Authors: Elizabeth Kostova
En aquel momento, mi sentido de culpa (y también algo más) me empujó a devolver la carta a toda prisa al sobre, pero estuve pensando en ello todo aquel día y el siguiente. Cuando mi padre volvió de su último viaje, busqué una oportunidad de preguntarle por las cartas y el extraño libro. Esperé a que estuviera ocioso, a que estuviéramos solos, pero estaba muy ocupado aquellos días, y algo relativo a lo que yo había encontrado me dificultaba abordarle. Por fin, le pedí que me dejara acompañarle en su siguiente viaje. Era la primera vez que le ocultaba algo, y la primera vez que insistía en algo. Mi padre accedió a regañadientes. Habló con mis profesores y con la señora Clay, y me recordó que tendría tiempo de sobra para hacer los deberes mientras él estuviera en sus reuniones. No me sorprendió. Los hijos de los diplomáticos siempre tenían que esperar. Hice mi maleta azul marino, metí mis libros del colegio y demasiados pares de limpios calcetines largos hasta la rodilla. Aquella mañana, en lugar de salir de casa para ir al colegio, me fui con mi padre, caminé en silencio y muy contenta a su lado hasta la estación. Un tren nos condujo a Viena. Mi padre odiaba los aviones, pues decía que eliminaban todo placer del acto de viajar. Allí pasamos una breve noche en un hotel. Otro tren nos llevó a través de los Alpes, todas aquellas alturas blancas y azules del mapa de casa. Ante una polvorienta estación amarilla, mi padre puso en marcha nuestro coche alquilado, y yo contuve el aliento hasta entrar por las puertas de una ciudad que él me había descrito muchas veces, y que yo ya podía ver en mis sueños.
El otoño llega pronto al pie de los Alpes eslovenos. Aun antes de septiembre, repentinas y feroces tormentas, que se prolongan durante días y siembran de hojas las calles de lospueblos, siguen a las abundantes cosechas. Ahora, ya adentrada en la cincuentena, me descubro viajando en esa dirección cada tantos años, reviviendo mi primer vislumbre de la campiña eslovena. Es un país antiguo. Cada otoño lo madura un poco más, in aeternum, y cada uno empieza con los mismos tres colores: un paisaje verde, dos o tres hojas amarillas que caen en el curso de una tarde gris. Supongo que los romanos (que dejaron sus murallas aquí y sus gigantescos circos en la costa, a sólo unas horas en coche hacia el oeste) vieron el mismo otoño y experimentaron el mismo escalofrío. Cuando el coche de mi padre atravesó las puertas de la más antigua de las ciudades julianas, me sentí impresionada. Por primera vez, había experimentado la emoción del viajero que mira el sutil rostro de la historia.
Como es en esta ciudad donde comienza mi relato, la llamaré Emona, su nombre romano, para protegerla un poco del tipo de turista que camina a la perdición con una guía. Emona fue construida sobre columnas de la Edad del Bronce, a lo largo de un río flanqueado ahora por arquitectura art nouveau. Durante los dos días siguientes paseamos ante la mansión del alcalde, las casas del siglo XVII adornadas con flores de lis, la sólida parte posterior dorada de un gran mercado, cuyos peldaños descendían hasta la superficie del agua desde viejas puertas provistas de pesados barrotes. Durante siglos, los cargamentos procedentes del río se habían depositado en este lugar para alimentar a la ciudad. En la orilla, donde antes habían proliferado cabañas primitivas, crecían ahora sicomoros (el plátano europeo), los cuales formaban un inmenso dosel sobre las paredes del río y dejaban caer rulos de corteza en la corriente.
Cerca del mercado, la plaza principal de la ciudad se extendía bajo el cielo encapotado.
Emona, como sus hermanas del sur, exhibía florituras de un pasado camaleónico: decoración vienesa a lo largo de la línea del horizonte, grandes iglesias rojas del Renacimiento de sus católicos de habla eslovena, capillas medievales de color pardo con rasgos de las islas Británicas (san Patricio había enviado misioneros a esta región, haciendo que el círculo del nuevo credo se cerrara volviendo a sus orígenes mediterráneos, de modo que la ciudad reivindica una de las historias cristianas más antiguas de Europa). De vez en cuando, un elemento otomano se destacaba en portales o en el marco puntiagudo de una ventana. Cerca del mercado sonaron las campanas de una pequeña iglesia austríaca, llamando a la misa vespertina. Hombres y mujeres vestidos con monos de trabajo azul de algodón volvían a casa al final del día laborable socialista, sosteniendo paraguas sobre sus bultos. Cuando mi padre y yo nos internamos en el corazón de Emona, cruzamos el río por un hermoso puente antiguo, custodiado en cada extremo por dragones de bronce de piel verde.
—Allí está el castillo —dijo mi padre. Se detuvo al borde de la plaza y señaló entre la muralla de lluvia—. Sé que te gustará verlo.
Era cierto. Me estiré y alargué el cuello hasta ver el castillo entre las ramas empapadas de los árboles, torres marrones muy antiguas sobre una colina empinada que se elevaba en el centro de la ciudad.
—Siglo catorce —musitó mi padre—. ¿O trece? No soy experto en estas ruinas medievales.
Nunca me acuerdo del siglo exacto. Pero lo miraremos en la guía.
—¿Podemos subir a explorarlo?
—Lo averiguaremos después de mis reuniones de mañana. No parece que esas torres sean seguras ni para alojar un pájaro, pero nunca se sabe.
Aparcó el coche cerca del Ayuntamiento y me ayudó a bajar con galantería, su mano huesuda enfundada en un guante de piel.
—Es un poco pronto para presentarnos en el hotel. ¿Te apetece un té bien caliente? Si no, podríamos tomar algo sólido en esa gastronomia. La lluvia ha arreciado —añadió en tono dubitativo, al tiempo que lanzaba una mirada a mi chaqueta y falda de lana.
Saqué al instante la capa impermeable con capucha que mi padre me había traído de Inglaterra el año anterior. El viaje en tren desde Viena había durado casi un día, y yo volvía a estar hambrienta, pese a que habíamos comido en el coche restaurante.
Pero no fue la gastronomia, con sus luces rojas y azules que brillaban a través de una sucia ventana, las camareras con sus sandalias de plataforma azul marino (cómo no), ni el hosco retrato del camarada Tito lo que nos sedujo. Mientras nos abríamos paso entre la multitud empapada, mi padre se lanzó hacia delante de repente.
—¡Aquí!
Le seguí corriendo, con la capucha aleteando, hasta el punto de que casi me cegaba. Había descubierto la entrada de un salón de té art nouveau, un gran ventanal adornado con volutas en el que había dibujadas cigüeñas, puertas de bronce verde en forma de cien tallos de nenúfares. Las puertas se cerraron a nuestra espalda y la lluvia se redujo a una neblina, simple vapor en las ventanas, que a través de aquellas aves plateadas se veía como agua borrosa.
—Es asombroso que haya sobrevivido a estos últimos treinta años. —Mi padre se estaba desprendiendo de su niebla londinense—. El socialismo no siempre es amable con sus tesoros.
En una mesa cercana a la ventana bebimos té con limón, que quemaba a través de las gruesas tazas, y comimos sardinas sobre pan blanco con mantequilla, e incluso unos cuantos pedazos de torta.
—Será mejor que paremos —dijo mi padre. En los últimos tiempos yo había llegado a detestar su costumbre de soplar sobre el té una y otra vez para que se enfriara, y a temer el inevitable momento en que diría que debíamos parar de comer, parar de hacer algo agradable, hacer sitio para la cena. Mientras le miraba, con su chaqueta de tweed y el jersey de cuello alto, pensé que se había negado todas las aventuras de la vida, excepto la diplomacia, que le absorbía. Habría sido más feliz de haber vivido un poco, pensé. Para él, todo era serio.
Pero guardé silencio, porque sabía que detestaba mis críticas, y yo tenía que preguntarle algo. Primero debía dejar que terminara su té, de modo que me recliné en la silla, sólo lo suficiente para que mi padre no me reprendiera. A través de la ventana moteada de plata vi una ciudad mojada, tenebrosa en el atardecer, y la gente atravesaba a toda prisa la lluvia horizontal. El salón de té, que debería estar lleno de señoras con vestidos largos de raso marfileño, o caballeros de barba puntiaguda y abrigos de terciopelo, estaba vacío.
—No me había dado cuenta de que conducir me había agotado tanto. —Mi padre dejó la taza en el platillo—. ¿Te has fijado? —Señaló el castillo, apenas visible entre la lluvia—.
Vinimos de esa dirección, del otro lado de la colina. Podremos ver los Alpes desde lo alto.
Recordé las montañas nevadas y pensé que respiraban sobre esta ciudad. Estábamos solos en su extremo más alejado. Vacilé, respiré hondo.
—¿Me cuentas un cuento?
Los cuentos eran uno de los consuelos que mi padre siempre había ofrecido a su hija huérfana de madre. Algunos se inspiraban en su plácida niñez en Boston, y otros en sus viajes exóticos. Algunos los inventaba sin más, pero yo había empezado a cansarme de ésos, pues los consideraba menos asombrosos de lo que había pensado en otro tiempo.
—¿Un cuento sobre los Alpes? —preguntó mi padre.
—No. —Experimenté una inexplicable oleada de miedo—. Encontré algo sobre lo que quería preguntarte.
Se volvió y me miró con placidez, al tiempo que enarcaba sus cejas grises.
—Estaba en tu biblioteca —dije—. Lo siento. Estaba fisgoneando y encontré unos papeles y un libro. No miré los papeles... mucho. Pensé...
—¿Un libro?
Seguía con su expresión plácida, buscando la última gota de té, escuchando a medias.
—Parecían... El libro era muy antiguo, con un dragón impreso en el centro.
Inclinó el cuerpo hacia delante, se quedó inmóvil, y luego se estremeció visiblemente. Este alarmante gesto adusto me puso en guardia al instante. Si me contaba un cuento, sería muy distinto de los que me había contado hasta aquel momento. Me miró, y me sorprendió su aspecto demacrado y triste.
—¿Estás enfadado?
Yo también tenía la vista clavada en la taza.
—No, cariño.
Exhaló un profundo suspiro, un sonido casi henchido de dolor. La menuda camarera rubia volvió a llenar nuestras tazas y nos dejó solos de nuevo, pero a mi padre le costó mucho empezar.
Como ya sabes —dijo mi padre—, antes de que tú nacieras yo daba clases en una universidad de Estados Unidos. Antes de eso, estudié durante muchos años para llegar a ser profesor. Al principio pensé en estudiar literatura. Después, sin embargo, me di cuenta de que me gustaban más las historias verdaderas que las imaginarias. Todas las historias literarias que leí me condujeron a una especie de exploración de la historia. Al final me entregué a ello. Y estoy muy contento de que la historia te guste a ti también.
Una noche de primavera, cuando todavía era estudiante, estaba en mi cubículo de la biblioteca de la universidad, solo, a una hora ya avanzada, entre hileras e hileras de libros.
Levanté la vista de mi trabajo y me di cuenta de repente de que alguien había dejado un libro, cuyo lomo nunca había visto, entre mis libros de texto, que descansaban sobre un estante encima de mi escritorio. El lomo de este nuevo libro plasmaba un pequeño dragón muy elegante, verde sobre piel clara.
No recordaba haber visto el libro, ni allí ni en ninguna otra parte, de manera que lo bajé y examiné sin pensarlo dos veces. Estaba encuadernado en piel suave y descolorida, y las páginas del interior parecían muy antiguas. Se abrió con facilidad por el centro exacto.
Ambas páginas estaban ocupadas por la xilografía de un dragón con las alas desplegadas y una larga cola enroscada, una bestia rabiosa y enfurecida, con las garras extendidas. De las garras del dragón colgaba una bandera con una sola palabra en letras góticas: DRAKULYA.
Reconocí la palabra al instante y pensé en la novela de Bram Stoker, que aún no había leído, y en aquellas noches en el cine de mi infancia, con Bela Lugosi al acecho del blanco cuello de alguna estrella en ciernes. Pero la ortografía de la palabra era rara, y el libro muy viejo. Además, yo era un estudioso, muy interesado en la historia de Europa, y después de contemplarla unos segundos, recordé algo que había leído. El nombre procedía de la raíz latina de «dragón» o «demonio», el título honorario de Vlad Tepes, el «Empalador», de Valaquia, un señor feudal de los Cárpatos que torturó a sus súbditos y a sus prisioneros de guerra de las formas más crueles imaginables. Yo estaba estudiando el comercio en la Amsterdam del siglo XVII, de modo que no se me ocurrió ningún motivo para que un libro sobre ese tema estuviera mezclado con los míos, y decidí que lo habrían dejado allí sin querer, tal vez alguien que estaba trabajando en la historia de la Europa Central, o en símbolos feudales.
Pasé el resto de las páginas (cuando manejas libros todo el día, cada uno supone un nuevo amigo y una tentación). Comprobé con sorpresa que las demás, todas aquellas hermosas hojas antiguas de color marfil, estaban en blanco. No había ni la página del título, ni la menor información sobre dónde o cuándo se había impreso el libro, ni mapas, guardas o más ilustraciones. No vi pie de imprenta, ni ficha, sello o etiqueta de la biblioteca. Después de mirar el libro unos minutos más, lo dejé sobre la mesa y bajé al primer piso, al fichero. Había, en efecto, una ficha temática sobre «Vlad III ("Tepes") de Valaquia, 1431-1476. Véase también Valaquia, Transilvania y Drácula». Pensé que debía consultar un mapa ante todo; rápidamente descubrí que Valaquia y Transilvania eran dos antiguas regiones situadas en lo que ahora es Rumanía. Transilvania parecía más montañosa, y Valaquia la rodeaba por el sudoeste. En las estanterías encontré lo que parecía ser la única fuente informativa de primera mano que había en la biblioteca sobre el tema, una extraña y breve traducción inglesa de la década de 1890 de unos folletos sobre «Drakula». Los folletos originales habían sido impresos en Núremberg en las décadas de 1470 y 1480, algunos de ellos antes de la muerte de Vlad. La mención de Núremberg me produjo un escalofrío Unos pocos años antes había seguido muy de cerca los juicios de los líderes nazis. Por un año no pude servir en la guerra antes de su finalización, por ser demasiado joven, y había estudiado sus consecuencias con el fervor de los excluidos. El volumen que recopilaba los folletos tenía una ilustración de portada, una tosca xilografía de la cabeza y los hombros de un hombre, un hombre con cuello de toro, ojos oscuros y hundidos, largo bigote, con un gorro provisto de una pluma. La imagen era sorprendentemente realista, teniendo en cuenta el primitivo medio.
Sabía que debía ponerme a trabajar, pero no pude evitar leer el principio de uno de los folletos. Era una lista de algunos de los crímenes cometidos por Drácula contra su propio pueblo, y también contra otros grupos. Podría repetir de memoria lo que ponía, pero creo que no lo haré. Era muy desagradable. Cerré con un chasquido el pequeño volumen y volví a mi cubículo. El siglo XVII consumió mi atención hasta casi medianoche. Dejé el extraño libro cerrado sobre mi mesa, con la esperanza de que su propietario lo encontraría allí al día siguiente, y después fui a casa y me acosté.