estaba repleto de la sociedad mundana londinense y parisiense, de millonarios americanos y de los principales
rastaquouères
de la Riviera. Miss Hall conocía de nombre a todas aquellas personas. Las había seguido durante años en los ecos mundanos del
Morning Post.
Para la aristocracia inglesa, Miss Hall era una perfecta enciclopedia. Sabía de memoria el nacimiento y la mayoridad de sus hijos y herederos, los noviazgos y las bodas de sus hijas, los vestidos con que habían hecho su presentación en Corte, sus bailes, sus cenas y los viajes al extranjero. Muchas de aquellas personas
chic
acababan por ser enfermos míos, queriendo o sin querer, con gran alegría de Miss Hall. Otras, que no podían estar solas ni un momento, me invitaban a comer o cenar. Otras venían a la
Piazza di Spagna
para ver el cuarto donde había muerto Keats. Otras detenían el coche en Villa Borghese para acariciar a mis perros, con algún cumplido para Miss Hall por lo bien que los cuidaba. Poco a poco, Miss Hall y yo empezamos a emerger, mano a mano, de nuestra normal oscuridad hasta las altas esferas sociales. Frecuenté bastante la sociedad aquel invierno. Tenía todavía mucho que aprender de aquellos holgazanes; su capacidad de no hacer nada, su buen humor y su buen sueño me confundían. Miss Hall llevaba entonces una agenda especial de los acontecimientos mundanos de mi vida cotidiana. Radiante de orgullo, iba con su mejor vestido, dejando a diestro y siniestro mis tarjetas de visita. La luz de nuestra ascendente estrella resplandecía cada día más; a mayor altura cada vez, seguía nuestro camino; ya nada podía detenernos. Un día, mientras Miss Hall paseaba por Villa Borghese con los perros, una señora, con un perro de lanas negro en el regazo, le hizo señas de que se acercara a su coche. La señora acarició al perro lapón y dijo que ella había regalado
Tappio
al doctor, cuando el can era cachorro. A Miss Hall le temblaban las rodillas: ¡aquella señora era S. A. R. la Princesa heredera de Suecia! Un hermoso señor, sentado a su ilustrísimo lado, le tendió la mano con una bella sonrisa y, cosa increíble, dijo:

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