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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

La Historia de San Michele (38 page)

BOOK: La Historia de San Michele
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Me apresuré a decirle que yo no era tocólogo, pero tenía la seguridad de que podía estar tranquila en manos de alguno de mis colegas, que tenía entendido eran especialistas en esa rama de nuestra profesión. Por ejemplo, mi eminente compañero el doctor Pilkington…

No, me quería a mí, no a ningún otro. Seguramente, no tendría yo corazón para abandonarla, sola y sin protección, entre extraños, con un niño sin padre. Además, no había tiempo que perder; esperaba al nene de un día a otro, de un momento a otro. Me levanté rápidamente de la silla y le ofrecí mandar por un coche que la llevara inmediatamente al
Hôtel de Russie
, donde se hospedaba.

¡Qué no daría el reverendo Jonathan si le fuera concedido ver a su hijo, él que había amado tan apasionadamente a la madre! Había sido el suyo un matrimonio de amor como ninguno, fusión de dos vidas ardientes en una sola, de dos almas gemelas. Estalló en un paroxismo de lágrimas, terminado en un ataque de convulsiones que le sacudían todo el cuerpo de modo bastante alarmante.

De pronto, palideció y se quedó completamente inmóvil con las manos apretadas sobre el vientre, en actitud de protección. Mi miedo se convirtió en terror.
Giovannina
y
Rosina
estaban en Villa Borghese con los perros, y
Anna
también estaba fuera; no había ninguna mujer en casa y la sala de espera hallábase llena de gente. Salté de la silla y la miré con atención. De pronto, reconocí aquella faz; la conocía muy bien; no en vano había pasado quince años de mi vida entre mujeres histéricas de todos los países y de todas las edades. Le dije severamente que se enjugara las lágrimas, que se calmase y que me escuchara sin interrumpirme. Le hice algunas preguntas profesionales; sus evasivas respuestas despertaron mi interés por el reverendo Jonathan y por su prematura muerte. Era prematura de veras, porque parecía que la muerte de su llorado consorte había ocurrido en una época muy inesperada del año anterior, según mi punto de vista médico. Por último le dije, del modo más amable posible, que no estaba encinta ni mucho menos. Se levantó rápida del sofá, con el rostro encendido de rabia, y se precipitó fuera de la estancia, gritando a más no poder
que había ofendido la memoria del reverendo Jonathan.

Dos días después encontré en la plaza al pastor inglés y le di las gracias por haberme enviado a tal señora, expresando mi sentimiento por no haber podido encargarme de ella. Me sorprendió la fría actitud del pastor. Le pregunté dónde había ido a parar la señora Jonathan. Me dejó bruscamente, diciendo que estaba en manos del doctor Jones y que esperaba su hijo de un momento a otro.

En menos de veinticuatro horas se hizo pública la historia. Todos la sabían; todos los médicos extranjeros la sabían y se divertían con ella; todos sus enfermos la sabían; los dos farmacéuticos ingleses la sabían, el panadero inglés de la calle del Babbuino la sabía; en la agencia Cooks la sabían; en todos los pupilajes de
via
Sixtina la sabían; en todas las salas de té inglesas no se hablaba de otra cosa. Pronto supieron todos los miembros de la colonia británica que yo había sufrido una equivocación enorme y que había ofendido la memoria del reverendo Jonathan. Todos sabían que el doctor Jones no dejaba el
Hôtel de Russie
y que la comadrona había sido llamada a medianoche. Al día siguiente, la colonia inglesa de Roma se dividió en dos campos opuestos. ¿Habría niño o no lo habría? Todos los médicos ingleses y sus enfermos, el clero y sus fieles congregaciones, el farmacéutico inglés de
via
Condotti, todos estaban seguros de que habría niño. Todos mis enfermos, el farmacéutico rival de
Piazza
Mignanelli, todas las floristas de la
Piazza di Spagna
, todos los modelos de las escaleras de la
Trinità dei Monti
, bajo mis ventanas; todos los comerciantes de antigüedades, todos los canteros de
via
Margutta, aseguraban enfáticamente que no habría niño. El panadero inglés vacilaba. Mi amigo, el cónsul inglés, se vio obligado, aunque con repugnancia, a tomar partido contra mí por razones de patriotismo. La situación del
signor
Cornacchia, el empresario de pompas fúnebres, era particularmente delicada y requería mucho tacto profesional. Por una parte, estaba su inconmovible confianza en mi eficiencia como su principal colaborador; por otra, el hecho innegable de que sus perspectivas como empresario de pompas fúnebres serían mucho mejores si se probase que me había equivocado que si se demostraba que tenía razón. Poco después corrió la voz de que el viejo doctor Pilkington había sido llamado en consulta al
Hôtel de Russie
y había descubierto que, en vez de un niño, serían dos. El
signor
Cornacchia comprendió que la única táctica acertada era estar a la expectativa. Cuando se hizo público el hecho de que al pastor inglés se le había dicho que estuviese preparado, a cualquier hora del día o de la noche, para un bautismo
in articulo mortis
, a causa del prolongado trabajo, ya no fue posible vacilar. El
signor
Cornacchia desertó al campo enemigo, con armas y bagajes, abandonándome a mi suerte. Desde el punto de vista profesional del
signor
Cornacchia, como empresario de pompas fúnebres, un niño valía lo que un adulto. ¿Por qué no habían de ser dos niños? ¿Y por qué no…?

Cuando se vio entrar en el
Hôtel de Russie
una nodriza con su pintoresco vestido de las montañas sabinas, fueron visibles las muestras de desaliento entre mis aliados. Y cuando llegó de Inglaterra un cochecito de niño y fue puesto en el atrio del albergue, mi situación se volvió casi crítica. Todas las señoras turistas del hotel lanzaban una risueña mirada al cochecito cuando cruzaban el atrio; todos los camareros hacían apuestas de doble contra sencillo por los gemelos, y todas las apuestas a favor de ningún niño cesaron por completo. En la
garden party
de la Embajada inglesa, donde los doctores Pilkington y Jones, de nuevo amigos, formaban el centro de un animado grupo de gente ansiosa de saber las últimas noticias del
Hôtel de Russie
, algunas personas no me saludaron. El ministro sueco me llevó aparte y me dijo, con voz colérica, que no quería saber nada de mí; estaba harto de mis… excentricidades, por no decir algo peor. La semana anterior le habían dicho que me había permitido llamar «hiena» al más respetable y anciano médico inglés. Ayer, la mujer del pastor inglés había contado a la suya que había ofendido la memoria de un pastor escocés. Si tenía la intención de continuar así, era preferible que regresara a Anacapri, antes de que toda la colonia me volviera la espalda.

Al cabo de una semana de intensa incertidumbre, empezaron a advertirse señales de reacción. Las apuestas entre los camareros del
Hôtel de Russie
se hacían a la par, con algunas tímidas ofertas de cinco liras sobre la probabilidad de ningún niño. Cuando se esparció la noticia de que los médicos habían reñido y que el doctor Pilkington se había retirado con el segundo niño bajo su largo redingote, cesaron todas las apuestas por los gemelos. El número de desertores crecía de día en día. El pastor inglés y sus congregantes se agarraban aún valerosamente al cochecito. El doctor Jones, la comadrona y la nodriza seguían durmiendo en el Hotel, pero el
signor
Cornacchia, advertido por su agudísimo olfato, había abandonado ya la barca zozobrante.

Vino después la catástrofe, en forma de un viejo escocés de aspecto astuto, que entró un día en mi sala de consulta y se sentó en el sofá donde se había sentado su hermana. Me dijo que tenía la desgracia de ser el hermano de la señora de Jonathan, que había llegado directamente de Dundee la noche antes. Parecía que no había perdido el tiempo; había saldado la cuenta del doctor Pilkington abonándole un tercio de su factura; había echado al doctor Jones y ahora me pedía la dirección de un manicomio barato. El doctor, creía el escocés que debía ser recluido en otro sitio.

Le dije que, desgraciadamente para él, el caso de su hermana no justificaba el manicomio. Él objetó que si aquél no era un caso de manicomio, quisiera saber qué otro lo sería. El reverendo Jonathan había muerto hacía más de un año, de vejez y reblandecimiento cerebral; no era probable que la vieja loca hubiese estado expuesta a otras tentaciones. Se había ya convertido en el hazmerreír de todo Dundee, como ahora lo estaba siendo de todo Roma. Decía que él ya estaba harto y no quería saber más. Ni yo tampoco, dije; había estado rodeado de mujeres histéricas durante quince años y ahora quería descansar un poco. Lo único que debía hacer era llevársela a Dundee.

En cuanto a su médico, estaba seguro de que se había comportado como le permitía su capacidad. Había oído decir que era un médico retirado del ejército de la India, con una experiencia muy limitada en cuanto a histerismo. Creo que eso que se llama
tumor fantasma
se habrá presentado raramente en el ejército inglés. En cambio, no era tan raro en las mujeres histéricas.

¿Sabía yo que ella había tenido el atrevimiento de encargar el cochecito a nombre de él, que tuvo que pagarlo con cinco esterlinas, cuando por dos libras hubiera podido encontrar en Dundee uno de segunda mano? ¿Podría ayudarle a encontrar un comprador para el cochecito? Estaba dispuesto a no ganar nada, pero quería recuperar su dinero. Le dije que si dejaba a la hermana en Roma sería muy capaz de hacer venir otro cochecito de Dundee. Pareció impresionarle mucho este argumento.

Le presté mi coche para llevar a la hermana a la estación. No los he vuelto a ver.

* * *

Hasta ahora, la profecía del ministro sueco se había realizado: yo había sido un fácil vencedor. No obstante, pronto tuve que tratar con un rival mucho más serio, que vino a establecerse en Roma. Me dijeron, y creo sería verdad, que mi rápido éxito le había inducido a dejar su lucrativa clientela de… para instalarse en la capital. Gozaba de excelente reputación entre sus compatriotas como hábil médico y hombre simpático. Se convirtió pronto en una conspicua figura de la sociedad romana, de la cual iba yo desapareciendo cada vez más, después de haber aprendido cuanto quería saber. Paseaba en un coche tan elegante como el mío, recibía mucho en su suntuoso piso del Corso, y su ascensión fue tan rápida como lo había sido la mía. Vino a verme y estuvimos de acuerdo en que en Roma había lugar para los dos; era siempre muy cortés cuando nos encontrábamos. Tenía, evidentemente, una clientela muy extensa, constituida en gran parte por los ricos norteamericanos, que se aglomeraban en Roma para que él los curase, según me decían. Tenía su cuerpo de enfermeras y su sanatorio particular más allá de Porta Pía. Al principio creí que sería un médico de señoras, pero luego supe que era especialista en enfermedades del corazón. Poseía, indudablemente, el inestimable don de inspirar confianza a sus enfermos; siempre oí hablar de él con elogio y agradecimiento. No me sorprendía, porque, comparado con el resto de nosotros, era, en efecto, una personalidad decididamente conspicua: hermosa frente, mirada muy inteligente y penetrante, gran facilidad de palabra, modales muy atractivos. Hacía caso omiso de sus colegas, pero me llamó dos veces a consulta, sobre todo para casos nerviosos. Parecía conocer bien la obra de Charcot; había visitado asimismo algunas clínicas alemanas. Casi siempre estuvimos de acuerdo en los diagnósticos y las curas; deduje en breve que conocía su oficio, por lo menos tan bien como yo.

Un día me mandó un billete, garrapateado de prisa, rogándome fuera en seguida al
Hôtel Constanzi
para una consulta. Parecía más excitado que de costumbre. Me dijo, en pocas y rápidas palabras, que el enfermo estaba a su cuidado desde hacía varias semanas y que, al principio, había mejorado mucho. En aquellos últimos días había empeorado: el corazón no le funcionaba de modo satisfactorio; agradecería mi opinión. Sobre todo, no debía espantar al enfermo ni a la familia. Imaginad mi sorpresa cuando reconocí en su enfermo a un hombre a quien yo quería y admiraba desde hacía años, como todos los que le conocían, el autor de
Human personality and its survival of bodily death.
Su respiración era superficial y dificultosa; su rostro, cianótico y demacrado; sólo sus maravillosos ojos permanecían inmutables. Me dio la mano y dijo que se alegraba mucho de que, al fin, hubiera vuelto; deseaba desde hacía mucho tiempo mi regreso. Me recordó nuestro último encuentro en Londres, donde había cenado con él en la
Society for Psychical Research
y estuvimos hablando toda la noche de la muerte y del Más Allá. Sin darme tiempo a responder, mi colega le dijo que no debía hablar, por temor a otro ataque, y me pasó su estetoscopio. No se necesitaba un reconocimiento prolongado; me bastaba lo que había visto. Llevando aparte a mi colega, le pregunté si había avisado a la familia. Con gran sorpresa mía, no parecía darse cuenta de la situación; habló de repetir las inyecciones de estricnina con intervalos más breves, de probar su suero al día siguiente y de enviar al
Gran Hôtel
por una botella de borgoña de un año especial. Dije que yo era contrario a los estimulantes; no producirían otro efecto que reavivar su capacidad de sufrir, ya disminuida por la misericordiosa Naturaleza. Nosotros no podíamos hacer más que ayudarle a morir sin demasiado sufrimiento. Mientras hablábamos, entró en la habitación el profesor William James, el conocido filósofo y uno de sus más íntimos amigos. Le repetí que había de avisarse en seguida a la familia: era cuestión de horas. Como todos parecían tener más confianza en mi colega que en mí, insistí en que se llamase inmediatamente otro médico a consulta. Dos horas después llegó el profesor Baccelli, el primer consultor de Roma. Su examen fue aún más somero que el mío; su juicio, aún más breve.


Il va mourir aujourd'hui
—dijo con su voz profunda.

William James me contó el solemne pacto hecho con su amigo: el primero de los dos que muriera debía enviar al otro un mensaje mientras pasaba a lo ignoto. Ambos creían en la posibilidad de entrar en comunicación. Estaba tan abatido por el dolor, que ya no podía penetrar en el cuarto; se abismó en una silla junto a la puerta abierta, con un cuadernito en las rodillas y la pluma en la mano, dispuesto a recoger el mensaje, con su habitual y metódica precisión. Por la tarde empezó la respiración
Cheyne-Stokes
, ese desgarrador signo de la proximidad de la muerte. El moribundo pidió hablarme a solas; sus ojos estaban tranquilos y serenos.

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