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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (4 page)

BOOK: La Historia Interminable
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—La verdad es que tengo mucha prisa —respondió el fuego fatuo— y sólo quería preguntarles cómo llegar desde aquí a la Torre de Marfil.

—¡Huyhuy! —dijo el silfo nocturno—. ¿Quieres ver a la Emperatriz Infantil?

—Exacto —dijo el fuego fatuo—. Tengo un mensaje muy importante que transmitirle.

—¿Qué mensaje? —rechinó el comerrocas.

—Bueno… —el fuego fatuo cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra—, es un mensaje secreto.

—Los tres tenemos la misma misión que tú… ¡Huyhuy! —respondió Vúschvusul, el silfo nocturno—. Estamos entre colegas.

—Es posible que incluso llevemos el mismo mensaje —opinó Úckuck, el diminutense.

—¡Siéntate y cuéntanos! —rechinó Pyernrajzark.

El fuego fatuo se instaló en el sitio libre.

—Mi patria —comenzó a decir después de reflexionar un poco— se encuentra bastante lejos de aquí… No sé si alguno de los presentes la conoce. Se llama Podrepantano.

—¡Huyhuy! —suspiró encantado el silfo nocturno—. ¡Un lugar maravilloso!

El fuego fatuo sonrió débilmente.

—¿Verdad que sí?

—¿Y qué más? —rechinó Pyernrajzark—. ¿Por qué estás aquí, Blubb?

—En Podrepantano, nuestro país —siguió diciendo entrecortadamente el fuego fatuo—, ha ocurrido algo… algo incomprensible… Es decir, está ocurriendo aún… Es difícil describirlo… empezó por, es decir… Bueno, al este de nuestro país hay un lago… o, mejor dicho,
había
… llamado Cálidocaldo. Y todo empezó porque, un día, el lago de Cálidocaldo no estaba ya allí… Simplemente había desaparecido, ¿comprendéis?

—¿Quiere usted decir —preguntó Úckuck— que se secó?

—No —repuso el fuego fatuo—, en tal caso habría ahora allí un lago seco. Pero no es así. Donde estaba el lago no hay nada… Simplemente nada, ¿comprendéis?

—¿Un agujero? —gruñó el comerrocas.

—No, tampoco un agujero —el fuego fatuo parecía cada vez más desamparado—. Un agujero es algo. Y allí no hay nada.

Los otros tres mensajeros intercambiaron miradas.

—¿Qué aspecto tiene… huyhuy… esa nada? —preguntó el silfo nocturno.

—Eso es precisamente lo que es tan difícil de describir —aseguró el fuego fatuo con tristeza—. En realidad, no se parece a nada. Es como… como… Bueno, ¡no hay palabras para describirlo!

—¿Como si uno se quedara ciego al mirar ese lugar, no? —se le ocurrió al diminutense.

El fuego fatuo lo contempló con la boca abierta.

—¡Eso es exactamente! —exclamó—. Pero, ¿de dónde… quiero decir, cómo… o es que también conocéis ese…?

—¡Un momento! —rechinó el comerrocas interviniendo—, ¿Eso ha ocurrido en un solo lugar?

—Al principio sí —explicó el fuego fatuo—; es decir, el lugar se hizo cada vez mayor. Cada vez faltaba algo más en la región. El Supersapo Sumpf, que vivía con su pueblo en el lago de Cálidocaldo, desapareció de repente. Otros habitantes comenzaron a huir. Pero poco a poco empezó también en otros lugares de Podrepantano. A veces era al principio muy pequeño, una cosa de nada, del tamaño de un huevo de gallineta. Pero esos lugares se ensanchaban. Si alguien, por descuido, ponía el pie en ellos, el pie… o la mano… o lo que hubiese entrado allí desaparecía también. Por lo demás, no es doloroso… lo único que pasa es que, al que sea, le falta de pronto un pedazo. Algunos hasta se han tirado dentro intencionadamente, al ver que la nada se les acercaba demasiado. Tiene una fuerza de atracción irresistible, que se hace tanto más intensa cuanto mayor es el lugar. Ninguno de nosotros podía explicarse qué era esa cosa horrible, de dónde venía ni qué se podía hacer contra ella. Y, como por sí sola no desaparecía, sino que se extendía cada vez más, finalmente se decidió enviar un mensajero a la Emperatriz Infantil para pedirle consejo y ayuda. Y ese mensajero soy yo.

Los otros tres miraban ante sí en silencio.

—¡Huyhuy! —se oyó decir al cabo de un rato a la voz lastimera del silfo nocturno—. Allí de donde yo vengo ocurre exactamente lo mismo. Y estoy aquí con la misma misión… ¡Huyhuy!

El diminutense volvió el rostro hacia el fuego fatuo.

—Cada uno de nosotros —gorjeó— viene de un país distinto de Fantasia. Nos hemos encontrado aquí por pura casualidad. Pero todos traemos el mismo mensaje para la Emperatriz Infantil.

—Lo que quiere decir —gimió el comerrocas— que Fantasia entera está en peligro.

El fuego fatuo los miró uno tras otro, con un susto de muerte.

—Entonces —exclamó poniéndose en pie de un salto—, ¡no hay un segundo que perder!

—De todas formas, íbamos a marcharnos ya —explicó el diminutense—. Sólo habíamos hecho un alto a causa de la impenetrable oscuridad de este Bosque de Haule. Pero ahora que está con nosotros, Blubb, podrá iluminarnos.

—¡Imposible! —exclamó el fuego fatuo—. No puedo esperar a alguien que monta en un caracol.

—¡Pero si es un caracol de carreras! —dijo el diminutense un tanto molesto.

—Y además… ¡Huyhuy! —cuchicheó el silfo nocturno—. ¡Si no, no te diremos la dirección!

—¿Con quién estáis hablando? —gruñó el comerrocas.

Porque la verdad era que el fuego fatuo no había oído ya las últimas palabras de los otros mensajeros, sino que se alejaba por el bosque a grandes saltos.

—Bueno —dijo Úckuck el diminutense, echándose el sombrero de copa rojo hacia atrás—, como alumbrado de carretera, un fuego fatuo quizá no hubiera sido de todas formas lo adecuado.

Al mismo tiempo saltó a la silla de su caracol de carreras.

—También yo —declaró el silfo nocturno llamando con un suave ¡huyhuy! a su murciélago— preferiría que cada uno viajara por su cuenta. ¡Al fin y al cabo, voy por el aire!

Y ¡zas! desapareció.

El comerrocas apagó la hoguera golpeándola simplemente unas cuantas veces con la palma de la mano.

—También yo lo prefiero —se le oyó rechinar en la oscuridad—. Así no tendré que preocuparme de no aplastar cualquier cosa diminuta.

Y se le oyó penetrar en el bosquecillo sobre su potente bicicleta, con toda clase de crujidos y chasquidos. De vez en cuando chocaba sordamente contra algún gigante arbóreo y se le oía rechinar y gruñir. Lentamente, el estrépito se alejó en la oscuridad.

Úckuck, el diminutense, se quedó solo. Cogió las riendas de hilo de plata y dijo:

—Bueno, veremos quién llega antes. ¡Vamos, viejo, vamos!

Y chasqueó la lengua.

Y luego no se oyó nada más que el viento tempestuoso, que rugía en las copas de los árboles del Bosque de Haule.

El reloj de la torre próxima dio las nueve.

Sólo de mala gana volvieron a la realidad los pensamientos de Bastián. Le alegraba que la Historia Interminable no tuviera nada que ver con esa realidad.

No le gustaban los libros en que, con malhumor y de forma avinagrada, se contaban acontecimientos totalmente corrientes de la vida totalmente corriente de personas totalmente corrientes. De eso había ya bastante en la realidad y, ¿por qué había que leer además sobre ello? Por otra parte, le daba cien patadas cuando se daba cuenta de que lo querían convencer de algo. Y en esa clase de libros, más o menos claramente, siempre lo querían convencer a uno de algo.

Bastián prefería los libros apasionantes, o divertidos, o que hacían soñar; libros en los que personajes inventados vivían aventuras fabulosas y en los que uno podía imaginárselo todo.

Porque eso sabía hacerlo…, quizá fuera lo único que realmente sabía hacer: imaginarse algo tan claramente que casi podía verlo y oírlo. Cuando se contaba a sí mismo sus historias, a menudo olvidaba todo lo que le rodeaba y se despertaba sólo al final, como de un sueño. ¡Y aquel libro era exactamente de la misma clase que sus propias historias! Al leerlo, no sólo había oído el rechinar de los gruesos troncos y el rugido del viento en las copas de los árboles, sino también las distintas voces de los cuatro extraños mensajeros, y hasta se había imaginado percibir el olor del musgo y del suelo del bosque.

Abajo, en la clase, comenzaría pronto la hora de Ciencias, que consistía principalmente en contar pistilos y estambres a las flores. Bastián se alegró de estar en su esconditey poder leer. ¡Era exactamente el libro apropiado para él, pensó, exactamente el apropiado!

Una semana más tarde, Vúschvusul, el pequeño silfo nocturno, llegó a la meta el primero. O, más bien, estaba convencído de ser el primero, porque había llegado por los aires.

Era la hora de la puesta de sol, y las nubes del cielo de la tarde parecían de oro líquido, cuando se dio cuenta de que su murciélago se cernía ya sobre el Laberinto. Ése era el nombre de una gran llanura que se extendía de horizonte a horizonte, y que no era otra cosa que un jardín inmenso, lleno de perfumes turbadores y colores de sueño. Entre arbustos, setos, prados y macizos con las flores más extrañas y extraordinarias, discurrían anchos caminos y estrechas veredas de forma tan artística y complicada, que el jardín entero formaba un laberinto de increíble extensión. Naturalmente, aquel laberinto sólo se había construido para jugar y divertirse, y no para poner seriamente en peligro a nadie ni para defenderse contra ningún atacante. Para ello no hubiera servido y tampoco la Emperatriz Infantil necesitaba esa protección. En todo el reino sin fronteras de Fantasia no había nadie de quien tuviera que guardarse. Eso se debía a algo que pronto sabremos.

Mientras el pequeño silfo nocturno planeaba con su murciélago, sin hacer ruido alguno, sobre aquel laberinto de flores, pudo observar toda clase de extraños animales. En un pequeño claro, entre lilas y lluvias de oro, jugaba una manada de jóvenes unicornios al sol crepuscular, y una vez hasta le pareció haber visto, bajo una gigantesca campánula azul, a la famosa ave fénix en su nido, pero no estaba totalmente seguro y tampoco quiso volver para comprobarlo, a fin de no perder tiempo. Porque ahora aparecía ya ante él, en medio del Laberinto y reluciendo en forma maravillosa, la Torre de Marfil: el corazón de Fantasia y la residencia de la Emperatriz Infantil.

La palabra “torre" podría dar quizá, a alguien que no haya visto nunca el lugar, una falsa impresión, como si se tratase de la torre de una iglesia o de un castillo. La Torre de Marfil era tan grande como una ciudad. Desde lejos, parecía un picacho alto y puntiagudo, retorcido sobre sí mismo como una concha de caracol, y cuyo punto más alto llegaba a las nubes. Sólo al acercarse se veía que aquel inmenso pilón de azúcar se componía de innumerables torres, torreones, cúpulas, tejados, miradores, terrazas, arcos, escaleras y balaustradas, que se entrecruzaban y entrelazaban. Todo era del marfil más blanco de Fantasia, y cada detalle estaba tan soberbiamente tallado, que se hubiera podido tomar por el más fino encaje.

En todos aquellos edificios vivía la corte que rodeaba a la Emperatriz Infantil: tesoreros y sirvientas, sabias y astrólogos, magos y bufones, mensajeros, cocineros y acróbatas, funámbulas y narradores de historias, heraldos, jardineros, guardianes, sastres, zapateros y alquimistas. Y arriba del todo, en la punta más alta de la majestuosa torre, vivía la Emperatriz Infantil en un pabellón que tenía la forma de un capullo de magnolia. Algunas noches, cuando la luna llena brillaba en el cielo estrellado de forma especialmente grandiosa, las hojas de marfil se abrían convirtiéndose en una espléndida flor en cuyo centro estaba la Emperatriz Infantil.

El pequeño silfo nocturno aterrizó con su murciélago en una de las terrazas bajas, donde estaban las caballerías. Al parecer, alguien debía de haber anunciado su llegada, porque lo esperaban ya cinco cuidadores imperiales de animales, que lo ayudaron a bajar de la silla, se inclinaron ante él y luego, en silencio, le ofrecieron la libación ceremonial de bienvenida. Vúschvusul probó apenas del vaso de marfil, para guardar las formas, y luego lo devolvió. Cada uno de los cuidadores bebió igualmente un trago, y luego todos se inclinaron de nuevo y llevaron al murciélago a los establos. Todo se desarrolló en silencio.

Cuando el murciélago llegó al lugar que le estaba destinado, no tocó la bebida ni la comida, sino que se enrolló enseguida sobre sí mismo, se colgó de su gancho cabeza abajo y cayó en un profundo sueño de agotamiento. Lo que había exigido de él el pequeño silfo nocturno había sido un poco excesivo. Los cuidadores lo dejaron en paz y se marcharon de puntillas.

En aquel establo, por cierto, había muchas cabalgaduras: un elefante rosa y uno azul, un gigantesco grifo, cuya parte superior parecía de águila y la inferior de león, un caballo blanco alado, cuyo nombre fue conocido en otro tiempo fuera de Fantasia, pero ahora se había olvidado, algunos perros voladores, otros murciélagos también y hasta libélulas y mariposas para jinetes especialmente pequeños. En otros establos había además otras cabalgaduras que no volaban, sino que corrían, reptaban, saltaban o nadaban. Y cada una de ellas tenía cuidadores especiales para su servicio y aseo.

Lo normal hubiera sido que se oyera una considerable confusión de voces: bramidos, chillidos, silbidos, gorjeos, cantos de rana y graznidos. Pero reinaba un silencio total.

El pequeño silfo nocturno estaba aún en el sitio en que el cuidador lo había dejado. De repente se sintió abatido y desanimado, sin saber muy bien por qué. Pero también él estaba agotado por el largo, larguísimo viaje. Y ni siquiera el hecho de haber sido el primero lo animaba.

—Hola —oyó decir de pronto a una vocecita gorjeante—, ¿no es nuestro amigo Vúschvusul? ¡Qué bien que haya llegado usted por fin!

El silfo nocturno miró a su alrededor y sus ojos de luna se encendieron porque, en una balaustrada, apoyado negligentemente contra un tiesto de flores, estaba Úckuck, el diminutense, agitando su rojo sombrero de copa.

—¡Huyhuy! —dijo el silfo nocturno desconcertado y, alcabo de un rato, repitió otra vez—: ¡Huyhuy! —Simplemente no se le ocurría nada más inteligente.

—Los otros dos —explicó el diminutense— no han llegado aún. Yo estoy aquí desde ayer por la mañana.

—¿Cómo… ¡huyhuy!… es posible? —preguntó el silfo nocturno.

—Bueno —dijo el diminutense, sonriendo con un poco de condescendencia—, ya se lo dije: tengo un caracol de carreras.

El silfo nocturno se rascó con su manecita rosa la negra maraña de piel de la cabeza.

—Tengo que ver enseguida a la Emperatriz Infantil —dijo lloriqueando.

El diminutense lo miró pensativo.

—Mmm —dijo—, bueno, yo solicité audiencia ya ayer.

—¿Audiencia? —preguntó el silfo nocturno—. ¿No se la puede ver enseguida?

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