La Historiadora (10 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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»Por fin, un monje joven, el favorito del que había fallecido, bajó a la cripta y exhumó a su maestro en contra de la voluntad del abad, que estaba muy asustado. Y encontraron al maestro vivo, pero tampoco estaba vivo en realidad, ya saben a qué me refiero. Un muerto viviente. Se levantaba por las noches para tomar las vidas de sus hermanos. Con el fin de enviar el alma del pobre hombre al lugar adecuado, trajeron agua bendita de un altar de las montañas y se hicieron con una estaca muy afilada.

Dibujó una forma exagerada en el aire, para que yo comprendiera lo afilado que era el objeto. Había estado concentrada en él y en su extraño francés, asimilando su relato con un gran esfuerzo mental. Mi padre había dejado de traducirme, y en aquel momento su tenedor golpeó el plato. Cuando alcé la vista, vi de repente que estaba tan blanco como el mantel, y miraba fijamente a nuestro nuevo amigo.

—¿Podríamos...? —Carraspeó y se secó la boca con la servilleta una o dos veces—.

¿Podríamos tomar café?

—Pero aún no han tomado la salade. —Nuestro anfitrión parecía disgustado—. Es excepcional. Además, esta noche tenemos poires belle-Hélène, y un queso excelente, y un gâteau para la jovencita.

—Desde luego, desde luego —se apresuró a decir mi padre—. Tomaremos todo eso, sí.

Cuando salimos a la polvorienta plaza situada más abajo, retumbaba música por unos altavoces. Se estaba celebrando alguna fiesta local, con diez o doce niños disfrazados de algo que me recordó a Carmen. Las niñas pataleaban sin moverse del sitio, agitando sus volantes de tafetán amarillo desde las caderas a los tobillos, y sus cabezas oscilaban con gracia bajo mantillas de encaje. Los niños pateaban el suelo y se arrodillaban, o bien daban vueltas alrededor de las niñas con aire desdeñoso; iban vestidos con una chaquetilla negra y pantalones ajustados, y se tocaban con un sombrero de terciopelo. La música se encrespaba de vez en cuando, acompañada por ruidos similares al chasquido de un látigo, y aumentó de volumen a medida que nos íbamos acercando. Algunos turistas estaban mirando a los bailarines, y una fila de padres y abuelos se habían acomodado en sillas plegables junto a la fuente vacía, y aplaudían siempre que la música o los pataleos de los niños alcanzaban un crescendo.

Nos quedamos unos minutos, y después nos desviamos por la calle que subía hasta la iglesia. Mi padre no dijo nada sobre el sol, que estaba desapareciendo a marchas forzadas, pero yo noté que la repentina muerte del día marcaba el ritmo de nuestro paso, y no me sorprendí cuando toda la luz de la campiña se desvaneció. El contorno de los Pirineos negroazulados se recortaba en el horizonte mientras ascendíamos. Después se fundieron con el cielo negroazulado. La vista desde la iglesia era enorme, no vertiginosa como las vistas que brindaban aquellos pueblos italianos con las que todavía soñaba, sino inmensa: llanuras y colinas que se resolvían en estribaciones que se alzaban hasta convertirse en picos oscuros que ocultaban fragmentos enteros del mundo lejano. Bajo nuestros pies, las luces del pueblo empezaron a encenderse, la gente paseaba por las calles o por los callejones, hablaba y reía, y un olor que recordaba al de los claveles nos llegó desde los estrechos jardines amurallados. Las golondrinas entraban y salían del campanario de la iglesia, y evolucionaban como si estuvieran trazando algo invisible con filamentos de aire.

Observé que una giraba como borracha entre el resto, ingrávida y torpe en lugar de veloz, y caí en la cuenta de que era un murciélagos, apenas visible contra la luz moribunda.

Mi padre suspiró y apoyó los pies sobre un bloque de piedra. ¿Un poste para atar caballos, algo para subirse a un burro? Se lo preguntó en voz alta en mi honor. Fuera lo que fuera, había contemplado siglos de esta panorámica, incontables anocheceres similares, el cambio relativamente reciente de la luz de las velas a las luces eléctricas de los cafés y las calles amuralladas. Mi padre parecía relajado de nuevo, apoyado allí después de una opípara cena y un paseo al aire libre, pero tuve la impresión de que estaba relajado a propósito. No me había atrevido a preguntarle sobre su extraña reacción a la historia que nos había contado el jefe de comedor, pero me había dado la sensación de que mi padre conocía historias mucho más terroríficas que la que había empezado a contarme. No tenía que pedirle que continuara nuestra historia. Era como si, de momento, la prefiriera a algo peor.

8

13 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Hoy me consuela en parte el hecho de que esta fecha está dedicada, en el calendario eclesiástico, a Lucía, santa de la luz, una sagrada presencia traída hasta aquí por comerciantes vikingos desde el sur de Italia. ¿Qué podría ofrecer mejor protección contra las fuerzas de las tinieblas (internas, externas, eternas) que la luz y el calor, cuando uno se acerca al día más breve y frío del año? Y aquí sigo todavía, después de otra noche de insomnio. ¿Estarías menos perplejo si te dijera que ahora duermo con una guirnalda de ajos debajo de la almohada, o que siempre llevo un pequeño crucifijo de oro colgado de una cadena alrededor de mi cuello ateo? No es cierto, por supuesto, pero dejaré que imagines esas formas de protección, si quieres. Poseen sus equivalentes intelectuales, psicológicos. A estos últimos, al menos, me aferro día y noche.

Para continuar la narración de mi investigación: sí, cambié mis planes de viaje el pasado verano para incluir Estambul, y los cambié debido a la influencia de un pequeño pergamino. Había examinado toda la documentación que pude encontrar en Oxford y en Londres susceptible de pertenecer al Drakulya de mi misterioso libro en blanco. Había recogido un fajo de notas sobre el tema, que tú, desasosegado futuro lector, encontrarás con estas cartas. Las he ampliado un poco desde entonces, como averiguarás más adelante, y espero que te protejan y te guíen.

Tenía toda la intención de abandonar esta absurda investigación, esta persecución de un indicio fortuito en un libro descubierto de manera fortuita, la víspera de partir a Grecia.

Sabía muy bien que me lo había tomado como un desafío lanzado por el destino, en el cual, al fin y al cabo, no creía, y que debía de estar persiguiendo la escurridiza y malvada palabra Drakulya hasta las profundidades de la historia, impelido por una especie de jactancia erudita, para demostrar que era capaz de encontrar las huellas históricas de lo que fuera, cualquier cosa. De hecho, había caído hasta tal punto en un estado de ánimo tan disciplinado, aquella última tarde, mientras guardaba en el equipaje mis camisas limpias y el sombrero para protegerme del sol, que casi estuve a punto de abandonar por completo todo el asunto.

Pero, como de costumbre cuando viajo, me había comportado con excesiva diligencia y aún me quedaba un poco de tiempo antes de mi último sueño y el tren de la mañana. O bien podía llegarme al Golden Wolf para pedir una pinta de cerveza y ver si mi buen amigo Hedges estaba allí, o (bien a mi pesar, efectué un pequeño desvío) podía pasarme una última vez por la sección de libros raros, que estaba abierta hasta las nueve. Había un archivo que quería examinar (si bien dudaba de que fuera esclarecedor), una entrada debajo de «otomano» que debía pertenecer al período exacto de la vida de Vlad Drácula, puesto que los documentos listados eran de mediados/finales del siglo XV.

Claro que, razoné, no podía recorrer Europa y Asia de cabo a rabo en busca de toda la documentación de esa época. Tardaría años (la vida entera), y pensaba que no podría sacar ni un artículo de esa maldita empresa condenada al fracaso. Pero desvié mis pies del alegre pub (una equivocación que ha significado la desgracia para más de un pobre erudito) y me encaminé a Libros Raros.

El archivador, que encontré sin dificultad, contenía cuatro o cinco rollos de pergamino alisados de manufactura otomana, todos parte de un regalo hecho a la universidad en el siglo XVIII. Cada rollo estaba escrito con caligrafía árabe. En la parte delantera del archivador, una descripción en inglés me aseguró que no se trataba de la cueva del tesoro, por lo que a mí concernía (me remití de inmediato al inglés porque mi árabe es deprimentemente rudimentario, y temo que así seguirá. Uno sólo tiene tiempo para aprender un puñado de los grandes idiomas, a menos que lo abandone todo a favor de la lingüística). Tres de los rollos de pergamino eran inventarios de impuestos recaudados en los pueblos de Anatolia por el sultán Mehmet II. El último recogía la lista de los impuestos recaudados en las ciudades de Sarajevo y Skopje, un poco más cerca de casa, si «casa» significaba para mí de momento la residencia de Drácula en Valaquia, pero todavía una parte lejana de su imperio en aquel tiempo. Los recogí con un suspiro y pensé en la breve pero satisfactoria visita que todavía podía hacer al Golden Wolf. Cuando estaba a punto de devolver los pergaminos al clasificador de cartón, unas líneas de escritura en la parte posterior del último atrajeron mi atención.

Se trataba de una breve lista, un apunte improvisado, un antiguo garabato en el reverso de la documentación oficial de Sarajevo y Skopje destinada al sultán. Lo leí con curiosidad.

Daba la impresión de ser una lista de gastos. Los objetos adquiridos habían sido anotados en la parte izquierda, y el coste, en una moneda que no se especificaba, en la derecha.

«Cinco leones de montaña jóvenes para su Gloria el sultán, 45 —leí con interés—. Dos cinturones de oro con piedras preciosas para el sultán, 290. Doscientas pieles de oveja para el sultán, 89.» Y la partida final, que erizó el vello de mi brazo cuando alcé de nuevo el pergamino: «Mapas y documentos militares de la Orden del Dragón, 12».

¿Cómo logré abarcar todo esto de una sola mirada, cuando mis conocimientos del árabe son tan escasos, como ya he confesado?, te preguntarás. Mi sagaz lector, te estás manteniendo despierto en mi honor, siguiendo mis elucubraciones con atención, y te bendigo por ello.

Este garabato, esta minuta medieval, estaba escrita en latín. Debajo, una fecha medio borrada grabó la lista a fuego en mi cerebro: 1490.

Recordé que en 1490 la Orden del Dragón estaba destruida, aplastada por el poder otomano. Hacía catorce años que Vlad Drácula estaba muerto y enterrado, según la leyenda, en el monasterio del lago Snagov. Los mapas, documentos y secretos de la Orden, todo aquello a lo que se refiriera la escurridiza frase, había sido comprado a un precio barato, baratísimo, comparado con los cinturones incrustados de joyas y el cargamento de apestosa lana de oveja. Tal vez el comerciante lo había incluido en el lote en el último momento a modo de curiosidad, una demostración de que la burocracia de los conquistadores sabía halagar y divertir a un sultán erudito, cuyo padre y cuyo abuelo habían expresado a regañadientes su admiración por la bárbara Orden del Dragón, que los había acosado en los límites del imperio. ¿Era mi comerciante un viajero balcánico, que sabía escribir en latín, hablar algún dialecto eslavo o latino? Sin duda era culto, puesto que sabía escribir, tal vez un mercader judío capaz de expresarse en tres o cuatro idiomas. Fuera quien fuera, bendije sus cenizas por anotar aquellos gastos. Si había enviado la caravana de despojos sin incidentes, y si ésta había llegado sana y salva al sultán, y si, aunque se me antojaba improbable, había sobrevivido en la cámara del tesoro del sultán, repleta de joyas, cobre batido, cristal bizantino, reliquias de iglesias bárbaras, obras de poesía persas, libros sobre la Cábala, atlas, cartas astronómicas…

Fui al mostrador de recepción, donde el bibliotecario estaba examinando un cajón. —Perdone —dije—, ¿tiene una lista de archivos históricos por países? Archivos de…

Turquía, por ejemplo.

—Sé lo que está buscando, señor. Existe dicha lista, para universidades y museos, aunque no está ni mucho menos completa. No la tenemos aquí. Se la enseñaría en el mostrador de recepción central. Abren mañana a las nueve.

Mi tren a Londres, recordé, no salía hasta las 10.14. Sólo tardaría unos diez minutos en examinar las posibilidades. Y si el nombre del sultán Mehmet II, o los nombres de sus sucesores inmediatos, aparecían entre cualquiera de las posibilidades…, bien, tampoco tenía tantas ganas de ver Rodas.

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

Experimenté la impresión de que el tiempo se había detenido en la sala de la biblioteca, pese a la actividad que me rodeaba. Sólo había leído una carta entera, pero había al menos cuatro más en la pila que tenía delante. Alcé la vista y observé que una profundidad azul se había abierto tras las ventanas superiores: el crepúsculo. Tendría que volver a casa solo, pensé como un niño asustado. Una vez más, sentí la necesidad de correr al despacho de Rossi y llamar a la puerta. Seguramente le encontraría sentado, pasando páginas de un manuscrito a la luz amarillenta de su lámpara de escritorio. Yo estaba perplejo, como suele suceder tras la muerte de un amigo, por lo irreal de la situación, la imposibilidad que desafiaba a la mente. De hecho, estaba tan perplejo como asustado, y mi perplejidad aumentaba mi miedo porque, en ese estado, no era capaz de reconocer mi forma habitual de ser.

Mientras reflexionaba, miré las pulcras montañas de papeles que descansaban sobre mi mesa. Al tener el material esparciado, había ocupado una gran cantidad de superficie de la mesa. Como consecuencia, nadie había intentado sentarse delante de mí ni ocupar ninguna de las otras sillas de la mesa. Me estaba preguntando si debería recogerlo todo y marcharme a casa, para continuar allí más tarde, cuando una joven se acercó y tomó asiento al extremo de la mesa. Paseé la vista a mi alrededor y vi que las mesas estaban todas ocupadas, invadidas de libros, hojas mecanografiadas, ficheros y cuadernos de notas. La chica no podía sentarse en otro sitio, comprendí, pero de pronto sentí la necesidad de proteger los documentos de Rossi. Temía la mirada involuntaria de los ojos de un extraño. ¿Se le antojarían obra de un demente? ¿Pensaría que era yo el loco?

Estaba a punto de recoger los papeles con sumo cuidado, a fin de conservar el orden original y llevármelos, con esos movimientos lentos y educados que pretenden falsamente convencer a la otra persona que acaba de sentarse a la mesa de la cafetería, con aire de disculpa, de que de veras te vas a marchar, cuando me fijé de pronto en el libro que la joven había dejado abierto ante ella. Ya estaba pasando las páginas de la parte central, con una libreta y una pluma al lado. Miré el título del libro y al cabo de unos segundos su rostro, estupefacto, y después me fijé en el otro libro que había dejado cerca. Luego, volví a mirar su cara.

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