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Authors: Michael Ende

La Historia Interminable (3 page)

BOOK: La Historia Interminable
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Anduvo un poco por allí.

Había toda clase de trastos, tumbados o de pie; estantes llenos de archivadores y de legajos no utilizados hacía tiempo, pupitres manchados de tinta y amontonados, un bastidor del que colgaba una docena de mapas antiguos, varias pizarras con la capa negra desconchada, estufas de hierro oxidadas, aparatos gimnásticos inservibles, balones medicinales pinchados y un montón de colchonetas de gimnasia viejas y manchadas, amén de algunos animales disecados, medio comidos por la polilla, entre ellos una gran lechuza, un águila real y un zorro, toda clase de retortas y probetas rajadas, una máquina electrostática, un esqueleto humano que colgaba de una especie de armario de ropa, y muchas cajas y cajones llenos de viejos cuadernos y libros escolares.Bastián se decidió finalmente a hacer habitable el montón de colchonetas viejas. Cuando uno se echaba encima, se sentía casi como en un sofá. Las arrastró hasta debajo del tragaluz, donde la claridad era mayor. Cerca había, apiladas, unas mantas militares de color gris, desde luego muy polvorientas y rotas, pero plenamente aprovechables. Bastián las cogió. Se quitó el abrigo mojado y lo colgó junto al esqueleto en el ropero. El esqueleto se columpió un poco, pero a Bastián no le daba miedo. Quizá porque estaba acostumbrado a ver en su casa cosas parecidas. Se quitó también las botas empapadas. En calcetines, se sentó al estilo árabe sobre las colchonetas y, como un indio, se echó las mantas grises por los hombros. Junto a él tenía su cartera… y el libro de color cobre.

Pensó que los otros, en la clase de abajo, debían de estar dando precisamente Lengua. Quizá tuvieran que escribir una redacción sobre algún tema aburridísimo.

Bastián miró el libro.

«Me gustaría saber», se dijo, «qué pasa realmente en un libro cuando está cerrado. Naturalmente, dentro hay sólo letras impresas sobre el papel, pero sin embargo… Algo debe de pasar, porque cuando lo abro aparece de pronto una historia entera. Dentro hay personas que no conozco todavía, y todas las aventuras, hazañas y peleas posibles… y a veces se producen tormentas en el mar o se llega a países o ciudades exóticos. Todo eso está en el libró de algún modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes. Me gustaría saber de qué modo.»

Y de pronto sintió que el momento era casi solemne. Se sentó derecho, cogió el libro, lo abrió por la primera página y

comenzó a leer

I

Fantasia en Peligro

sus agujeros, nidos y madrigueras se dirigían todos los animales del Bosque de Haule.

Era medianoche, y en las copas de los viejísimos y gigantescos árboles rugía un viento tempestuoso. Los troncos, gruesos como torres, rechinaban y gemían.

De pronto, un resplandor suave cruzó en zig-zag por el bosque, se quedó temblando aquí o allá, levantó el vuelo, se posó en una rama y se apresuró a continuar. Era una esfera luminosa, aproximadamente del tamaño de una pelota, que daba grandes saltos, rebotaba de vez en cuando en el suelo y volvía a flotar en el aire. Pero no era una pelota.

Era un fuego fatuo. Y se había extraviado. Un fuego fatuo infatuado, lo que resulta bastante raro, incluso en Fantasia. Normalmente son los fuegos fatuos los que hacen que otros se infatúen.

En el interior del redondo resplandor se veía una figura pequeña y muy viva, que saltaba y corría a más no poder. No era un hombrecito ni una mujercita, porque esas diferencias no existen entre los fuegos fatuos. Llevaba en la mano derecha una diminuta bandera blanca, que tremolaba a sus espaldas. Se trataba, pues, de un mensajero o de un parlamentario.

No había peligro de que, en sus grandes saltos aéreos en la oscuridad, se diera contra el tronco de algún árbol, porque los fuegos fatuos son increíblemente ágiles y ligeros y pueden cambiar de dirección en mitad de un salto. A eso se debía su ruta en zig-zag, porque, en general, se movía siempre en una dirección determinada.

Hasta que llegó a un saliente rocoso y retrocedió asustado. Jadeando como un perrito, se sentó en la oquedad de un árbol y reflexionó un rato, antes de atreverse a asomar de nuevo y mirar con precaución al otro lado de la roca.

Ante él se extendía un claro del bosque y allí, a la luz de una hoguera, había tres personajes de clase y tamaño muy distintos. Un gigante que parecía hecho de piedra gris y que tenía casi diez pies de largo estaba echado sobre el vientre. Apoyaba en los codos la parte superior de su cuerpo y miraba a la hoguera. En su rostro de piedra erosionada, que resultaba extrañamente pequeño sobre sus hombros poderosos, la dentadura sobresalía como una hilera de cinceles de acero. El fuego fatuo se dio cuenta de que el gigante pertenecía a la especie de los comerrocas. Eran seres que vivían inconcebiblemente lejos del Bosque de Haule, en una montaña… pero no sólo vivían en esa montaña, sino también de ella, porque se la iban comiendo poco a poco. Se alimentaban de rocas. Afortunadamente, eran muy frugales y un solo bocado de ese alimento, para ellos sumamente nutritivo, les bastaba para semanas y meses. Además, no había muchos comerrocas y, por otra parte, la montaña era muy grande. Pero como aquellos seres vivían allí desde hacía mucho tiempo —eran mucho más viejos que la mayoría de las criaturas de Fantasia—, la montaña, con el paso de los años, había adquirido un aspecto muy raro. Parecía un gigantesco queso de Emmental lleno de agujeros y cavernas. Sin duda por eso la llamaban la Montaña de los Túneles.

Pero los comerrocas no sólo se alimentaban de piedra, sino que hacían de ella todo lo que necesitaban: muebles, sombreros, zapatos, herramientas…, hasta relojes de cuco. Y por eso no resultaba muy sorprendente que aquel comerrocas tuviera detrás una especie de bicicleta totalmente hecha del material citado, con dos ruedas que parecían robustas piedras de molino. En conjunto, la bicicleta parecía una apisonadora con pedales.

El segundo personaje que se sentaba a la derecha de la hoguera era un pequeño silfo nocturno. Como mucho, era dos veces mayor que el fuego fatuo y parecía una oruga negra como la pez, cubierta de piel, que se hubiera puesto de pie. Gesticulaba vivamente al hablar, con sus dos diminutas manitas de color rosa, y allí donde, bajo unos pelos negros y revueltos, debía de tener la cara, ardían dos grandes ojos, redondos como lunas.

Silfos nocturnos, de las formas y los tamaños más variados, había en Fantasia por todas partes y, por eso, no se podía saber a primera vista si aquél había llegado de cerca o de lejos. De todos modos, parecía estar también de viaje, porque la montura habitual de los silfos nocturnos —un gran murciélago— colgaba boca abajo, envuelta en sus alas como un paraguas cerrado, de una rama situada detrás de él.

Al tercer personaje del lado izquierdo de la hoguera sólo lo descubrió el fuego fatuo al cabo de un rato, porque era tan pequeño que, desde aquella distancia, sólo podía verse con dificultad. Pertenecía a la especie de los diminutenses, y era un tipejo muy fino, con un trajecito de colores y un sombrero de copa rojo en la cabeza.

Sobre los diminutenses el fuego fatuo no sabía casi nada. Sólo una vez había oído decir que ese pueblo construía ciudades enteras en las ramas de los árboles, en las que las casitas estaban unidas entre sí por escalerillas, escalas de cuerda v toboganes. Sin embargo, esas gentes vivían en una parte totalmente distinta del reino sin fronteras de Fantasia, más lejos, mucho más lejos aún que los comerrocas. Por eso era tanto más extraño que la cabalgadura que aquel diminutense tenía a su lado fuera precisamente un caracol. Estaba detrás de él. Sobre su concha de color rosa brillaba una sillita de montar plateada, y también el bocado y las riendas que sujetaban sus cuernos brillaban como hilos de plata.

El fuego fatuo se maravilló de que aquellos seres tan diversos se sentasen juntos armoniosamente, porque por lo común, en Fantasia, no todas las especies vivían en paz y armonía. A menudo había luchas y guerras, existían también rivalidades de siglos entre determinadas especies, y además no sólo había criaturas buenas y honradas, sino también rapaces, perversas y crueles. El propio fuego fatuo pertenecía a una familia a la que podían ponerse reparos en materia de credibilidad y fiabilidad.

Sólo después de haber contemplado un rato la escena se dio cuenta el fuego fatuo de que los tres personajes llevaban una banderita blanca o una banda también blanca cruzada en el pecho. Así pues, eran igualmente mensajeros o parlamentarios, y eso explicaba, desde luego, que se comportasen tan pacíficamente.

¿No estarían de viaje, en fin de cuentas, por las mismas razones que el fuego fatuo?

Lo que hablaban no se podía entender desde lejos, a causa del rugiente viento que sacudía las copas de los árboles. Pero, como se respetaban mutuamente en calidad de mensajeros, quizá reconocerían también como tal al fuego fatuo y no le harían nada. Y, al fin y al cabo, tenía que preguntar a alguien el camino. Sería difícil que se presentara una oportunidad mejor en pleno bosque y en plena noche. Así pues, se decidió, salió de su escondite agitando la banderita blanca y se quedó temblando en el aire.

El comerrocas, que tenía el rostro vuelto en su dirección, fue el primero que lo vio.

—Hay muchísimo tráfico esta noche —dijo con voz rechinante—. Ahí llega otro.

—¡Huyhuy, un fuego fatuo! —cuchicheó el silfo nocturno, y sus ojos de luna se encendieron—. ¡Me alegro, me alegro!

El diminutense se puso en pie, dio unos pasitos hacia el recién llegado y gorjeó: —Si no me equivoco, ¿usted está aquí también en calidad de mensajero?

—Sí —dijo el fuego fatuo.

El diminutense se quitó el rojo sombrero de copa, hizo una pequeña reverencia y trinó: —En tal caso, acérquese por favor. También nosotros somos mensajeros. Siéntese.

Y, con un gesto de invitación, señaló con el sombrerito el sitio libre que quedaba junto a la hoguera.

—Muchas gracias —dijo el fuego fatuo acercándose más, tímidamente—, perdonen la libertad. Permítanme que me presente: me llamo Blubb.

—Encantado —respondió el diminutense—. Yo me llamo Úckuck.

El silfo nocturno se inclinó sin levantarse.

—Mi nombre es Vúschvusul.

—Mucho gusto en conocerlo —rechinó el comerrocas—. Yo soy Pyernrajzark.

Los tres miraron al fuego fatuo, que desvió la mirada nervioso. A los fuegos fatuos les resulta muy desagradable que los miren descaradamente.

—¿No quiere sentarse, amigo Blubb? —preguntó el diminutense. .

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