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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (8 page)

BOOK: La historia de Zoe
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Bueno, una vez intenté utilizarlo: cuando era más joven traté de discutir con Jane para que me dejara acostarme tarde una noche porque tenía un estatus especial bajo la ley del tratado. Me pareció muy astuto. Su respuesta fue sacar las mil páginas del tratado (ni siquiera sabía que tuviera una copia física) e invitarme a buscar la parte en que decía que yo siempre tenía que salirme con la mía. Busqué corriendo a Hickory y Dickory y les exigí que le dijeran a mamá que me dejara hacer lo que quisiera; Hickory me dijo que tendrían que cursar un archivo para solicitar guía a su gobierno y que eso tardaría varios días, y para entonces ya tendría que estar metida en la cama. Fue mi primera exposición a la tiranía de la burocracia.

Lo que sí sé lo que significa es que pertenezco a los obin. Incluso aquel momento delante de la tumba, Hickory y Dickory estaban grabándolo en sus máquinas de conciencia, las máquinas que mi padre les hizo. Todo sería archivado y enviado a los demás obin. Todos los demás obin estarían allí conmigo, mientras me arrodillaba ante la tumba de mis padres, siguiendo sus nombres y el mío con el dedo.

Pertenezco. Pertenezco a John y Jane; pertenezco a Hickory y Dickory y a cada obin. Y sin embargo, a pesar de todo eso, a pesar de la conexión que siento, de toda la conexión que
tengo,
hay momentos en que me siento sola, y tengo la sensación de que voy vagando y no conecto con nada. Tal vez sea lo que pasa a esta edad, una tiene momentos de alienación. Tal vez para encontrarte a ti misma tengas que sentirte desconectada. Tal vez todo el mundo pasa por esto.

Lo que sabía, sin embargo, es que allí ante la tumba,
mi
tumba, estaba experimentando uno de aquellos momentos.

Había estado allí antes, junto a esa tumba. Primero cuando enterraron a mi madre, y luego, unos cuantos años más tarde, cuando Jane me llevó para que me despidiera de mi madre y de mi padre. «Toda la gente que me conoce se ha ido —le dije—. Toda mi gente ha muerto.» Y entonces ella se me acercó y me pidió que viviera con John y con ella, en un sitio nuevo. Me pidió que dejara que John y ella fueran mi nueva gente.

Toqué el elefante de jade que llevaba al cuello y sonreí, pensando en Jane.

¿Quién soy? ¿Quién es mi gente? ¿A quién pertenezco? Preguntas con respuestas fáciles y, a la vez, sin respuesta. Pertenezco a mi familia, y a los obin, y a veces no pertenezco a nadie. Soy una hija y una diosa y una niña que a veces no sabe quién es ni lo que quiere. El cerebro me da vueltas con estas cosas y me produce dolor de cabeza. Ojalá estuviera sola. Me alegro de que John esté conmigo. Quiero ver a mi nueva amiga Gretchen y hacer comentarios sarcásticos hasta que las dos nos partamos de risa. Quiero ir a mi camarote en la
Magallanes
, apagar la luz, abrazar a mi perro y llorar. Quiero salir de este estúpido cementerio. No quiero dejarlo jamás porque sé que no voy a volver nunca. Es el último momento que voy a pasar con mi gente, con los que ya no están.

A veces no sé si mi vida es complicada, o si es que pienso demasiado las cosas.

Me arrodillé ante la tumba, pensé un poco más, y traté de encontrar un modo de decirle adiós a mi madre y a mi padre y conservarlos conmigo, quedarme e irme, ser la hija y la diosa y la niña que no sabe lo que quiere, todo a la vez, y pertenecer a todo el mundo y ser de mí misma.

Me llevó mi tiempo.

8

—Pareces triste —dijo Hickory cuando cogimos la lanzadera de vuelta a la Estación Fénix. Dickory estaba sentado a su lado, impasible como siempre.

—Estoy triste —respondí—. Echo de menos a mi padre y a mi madre.

Miré a John, que estaba sentado en la proa de la lanzadera junto al piloto, el teniente Cloud.

—Y creo que tanto mudarnos y despedirnos y marcharnos me va a afectar un poquito. Lo siento.

—No tienes que disculparte —dijo Hickory—. Este viaje ha sido estresante también para nosotros.

—Oh, bien —dije, volviéndome hacia ellos—. A la tristeza le encanta la compañía.

—Nos sentiríamos felices intentando animarte —dijo Hickory.

—¿De veras? —respondí. Esto era una nueva táctica—. ¿Y cómo lo haríais?

—Podríamos contarte una historia.

—¿Qué historia?

—Una en la que Dickory y yo hemos estado trabajando.

—¿Habéis estado
escribiendo?
—dije. No me molesté en disimular la incredulidad de mi voz.

—¿Es sorprendente? —dijo Hickory.

—Absolutamente. No sabía que teníais esa habilidad.

—Los obin no tienen historias propias —dijo Hickory—. Las aprendimos a través de ti, cuando nos hacías leértelas.

Me quedé sorprendida un momento, y entonces recordé: cuando era más pequeña le pedía a Hickory y Dickory que me leyeran historias antes de irme a dormir. Fue un experimento fallido, por decir algo; incluso con sus máquinas de conciencia conectadas, ninguno de ellos sabía contar una historia. No sabían transmitir tensión en los momentos adecuados: la mejor manera en que puedo expresarlo es que no sabían leer las emociones de la historia. Sabían leer las palabras, sí. Pero no sabían contar la
historia.

—Así que habéis estado leyendo historias desde entonces —dije.

—A veces —respondió Hickory—. Cuentos de hadas y mitos. Nos interesan mucho los mitos, porque son historias que tratan de los dioses y la creación. Dickory y yo hemos decidido hacer un mito de la creación para los obin, para que podamos tener una historia propia.

—Y ésa es la historia que queréis contarme.

—Si crees que puede animarte... —dijo Hickory.

—Bueno, es un mito de la
creación feliz,
¿no?

—Lo es para nosotros —dijo Hickory—. Deberías saber que formas parte de él.

—Bueno, pues entonces definitivamente quiero oírlo.

Hickory consultó rápidamente con Dickory, en su propio idioma.

—Te contaremos la versión corta —dijo.

—¿Hay una versión larga? Estoy realmente intrigada.

—El resto del trayecto en la lanzadera no sería suficiente para la versión larga —dijo Hickory—. A menos que volviéramos a Fénix. Y luego regresáramos. Y luego volviéramos a bajar.

—Entonces, mejor la versión corta.

—Muy bien —dijo Hickory, y empezó—: Erase una vez...

—¿De verdad? ¿«Érase una vez»?

—¿Qué tiene de malo «Erase una vez»? —preguntó Hickory—. La mayoría de vuestras historias y mitos empiezan así. Nos pareció que sería apropiado.

—No tiene nada de malo —contesté—. Es que es un poco anticuado.

—Lo cambiaremos si quieres —dijo Hickory.

—No. Lo siento, Hickory. Te he interrumpido. Por favor, empieza de nuevo.

—Muy bien —dijo Hickory—. Erase una vez...

* * *

Érase una vez unas criaturas que vivían en una de las lunas de un gran planeta. Estas criaturas no tenían nombre, ni sabían que vivían en una luna, ni sabían que la luna orbitaba un planeta gaseoso, ni qué era un planeta, ni sabían nada en ningún sentido que pudiera decirse que sabían nada. Eran animales, y no tenían conciencia, y nacían y vivían y morían todas sus vidas sin pensamiento ni el conocimiento del pensamiento.

Un día, aunque los animales no sabían nada de la idea de los días, llegaron unos visitantes a la luna que orbitaba al planeta gaseoso. Estos visitantes eran conocidos como los consu, aunque los animales de ese planeta no lo sabían, porque así era como los consu se llamaban a sí mismos, y los animales no eran inteligentes y no podían preguntarles a los consu cómo se llamaban, ni sabían que las cosas podían tener nombres.

Los consu habían ido a esa luna a explorar, y lo hicieron. Anotaron todas las cosas relativas a esa luna: desde cómo era el aire de su cielo a la forma de sus tierras y aguas, pasando por todas las formas de vida que habitaban en la tierra y el aire y el agua de aquélla. Y cuando encontraron a esas criaturas que vivían en esta luna, los consu sintieron curiosidad hacia ellas y hacia cómo vivían sus vidas, y estudiaron cómo nacían y vivían y morían.

Después de que los consu observaran a las criaturas durante cierto tiempo, decidieron que podían cambiarlas, y darles algo que los consu poseían y las criaturas no: la inteligencia. Y los consu cogieron los genes de las criaturas y las modificaron de modo que sus cerebros, al crecer, desarrollaron inteligencia más allá de lo que las criaturas conseguían a través de la experiencia o de muchos años de evolución. Los consu hicieron estos cambios en unas pocas criaturas y luego las devolvieron a la luna, y a lo largo de muchas generaciones todas las criaturas se volvieron inteligentes.

Cuando los consu dieron inteligencia a las criaturas no se quedaron en la luna, sino que se marcharon y dejaron máquinas en el cielo, que las criaturas no podían ver, para vigilarlas. Y así, durante mucho tiempo, las criaturas no supieron de los consu ni de lo que les habían hecho.

Y durante mucho, mucho tiempo, estas criaturas que ahora tenían inteligencia crecieron en número y aprendieron muchas cosas. Aprendieron a hacer herramientas y crear un lenguaje, y a trabajar juntos en busca de objetivos comunes, y a cultivar la tierra, y extraer los metales, y a crear ciencia. Pero aunque las criaturas vivieron y aprendieron, no sabían que entre todas las criaturas inteligentes eran únicas, pues no sabían que había otras criaturas inteligentes.

Un día, después de que las criaturas ganaran la inteligencia, otra raza de seres inteligentes llegó a visitar la luna; los primeros desde los consu, aunque las criaturas no recordaban a los consu. Y estos nuevos seres se llamaban a sí mismos los arza, y cada uno de los arza también tenía un nombre. Y los arza se sorprendieron de que las criaturas de la luna, que eran inteligentes y habían construido herramientas y ciudades, no tuvieran un nombre genérico ni tuvieran nombre para cada uno de los suyos.

Y fue entonces cuando las criaturas descubrieron a través de los arza qué los hacía únicos: eran el único pueblo del universo que no tenía conciencia. Aunque cada criatura podía pensar y razonar, no se conocía a sí misma como cualquier otra criatura inteligente podía conocerse a sí misma. Las criaturas carecían de conciencia de quiénes eran como individuos, aunque vivían y prosperaban y crecían en la superficie de la luna del planeta.

Cuando las criaturas se enteraron de esto, y aunque ninguna de ellas podía saber cómo sería, empezaron a ansiar aquello que no tenían: la conciencia que conocían colectivamente pero no como individuos. Y fue entonces cuando las criaturas se dieron a sí mismas un nombre, y se llamaron «obin», que en su lenguaje significaba «los que carecen», aunque podría traducirse mejor por «los privados» o «los sin dones». Sin embargo, aunque pusieron nombre a su raza no pusieron nombre a cada uno de sus individuos.

Y los arza se apiadaron de las criaturas que ahora se llamaban los obin, y les descubrieron las máquinas que flotaban en el cielo y que habían sido puestas allí por los consu, que sabían que era una raza de inmensa inteligencia y objetivos incognoscibles. Los arza estudiaron a los obin y descubrieron que su biología era innatural, y por eso los obin descubrieron quiénes los habían creado.

Y los obin le pidieron a los arza que los llevaran con los consu, para poder preguntar por qué habían hecho los consu estas cosas, pero los arza se negaron, diciendo que los consu sólo se encontraban con otras razas para luchar, y temían lo que pudiera sucederles a los arza si llevaban a los obin ante los consu.

Así, los obin decidieron que tenían que aprender a luchar. Y aunque los obin no lucharon contra los arza, que habían sido amables y se habían apiadado de ellos y los habían dejado en paz, llegó otra raza de criaturas, llamada los belestier, que planeaba colonizar la luna donde los obin vivían y matar a todos los obin porque no querían vivir en paz con ellos. Los obin se enfrentaron a los belestier, matando a todos los que desembarcaron en su luna, y al hacerlo descubrieron que tenían una ventaja: como los obin no se conocían a sí mismos, no tenían miedo a la muerte, ni temían ciertas situaciones que aterrorizaban a otros.

Los obin mataron a los belestier, y aprendieron de sus armas y su tecnología. Con el tiempo los obin salieron de su propia luna para colonizar otras lunas y crecer en número y enfrentarse a aquellas razas que les declaraban la guerra.

Y llegó un día, después de muchos años, en que los obin decidieron que estaban preparados para conocer a los consu, y descubrieron dónde vivían y partieron a conocerlos. Aunque los obin eran fuertes y decididos, no conocían el poder de los consu, que los hicieron a un lado, matando a todos los obin que se atrevieron a acercarse a ellos o a atacarlos, y hubo muchos miles de muertos.

Con el tiempo, los consu sintieron curiosidad por las criaturas que habían creado y se ofrecieron a responder a los obin tres preguntas, si la mitad de los obin de todas partes se ofrecían como sacrificio para los consu. Fue un trato difícil, porque aunque ningún individuo obin concebía su propia muerte, semejante sacrificio heriría a la raza, porque para entonces ya se había creado muchos enemigos entre las razas inteligentes, enemigos que sin duda aprovecharían la debilidad de los obin para atacarlos. Pero los obin tenían un ansia y necesitaban respuestas. Y así, la mitad de los obin se ofreció voluntariamente a los consu, matándose de todo tipo de formas, dondequiera que estuviesen.

Y los consu quedaron satisfechos y respondieron a nuestras tres preguntas. Sí, le habían dado inteligencia a los obin. Sí, podrían haberles dado conciencia pero no lo hicieron, porque querían ver cómo era la inteligencia sin conciencia. No, no nos darían ahora conciencia, ni lo harían nunca, ni nos permitirían volver a preguntar. Y desde ese día los consu no han permitido que los obin volvieran a hablarles; desde ese día, todos los embajadores que se les han enviado han muerto.

Los obin pasaron muchos años combatiendo contra muchas razas mientras recuperaban su antigua fuerza, y con el tiempo las demás razas supieron que combatir contra los obin significaba morir, pues los obin eran implacables y no daban cuartel ni mostraban piedad ni miedo, porque los obin no conocían estas cosas ellos mismos. Y durante mucho tiempo así fue todo.

Un día una raza conocida como los raey atacó una colonia humana y su estación espacial, matando a todos los humanos que pudieron. Pero antes de que los raey pudieran completar su tarea, los obin los atacaron, porque los obin querían aquella colonia para sí. Los raey quedaron debilitados tras su primer ataque y fueron derrotados y muertos. Los obin tomaron la colonia y su estación espacial, y como la estación era conocida como avanzadilla científica, los obin examinaron sus registros para ver qué tecnología útil podían tomar.

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