La Historiadora (11 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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Era un rostro joven, pero que ya estaba empezando a envejecer, de forma muy lenta y hermosa, con las leves arrugas de la piel que yo reconocía cada mañana en el espejo alrededor de mis ojos, una fatiga apenas velada, por lo que debía estar estudiando para la licenciatura. También era un rostro elegante y anguloso, que no habría estado fuera de lugar en el cuadro de un altar medieval, salvado de un aspecto severo por el delicado ensanchamiento de los pómulos. Su tez era pálida, pero podría adquirir un tono aceitunado después de una semana de tomar el sol. Tenía la vista inclinada sobre el libro, la boca firme y las cejas anchas, como en estado de alerta debido a lo que sus ojos leían en la página. Su pelo oscuro, casi como el hollín, se retiraba de su frente con más vigor del conveniente en aquellos tiempos tan peripuestos. El título de su lectura, en ese lugar de incontables investigaciones (lo miré otra vez, estupefacto), era Los Cárpatos. Bajo el codo cubierto con un jersey oscuro descansaba el Drácula de Bram Stoker.

En aquel momento la joven alzó la vista y sus ojos se encontraron con los míos, y caí en la cuenta de que la había estado mirando directamente, lo cual debía ser ofensivo. De hecho, la mirada profunda y oscura que recibí era de lo más hostil. Yo no era lo que la gente llama un «mujeriego». En realidad, era una especie de recluso. No obstante, sabía que debía sentirme avergonzado y me apresuré a dar explicaciones. Más tarde, descubrí que su hostilidad era la defensa que erige una mujer atractiva a la que miran una y otra vez. —Perdone —dije a toda prisa—. No pude evitar fijarme en sus libros. Me refiero a lo que está leyendo.

Me miró sin pestañear, con el libro abierto delante de ella, y enarcó las curvas oscuras de sus cejas.

—Resulta que estoy estudiando el mismo tema —insistí. Las cejas se elevaron un poco más, pero yo indiqué los papeles que tenía delante—. No, de veras. He estado leyendo acerca de…

Miré las pilas de documentos de Rossi y callé con brusquedad. La desdeñosa inclinación de sus párpados consiguió ruborizarme.

—¿Drácula? —preguntó ella con sarcasmo—. Da la impresión de que ahí tiene documentación de primera mano.

Tenía un marcado acento que no conseguí identificar, y su voz era suave, pero como la que se usa en una biblioteca, lo cual presagiaba que podía adquirir una gran energía si se le daba rienda suelta.

Probé una táctica diferente. —¿Lo lee para pasar el rato? Como diversión, quiero decir. ¿O está investigando algo?

—¿Diversión?

El libro continuaba abierto, tal vez para desalentarme con todas las armas posibles.

—Bien, es un tema poco habitual, y si también se ha procurado una obra sobre los Cárpatos, significa que ha de estar muy interesada en el tema. —No había hablado tan deprisa desde el examen oral del máster—. Estaba a punto de consultar ese libro. Los dos, de hecho.

—Vaya —dijo ella—. ¿Y por qué?

—Bien —me arriesgué—, tengo unas cartas de… de una fuente histórica insólita…, y hablan de Drácula. Giran en torno a Drácula.

Un tenue interés se insinuó en su mirada, como si la luz ámbar se hubiera encendido y me enfocase a regañadientes. Se arrellanó un poco en la silla, relajada con una especie de desenvoltura masculina, sin apartar las manos del libro. Pensé que había presenciado este gesto un centenar de veces, esta disminución de la tensión que acompañaba al pensamiento, esta introducción a la conversación. ¿Dónde lo había visto?

—¿Qué son exactamente esas cartas? —preguntó con su serena voz extranjera.

Pensé apesadumbrado en que tendría que haberme presentado, a mí mismo y mis credenciales, antes de meterme en este lío. Por algún motivo, creía que no podía empezar de cero en este momento, no podía extender la mano de repente para estrechar la suya y decirle en qué departamento estaba, etcétera. También me vino a la mente de pronto que nunca la había visto, de modo que no podía estar en el Departamento de Historia, a menos que fuera nueva, que hubiera pedido el traslado desde alguna otra universidad. ¿Debía mentir para proteger a Rossi? Opté por no hacerlo. Me limité a callar su nombre.

—Estoy trabajando con alguien que tiene ciertos problemas, y escribió estas cartas hace más de veinte años. Me las confió pensando que podría ayudarle en su actual... situación...

Está relacionada con sus estudios, quiero decir, con lo que estaba estudiando...

—Entiendo —dijo ella con fría cortesía. Se levantó y empezó a recoger sus libros, sin prisas, de manera decidida. Levantó su maletín. De pie parecía tan alta como yo me la había imaginado, un poco nervuda, de hombros anchos.

—¿Por qué estudia a Drácula? —pregunté desesperado.

—Bien, debo decirle que eso a usted no le importa —replicó sin más, y dio media vuelta—, pero estoy planeando un viaje futuro, aunque no sé cuándo lo haré.

—¿A los Cárpatos? De pronto, me sentí desconcertado por toda la conversación.

—No. —Me lanzó las últimas palabras con desdén. Y después, como si no pudiera contenerse, pero con tanto desprecio que no me atreví a seguirla—: A Estambul.

—Santo Dios —exclamó mi padre de repente, y alzó la vista hacia el cielo gorjeante. Las últimas golondrinas estaban volando sobre nuestras cabezas, y la población, con sus luces veladas, se iba hundiendo en el valle—. No deberíamos estar sentados aquí, teniendo en cuenta la excursión que nos espera mañana. Se supone que los peregrinos se retiran pronto, estoy seguro. Con la llegada de la oscuridad, o algo por el estilo.

Moví las piernas. Un pie se me había dormido debajo del cuerpo, y de repente sentí las piedras del cementerio afiladas, imposiblemente incómodas, sobre todo pensando en la cama que me esperaba. Padecería agujetas de vuelta al hotel. También sentía una fuerte irritación, mucho más aguda que las sensaciones de mi pie. Una vez más, mi padre había interrumpido la historia demasiado pronto.

—Mira —dijo, y señaló justo enfrente de nosotros—. Creo que debe ser Saint-Matthieu.

Seguí su gesto hacia la oscura masa de montañas y vi, a mitad de camino de la cumbre, una pequeña luz fija. No brillaba ninguna otra luz cerca de ésta, ni se veían otros lugares habitados. Era como una sola chispa sobre inmensos pliegues de tela negra, a considerable altura aunque lejos de los picos más elevados. Colgaba entre el pueblo y el cielo nocturno. —Sí, ahí debe estar el monasterio, estoy seguro —repitió mi padre—. Y mañana nos espera una buena subida, aunque vayamos por la carretera. Mientras recorríamos las calles a oscuras, experimenté esa tristeza que te asalta cuando desciendes de un punto elevado y todo lo demás queda por encima de ti. Antes de doblar la esquina del viejo campanario, miré hacia atrás de nuevo para grabar aquel diminuto punto de luz en mi memoria. Ahí estaba otra vez, brillando sobre la pared de una casa coronada de buganvilla oscura. Me paré un momento y la miré fijamente. Entonces, sólo una vez, la luz parpadeó.

9

14 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Concluiré mi relato con la mayor prontitud posible, puesto que has de extraer información vital de él si ambos queremos..., ah, sobrevivir, como mínimo, y sobrevivir en un estado de bondad y misericordia. Existen diversas formas de supervivencia, aprende el historiador para su mal. Los peores impulsos de la humanidad pueden sobrevivir generaciones, siglos, incluso milenios. Y lo mejor de nuestros esfuerzos individuales puede morir con nosotros al final de una sola vida.

Pero para continuar: en mi viaje de Inglaterra a Grecia, experimenté una de las travesías más placenteras de mi vida. El director del museo de Creta me estaba esperando en el muelle para darme la bienvenida, y más adelante, aquel mismo verano, me invitó a regresar para asistir a la apertura de una tumba minoica. Además, dos estadounidenses versados en la antigua Grecia, a quienes deseaba conocer desde hacía años, se alojaban en mi pensión.

Me animaron a interesarme por un puesto docente que acababa de quedar libre en su universidad, perfecto para alguien de mis conocimientos, y colmaron mi trabajo de cumplidos. Tenía fácil acceso a todas las colecciones que quería ver, incluidas algunas privadas. Por las tardes, cuando los museos cerraban y la ciudad hacía la siesta, yo me sentaba en mi encantador balcón emparrado y repasaba mis notas, y de paso encontraba ideas para varios otros trabajos, que más adelante desarrollaría. En estas idílicas circunstancias, sopesé la posibilidad de abandonar por completo lo que ahora se me antojaba un capricho morboso, la persecución de esa palabra tan peculiar, Drakulya. Había traído el libro conmigo, pues no deseaba apartarme de él, aunque hacía una semana que no lo abría. En conjunto, me sentía libre de su hechizo. Pero algo (la pasión del historiador por la rigurosidad, o tal vez el puro placer de la caza) me impelía a ceñirme a mis planes e ir a Estambul unos cuantos días.

Y ahora debo contarte mi singular aventura en un archivo de dicha ciudad. Quizá sea el primero de los diversos acontecimientos que describiré que despertarán tu incredulidad. Te suplico que leas hasta el final.

Obedeciendo a este ruego, leí cada palabra —dijo mi padre—. Esa carta me habló una vez más de la escalofriante experiencia de Rossi entre los documentos de la colección del sultán Mehmet II: encontrar un mapa anotado en tres idiomas que, al parecer, indicaba el paradero de la tumba de Vlad el Empalador, mapa robado por un siniestro burócrata, y las dos diminutas heridas ampolladas en el cuello del burócrata.

Al referir esta historia, su estilo literario perdió algo de la concisión y control que había observado en las anteriores dos cartas, se hizo más inconsistente y apresurado, plagado de pequeños errores, como si hubiera mecanografiado la carta presa de una gran agitación. Y pese a mi inquietud (porque era de noche, había regresado a mi apartamento y estaba leyendo solo, con la puerta cerrada con llave y las cortinas supersticiosamente corridas), reparé en el lenguaje que utilizaba para describir estos acontecimientos. Se ceñía a lo que me había contado tan sólo dos noches antes. Era como si la historia se hubiera grabado hasta tal punto en su mente, casi un cuarto de siglo antes, que sólo necesitara leerla en voz alta a un nuevo oyente.

Quedaban tres cartas, y empecé la siguiente con ansiedad.

15 de diciembre de 1930

Trinity College, Oxford

Mi querido y desventurado sucesor:

Desde el momento en que aquel desagradable funcionario me arrebató el mapa, mi suerte empezó a fallar. Al regresar a mis aposentos, descubrí que la casera había trasladado mis pertenencias a una habitación más pequeña y sucia porque, en la mía, se había desprendido una esquina de techo. De paso, algunos de mis papeles habían desaparecido, así como un par de gemelos de oro que tenía en gran aprecio.

Sentado en mi nueva y estrecha habitación, intenté al punto resucitar mis notas sobre la historia de Vlad Drácula, así como los mapas que había visto en los archivos, de memoria.

Después volví a toda prisa Grecia, donde traté de reanudar mis estudios sobre Creta, pues ahora tenía tiempo extra a mi disposición.

El viaje en barco a Creta fue horrendo, dado que el mar estaba muy revuelto. Un viento caliente y enloquecedor, como el infame mistral francés, soplaba sin cesar sobre la isla. Mis anteriores habitaciones estaban ocupadas, y sólo pude encontrar los más lamentables aposentos, oscuros y húmedos. Mis colegas de Estados Unidos se habían ido. El amable director del museo había caído enfermo y nadie parecía recordar que me había invitado a la apertura de una tumba. Intenté seguir escribiendo sobre Creta, pero repasaba en vano mis notas en busca de inspiración. Mis nervios no conseguían calmarse, debido a las primitivas supersticiones que encontraba incluso entre gente de ciudad, supersticiones en que no había reparado durante mis viajes anteriores, aunque en Grecia estaban tan extendidas que tendría que haberme topado con ellas antes. En la tradición griega, como en muchas otras, el origen del vampiro, el vrykolakas, es cualquier cadáver que no ha sido bien enterrado, o que tarda en descomponerse, por no hablar de alguien que ha sido enterrado vivo por accidente. Los viejos de las tabernas de Creta parecían mucho más inclinados a contarme sus mil y una historias de vampiros que a explicarme dónde podría encontrar otros fragmentos de cerámica como aquél, o qué antiguos barcos naufragados habían saqueado sus abuelos. Una noche dejé que un desconocido me invitara a una ronda de una especialidad local llamada, curiosamente, amnesia, con el resultado de que estuve enfermo todo el día siguiente.

De hecho, nada me fue bien hasta que llegué a Inglaterra, cosa que hice bajo una terrible tormenta que me provocó el mareo más espantoso de mi vida.

Hago constar estas circunstancias por si arrojan alguna luz sobre otros aspectos de mi caso.

Al menos, te explicarán mi estado de ánimo cuando llegué a Oxford: estaba agotado, desalentado, aterrado. Me vi en el espejo pálido y delgado. Cuando me cortaba afeitándome, cosa que sucedía con frecuencia debido a la torpeza fruto de los nervios, me encogía, al recordar aquellas heridas a medio cicatrizar en el cuello del burócrata turco, y dudaba cada vez más de la precisión de mis recuerdos. A veces me asaltaba la sensación, que me atormentaba casi hasta extremos de locura, de que había dejado algo por hacer, alguna intención cuya forma era incapaz de reconstruir. Me sentía solo y nostálgico. En una palabra, mis nervios se hallaban en un estado desconocido para mí hasta entonces.

Por supuesto, intenté continuar mi existencia como de costumbre sin decir nada de estos asuntos a nadie y preparando el siguiente trimestre con mi habitual dedicación. Escribí a los expertos norteamericanos en la Antigüedad clásica que había conocido en Grecia, y confesé que estaría interesado en ocupar un empleo en Estados Unidos, aunque fuera por un breve período de tiempo, si ellos me ayudaban a conseguir uno. Estaba a punto de sacarme el título, sentía cada vez más la necesidad de empezar de nuevo, y pensaba que el cambio me sentaría bien. Asimismo, terminé dos artículos breves sobre la complementación de las pruebas arqueológicas y literarias en el estudio de la producción de cerámica en Creta. No sin esfuerzo, utilicé mi autodisciplina nata para perseverar cada día, y cada día me sentía más calmado.

Durante el primer mes después de mi regreso, intenté no sólo borrar todo recuerdo de mi desagradable viaje, sino también renovar mi interés por el extraño librito que guardaba en mi equipaje, o en la investigación que había precipitado. Sin embargo, al reafirmarse mi confianza y volver a aumentar mi curiosidad (de una manera perversa), cogí el volumen una noche y reordené mis notas de Inglaterra y Estambul. La consecuencia (y a partir de ese momento lo consideré una consecuencia) fue inmediata, terrorífica y trágica.

Debo detenerme aquí, valiente lector. No puedo decidirme a escribir más, de momento. Te ruego que no desistas de tu lectura, sino que prosigas, tal como yo intentaré mañana.

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

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