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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (9 page)

BOOK: La Historia Interminable
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Atreyu recurrió a toda su fuerza de voluntad para contrarrestar el entumecimiento que le producía la mirada de la Vetusta Morla.

—Si tanto sabes —dijo—, también sabrás en qué consiste la enfermedad de la Emperatriz Infantil y si hay para ella remedio.

—Lo sabemos, ¿verdad, vieja? Lo sabemos —resolló la Morla—, pero da lo mismo que ella se salve o no. Por lo tanto, ¿por qué tendríamos que decírtelo?

—Si realmente te da lo mismo —la apremió Atreyu—, también podrías decírmelo.

—Podríamos también, vieja, ¿verdad? —gruñó la Morla—. Pero no tenemos ganas.

—Entonces —exclamó Atreyu—
no
es verdad que todo te dé lo mismo. ¡Ni siquiera tú crees lo que dices!

Durante mucho tiempo reinó el silencio, y luego Atreyu oyó unos gorgoteos y regüeldos profundos. Debían de ser una especie de risa, si es que la Vetusta Morla podía reír todavía. En cualquier caso, dijo:

—Eres astuto, pequeño. ¡Vaya! Eres listo. Hacía tiempo que no nos divertíamos tanto, ¿verdad, vieja? ¡Vaya! También podríamos decírtelo. No hay ninguna diferencia. ¿Se lo decimos, vieja?

Hubo un largo silencio. Atreyu esperaba impaciente la respuesta de la Morla, sin interrumpir con sus preguntas los lentos y desesperantes pensamientos de ella. Por fin, la tortuga siguió hablando:

—Tú vives poco, pequeño. Nosotras vivimos mucho. Demasiado. Pero los dos vivimos en el tiempo. Tú poco. Nosotras mucho. La Emperatriz Infantil existía ya antes que nosotras. Pero no es vieja. Ella es siempre joven. Mira: su existencia no se mide por tiempo, sino por nombres. Necesita un nombre nuevo, siempre un nombre nuevo. ¿Sabes sus nombres, pequeño?

—No —reconoció Atreyu—. Nunca los he oído.

—Es que no puedes haberlos oído —respondió la Morla—. Ni siquiera nosotras podemos recordarlos. Y, sin embargo, ha tenido muchos. Pero todos se han olvidado. Todos han pasado. No obstante, sin nombre no puede vivir. La Emperatriz Infantil sólo necesita tener un nuevo nombre para ponerse bien. Sin embargo, no importa si se pone bien o no…

Cerró sus ojos grandes como charcos y empezó a recoger lentamente la cabeza.

—¡Espera! —gritó Atreyu—. ¿De quién recibe los nombres? ¿Quién puede darle un nombre? ¿Dónde puedo encontrar ese nombre?

—Ninguno de nosotros —oyó gorgotear a la Morla—, ningún ser de Fantasia puede darle un nuevo nombre. Por eso todo es inútil. No te preocupes, pequeño. Nada importa.

—Entonces, ¿quién? —gritó Atreyu fuera de sí—. ¿Quién puede darle un nombre que la salve y nos salve a todos?

—¡No hagas tanto ruido! —dijo la Morla—. Déjanos en paz y márchate. Tampoco nosotras sabemos quién puede hacerlo.

—Si no lo sabes —gritó Atreyu más fuerte aún—, ¿quién puede saberlo?

Ella abrió de nuevo los ojos.

—Si no llevases el Esplendor —resopló—, te comeríamos, sólo para estar tranquilas. ¡Vaya!

—¿Quién? —insistió Atreyu—. ¡Dime quién lo sabe y te dejaré en paz para siempre!

—Al fin y al cabo da lo mismo —respondió ella—, quizá Uyulala, en el Oráculo del Sur. Quizá ella lo sepa. ¿Qué nos importa?

—¿Y cómo puedo llegar hasta allí?

—No puedes llegar de ninguna forma, pequeño. ¡Vaya! Ni en diez mil días de viaje. Vives demasiado poco. Morirías antes. Está demasiado lejos. En el sur. Demasiado lejos. Por eso todo es inútil. Se lo habíamos dicho desde el principio, ¿verdad, vieja? Déjalo estar y renuncia, pequeño. Y, sobre todo, ¡déjanos en paz!

Diciendo esto, cerró definitivamente sus ojos de mirada vacía y metió otra vez la cabeza en la cueva. Atreyu supo que no podría sacar nada más de ella.

Al mismo tiempo, el ser de las sombras que se había formado de la oscuridad del páramo nocturno encontró el rastro de Atreyu y se dirigió al Pantano de la Tristeza. Nada ni nadie en Fantasia podría apartarlo de aquel rastro.

Bastián había apoyado la cabeza en la mano y miraba ante sí pensativamente.

—Es muy extraño —dijo en voz alta— que ningún ser de Fantasia pueda dar a la Emperatriz Infantil un nuevo nombre.

Si sólo se tratara de encontrar un nombre, él hubiera podido ayudarlos fácilmente. Eso se le daba bien. Pero por desgracia no estaba en Fantasia, donde sus habilidades hubieran podido ser útiles y le hubieran reportado quizá simpatía u honores. Por otro lado, se alegraba también mucho de estar allí porque en una región como el Pantano de la Tristeza no se hubiera atrevido a entrar por nada del mundo. ¡Y aquel siniestro ser de las sombras que perseguía a Atreyu sin que lo supiera! A Bastián le hubiera gustado avisarlo, pero no podía ser. No se podía hacer otra cosa que confiar en la suerte y seguir leyendo.

IV

Ygrámul el Múltiple

os tormentos empezaba a sufrir Atreyu: hambre y sed. Hacía dos días que había dejado el Pantano de la Tristeza y, desde entonces, vagaba por un desierto de piedra en el que no había un ser vivo. Lo poco que le quedaba aún de sus provisiones se había hundido con Ártax en el agua negra. Inútilmente escarbó con las manos entre las piedras para encontrar alguna raíz; allí no crecía nada, ni siquiera musgos o líquenes.

Al principio se había alegrado de sentir al menos suelo firme bajo los pies, pero poco a poco tuvo que confesarse que su situación más bien había empeorado. Se había perdido. Ni siquiera podía determinar ya por el cielo el rumbo que seguía, porque aquella media luz era igual por todas partes y no le ofrecía ningún punto de referencia. Un viento frío soplaba incesantemente en torno a las agujas de piedra que se alzaban a su alrededor.

Escaló crestas y cumbres rocosas, subió y bajó, pero nunca se le ofreció otra vista que la de más y más montañas, detrás de las cuales había otras cadenas montañosas, y así hasta

el horizonte, en todas direcciones. Y nada vivo, ningún bichito ni hormiga, ni siquiera los buitres que suelen seguir a los caminantes perdidos hasta que se desploman.

No había ya duda: la región en que se había extraviado era las Montañas Muertas. Pocos las habían visto nunca y casi ninguno había regresado de ellas. Pero en las leyendas que contaba el pueblo de Atreyu se hablaba de esas montañas. Recordó una estrofa de una vieja canción:

Más valiera al cazador

sucumbir en los pantanos

porque en las Montañas Muertas,

en el Abismo Profundo,

habita Ygrámul el Múltiple,

el horror de los horrores…

Aunque Atreyu hubiera sabido en qué dirección ir para regresar, no le hubiera sido posible hacerlo. Se había adentrado ya demasiado. Si se hubiera tratado sólo de él, quizá se hubiera dejado caer simplemente en alguna oquedad de la roca para esperar la muerte, como solían hacer los cazadores de su pueblo en esos casos. Sin embargo, estaba en la Gran Búsqueda y se encontraba en juego la vida de la Emperatriz Infantil y de toda Fantasia. No podía darse por vencido.

Por eso siguió subiendo y bajando montañas, dándose cuenta a veces de que, desde hacía mucho rato, caminaba como un sonámbulo mientras su mente vagaba por otros lugares y regresaba sólo de mala gana.

Bastián se estremeció. El reloj de la torre dio la una. Por hoy, las clases habían terminado.

Escuchó el ruido y los gritos de los niños que, abajo, salían de las aulas y corrían por los pasillos. Se oyó en las escaleras el estrépito de muchos pies. Luego, durante un rato, subieron aún desde la calle gritos diversos. Y finalmente el silencio se extendió por todo el colegio.

Aquel silencio cubrió el ánimo de Bastián como un manto pesado y sofocante que amenazaba asfixiarlo. Desde ahora estaría solito en el gran colegio… Todo el día, la noche siguiente…, quién sabe cuánto tiempo. A partir de ahora, la cosa iba en serio.

Los otros se iban a casa para comer. También Bastián tenía hambre y sentía frío, a pesar de las mantas militares que se había echado por los hombros. De pronto perdió del todo el valor, y todo su plan le pareció completamente disparatado y absurdo. Quería irse a casa, ahora, ¡enseguida! Todavía era tiempo. Su padre no podía haber notado nada aún.Bastián no necesitaba decirle siquiera que se había fumado el colegio. Naturalmente, alguna vez lo sabría, pero hasta entonces pasaría tiempo. ¿El asunto del libro robado? Sí, también tendría que confesarlo alguna vez. Su padre lo encajaría en fin de cuentas lo mismo que había encajado todas las decepciones que Bastián le había causado. No había razón para tenerle miedo. Probablemente, iría a ver al señor Koreander sin decir nada y lo arreglaría todo.

Bastián cogía ya el libro de color cobre para meterlo en la cartera, pero se detuvo.

—No —dijo de pronto en voz alta, en el silencio del desván—. Atreyu no renunciaría tan rápidamente, sólo porque las cosas fueran un poco difíciles. Lo que he empezado tengo que acabarlo. He ido ya demasiado lejos para volverme atrás. Sólo puedo seguir adelante, pase lo que pase.

Se sintió muy solo y, sin embargo, en ese sentimiento había también algo así como orgullo: orgullo de haber sido fuerte y no haber renunciado a su intento.

¡Después de todo, se parecía un poquitín a Atreyu!

Había llegado el momento en que Atreyu no podía realmente seguir adelante. Ante él se abría el Abismo Profundo.

El espanto grandioso de aquella vista no puede describirse con palabras. A través de la región de las Montañas Muertas, la tierra se abría en una brecha que tendría quizá media milla de anchura. Su profundidad no podía determinarse.

Atreyu estaba al borde de un saliente rocoso y miró hacia abajo, a las tinieblas, que parecían llegar hasta el fondo mismo de la tierra. Cogió una piedra del tamaño de su cabeza que había cerca y la lanzó tan lejos como pudo. La piedra cayó, cayó y cayó hasta que se la tragó la oscuridad. Atreyu escuchó pero, aunque esperó largo tiempo, el ruido del impacto no llegó a sus oídos.

Y entonces hizo lo único que podía hacer: comenzó a andar por el borde del Abismo Profundo. Sin embargo, estaba preparado para hacer frente en cualquier momento a aquel «horror de los horrores» del que hablaba la vieja canción. No sabía de qué clase de criatura podía tratarse; sólo sabía que se llamaba Ygrámul.

El Abismo Profundo discurría en línea quebrada a través del desierto de montañas y, naturalmente, en su borde no había ningún camino, sino que también allí se alzaban torres de piedra que Atreyu tenía que escalar y que, a veces, vacilaban peligrosamente bajo sus pies, se atravesaban en su camino gigantescos peñascos que tenía que rodear trabajosamente, o había pendientes de piedras sueltas que se precipitaban hacia la brecha, poniéndose en movimiento cuando él atravesaba. Más de una vez estuvo apunto de despeñarse.

Si hubiera sabido que un perseguidor seguía sus huellas aproximándose de hora en hora, quizá se hubiera dejado arrastrar a hacer algo irreflexivo que, en aquel camino difícil, hubiera podido costarle caro. Se trataba de aquel ser de las tinieblas que lo perseguía desde que salió. Entretanto, la figura del ser se había espesado tanto que podían distinguirse claramente sus contornos. Era un lobo, negro como la pez y grande como un buey. Con el hocico pegado al suelo, trotaba sobre la pista de Atreyu a través del desierto de piedra de las Montañas Muertas. Le sobresalía mucho la lengua de la boca y llevaba los belfos retraídos, de forma que podían verse sus terribles dientes. El olor fresco le decía que sólo unas millas lo separaban de su víctima. Y esa distancia disminuía sin cesar.

Pero Atreyu nada sabía de su perseguidor y buscaba su camino cauta y lentamente.

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