La Historiadora (56 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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—Oh, desde luegu. —El arqueólogo lanzó una risita—. Era un asesino devoto. Construyó muchas iglesias y otros monasterios, para asegurarse de que mucha gente rezaría por su salvación. Éste era uno de sus lugares favoritos, y era muy amigo de los monjes de aquí. No sé qué pensaban de sus fechorías, pero estaban muy contentos de su apoyo al monasterio.

Además, los protegía de los turcos. Pero los tesoros que ve aquí fueron traídos de otras iglesias. Los campesinos robaron todos los objetos de valor en el siglo pasado, cuando cerraron la iglesia. Mire aquí Esto es lo que quería enseñarle.

Se acuclilló y alzó las alfombras que había delante del altar. Vi una larga piedra rectangular, lisa y sin adornos, pero no cabía duda de que indicaba la existencia de una tumba. Mi corazón empezó a martillear en el pecho.

—¿La tumba de Vlad?

—Sí, según la leyenda. Algunos de mis colegas y yo excavamos aquí hace un par de años y encontramos un agujero vacío. Contenía sólo unos cuantos huesos de animales.

Contuve la respiración.

—¿Él no estaba dentro?

—De ninguna manera. —Los dientes de Georgescu destellaron como el latón y el oro que nos rodeaba—. La documentación escrita dice que fue enterrado aquí, delante del altar, y que la nueva iglesia fue construida sobre los mismos cimientos de la vieja, para que no profanaran su tumba. Ya puede suponer la decepción que tuvimos cuando no le encontramos.

¿Decepción?, pensé. Yo consideraba la idea del agujero vacío más aterradora que decepcionante.

—En cualquier caso, decidimos buscar un poco más, y aquí —me guió hasta un punto cercano a la entrada y movió otra alfombra—, aquí encontramos una segunda piedra igual a la primera. —La miré. Era del mismo tamaño y forma que la otra, y tampoco tenían adornos—. De modo que también excavamos ésta —explicó Georgescu al tiempo que le daba una palmada.

—¿Y encontraron...?

—Oh, un estupendo esqueletu —me informó con evidente satisfacción—. En un ataúd que aún conservaba parte del sudario. Algo asombrooso después de cinco siglos. El sudario era de color púrpura real con bordados en oro, y el esqueleto se hallaba en buen estado. Vestido con hermosas prendas de brocado púrpura y mangas de color rojo oscuro. Lo más maravilloso es que, cosido a una de las mangas, encontramos un pequeño anillo. El anillo es bastante sencillo, pero uno de mis colegas cree que forma parte de un adorno más extenso que representaba el símbolo de la Orden del Dragón.

Confieso que en ese momento mi corazón había desfallecido un poco.

—¿El símbolo?

—Si; un dragón de largas garras y cola ensortijada. Los que ingresaban en la Orden llevaban esta imagen sobre su persona en todo momento, por lo general en un broche o una hebilla para la capa. No cabe duda de que nuestro amigo Vlad era miembro de la Orden, probablemente a instancias de su padre, y de que ingresó al llegar a la mayoría de edad. —

Georgescu me sonrió—. Pero tengo la sensación de que usted ya lo sabía, profesor.

Yo me debatía entre la pesadumbre y el alivio.

—Así que ésta era su tumba, y las leyendas mencionaban un lugar equivocado.

—Oh, yo no lo creo. —Volvió a colocar la alfombra sobre la piedra—. No todos mis colegas están de acuerdo conmigo, pero creo que existen claras pruebas en contra.

No pude evitar mirarle con sorpresa.

—Pero ¿qué me dice de las prendas regias y el anillo?

Georgescu meneó la cabeza.

—Ese individuo debía ser también miembro de la Orden, un noble de alta alcurnia, y tal vez iba vestido con las mejores galas de Drácula para la ocasión. Tal vez incluso le invitaron a morir para poder dejar un cadáver en la tumba... quién sabe cuándo con exactitud.

—¿Volvieron a enterrar el esqueleto?

Tenía que preguntarlo. La piedra estaba muy cerca de nuestros pies.

—Oh, no. Lo enviamos al Museo de Historia de Bucarest, pero no podrá ir a verlo. Lo guardaron en el almacén y desapareció hace dos años, con todos sus bonitos ropajes. Fue una pena.

Georgescu no parecía muy apenado, como si el esqueleto hubiera sido apetecible pero carente de importancia, al menos comparado con la verdadera presa.

—No entiendo —dije—. Con tantas pruebas, ¿por qué cree que no era Vlad Drácula?

—Muy sencillo —replicó con jovialidad Georgescu, y dio una palmada en la alfombra—. Este tipo conservaba la cabeza. La de Drácula fue cortada y llevada a Estambul por los turcos como un trofeo. Todas las fuentes se muestran de acuerdo en eso. Así que ahora estoy excavando en la antigua prisión para ver si encuentro otra tumba. Creo que el cuerpo fue trasladado desde el lugar en que fue enterrado, delante del altar, para disuadir a los ladrones de tumbas, o tal vez para protegerlo de las invasiones turcas. Ese demonio tiene que estar en algún lugar de la isla.

Yo estaba paralizado por todas las preguntas que deseaba formular a Georgescu, pero él se levantó y estiró.

—¿No le apetece ir a cenar al restaurante? Tengo tanta hambre que podría comerme una oveja entera, pero antes podemos escuchar el inicio del servicio, si quiere. ¿ Dónde se va a alojar?

Confesé que aún no tenía ni idea, y que también necesitaba proporcionar alojamiento a mi chófer —Me gustaría hablar de muchas cosas con usted —añadí.

—Y a mí con usted —concedió él—. Podemos hacerlo durante la cena.

Necesitaba hablar con mi chófer, de modo que volvimos a la prisión en ruinas. Resultó que el arqueólogo tenía amarrada una pequeña barca bajo la iglesia y podía devolvernos a la orilla. Me dijo que hablaría con el propietario del restaurante para que nos encontrara habitaciones en la población. Georgescu guardó sus útiles y despidió a los ayudantes, y luego volvimos a la iglesia justo a tiempo de ver al abad y sus tres monjes, todos vestidos de negro, entrar en la iglesia por las puertas del santuario. Dos monjes eran ya de edad avanzada, pero uno todavía conservaba la barba castaña y caminaba muy tieso. Dieron la vuelta con lentitud hasta situarse ante el altar, precedidos por el abad, que llevaba una cruz y una esfera en las manos. Sus hombros inclinados sostenían un manto púrpura y oro en el que se reflejaban las llamas de las velas.

Se inclinaron ante el altar, y los monjes se tendieron un momento sobre el suelo de piedra, justo sobre la tumba vacía, observé. Por un instante experimenté la espantosa sensación de que no se estaban postrando ante el altar, sino ante la tumba del Empalador.

De pronto se oyó un sonido misterioso. Parecía nacer de la propia iglesia, surgir de las paredes y la cúpula como niebla. Estaban cantando. El abad atravesó las pequeñas puertas que había detrás del altar. Reprimí la tentación de estirar el cuello para ver el interior, y el hombre salió con un gran libro de tapa esmaltada, al tiempo que lo bendecía en el aire. Lo dejó sobre el altar. Uno de los monjes le entregó un incensario que colgaba de una larga cadena. Lo hizo oscilar sobre el libro y lo espolvoreó con un humo aromático. La música sacra disonante se elevaba a nuestro alrededor, con su zumbido monótono y cumbres oscilantes. Se me puso la piel de gallina, porque en aquel momento me di cuenta de que estaba más cerca del corazón de Bizancio que cuando había estado en Estambul. La antiquísima música y el rito que la acompañaba debían de haber cambiado muy poco desde que se celebraban para el emperador en Constantinopla.

—El servicio es muy laargo —me susurró Georgescu—. No les importará que nos vayamos.

Sacó una vela del bolsillo, la encendió con una mecha del lampadario cercano a la entrada y la depositó en la arena.

En el restaurante de la orilla, un lugar pequeño y sucio, comimos con voracidad guisados y ensaladas servidos por una tímida muchacha vestida de aldeana. Había un pollo entero y una botella de vino tinto potente, que Georgescu servía con generosidad. Al parecer, mi chófer había hecho amistades en la cocina, de modo que estábamos solos en la sala adornada con paneles, con sus vistas al lago y la isla.

En cuanto hubimos empezado a vencer el hambre, pregunté al arqueólogo por su maravilloso dominio del inglés. Rió con la boca llena. —Se lo debo a mi madre y mi padre, que descansen en la paz de Dios. Él era un arqueólogo escocés, medievalista, y ella una gitana escocesa. Me crié en Fort William y trabajé con mi padre hasta que murió. Entonces algunos parientes de mi madre le pidieron que viajara con ellos a Rumanía, de donde eran originarios. Ella había nacido y crecido en un pueblo del oeste de Escocia, pero cuando mi padre murió, sólo pensó en marcharse. La familia de mi padre no la había tratado bien. Me trajo aquí cuando yo tenía sólo quince años, y aquí vivo desde entonces. Adopté el apellido de su familia. Para integrarme un poco mejor La historia me dejó sin habla un momento, y sonrió.

—Sé que es una historia rara. ¿Cuál es la suya?

Le resumí mi vida y estudios, y hablé del libro misterioso que había llegado a mis manos.

Escuchó con el ceño fruncido, y cuando terminé, cabeceó lentamente.

—Una historia extraña, de eso no cabe duda.

Saqué el libro de mi bolsa y se lo di. Lo examinó con detenimiento, y se detuvo a mirar durante largos minutos la xilografía del centro.

—Sí —me dijo con aire pensativo—, se parece mucho a las imágenes relacionadas con la Orden. He visto un dragón similar en piezas de joyería; ese pequeño anillo, por ejemplo.

Pero nunca había visto un libro como éste. ¿No tiene idea de dónde salió?

—Ninguna —admití—. Espero que algún día lo examine un especialista, quizás en Londres.

—Es una obra extraordinaria. —Georgescu me lo devolvió con delicadeza—. Y ahora que ha visto Snagov, ¿adónde quiere ir? ¿Volverá a Estambul?

—No. —Me estremecí, pero no quise explicarle por qué—. He de volver a Grecia para colaborar en una excavación, dentro de dos semanas, pero me apetece ir a echar un vistazo a Târgoviste, puesto que era la principal capital de Vlad. ¿Ha estado allí?

—Ah, sí, por supuesto. —Georgescu dejó el plato limpio como una patena—. Un lugar interesante para un perseguidor de Drácula. Pero lo realmente interesante es su castillo.

—¿Su castillo? ¿De veras hay un castillo? Quiero decir, ¿todavía existe?

—Bien, son ruinas, pero bastante bonitas. Una fortaleza en ruinas. Se halla a unos cuantos kilómetros de Târgoviste, río Arges arriba, y hay que subir a pie hasta la cumbre. Drácula escogía sitios que se pudieran defender con facilidad de los turcos, y ése es un amor de sitio. Vamos a hacer una cosa. —Estaba buscando en sus bolsillos, sacó una pequeña pipa y empezó a llenarla con tabaco aromático. Le pasé una vela—. Gracias, muchacho. Vamos a hacer una cosa: le acompañaré. Puedo quedarme sólo un par de días, pero podría ayudarle a localizar la fortaleza. Es mucho más fácil con guía. Hace mucho tiempo que estuve allí, y me gustaría volver a verla.

Le di las gracias con toda sinceridad. La idea de internarme en el corazón de Rumania sin un intérprete me ponía nervioso, lo admito. Acordamos partir por la mañana, si mi chófer accedía a llevarnos a Târgoviste. Georgescu conoce un pueblo cerca de Arges donde podremos hospedarnos por unos pocos chelines. No es el más cercano a la fortaleza, pero del que está más próximo le echaron a patadas y no tiene ganas de volver. Nos despedimos con un afectuoso buenas noches, y ahora, amigo mío, debo apagar mi luz para dormir en vista de la siguiente aventura, de la que te mantendré informado.

Tuyo afectuosamente,

Bartholomew Rossi.

46

Querido amigo:

Mi chófer pudo traernos a Târgoviste hoy, después de lo cual regresó a Bucarest con su familia, y vamos a pasar la noche en una vieja posada. Georgescu es un excelente compañero de viaje. Durante el trayecto me distrajo con la historia de la región que atravesábamos. Sus conocimientos son muy extensos, y sus intereses abarcan la arquitectura y la botánica locales, de modo que pude aprender un montón de cosas durante el camino.

Târgoviste es una bonita ciudad, de carácter todavía medieval, y cuenta al menos con esta buena posada, donde el viajero puede lavarse la cara con agua transparente. Nos hallamos ahora en el corazón de Valaquia, en un país escarpado entre montañas y llanuras. Vlad Drácula gobernó Valaquia varias veces durante las décadas de 1450 y 1460. Târgoviste era su capital, y esta tarde fuimos a pasear por las ruinas de su palacio. Georgescu me indicó las diferentes cámaras y describió su uso probable. Drácula no nació aquí, sino en Transilvania, en una ciudad llamada Sighisoara. No tendré tiempo de verla, pero Georgescu ha estado aquí varias veces y me dijo que la casa en la que vivió el padre de Drácula, el lugar donde nació Vlad, todavía sigue en pie.

El más notable de los muchos monumentos notables que hemos visto hoy, mientras explorábamos las viejas calles y ruinas, fue la atalaya de Drácula o, mejor dicho, una hermosa restauración llevada a cabo en el siglo XIX. Georgescu, como buen arqueólogo, arruga su nariz rumanoescocesa ante estas restauraciones y explica que en este caso las almenas que rodean la parte superior no son correctas. Pero ¿qué se puede esperar cuando los historiadores empiezan a utilizar su imaginación?, me preguntó con sarcasmo. Tanto si la restauración es fiel como si no, lo que Georgescu me contó sobre la torre me provocó escalofríos. Vlad Drácula no sólo la utilizaba como puesto de observación en aquella era de frecuentes invasiones otomanas, sino como punto privilegiado desde el que contemplar los empalamientos que se llevaban a cabo en el patio de abajo. Cenamos en una pequeña taberna cerca del centro de la ciudad. Desde allí se veían las murallas exteriores del palacio en ruinas, y mientras comíamos pan y guisado, Georgescu me dijo que Târgoviste era el lugar más indicado desde el que iniciar el viaje a la fortaleza de Drácula erigida en la montaña.

—La segunda vez que ocupó el trono de Valaquia, en 1456 —explicó—, decidió construir un castillo sobre el Arges, al que poder escapar de las invasiones de las llanuras. Las montañas situadas entre Târgoviste y Transilvania, y las zonas más agrestes de Transilvania, siempre han sido para los habitantes de Valaquia un lugar donde poder escapar.

Partió un pedazo de pan y lo mojó en el guiso sonriente.

—Drácula sabía que ya existían en aquellas alturas un par de fortalezas en ruinas, que databan como mínimu del siglo once, dominando el río. Decidió reconstruir una de ellas, el antiguo castillo de Arges. Necesitaba mano de obra barata. ¿No se reducen estas cosas a contar con una buena ayuda? En consecuencia, con su acostumbrado buen corazón, invitó a todos sus boyardos, sus terratenientes, a una pequeña celebración de Pascua. Acudieron con sus mejores atavíos al gran patio de Târgoviste y él los recibió con grandes cantidades de comida y bebida. Después mató a los que consideraba más problemáticos y trasladó al resto, así como a sus esposas e hijos, a cincuenta kilómetros de distancia, a las montañas, para que reconstruyeran el castillo de Arges.

Georgescu buscó otro pedazo de pan por la mesa.

—Bien, es más complicado que todo eso, en realidad. La historia de Rumania siempre lo es. Mircea, el hermanu mayor de Drácula, había sido asesinado años antes en Târgoviste por sus enemigos políticos. Cuando Drácula llegó al poder, ordenó exhumar el ataúd de su hermanu y descubrió que el pobre hombre había sido enterrado vivo. Fue cuando envió su invitación de Pascua, y de esta manera consiguió vengar a su hermanu, así como mano de obra barata para construir su castillo en la montaña. Tenía hornos para cocer ladrillos cerca de la fortaleza, y los que sobrevivieron al viaje fueron obligados a trabajar día y noche, cargando ladrillos y construyendo muros y torres. Las viejas canciones de esta región dicen que las hermosas prendas de los boyardos se convirtieron en harapos antes de que terminaran. —Georgescu dejó su plato limpio como una patena—. He observado que Drácula era un individuo tan práctico como desagradable.

De modo que mañana, amigo mío, seguiremos el camino de aquellos desgraciados nobles, pero en carro, mientras que ellos subieron la montaña a pie.

Es extraordinario ver a los campesinos pasear con sus trajes tradicionales entre la indumentaria más moderna de la gente de ciudad. Los hombres llevan camisas blancas con chalecos oscuros y enormes zapatillas de piel anudadas hasta la rodilla con tiras de cuero, como pastores romanos resucitados. Las mujeres, casi todas morenas como los hombres, y con frecuencia muy guapas, visten pesadas faldas y blusas, con un chaleco ceñido sobre todo lo demás, y sus ropas están bordadas con trabajados dibujos. Parece gente vital, que ríe y grita mientras regatea en el mercado, el cual visité ayer por la mañana en cuanto llegué.

Imposible encontrar una forma de enviar esto, de modo que por ahora lo guardaré en mi bolsa.

Sinceramente tuyo,

Bartholomew

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