Authors: Elizabeth Kostova
Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi
Mi padre agitó los cubitos en el vaso, como para mantener la mano firme y poder hacer algo. El calor de la tarde estaba dando paso a una serena noche veneciana, y las sombras de turistas y edificios se alargaban sobre la piazza. Una bandada enorme de palomas alzo el vuelo desde las piedras del pavimento, asustadas por algo. El frío de las bebidas se me había contagiado por fin, se me había metido en los huesos. Alguien rió a lo lejos, y oí que los chillidos de las gaviotas se imponían al ruido de las palomas. Un joven con camisa blanca y tejanos se acercó para hablar con nosotros. Llevaba colgada al hombro una bolsa de lona, y su camisa estaba manchada de colores.
—¿Compra un cuadro, signore? —dijo, y sonrió a mi padre—. Usted y la signorina son las estrellas de mi cuadro de hoy.
—No, no, grazie —contestó como un autómata mi padre. Las plazas y callejuelas estaban plagadas de aquellos teóricos estudiantes de arte. Era la tercera escena de Venecia que nos ofrecían aquel día. Mi padre echó un vistazo fugaz al cuadro. El joven, sin dejar de sonreír, tal vez por no querer marcharse sin recibir al menos un cumplido, lo alzó para que yo lo viera, y yo asentí. Un segundo después, se alejó en busca de otros turistas, y yo me quedé petrificada, mientras le seguía con la mirada.
El cuadro que me había enseñado era una acuarela ejecutada con tonos intensos. Plasmaba nuestro café y la esquina del Florián, una impresión luminosa y no provocativa de la tarde.
El artista debía estar situado detrás de mí, pensé, pero bastante cerca del café. Había una mancha de color que reconocí como la parte posterior de mi sombrero de paja rojo, y mi padre era un borrón canela y azul un poco más allá. Era una obra elegante e informal, la imagen de la indolencia veraniega, algo que a un turista le gustaría guardar como recuerdo día en el Adriático. Pero mi vistazo me había revelado una figura solitaria sentada más allá de mi padre, una figura de hombros anchos y cabeza oscura, una silueta negra entre los alegres colores del toldo y los manteles. Recordaba muy bien que la mesa había estado desocupada toda la tarde.
Nuestro siguiente viaje nos llevó una vez más hacia el este, más allá de los Alpes Julianos.
La pequeña ciudad de Kostanjevica, «lugar del castaño», estaba llena de castañas en esta época del año, algunas ya en el suelo, de forma que si pisabas mal en las calles adoquinadas corrías el peligro de resbalar. Delante de la residencia del alcalde, construida para albergar a un burócrata austrohúngaro, había castañas por todas partes, con sus cáscaras de aspecto agresivo, un enjambre de diminutos puerco espines.
Mi padre y yo paseábamos con parsimonia, disfrutando del final de un templado día otoñal (en el dialecto local se llamaba «verano zíngaro», nos dijo una mujer en una tienda), y yo reflexionaba sobre las diferencias entre el mundo occidental, que se hallaba a unos pocos centenares de kilómetros, y este oriental, un poco al sur de Emona. Aquí, todos los comercios parecían iguales, y también los empleados, con sus guardapolvos de color azul marino y sus pañuelos de flores, y sus dientes de oro o acero inoxidable que nos enviaban destellos desde el otro lado del mostrador medio vacío. Habíamos comprado una enorme tableta de chocolate como complemento de nuestro almuerzo de lonchas de salami, pan moreno y queso, y mi padre llevaba botellas de Naranca, mi refresco de naranja favorito, que ya me recordaba Ragusa, Emona, Venecia.
La última reunión celebrada en Zagreb había concluido el día anterior, mientras yo daba el toque final a mi trabajo de historia. Mi padre quería ahora que también estudiara alemán, y yo estaba ansiosa, no por su insistencia, sino a pesar de ella. Iba a empezar al día siguiente, con un método de la librería de idiomas extranjeros de Amsterdam. Tenía un nuevo vestido corto verde y calcetines amarillos largos hasta la rodilla, mi padre sonreía debido a un chiste ininteligible que aquella mañana habían intercambiado dos diplomáticos, y las botellas de Naranca tintineaban en nuestra bolsa. Ante nosotros se extendía un puente de piedra que cruzaba el río Kostan. Corrí para echar mi primer vistazo, pues quería disfrutarlo en privado, sin ni siquiera mi padre al lado.
El río se curvaba hasta perderse de vista cerca del puente, y su curva acunaba un diminuto castillo eslavo del tamaño de una villa, con cisnes que nadaban bajo sus muros y se alimentaban en la orilla. Mientras miraba, una mujer vestida con una chaqueta azul abrió la ventana de arriba empujándola hacia fuera, de manera que sus cristales emplomados centellearon al sol, y sacudió el trapo de sacar el polvo. Bajo el puente se agrupaban sauces jóvenes, y por entre los huecos de sus raíces entraban y salían golondrinas. Vi en el parque del castillo un banco de piedra (no demasiado cerca de los cisnes, que todavía me daban miedo, aunque ya era adolescente), con castaños inclinados sobre él, resguardado a la sombra que arrojaban los muros de la propiedad. El pulcro traje de mi padre estaría a salvo si se sentaba en él, y podría quedarse más tiempo del previsto y hablar aunque no quisiera.
Durante todo el tiempo que estuve examinando esas cartas en mi apartamento —dijo mi padre, mientras se limpiaba los restos de salami de sus manos con un pañuelo de algodón— , algo relacionado con el trágico problema de la desaparición de Rossi seguía atormentándome. Cuando dejé sobre la mesa la carta que relataba el horripilante accidente de su amigo Hedges, me sentí demasiado mal durante unos momentos para pensar con claridad. Tuve la impresión de haber penetrado en un mundo enfermo, un submundo del universo académico que había conocido durante tantos años, un subtexto de la narrativa habitual de la historia que siempre había dado por supuesta.
Según mi experiencia de historiador, los muertos se quedaban respetosamente muertos, la Edad Media había conocido horrores de verdad, no sobrenaturales, Drácula era una pintoresca leyenda de la Europa del Este resucitada gracias a las películas de mi infancia, y en 1930 faltaban tres años para que Hitler asumiera poderes dictatoriales en Alemania, un terror que sin duda excluía todas las demás posibilidades.
De manera que me sentí asqueado un segundo, e irritado con mi desaparecido mentor por haberme legado estas desagradables ilusiones. Después, el tono apesadumbrado y afectuoso de sus cartas me afectó una vez más, y sentí remordimientos por mi deslealtad. Rossi dependía de mí, y sólo de mí. Si yo me negaba a suspender la incredulidad por culpa de principios pedantes, jamás volvería a verle.
Y algo más me atormentaba. Mientras mi cabeza se despejaba un poco, me di cuenta de que era mi recuerdo de la joven de la biblioteca, a la que había conocido tan sólo dos horas antes, aunque se me antojaban días. Recordé la extraordinaria luminosidad de sus ojos cuando escuchó mi explicación sobre las cartas de Rossi, la forma tan masculina de enarcar las cejas en señal de concentración. ¿Por qué estaba leyendo Drácula, nada menos que en mi mesa, nada menos que aquella noche, justo a mi lado? ¿Por qué había mencionado Estambul? Ya estaba bastante perturbado por lo que había leído en las cartas de Rossi, lo cual había suspendido mi incredulidad, me había impulsado a rechazar la idea de una coincidencia en favor de algo más fuerte. ¿Y por qué no? Si aceptaba un acontecimiento sobrenatural, debería aceptar otros. Era de pura lógica.
Suspiré y levanté la última carta de Rossi. Después, sólo necesitaría revisar los demás materiales ocultos en aquel sobre de aspecto inofensivo, y continuaría adelante solo. Con independencia de lo que significara la aparición de la chica (y lo más probable era que no significara nada anormal, ¿verdad?), yo no tenía tiempo para averiguar quién era o por qué compartía ese interés por lo oculto. Me resultaba extraño pensar en alguien interesado en lo oculto. En el fondo, pensándolo bien, yo no lo estaba. Sólo me interesaba encontrar a Rossi.
La última carta, al contrario que las otras, estaba escrita a mano. En papel de libreta rayado, con tinta oscura. La desdoblé.
19 de agosto de 1931
Mi querido y desventurado sucesor:
Bien, no puedo fingir que ya no estés esperándome en algún lugar dispuesto a salvarme si mi vida se viene abajo algún día. Y como poseo más información para añadir a todo cuanto ya habrás (imagino) examinado, creo que debería apurar la copa hasta las heces. «Un poco de erudición es algo peligroso», habría citado mi amigo Hedges. Pero ha muerto, y por mi mano, con tanta certeza como si yo hubiera abierto la puerta del estudio, asestado el golpe y pedido auxilio a gritos después. No lo hice, por supuesto. Si has consentido en leer hasta aquí, no dudes de mi palabra.
Pero hace unos meses sí que dudé por fin de mis propias fuerzas, y ello debido a motivos relacionados con el final enfurecedor y terrible de Hedges. Hui de su tumba a Estados Unidos, casi literalmente. Mi empleo se había convertido en realidad, y ya estaba preparando mis cajas cuando me fui un día a Dorset para ver dónde descansaba en paz.
Después partí para Estados Unidos, temo que con la consiguiente decepción de algunos compañeros de Oxford y la profunda tristeza de mis padres, y me encontré en un mundo nuevo y más luminoso, donde el trimestre (he sido contratado para tres pero haré lo posible para poder estar más tiempo) empieza antes y los estudiantes tienen un punto de vista abierto y práctico, desconocido en Oxford. Pero a pesar de esto, no logré renunciar del todo a mi relación con los No Muertos. Como consecuencia, aparentemente, él, Eso, no logró renunciar a su relación conmigo.
Recordarás que la noche en que Hedges fue atacado, yo había descubierto de manera inesperada el significado de la xilografía central de mi siniestro libro, y verificado que la Tumba Impía de los mapas que había encontrado en Estambul debía ser la tumba de Vlad Drácula. Había pronunciado en voz alta mi pregunta restante (¿dónde estaba la tumba, pues?), al igual que había hablado en voz alta en el archivo de Estambul, conjurando esta segunda vez una terrible presencia, que me lanzó una advertencia acabando con la vida de mi querido amigo. Tal vez sólo un ego anormal plantaría cara a fuerzas naturales (sobrenaturales en este caso), pero te juro que, por un tiempo, este castigo me enfureció más que aterró, y me llevó a jurar que desentrañaría las últimas pistas y, si aguantaban mis fuerzas, perseguiría a mi perseguidor hasta su guarida. Este extravagante pensamiento se convirtió para mí en algo tan normal como el deseo de publicar mi siguiente artículo, o ganarme un puesto permanente en la alegre universidad nueva que estaba conquistando mi hastiado corazón.
Después de habituarme a la rutina de las responsabilidades académicas, y de preparar un breve regreso a Inglaterra al final del trimestre para ver a mis padres y entregar las páginas de mi tesis doctoral a la editorial de Londres que cada vez me mimaba más, me dispuse a seguir de nuevo el aroma de Vlad Drácula, el histórico o el sobrenatural, eso habría que verse. Pensaba que mi siguiente tarea era aprender algo más sobre mi extraño libro: de dónde procedía, quién lo había diseñado, cuál era su antigüedad. Lo entregué (a regañadientes, debo admitirlo) a los laboratorios del Smithsonian. Menearon la cabeza al escuchar mis preguntas tan concretas, e insinuaron que la consulta a poderes que se hallaban más allá de sus medios me costaría más. Pero yo estaba empecinado, y pensé que no debía destinar una parte irrisoria de la herencia de mi abuelo, o mis escasos ahorros de Oxford, a vestirme, alimentarme o divertirme mientras Hedges yaciera sin ser vengado (pero en paz, gracias a Dios) en un cementerio que no habría debido recibir su ataúd hasta cincuenta años después. Ya no tenía miedo de las consecuencias, puesto que lo peor que habría podido imaginar ya había ocurrido. En este sentido, al menos, las fuerzas de la oscuridad habían calculado mal.
Pero no fue la brutalidad de lo que ocurrió a continuación lo que cambió mi opinión o me reveló el verdadero significado del miedo. Fue su brillantez.
Un bibliófilo menudo del Smithsonian llamado Howard Martin se encargó de mi libro. Era un hombre amable pero taciturno, que adoptó mi causa de todo corazón, como si conociera mi historia. (No, pensándolo mejor, si hubiera conocido mi historia, tal vez me habría puesto de patitas en la calle el día de mi primera visita.) Al parecer, sólo vio mi pasión por la historia, se compadeció e hizo lo que pudo por mí. Fue muy diligente, muy minucioso, y asimiló lo que le enviaron los laboratorios con un cariño más propio de Oxford que de aquellas oficinas de museo burocráticas de Washington. Me quedé impresionado, y aún más por su conocimiento de las publicaciones europeas en los siglos justo antes y después de Gutenberg.
Cuando, en apariencia, ya había hecho todo cuanto podía por mi, me escribió para que pasara a recoger los resultados, explicando que me entregaría el libro en persona, tal como yo había hecho con él, si yo no deseaba que me lo enviaran por correo. Hice el viaje en tren, me dediqué al turismo por la mañana, y me planté ante su puerta diez minutos antes de la hora acordada. Mi corazón estaba acelerado y tenía la garganta seca. Ansiaba sostener el libro en mis manos y saber qué habían descubierto sobre sus orígenes.
El señor Martin abrió la puerta y me invitó a entrar con una leve sonrisa.
—Me alegro de que haya podido venir —dijo con su insulso gangueo estadounidense, que se había convertido para mí en el habla más placentera del mundo.
Cuando estuvimos sentados en su despacho rebosante de manuscritos, le miré y me quedé impresionado al instante por el cambio sufrido en su apariencia. Le había visto brevemente unos meses antes y recordaba su cara, y nada en su correspondencia pulcra y profesional insinuaba que estuviera enfermo. Ahora estaba demacrado y pálido, de forma que su piel parecía de un amarillo grisáceo, y sus labios estaban teñidos de un escarlata anormal. Había perdido mucho peso, de manera que su traje pasado de moda colgaba flácido sobre sus hombros. Estaba sentado encorvado, un poco inclinado hacia delante, como si algún dolor o debilidad le impidiera sentarse tieso. Daba la impresión de que la vida le había abandonado.
Intenté decirme que iba con prisas en mi primera visita, y que mi correspondencia con el hombre me había hecho más observador esta vez, o más piadoso en lo tocante a mis observaciones, pero no pude sacudirme de encima la sensación de haberle visto decaer en un período de tiempo muy breve. Pensé que tal vez padecía alguna desgraciada enfermedad degenerativa, o un cáncer galopante. La cortesía, por supuesto, impedía cualquier comentario sobre su apariencia.
—Bien, doctor Rossi —dijo, al estilo norteamericano—, creo que no es consciente del valor de este tomito.
—¿Valor?
No podía saber el valor que tenía para mí, pensé, ni con todos los análisis químicos del mundo. Era mi instrumento de venganza.
—Sí, es un raro ejemplar de impresión medieval centroeuropea, algo muy interesante y poco usual, y estoy bastante convencido de que se imprimió alrededor de 1512, tal vez en Buda, o quizás en Valaquia. Esta fecha lo situaría de forma muy satisfactoria después del San Lucas de Corvino, pero antes del Nuevo Testamento húngaro de 1520, en el que muy probablemente pudo haber influido, en el caso de que ya existiera. —Se removió en su silla chirriante—. Incluso es posible que la xilografía de su libro influyera en el Nuevo Testamento de 1520, que posee una ilustración similar, un Satán alado. Pero no existe forma de demostrarlo. De todos modos, sería una influencia curiosa, ¿no? Me refiero a ver parte de la Biblia adornada con ilustraciones tan diabólicas como ésta.
—¿Diabólica?
Me encantó el sonido de la condenación en labios ajenos.
—Claro. Usted me informó sobre la leyenda de Drácula, pero ¿cree que me paré ahí?
El tono del señor Martin era tan práctico y jovial, tan norteamericano, que tardé un momento en reaccionar. Nunca había percibido aquella siniestra profundidad en una voz tan normal. Le miré perplejo, pero el tono había desaparecido. Estaba examinando una pila de papeles que había sacado de una carpeta.
—Aquí están los resultados de los análisis —dijo—. Le he hecho copias, junto con mis notas, y creo que le resultarán interesantes. No dicen mucho más de lo que ya le he contado.
Ah, existen dos importantes datos adicionales. Parece desprenderse de los análisis químicos que su libro fue guardado, seguramente durante un largo tiempo, en una atmósfera saturada de polvo de roca, y que eso ocurrió antes de 1700. Además, la contratapa se manchó en algún momento de agua salada, tal vez debido a un viaje por mar. Supongo que pudo ser el mar Negro, si nuestras suposiciones sobre el lugar de la publicación son correctas, pero existen montones de posibilidades, por supuesto. Temo que no le hemos ayudado a avanzar mucho en su investigación... ¿No dijo que estaba escribiendo una historia de la Europa medieval?
Levantó la vista y me dedicó su sonrisa afable y despreocupada, siniestra en aquel rostro estragado, y me di cuenta al mismo tiempo de dos cosas que me helaron la sangre en las venas.
La primera fue que nunca le había dicho nada sobre que estaba escribiendo una historia de la Europa medieval. Había dicho que quería información sobre mi volumen para ayudarme a completar una bibliografía de materiales relacionados con la vida de Vlad el Empalador, conocido en la leyenda como Drácula. Howard Martin era un hombre preciso, en su estilo de conservador de museo, como yo lo era en mi estilo de estudioso, y nunca habría cometido sin querer tal error. Su memoria se me había antojado casi fotográfica en su capacidad para captar el detalle, algo que observo y aprecio de todo corazón cuando lo encuentro en otras personas.
Lo segundo que percibí en aquel momento fue que, tal vez debido a la enfermedad que padecía (pobre hombre, casi me obligué a decir para mis adentros), sus labios tenían un aspecto flácido y putrefacto cuando sonrió y reveló sus caninos superiores, algo prominentes, de una forma que prestaban a su cara una apariencia desagradable. Recordaba demasiado bien al burócrata de Estambul, aunque no vi nada anormal en el cuello de Howard Martin. Reprimí mis temblores y cogí el libro y las notas de su mano cuando volvió a hablar.
—El mapa, por cierto, es notable.
—¿Mapa?
Me quedé petrificado. Yo sólo conocía un mapa, tres, en realidad, a escala graduada, relacionado con mis intenciones presentes, y estaba seguro de que jamás había mencionado su existencia a ese desconocido.
—¿Lo dibujó usted mismo? No es antiguo, desde luego, pero no le habría catalogado a usted como artista. Ni del tipo morboso, en cualquier caso, si no le importa que se lo diga.
Le miré, incapaz de descifrar sus palabras y temeroso de revelar algo preguntándole a qué se refería. ¿Había dejado uno de mis dibujos en el libro? Qué estupidez, en ese caso. Sin embargo, había comprobado con minuciosidad que no hubiera hojas sueltas en el volumen antes de entregárselo.
—Bien, lo guardé dentro del libro, y ahí sigue —dijo con placidez—. Ahora, doctor Rossi, puedo acompañarle a nuestro departamento de contabilidad si así lo desea, o puedo encargarme de que le envíen la factura a casa.
Abrió la puerta para dejarme salir y me dedicó su habitual mueca profesional. Tuve la presencia de ánimo de no buscar entre las páginas del volumen allí mismo, y vi a la luz del pasillo que debía de haber imaginado la peculiar sonrisa de Martin, y tal vez incluso su enfermedad. Su piel era normal, estaba sólo un poco encorvado tras décadas de trabajar entre hojas del pasado, nada más. Estaba parado junto a la puerta con la mano extendida, en un gesto de despedida muy de Washington, y se la estreché, murmurando que prefería recibir la factura en mi dirección de la universidad.
Me alejé hasta perder de vista su puerta, salí del pasillo y, por fin, dejé atrás el gran castillo rojo que albergaba todos sus esfuerzos y los de sus colegas. Al salir al aire fresco del Mall, crucé la hierba lustrosa, llegué a un banco y me senté, y traté de aparentar y sentir despreocupación.
El volumen se abrió en mi mano con su habitual servidumbre siniestra, y busqué en vano una hoja suelta que me sorprendiera. Sólo al volver hacia atrás las páginas la encontré: un calco muy fino en papel carbón, como si alguien hubiera sostenido el tercero y más íntimo de mis mapas secretos ante mí, y hubiera copiado todas sus misteriosas características. Los nombres de lugares en dialecto eslavo eran los mismos que conocía por mi mapa («Aldea de los Cerdos Robados», «Valle de los Ocho Robles»). De hecho, este dibujo me resultaba desconocido por un solo detalle. Bajo la inscripción de «Tumba Impía», había otra inscripción en latín con una tinta que parecía idéntica a la de los demás encabezados. Sobre el supuesto emplazamiento de la tumba, arqueado a su alrededor como para demostrar su rotunda relación con ese punto, leí las palabras BARTOLOMEO ROSSI.
Lector, júzgame cobarde si es preciso, pero desistí a partir de aquel momento. Soy un profesor joven y vivo en Cambridge, Massachusetts, donde doy clases, salgo a cenar con mis nuevos amigos y escribo a mis ancianos padres una vez a la semana. No llevo ajos, ni crucifijos, ni me persigno cuando oigo pasos en el pasillo. Tengo una protección mejor: he dejado de investigar sobre esa horrenda encrucijada de la historia. Algo ha de sentirse satisfecho por verme tranquilo, porque ninguna tragedia posterior me ha perturbado.
Bien, si tuvieras que elegir tu cordura, tu vida tal como la recuerdas, antes que la verdadera inestabilidad, ¿qué elegirías como manera adecuada de vivir para un estudioso? Sé que Hedges no me habría exigido una zambullida en la oscuridad. Y no obstante, si estás leyendo esto, significa que el mal me ha alcanzado por fin. Tú también tienes que elegir. Te he transmitido todos los conocimientos que poseo relacionados con esos horrores. Sabiendo mi historia, ¿te negarás a socorrerme?
Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi