La Historia de San Michele (32 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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Una tras otra, sus compañeras empezaron a dejarse ver por la
Avenue de Villiers
para consultarme a hurtadillas, preocupadas porque pudiera dejarlas a medio sueldo el doctor agregado a la
Opéra.
Las
coulisses
del cuerpo de baile eran para mí un mundo nuevo, no sin peligro para un explorador inexperto; porque, desgraciadamente, no era sólo al altar de la diosa Terpsícore donde aquellas jóvenes vestales llevaban las guirnaldas de su juventud. Por fortuna para mí, su Terpsícore había sido expulsada de mi Olimpo con los últimos inolvidables sones de la
Chaconne
de Gluck y del
Minueto
de Mozart; lo demás no era entonces, a mis ojos, más que pura y simple acrobacia; pero no para los demás espectadores de las
coulisses.
Nunca acababa de asombrarme de la facilidad con que aquellos decrépitos tenorios perdían el propio equilibrio contemplando a todas aquellas muchachas medio desnudas, que conservaban el suyo de puntillas.

Yvonne
tuvo su primera hemorragia, y el mal progresó seriamente. Maupassant, como todos los escritores que describen la enfermedad y la muerte, detestaba el mirarlas de cerca.
Yvonne
bebió docenas de frascos de aceite de hígado de bacalao para engordar —sabía que a su amante no le gustaban las mujeres flacas—. Todo fue en vano. En poco tiempo, de su bella juventud no quedaron más que los maravillosos ojos abrillantados por la fiebre y por el éter. La bolsa de Maupassant seguía abierta para ella, pero pronto sus brazos cerráronse en torno al cuerpo de una de sus compañeras.
Yvonne
arrojó un frasco de vitriolo a la cara de su rival. Por suerte, no acertó de lleno, y pagó sólo con dos meses de cárcel, gracias a la poderosa influencia de Maupassant y a un certificado mío en el que declaraba que no tenía más de dos meses de vida. Al salir de la prisión se negó a volver a su piso, a pesar de los ruegos de Maupassant. Desapareció en la inmensidad desconocida de la vasta ciudad, como el animal condenado que se esconde para morir.

Un mes después la encontré por casualidad en una cama en
Saint-Lazare
, última estación del Vía Crucis de las mujeres perdidas de París. Le dije que se lo comunicaría a Maupassant; estaba seguro de que iría en seguida a verla. Fui a casa de Maupassant aquella misma tarde. No había tiempo que perder. Era indudable que ella no tenía muchos días de vida. El fiel
François
se hallaba en su sitio habitual como un cancerbero, vigilando a su amo contra los intrusos. En vano intenté ser admitido; las órdenes eran terminantes. Ninguna visita había de ser introducida, bajo ningún pretexto: era la acostumbrada historia de la señora misteriosa. Hube de contentarme con garrapatear un billete hablándole de
Yvonne
, y
François
prometió entregarlo en seguida a su dueño. Nunca he podido saber si llegó a sus manos; supongo que no, y es muy probable, porque
François
procuraba siempre tener a su amado dueño alejado de los embrollos con mujeres. Cuando fui el día después a
Saint-Lazare
, ya había muerto
Yvonne.
La monja me dijo que se había pasado la mañana poniéndose colorete en las mejillas y arreglándose los cabellos; hasta había pedido prestado a una vieja prostituta de la cama de al lado un pequeño chal de seda roja, último vestigio del pasado esplendor, para cubrirse los escuálidos hombros. Decía a la monja que esperaba a su
monsieur;
esperó ansiosamente todo el día, pero él no acudió. Por la mañana la encontraron muerta en el lecho; había ingerido hasta la última gota de su frasco de cloral.

Dos meses después vi a Guy de Maupassant en el jardín de la
Maison Blanche
, en Passy, el conocidísimo manicomio. Paseaba apoyado en el brazo de su fiel
François
, arrojando chinitas a los parterres, con el ademán del
Semeur
de Millet.

—Mira, mira —decía—, en primavera crecerán todas, como otros tantos pequeños Maupassant… con tal que llueva.

* * *

Para mí, que durante años había empleado la mayor parte de mi tiempo libre en estudiar el hipnotismo, aquellas representaciones en el escenario de la
Salpêtrière
ante el público del
tout Paris
no eran más que una absurda farsa, una inextricable mezcla de verdad y de embrollo. Algunos de aquellos sujetos femeninos eran, sin duda, verdaderos sonámbulos que ejecutaban en estado de vela los diversos actos que les habían sugerido durante el sueño —sugestiones pos-hipnóticas—. Muchos eran simplemente embrollones que sabían lo que de ellos se esperaba, contentos de ejecutar sus diversos trucos en público, engañando a los médicos y al auditorio con la sorprendente astucia de las histéricas. Siempre estaban dispuestas a
piquer une attaque
de la clásica
grande hystérie
de Charcot con el subsiguiente
arc-en-ciel
, o a exhibir sus tres famosas fases de hipnotismo: letargo, catalepsia y sonambulismo, inventadas todas por el Maestro y rara vez observadas fuera de la
Salpêtrière.
Algunas olfateaban con deleite una botella de amoníaco cuando se les decía que era agua de rosas; otras comían un pedazo de carbón si se lo presentaban como chocolate. Otra se arrastraba en cuatro patas por el suelo, ladrando furiosamente, cuando le decían que era un can. Otra batía los brazos como si quisiera volar cuando era transformada en una paloma. Otra se levantaba las faldas con un grito de terror cuando arrojaban un guante a sus pies y le decían que era una serpiente. Otra caminaba con una chistera en brazos meciéndola y besándola tiernamente cuando le sugerían que era su hijo. Hipnotizadas a diestro y siniestro, docenas de veces al día, por los doctores y los estudiantes, muchas de aquellas desgraciadas muchachas pasaban el día en un estado de semiletargo, aturdidos sus cerebros por toda clase de absurdas sugestiones, semiconscientes y seguramente irresponsables de sus actos, destinadas, más tarde o más temprano, a terminar sus días en la
salle des agités
, si no en el manicomio. Mientras condeno aquellas representaciones de gala de los martes en el anfiteatro como anticientíficas e indignas de la
Salpêtrière
, sería injusto no reconocer que en las crujías se efectuaba un trabajo serio para investigar muchos de los aún oscuros fenómenos del hipnotismo. También yo, con permiso del
chef de clinique
, realizaba entonces algunos experimentos interesantes de sugestión poshipnótica y de telepatía con una de aquellas muchachas, una de las mejores sonámbulas que he encontrado.

Tuve ya, a la sazón, grandes dudas sobre la exactitud de las teorías de Charcot, que eran aceptadas sin oposición por sus discípulos, a ojos cerrados, y por el público, lo cual sólo puede explicarse como una especie de sugestión colectiva. Había vuelto de mi última visita a la clínica del profesor Bernheim, en Nancy, oscuro, pero resuelto mantenedor de la llamada escuela de Nancy en oposición a las enseñanzas de Charcot. Hablar en aquellos días de la escuela de Nancy en la
Salpêtrière
considerábase casi como un delito de lesa majestad. El mismo Charcot se ponía furioso con sólo oír el nombre del profesor Bernheim. Un artículo mío en la
Gazette des Hôpitaux
, inspirado en mi última visita a Nancy, fue enseñado al Maestro por uno de sus ayudantes que me odiaba cordialmente. Durante varios días, Charcot pareció ignorar del todo mi presencia. Después apareció en el
Figaro
un violento artículo bajo el seudónimo de
Ignotus
—uno de los principales periodistas de París—, denunciando aquellas demostraciones de hipnotismo en público como espectáculos ridículos y peligrosos, de ningún valor científico, indignos del gran Maestro de la
Salpêtrière.
Estaba yo presente cuando enseñaron este artículo a Charcot durante su visita matutina; me quedé estupefacto ante su furioso resentimiento contra un simple artículo de periódico; me parecía que habría podido muy bien permitirse ignorarlo. Había mucha envidia entre sus discípulos, y a mí se me reservaba una gran parte. No sé de quién partió la mentira, pero pronto supe con horror que corrían voces de que
Ignotas
había sabido por mí lo más dañoso de su información. Charcot no me dijo una palabra, pero, desde aquel día, varió su acostumbrada actitud cordial hacia mí. Vino luego el golpe, uno de los más amargos que he recibido en mi vida. El destino había preparado la trampa y, con mi habitual loca temeridad, caí en ella.

Un domingo, cuando dejaba el hospital, vi una pareja de viejos campesinos sentados en un banco bajo los plátanos del patio interior. Olían a campiña, a frutas, a prados y a vacas. Me alegraba el corazón verlos. Les pregunté de dónde venían y qué hacían allí. El viejo, con larga blusa celeste, llevóse la mano a la boina; la vieja, con linda cofia blanca, me hizo una reverencia, sonriéndome amistosamente. Decían que habían llegado aquella misma mañana, de la aldea de Normandía, para visitar a su hija, que era pinche de cocina en la
Salpêtrière
desde hacía más de dos años. Era un sitio muy bueno: la había llevado allí una monja de su aldea, que era segunda cocinera del hospital. Pero había mucho trabajo en la alquería; tenían ya tres vacas y seis cerdos y habían venido por su hija para llevársela a casa. Era una moza muy fuerte y sana, y ellos se hacían demasiado viejos para cuidar por sí solos la alquería. Estaban tan cansados por el largo viaje nocturno en tren, que habían tenido que sentarse en el banco para reposar un poco. ¿Quería ser tan amable que les enseñase dónde estaba la cocina? Dije que debían cruzar tres patios y pasar por interminables corredores. Sería mejor que los acompañase y les ayudara a encontrar la hija. ¡Sabe Dios cuántos pinches habría en la inmensa cocina que preparaban las comidas para cerca de tres mil bocas! Nos encaminamos al pabellón de la cocina; la vieja no cesaba de hablarme de sus manzanares, de su cosecha de patatas, de los cerdos, de las vacas, del excelente queso que estaba haciendo. Sacó de su cestita un quesito de
crème
recién hecho para
Geneviève
, pero que sería muy feliz si yo lo aceptaba. Le miré atentamente el rostro mientras me ofrecía el queso.

—¿Cuántos años tiene
Geneviève?

—Veinte justos.

—¿Es rubia y muy guapa?

—Su padre dice que es igual que yo —contestó con sencillez la vieja madre. El viejo aprobaba con la cabeza.

—¿Están seguros de que trabaja en la cocina? —pregunté con un estremecimiento involuntario, escrutando de nuevo el arrugado rostro de la madre.

Por toda respuesta, el viejo hurgó en el inmenso bolsillo de su blusa y sacó la última carta de
Geneviève.
Durante varios años había estudiado yo con ardor grafología y reconocí a primera vista la curiosamente torcida e ingenua, pero clarísima letra, mejorada poco a poco durante centenares de pruebas de escritura automática, hechas también bajo mi propia vigilancia.

—Por aquí —dije, de pronto, llevándolos en derechura a la
Salle Sainte-Agnès
, la crujía de las grandes histéricas.

Geneviève
estaba sentada, columpiando las piernas calzadas de seda, sobre la larga mesa del centro de la sala, en el regazo un ejemplar de
Le Rire
que publicaba su retrato en primera página. A su lado estaba
Lisette
, otra de las principales estrellas de la Compañía.
Geneviève
llevaba los cabellos peinados con coquetería y adornados con una cinta de seda azul, en el cuello un collar de perlas falsas, la pálida faz disimulada con colorete, los labios pintados. Más que una enferma de hospital parecía una emprendedora modistilla, de esparcimiento por los bulevares.
Geneviève
era la
primadonna
de las representaciones escénicas de los martes y por todos halagada y mimada, muy contenta de sí misma y del ambiente. Los dos viejos aldeanos miraron atónitos a su hija
Geneviève.
Ella los miró con aire estúpido, indiferente, y al principio no pareció reconocerlos. De pronto, empezó a contraérsele la faz y, con un agudo chillido, cayó cuan larga era en el suelo, presa de violentas convulsiones y seguida en el acto por
Lisette
con su clásico
arc-en-ciel.
Obedeciendo a la ley de la imitación, otras dos histéricas empezaron a
piquer
sus ataques en los lechos; una, riendo convulsivamente, y otra, deshaciéndose en lágrimas. Los dos viejos, mudos de terror, fueron rápidamente empujados por las monjas fuera de la crujía. Me reuní con ellos en la escalera y los conduje al banquito bajo los plátanos. Aún estaban demasiado empavorecidos para poder llorar. No era fácil explicar la situación a aquellos pobres aldeanos. Cómo llegó su hija desde la cocina a la sala de las histéricas, ni yo mismo lo sabía. Hablé lo más dulcemente que pude y les dije que pronto estaría curada su hija. La anciana madre empezó a llorar, y los ojillos centelleantes del padre comenzaron a brillar con una luz siniestra. Les insté a regresar a su pueblo y les prometí que su hija sería enviada a casa lo antes posible. El padre quería llevársela inmediatamente, pero la madre me ayudaba diciendo que era más prudente dejarla donde estaba hasta que mejorase; tenía la seguridad de que su hija se hallaba en buenas manos. Después de repetir mi promesa de que, lo antes posible, arreglaría con el profesor y con el director del hospital las necesarias formalidades para mandar a casa a
Geneviève
, confiada a una enfermera, conseguí con gran dificultad meterlos en un coche en dirección a la
Gare d'Orléans
, para partir en el próximo tren. Pensando en los dos viejos campesinos estuve despierto toda la noche. ¿Cómo cumpliría mi promesa? Demasiado sabía que, en aquel momento, era yo el menos indicado para hablar con Charcot de
Geneviève
, e igualmente sabía que nunca consentiría ella en salir de la
Salpêtrière
y volver espontáneamente a su humilde y vieja casa. Sólo veía una solución: dominar su voluntad substituyéndola por la mía. Conocía bien a
Geneviève
como excelente sonámbula. Había sido inducida por otros, y por mí mismo, a seguir sugestiones poshipnóticas, que transformábanse en actos con la fatalidad de una piedra que cae y con una exactitud casi astronómica, y con amnesia, es decir, completamente ignorante en estado de vigilia de cuanto se le había dicho que hiciese durante la hipnosis. Acudí al director de la clínica para continuar con
Geneviève
mis experimentos de telepatía, en el orden del día entonces. Él también se interesaba vivamente por el asunto y me ofreció su propio gabinete una hora cada tarde, para que trabajase sin que nadie me molestara, deseándome buena suerte. Le engañé. Precisamente el primer día sugerí a
Geneviève
, estando en profunda hipnosis, que se quedase en cama el martes siguiente, en vez de ir al anfiteatro; que tomase aversión a su vida en la
Salpêtrière
y que quisiera volver con sus padres. Durante una semana le repetí estas sugestiones, sin ningún resultado aparente. La semana después no acudió al anfiteatro y se notó mucho su falta durante la representación del martes: me dijeron que estaba resfriada y en cama. Dos días más tarde la encontré con una guía de ferrocarriles en la mano; se la guardó rápidamente en el bolsillo apenas me vio. Esto indicaba de modo seguro que podía contar con su amnesia. Poco después le sugerí que fuera al
Bon Marché
el jueves próximo, día de salida, para comprarse un nuevo sombrero. Vi que se lo enseñaba a
Lisette
, con gran orgullo, a la mañana siguiente. Al cabo de dos días le ordené dejar la
Salle Sainte-Agnès
el siguiente mediodía, cuando las monjas están ocupadas en distribuir la comida, y escurrirse fuera del alojamiento del portero mientras éste almorzaba; saltar a un coche e ir inmediatamente a la
Avenue de Villiers.
Al volver a casa para mis consultas, la encontré sentada en mi sala de espera. Le pregunté qué tenía; parecía muy turbada y murmuró algo así como si quisiera ver a mis perros y a la mona, de los que le había hablado. Fue entretenida por Rosalía en el comedor con una taza de café y puesta en un coche para volver al hospital.

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