Authors: Elizabeth Kostova
Ésta fue la última carta de Rossi, probablemente la última que había escrito a su amigo. Sentado al lado de Helen en el autobús de vuelta a Budapest, doblé las páginas con cuidado y torné su mano un segundo.
—Helen —dije vacilante, porque creía que uno de los dos, al menos, debía decirlo en voz alta—. Eres descendiente de Vlad Drácula.
Me miró, y después desvió la vista hacia la ventanilla, y creí ver en su cara que ella tampoco sabía qué pensar al respecto, pero se le heló la sangre en las venas.
Cuando Helen y yo bajamos del autobús en Budapest, casi había anochecido, pero me di cuenta con sorpresa de que habíamos partido de aquella misma estación esa mañana.
Experimentaba la sensación de haber vivido un par de años desde aquel momento. Las cartas de Rossi descansaban a salvo en mi maletín, y su contenido llenaba mi cabeza de imágenes conmovedoras. También capté un reflejo de ellas en los ojos de Helen. Me rodeaba el brazo con una mano, como si las revelaciones del día hubieran debilitado su confianza en sí misma. Tenía ganas de rodearla con el brazo, abrazarla y besarla en plena calle, decirle que nunca la abandonaría y que Rossi nunca habría debido abandonar a su madre. Me contenté con apretar su mano contra mi costado, y dejé que nos guiara hasta el hotel.
En cuanto llegamos al vestíbulo, tuve de nuevo la sensación de que habíamos estado ausentes mucho tiempo. Era extraño que aquellos lugares desconocidos empezaran a resultar familiares al cabo de un par de días, pensé. Había una nota para Helen de su tía, que leyó con avidez.
—Me lo imaginaba. Quiere que cenemos con ella esta noche, aquí en el hotel. Supongo que es para despedirse de nosotros.
—¿Se lo dirás?
—¿Lo de las cartas? Es probable. Siempre se lo cuento todo a Eva, tarde o temprano. Me pregunté si le habría contado algo sobre mí que yo no supiera, pero reprimí la idea. Teníamos poco tiempo para lavarnos y vestirnos en nuestras habitaciones antes de cenar.
Me puse la más limpia de dos camisas sucias y me afeité en el lavabo, y cuando bajé, Eva ya había llegado, aunque Helen no. Eva se hallaba de pie ante la ventana del frente,dándome la espalda, con la cara vuelta hacia la calle y la luz desfalleciente del anochecer.
Vista de esta manera, no parecía tan vivaz y enérgica como de costumbre. Su espalda, cubierta por la chaqueta verde oscuro, estaba relajada, incluso un poco encorvada. Se volvió de repente, lo cual me ahorró decidir si debía llamarla o no, y vi preocupación en su cara antes de que exhibiera su maravillosa sonrisa. Corrió a estrechar mi mano, yo a besarla. No intercambiamos ni una palabra, pero habríamos podido pasar por dos amigos que se encontraban tras una separación de meses o años.
Helen apareció un momento después, para mi alivio, y nos trasladamos al comedor, con sus manteles blancos y su fea loza. Tía Eva pidió por todos, y yo me recliné en la silla, cansado, mientras ellas hablaban unos minutos. Al principio dio la impresión de que intercambiaban bromas afectuosas, pero la cara de Eva no tardó en nublarse, y vi que levantaba el tenedor y lo hacía girar con aire sombrío entre el índice y el pulgar. Después susurró algo a Helen, y ésta también frunció el ceño.
—¿Qué pasa? —pregunté por fin inquieto. Ya tenía bastante por hoy de secretos y misterios.
—Mi tía ha hecho un descubrimiento. —Helen bajó la voz, aunque era poco probable que los clientes del comedor supieran inglés—. Algo que puede ser desagradable para nosotros.
—¿Qué?
Eva asintió y volvió a hablar en voz muy baja. Helen frunció el ceño todavía más.
—Algo malo —dijo en un susurro—. Han interrogado a mi tía acerca de ti..., acerca de nosotros. Me ha dicho que esta tarde recibió la visita de un detective de la policía al que conoce desde hace mucho tiempo. Se disculpó y dijo que era pura rutina, pero la interrogó sobre tu presencia en Hungría, tus intereses y nuestra... nuestra relación. Mi tía es muy lista en estos asuntos, y cuando le interrogó a su vez, el hombre reveló que había sido, ¿cómo se dice?, designado para el caso por Géza József.
Su voz se convirtió en un murmullo casi inaudible.
—Géza. —La miré fijamente.
—Ya te dije que era un incordio. También intentó interrogarme en el congreso, pero no le hice caso. Al parecer, se enfadó más de lo que yo suponía. —Hizo una pausa—. Mi tía dice que es miembro de la policía secreta y puede ser muy peligroso para nosotros. A los de la policía secreta no les gustan las reformas liberales del Gobierno y quieren volver a los viejos métodos.
Algo en su tono me impulsó a hacerle una pregunta.
—¿Tú ya sabías esto? ¿Qué cargo tiene?
Asintió con aire culpable.
—Te lo contaré más tarde.
No estaba muy seguro de querer saberlo, pero la idea de ser perseguido por el apuesto gigante me desagradaba profundamente.
—¿Qué quiere?
—Al parecer, cree que estás metido en algo más que una investigación histórica. Cree que has venido en busca de otra cosa.
—Tiene razón —señalé en voz baja.
—Está decidido a descubrir qué es. Estoy segura de que sabe adónde hemos ido hoy. Espero que no interroguen también a mi madre. Mi tía desvió al detective de... de la pista lo mejor que pudo, pero ahora está preocupada.
—¿Tu tía sabe qué o, mejor dicho, a quién estoy buscando? Helen guardó silencio un momento, y cuando alzó los ojos, había algo similar a un ruego en ellos.
—Sí. Pensé que podría ayudarnos de alguna manera.
—¿Te ha dado algún consejo?
—Sólo ha dicho que lo mejor será que nos vayamos de Hungría mañana. Nos aconseja no hablar con desconocidos antes de irnos.
—Por supuesto —repliqué airado—. Puede que a Géza le apetezca estudiar la documentación de Drácula con nosotros en el aeropuerto.
—Por favor. —Su voz era apenas un susurro—. No bromees con esto, Paul. Puede ser muy grave. Si alguna vez quiero volver...
Me sumí en un silencio avergonzado. No había querido bromear, sólo era una expresión de mi exasperación. El camarero vino a traer los postres, pastas y cafés que tía Eva nos animó a devorar con preocupación materna, como si al engordarnos un poco más pudiera protegernos de los males del mundo. Mientras comíamos, Helen habló a su tía de las cartas de Rossi, y Eva asintió poco a poco, se volvió hacia mí y Helen tradujo con la vista clavada en el suelo.
—Mi querido joven —dijo Eva, y apretó mí mano como su hermana había hecho horas antes—, no sé si volveremos a vernos, aunque yo espero que sí. Entretanto, cuide de mi querida sobrina, o al menos deje que ella cuide de usted —dirigió a Helen una mirada de astucia, que ésta fingió no ver—, y procure que los dos vuelvan sanos y salvos a sus estudios. Helen me ha hablado de su misión, y es muy loable, pero si no la cumple pronto, ha de volver a casa con el convencimiento de que hizo lo que pudo. Después continúe su vida, amigo mío, porque es joven y la tiene toda por delante.
Se secó los labios con la servilleta y se levantó. Abrazó en silencio a Helen en la puerta del hotel y se inclinó hacia delante para besarme en cada mejilla. Estaba seria, y no brillaban lágrimas en sus ojos, pero vi en su rostro un dolor profundo. El coche elegante estaba esperando. Mi último vislumbre de ella fue su sobrio saludo desde la ventanilla trasera.
Durante unos segundos Helen pareció incapaz de hablar. Se volvió hacia mí, desvió la vista. Después se recuperó y me miró con determinación.
—Vamos, Paul. Ésta es nuestra última noche libre en Budapest. Mañana tendremos que ir corriendo al aeropuerto. Quiero dar un paseo.
—¿Un paseo? ¿Qué me dices de la policía secreta y de su interés por mí?
—Quieren saber lo que tú sabes, no apuñalarte en un callejón oscuro. Y no seas presumido —dijo sonriente—, también están interesados en mí. Nos quedaremos en lugares bien iluminados, en la calle principal, pero quiero que veas la ciudad una vez más.
Me apetecía el plan, sabiendo que tal vez era la última vez que vería Budapest, y salimos a la noche templada. Paseamos hacia el río, tomando siempre las principales arterias, tal como Helen había prometido. Nos detuvimos ante el gran puente, y después ella se internó por él y pasó la mano por la barandilla con aire pensativo. Nos paramos sobre el inmenso brazo de agua y miramos las dos partes de Budapest. De nuevo experimenté su majestuosidad y la explosión de la guerra, que casi la había destruido. Las luces de la ciudad brillaban por todas partes, temblaban en la superficie negra del agua. Helen estuvo un rato apoyada en la barandilla y después se volvió como a regañadientes para regresar hacia Pest. Se había quitado la chaqueta, y cuando se volvió vi una forma de bordes irregulares en la parte posterior de su blusa. Me acerqué y me di cuenta de que era una enorme araña. Había tejido una tela sobre su espalda. Vi con claridad los filamentos centelleantes. Recordé entonces que había visto telarañas a lo largo de la barandilla del puente, en el punto donde ella había pasado la mano.
—Helen —dije con suavidad—, no te pongas nerviosa. Tienes algo en la espalda.
—¿Qué?
Se quedó petrificada.
—Te la voy a quitar —dije con placidez—. Sólo es una araña.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo, pero permaneció inmóvil, obediente, cuando le quité el insecto. Admito que yo también me estremecí, porque era la araña más grande que había visto en mi vida, casi la mitad de mi mano. Chocó contra la barandilla con un ruido audible, y Helen chilló. Nunca la había oído expresar miedo, y ese grito me dio ganas de agarrarla y sacudirla, incluso de pegarle.
—No pasa nada —me apresuré a tranquilizarla, y la cogí del brazo. Sorprendido, vi que emitía uno o dos sollozos antes de calmarse. Me extrañó que una mujer capaz de disparar a un vampiro se impresionara tanto por una araña, pero el día había sido largo y tenso. Ella me sorprendió de nuevo cuando se volvió hacia el río y habló en voz baja.
—Prometí que te hablaría de Géza.
—No has de decirme nada.
Confiaba en no aparentar irritación.
—No quiero mentir con el silencio. —Caminó unos pasos, como para dejar atrás la araña por completo, aunque había desaparecido, lo más probable en el Danubio—. Cuando estudiaba en la universidad estuve enamorada de él un tiempo, y a cambio ayudó a mi tía a conseguirme la beca y un pasaporte para salir de Hungría.
Me encogí y la mire fijamente.
No fue así de grosero —dijo—. No dijo: «Si te acuestas conmigo, podrás ir a Inglaterra».
De hecho, es bastante sutil. Tampoco consiguió todo lo que quería de mí, pero cuando ya se me había pasado el enamoramiento, tenía el pasaporte en la mano. Ocurrió así, y cuando me di cuenta, ya tenía el billete para la libertad, para Occidente, y no deseaba cederlo. Pensé que valía la pena con tal de localizar a mi padre. Seguí la corriente a Géza hasta que pude escapar a Londres, y después le dejé una carta en que rompía con él. Al menos, quise ser sincera en eso. Debió enfadarse mucho, pero nunca me escribió.
—¿Cómo supiste que era de la policía secreta?
Helen rió.
—Era demasiado presumido para ocultarlo. Quería impresionarme. No le dije que me había dejado más asustada que impresionada, y más asqueada que asustada. Me habló de la gente que había enviado a la cárcel y de las torturas, e insinuó cosas peores. Es imposible no odiar a una persona semejante.
—No me gusta saber esto, puesto que Géza está interesado en mis movimientos —dije—, pero sí me alegro de saber lo que sientes por él.
—¿Qué te pensabas? —preguntó ella—. He intentado mantenerme lo más alejada de Géza desde el momento en que llegamos.
—Pero yo intuí sentimientos contradictorios en ti cuando le viste en el congreso —admití— . No pude evitar pensar que tal vez le habías amado, o que todavía le amabas...
—No. —Meneó la cabeza y contempló la corriente oscura—. No podría querer a un interrogador, un torturador, probablemente un asesino. Y si no lo rechacé por esto, en el pasado y mucho más ahora, hay otras cosas que me impulsarían a rechazarlo. —Se volvió en mi dirección, pero sin mirarme a la cara—. Hay cosas menores, pero aun así muy importantes. No es amable. No sabe cuándo ha de decir algo que consuele y cuándo hay que callar. La historia le importa un pimiento. No tiene ojos grises dulces ni cejas pobladas, ni se sube las mangas hasta los codos. —La miré fijamente, y ahora me miró con valentía decidida—. En suma, el mayor problema de él es que no es tú.
Su mirada era casi indescifrable, pero al cabo de un momento empezó a sonreír, como de mala gana, como si tuviera que combatir consigo misma, y era la sonrisa hermosa de todas las mujeres de su familia. La miré, todavía incrédulo, y después la tomé en mis brazos y la besé con pasión.
—¿Qué te creías? —murmuró en cuanto la solté un segundo—. ¿Qué te creías?
Nos quedamos allí largos minutos (habría podido ser una hora), y de repente retrocedió con un gemido y se llevó la mano al cuello.
—¿Qué pasa? —pregunté enseguida.
Vaciló un momento.
—Mi herida —dijo poco a poco—. Se ha curado, pero a veces me da un pinchazo. Justo ahora estaba pensando... que tal vez no debería haberte tocado.
Intercambiamos una mirada.
—Déjame verla —dije—. Helen, déjame verla.
Se desanudó en silencio el pañuelo y alzó la barbilla a la luz de la farola. En la piel de su fuerte garganta vi dos marcas de color púrpura, casi cerradas del todo. Mis temores se aplacaron un poco. Estaba claro que no la habían vuelto a morder desde el primer ataque.
Me incliné y apoyé los labios sobre aquel punto.
—¡No, Paul! —gritó, y retrocedió.
—Me da igual —dije—. Yo la curaré. —Escudriñé su rostro—. ¿O te he hecho daño?
—No, ha sido balsámico —admitió, pero apoyó la mano sobre las heridas, casi de manera protectora, y al cabo de un momento volvió a anudarse el pañuelo. Yo sabía que, aunque la contaminación hubiera sido leve, debía vigilar a Helen con más cautela que nunca. Busqué en mi bolsillo—. Tendríamos que haber hecho esto hace mucho tiempo. Quiero que lo lleves encima.
Era uno de los pequeños crucifijos que habíamos traído de la iglesia de Santa María. Lo ceñí alrededor de su cuello, para que colgara con discreción por debajo del pañuelo. Dio la impresión de que exhalaba un suspiro de alivio, y lo tocó con el dedo.
—No soy creyente, y no me parecía demasiado académico...
—Lo sé, pero ¿te acuerdas de aquel día en la iglesia de Santa María?