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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (11 page)

BOOK: La historia de Zoe
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Papá dejó su tarta de café, se sacudió las manos y empezó a enumerar argumentos mientras los contaba con los dedos.

—Uno, tenemos el equipo y encaja en el espacio. No podemos jugar bien al fútbol ni al cricket en la
Magallanes.
Dos, es un deporte de equipo, así que podemos implicar a grandes grupos de chicos. Tres, no es complicado, así que no tenemos que perder mucho tiempo explicándole a nadie las reglas del juego. Cuarto, es atlético y os dará a los chavales una oportunidad de quemar parte de vuestra energía. Cinco, es lo suficientemente violento para atraer a esos chicos idiotas de los que hablabas ayer, pero no tan violento como para que alguien resulte herido.

—¿Algún argumento más? —pregunté.

—No —dijo papá—. Me he quedado sin dedos —cogió de nuevo su tarta de café.

—Los chicos acabarán formando equipo con sus amigos —dije—. Así que seguirás teniendo el problema de que los chicos de un mundo seguirán con los suyos.

—Estaría de acuerdo con eso, si no fuera por el detalle de que no soy idiota del todo —respondió papá—. Ni Jane tampoco. Tenemos un plan para esto.

El plan: todos los que se apuntaban eran asignados a un equipo, en vez de permitir que lo eligieran. Y no creo que los equipos fueran diseñados al azar; cuando Gretchen y yo miramos las listas, Gretchen advirtió que casi ninguno de los equipos tenía más de un jugador de un mismo mundo; incluso Enzo y Magdy estaban en equipos distintos. Los únicos chicos que estaban en el mismo «equipo» eran los de Kioto: como menonitas coloniales, evitaban jugar en deportes competitivos, así que pidieron ser los árbitros.

Gretchen y yo no formamos parte de ningún equipo: nos nombramos directoras de la liga y nadie nos lo discutió. Al parecer, la noticia de que nos habíamos burlado de una camada salvaje de chicos adolescentes se había extendido y nos temían y admiraban por igual.

—Eso me hace sentirme bonita —dijo Gretchen cuando uno de sus amigos de Erie se lo contó.

Estábamos viendo el primer encuentro de la liga, donde los Leopardos jugaban contra los Poderosos Bolas Rojas, un nombre que presumiblemente se refería al equipo del juego. No creo que yo hubiera aprobado el nombre del equipo.

—Por cierto, ¿cómo fue tu cita de anoche? —pregunté.

—Un poco pegajoso —dijo Gretchen.

—¿Quieres que Hickory y Dickory hablen con él?

—No, fue manejable —dijo Gretchen—. Además, tus amigos alienígenas me dan miedo. No te ofendas.

—No me ofendo. Son muy amables.

—Son tus guardaespaldas. Se supone que no deben ser amables. Se supone que tienen que asustar a la gente y hacer que se meen encima. Y lo consiguen. Me alegra que no te sigan a todas horas. En ese caso, nadie hablaría con nosotras.

De hecho, no había visto a Hickory y Dickory desde el día anterior, cuando mantuvimos aquella conversación sobre la gira por los mundos obin. Me pregunté si habría herido sus sentimientos. Iba a tener que comprobar cómo estaban.

—Eh, tu novio acaba de eliminar a uno de los leopardos —dijo Gretchen. Señaló a Enzo, que participaba en el juego.

—No es mi novio, no más que Magdy es el tuyo —dije.

—¿Es igual de pegajoso que Magdy? —preguntó Gretchen.

—Vaya pregunta. Cómo te atreves. Me siento enormemente ofendida.

—Entonces eso es un sí.

—No, no lo es. Es perfectamente amable. Incluso me envió un poema.

—¡No! —dijo Gretchen. Se lo mostré en mi PDA. Me la devolvió—. Tú te quedas con el escritor de poesías. Yo con el manos largas. No es justo. ¿Quieres cambiar?

—Ni hablar. Pero no es mi novio.

Gretchen señaló a Enzo.

—¿Se lo has preguntado a él?

Miré a Enzo, que en efecto dirigía miraditas hacia mí mientras se movía por la cancha. Vio que estaba mirando en su dirección, me sonrió y saludó con la cabeza, y mientras lo hacía recibió un pelotazo en la oreja y se cayó en redondo.

Me partí de risa.

—Oh, qué bonito —dijo Gretchen—. Reírte del dolor de tu novio.

—¡Lo sé! ¡Soy tan mala! —dije, y seguí partiéndome de risa.

—No te lo mereces —dijo Gretchen, agriamente—. No te mereces su poema. Dámelos a mí.

—Ni hablar —repetí, y entonces alcé la cabeza y vi que tenía a Enzo delante. Me cubrí la mano con la boca instintivamente.

—Demasiado tarde —dijo él. Cosa que, por supuesto, me hizo reír aún más.

—Se está burlando de tu dolor —le dijo Gretchen a Enzo—. Burlándose, ¿me oyes?

—Oh, Dios, lo siento mucho —dije, entre risas, y antes de pensar en lo que estaba haciendo le di un abrazo a Enzo.

—Está intentando distraerte de su maldad —advirtió Gretchen.

—Pues funciona —contestó Enzo.

—Oh, bien. Ya no volveré a avisarte de sus maldades después de esto —dijo Gretchen. Se concentró muy dramáticamente en el juego, del que sólo desviaba su atención para mirarnos ocasionalmente y sonreírme.

Me zafé de Enzo.

—En realidad, no soy mala.

—No, sólo te divierte el dolor de los demás.

—Saliste por tu pie de la cancha. No puede haberte dolido tanto.

—Existe un dolor que no se puede ver —dijo Enzo—. El dolor
existencial.

—Oh, vaya. Si tienes dolor existencial por el balón prisionero, entonces lo estás haciendo todo mal.

—Creo que no aprecias las sutilezas filosóficas del deporte —dijo Enzo. Empecé a reírme de nuevo—. Basta —dijo Enzo, con suavidad—. Estoy hablando en serio.

—Espero que no —dije, y seguí riéndome un poco más—. ¿Quieres almorzar?

—Me encantaría. Dame un minuto para sacar la pelota de mi trompa de Eustaquio.

Era la primera vez que oía a alguien emplear la expresión
trompa de Eustaquio
en una conversación corriente. Puede que me enamorara un poquito de él allí mismo.

* * *

—No os he visto mucho a ninguno de los dos hoy —le dije a Hickory y Dickory, en su camarote.

—Somos conscientes de que hacemos que muchos de tus amigos colonos se sientan incómodos —contestó Hickory.

Dickory y él estaban sentados en taburetes diseñados para acomodar su forma corporal; por lo demás, el camarote estaba vacío. Los obin tal vez habían conseguido conciencia e incluso recientemente habían probado suerte como narradores de relatos, pero los misterios de la decoración interior se les seguían resistiendo.

—Se decidió que lo mejor sería que permaneciéramos apartados.

—¿Quién lo decidió?

—El mayor Perry —dijo Hickory, y entonces, antes de que yo pudiera abrir la boca, añadió—: Y nosotros estuvimos de acuerdo.

—Vais a vivir con nosotros —dije—. Con todos nosotros. La gente tiene que acostumbrarse a vosotros.

—Estamos de acuerdo, y tendrán tiempo —contestó Hickory—. Pero por ahora creemos que es mejor dar tiempo a tu gente para que se acostumbren unos a otros.

Abrí la boca para responder, pero entonces Hickory dijo:

—¿Acaso no te ha beneficiado hasta ahora?

Recordé que Gretchen había comentado antes cómo los demás adolescentes no se nos acercarían nunca si Hickory y Dickory estaban siempre cerca, y me sentí un poquito avergonzada.

—No quiero que penséis que no os quiero a mi lado.

—No lo creemos —dijo Hickory—. Por favor, no pienses eso. Cuando estemos en Roanoke reemprenderemos nuestras funciones. La gente nos aceptará más porque habrán tenido tiempo de conocerte.

—Sigo sin querer que penséis que tenéis que quedaros aquí dentro por mi culpa. Me volvería loca si tuviera que pasarme una semana encerrada aquí.

—Para nosotros no es difícil —dijo Hickory—. Desconectamos nuestras conciencias hasta que volvemos a necesitarlas. De esa manera, el tiempo vuela.

—Casi parece un chiste.

—Si tú lo dices.

Sonreí.

—De todas formas, si ése es el único motivo para que os quedéis aquí...

—No he dicho que fuera el único motivo —dijo Hickory, interrumpiéndome, cosa que casi nunca hacía—. También dedicamos este tiempo a prepararnos.

—¿Para la vida en Roanoke? —pregunté.

—Sí —respondió Hickory—. Y para definir cómo te serviremos mejor cuando estemos allí.

—Creo que haciendo justo lo que hacéis.

—Posiblemente. Creemos que podrías estar subestimando lo diferente que será Roanoke de tu vida anterior, y cuáles serán nuestras responsabilidades contigo.

—Va a ser diferente —dije—. Sé que va a ser más difícil en muchos aspectos.

—Nos alegramos de oír eso —contestó Hickory—. Lo será.

—Tanto que os pasáis todo este tiempo preparándoos.

—Sí —dijo Hickory. Esperé un segundo para ver si iba a haber algo más, pero no fue así.

—¿Hay algo que queráis que haga? —le pregunté a Hickory—. ¿Para ayudaros?

Hickory tardó un segundo en responder. Presté atención para ver qué podía sentir: después de tantos años, era muy buena leyendo sus estados de ánimo. Nada parecía fuera de lugar ni desacostumbrado. Era tan sólo Hickory.

—No —dijo por fin—. Haz lo que estás haciendo. Conocer a nueva gente. Hacerte amiga de ellos. Disfruta ahora de tu tiempo. Creemos que cuando lleguemos a Roanoke no tendrás tanto tiempo para divertirte.

—Pero os estáis perdiendo toda mi diversión. Normalmente estáis presentes para grabarlo todo.

—Esta vez puedes pasar sin nosotros —dijo Hickory. Casi otro chiste. Sonreí de nuevo y les di a ambos un abrazo justo cuando mi PDA vibraba cobrando vida. Era Gretchen.

—Tu novio es un pato jugando al balón prisionero —dijo—. Acaba de recibir un golpe en la nariz. Dice que te diga que el dolor no es tan placentero cuando no estás delante para reírte. Así que ven para acá y alivia el dolor del pobre chico. O auméntalo. Las dos cosas valen.

11

Cosas que hay que saber de la vida de Zoë en la
Magallanes
.

Primero, el plan maestro de John
y
Jane para impedir que los jóvenes se mataran unos a otros funcionó como un sortilegio, lo que significó que tuve que admitir a regañadientes que papá había hecho algo inteligente, cosa que disfrutó probablemente más de lo debido. Cada uno de los equipos de balón prisionero se convirtió en un grupito en contrapunto con los grupos de chicos ya establecidos de las antiguas colonias. Podría haber sido un problema si todo el mundo hubiera cambiado su fidelidad tribal por sus equipos, porque entonces habríamos sustituido un tipo de estupidez por otra. Pero los chicos siguieron sintiendo fidelidad hacia sus amigos de sus mundos nativos también, al menos uno de los cuales solía pertenecer a algún equipo contrario. Eso mantuvo a todo el mundo en plano amistoso, o al menos mantuvo a raya a algunos de los muchachos más agresivamente estúpidos hasta que todos pudieron superar la urgencia de meterse en peleas.

O eso me explicó papá, que continuaba la mar de satisfecho consigo mismo.

—Así que aquí se puede ver cómo tejemos una sutil red de conexiones interpersonales —me dijo, mientras veía uno de los partidos de balón prisionero.

—Oh, Señor —dijo Savitri, que estaba sentada con nosotros—. Tanta autocomplacencia me va a hacer vomitar.

—Tan sólo tienes envidia porque no se te ocurrió a ti —le dijo papá a Savitri.

—Se me ocurrió a mí —respondió Savitri—. Una parte, al menos. Jane y yo ayudamos en este plan, como estoy segura que recordarás. Tú tan sólo te llevas todo el mérito.

—Eso son mentiras despreciables —dijo papá.

—Pelota —dijo Savitri, y todos nos agachamos cuando una pelota perdida rebotó entre el público.

No importaba a quién se le hubiera ocurrido, el plan del balón prisionero tuvo beneficios colaterales. Después del segundo día de torneo, los equipos empezaron a tener sus cancioncillas propias, ya que los miembros rebuscaron en sus colecciones de música tonadas que pudieran animarlos. Y ahí fue donde descubrimos una auténtica brecha cultural: la música que era popular en un mundo era completamente inaudita en otro. Los chicos de Jartún escuchaban chango-soca, a los de Rus les gustaba el pisotón y así sucesivamente. Sí, todos los estilos tenían buen ritmo y se podían bailar, pero si deseabas que a alguien se le salieran los ojos de las órbitas, lo único que debías hacer era sugerir que tu música favorita era mejor que la suya. Entonces la gente desenfundaba sus PDA y ponía sus canciones para demostrar sus argumentos.

Y así empezó la Gran Guerra de la Música en la
Magallanes
: todos nosotros enlazamos nuestras PDA y empezamos furiosamente a crear listas con nuestra música favorita para mostrar cómo era indiscutiblemente la mejor música de todos los tiempos. Muy poco después quedé expuesta no sólo al chango-soca y el pisotón, sino también al mata-mata, al zángano, al haploide, al baile feliz (resultó ser un nombre irónico), al mancha, al nuevopop, al tono, al tono
clásico
, al paso de Erie, al doowa capella, al sacudida y a algo realmente raro que decía ser un vals pero que no cumplía con el tres cuarto ni con ninguna firma musical reconocible que yo pudiera reconocer. Lo escuché todo con mente abierta, y luego les dije a todos que los compadecía porque nunca habían estado expuestos al sonido Huckleberry, y les envié una lista musical propia.

—Así que hacéis música estrangulando gatos —dijo Magdy, mientras escuchaba «Delhi Morning», una de mis canciones favoritas, junto conmigo, Gretchen y Enzo.

—Es un sitar, capullo —dije.

—«Sitar» es como se dice en Huckleberry «gatos estrangulados» —dijo Magdy.

Me volví hacia Enzo.

—Ayúdame con esto.

—Voy a tener que apoyar la teoría de los gatos estrangulados —dijo Enzo.

Le di un golpe en el brazo.

—Creí que eras mi amigo.

—Lo era —dijo Enzo—. Pero ahora sé cómo tratas a tus mascotas.

—¡Escuchad! —dijo Magdy. La parte del sitar se había alzado sobre el conjunto y quedó suspendida, apasionante, en el puente de la canción—. Y justo aquí es cuando el gato se murió. Admítelo, Zoë.

—¿Gretchen? —miré a mi última y mejor amiga, que siempre me defendería de los filisteos.

Gretchen me miró.

—Pobre gato —dijo, y se echó a reír. Entonces Magdy cogió la PDA e hizo sonar un horrible ruido estremecedor.

Para que conste, «Delhi Morning» no suena a gatos estrangulados. De verdad que no. Todos ellos eran sordos o algo así. Sobre todo Magdy.

Sordos o no, sin embargo, los cuatro acabamos pasando un montón de tiempo juntos. Mientras que Enzo y yo nos medíamos de forma lenta y divertida, Gretchen y Magdy alternaban entre sentirse interesados el uno por el otro y tratar de ver hasta dónde podían aplastarse verbalmente. Aunque ya sabéis cómo son estas cosas. Una probablemente conduce a la otra y viceversa. Y supongo que las hormonas tenían mucho que ver; ambos eran bellos ejemplos de la adolescencia en flor, que creo que es la mejor forma de expresarlo. Los dos parecían dispuestos a soportar mucho del otro a cambio de poder quedarse embobados y realizar algunos ligeros toqueteos, cosa que para ser justos con Magdy no intentaba sólo él, si había que creer los informes de Gretchen.

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