La Historiadora (28 page)

Read La Historiadora Online

Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
3.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bienvenidos a Estambul —dijo con una sonrisa muy agradable, al tiempo que alzaba su copa de cristal hacia nosotros. Le di las gracias y sonrió—. Perdonen que un desconocido les aborde así, pero ¿qué les ha gustado más de lo que han visto?

—Bien, sería difícil elegir. —Me gustaba su cara. Era imposible no contestar con sinceridad—. Estoy muy asombrado por la forma en que Oriente y Occidente se funden en una sola ciudad.

—Una sabia observación, amigo mío —dijo con afabilidad, al tiempo que se secaba el bigote con una gran servilleta blanca—. Esa mezcla es nuestro tesoro y nuestra maldición.

Tengo colegas que se han pasado la vida estudiando Estambul y dicen que nunca tendrán tiempo de explorarla toda, aunque siempre viven aquí. Es un lugar asombroso.

—¿Cuál es su profesión? —pregunté con curiosidad, aunque a juzgar por el silencio de Helen, supuse que me daría un pisotón en cualquier momento.

—Soy profesor de la Universidad de Estambul —contestó en el mismo tono digno.

—¡Oh, qué suerte! —exclamé—. Estamos... —Entonces Helen me aplastó el pie. Calzaba zapatos de tacón alto, como todas las mujeres de su tiempo, y el tacón era bastante afilado—. Estamos encantados de conocerle —terminé—. ¿De qué da clases?

—Mi especialidad es Shakespeare —dijo nuestro nuevo amigo, mientras se servía con prudencia de su ensalada—. Enseño literatura inglesa a nuestros estudiantes de postgrado más avanzados. Son estudiantes valientes, debo admitirlo.

—Es maravilloso —logré articular—. Yo también soy estudiante de postgrado, pero de historia, en Estados Unidos.

—Una rama estupenda —dijo con seriedad el hombre—. Encontrará muchas cosas interesantes en Estambul. ¿Cómo se llama su universidad?

Se lo dije, mientras Helen consumía con semblante grave su cena.

—Una universidad excelente. He oído hablar de ella —observó el profesor. Bebió de su copa y tamborileó con los dedos sobre su libro—. ¡Caramba! —exclamó por fin—. ¿Por qué no viene a ver nuestra universidad, aprovechando su estancia en Estambul? También es una institución venerable, y me encantaría servirles de guía a usted y a su encantadora esposa.

Capté un leve resoplido de Helen y me apresuré a disimularlo.

—Mi hermana... Mi hermana.

—Oh, perdón. —El especialista en Shakespeare inclinó la cabeza en dirección a Helen—. Soy el doctor Turgut Bora, a su servicio.

Nos presentamos, o más bien me presenté yo, porque Helen seguía empecinada en un obstinado silencio. Me di cuenta de que no aprobaba que utilizara mi verdadero apellido, de modo que me apresuré a decir que el suyo era Smith, una torpeza que la enfurruñó todavía más. Todos nos estrechamos la mano, y ya no tuvimos más remedio que invitarle a compartir nuestra mesa.

El hombre protestó cortésmente, pero sólo un momento, y después se sentó con nosotros, acompañado de su ensalada y su copa, que alzó de inmediato.

—Brindo por ustedes y les doy la bienvenida a nuestra hermosa ciudad —entonó—. ¡Salud!

—Incluso Helen sonrió un poco, pero siguió sin decir nada—. Tendrá que perdonar mi falta de discreción —le dijo Turgut en tono de disculpa, como si intuyera su cautela—. Es muy poco frecuente que tenga la oportunidad de practicar mi inglés con hablantes nativos.

Aún no se había dado cuenta de que ella no era una hablante nativa, aunque tal vez no se diera cuenta nunca, pensé, porque Helen todavía no había pronunciado ni una palabra. —¿Cómo llegó a especializarse en Shakespeare? —le pregunté cuando reanudamos la cena.

—¡Ah! —dijo Turgut en voz baja—. Es una extraña historia. Mi madre era una mujer muy poco corriente, una mujer brillante, una gran amante de los idiomas, así como una ingeniera diminuta. —¿`Distinguida'?, me pregunté—. Estudió en la Universidad de Roma, donde conoció a mi padre. Él, hombre atractivo, era un estudioso del Renacimiento italiano, con una concupiscencia especial por...

En este momento tan interesante, nos interrumpió la aparición de una joven que se asomó a la ventana desde la calle. Aunque nunca había visto ninguna, salvo en fotos, la tomé por una gitana. Era de piel morena y facciones afiladas, vestida con colores chillones, el pelo negro cortado de cualquier manera alrededor de unos ojos oscuros y penetrantes. Podría tener quince o cuarenta años. Era imposible calcular su edad en la cara delgada. Iba cargada con ramos de flores rojas y amarillas, que al parecer nos quería vender. Tiró algunos sobre la mesa y se puso a cantar algo estridente que no entendí. Helen parecía asqueada y Turgut irritado, pero la mujer era insistente. Había empezado a sacar mi cartera con la idea de obsequiar a Helen (en broma, claro) con un ramo turco, cuando la gitana se volvió de repente hacia ella, la señaló con el dedo y lanzó frases airadas. Turgut se sobresaltó, y Helen, por lo general intrépida, se encogió.

Esto pareció resucitar a Turgut. Se había levantado a medias, y con expresión indignada apostrofó a la gitana. No fue difícil comprender su tono y gestos, los cuales la invitaban sin la menor ambigüedad a largarse. Nos fulminó con la mirada a todos y desapareció de repente tal como se había materializado, entre los demás peatones. Turgut volvió a sentarse, miró a Helen sumamente sorprendido, y al cabo de un momento buscó en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un pequeño objeto, que dejó al lado de su plato. Era una piedra azul plana de unos tres centímetros de largo, rodeada de blanco y de un azul más pálido, como el burdo esbozo de un ojo. Helen palideció cuando la vio, y extendió la mano instintivamente para tocarla con el dedo.

—¿Qué demonios está pasando aquí?

No pude reprimir el desasosiego de considerarme excluido.

—¿Qué ha dicho? —Helen habló a Turgut por primera vez—. ¿Estaba hablando en turco o en el idioma de los gitanos? No la entendí.

Nuestro nuevo amigo vaciló, como si no quisiera repetir las palabras de la mujer.

—En turco —murmuró—. Casi no me atrevo a repetírselo. Dijo algo muy grosero. Y extraño. —Estaba mirando a Helen con interés, pero también con algo similar a un destello de miedo, pensé, en sus ojos cordiales—. Utilizó una palabra que no traduciré —explicó poco a poco—. Y después dijo: «Fuera de aquí, hija de lobos rumana. Tú y tu amigo traeréis la maldición del vampiro a nuestra ciudad».

Helen tenía los labios exangües, y reprimí el impulso de coger su mano.

—Una coincidencia —le dije en tono tranquilizador, a lo cual ella reaccionó con una mirada iracunda. Yo estaba hablando demasiado delante del profesor.

Turgut nos miró.

—Esto es muy extraño, amables compañeros —dijo—. Creo que hemos de abundar en el terna sin más dilación.

Casi me había dormido en el asiento del tren, pese al enorme interés de la historia de mi padre. Leer todo esto por primera vez durante la noche anterior me había mantenido despierta hasta tarde, y estaba cansada. Una sensación de irrealidad se apoderó de mí en el soleado compartimiento, y me volví para mirar por la ventanilla las granjas holandesas que iban desfilando. Cuando nos acercábamos y partíamos de cada ciudad, el tren pasaba ante numerosos huertos, verdes bajo el cielo encapotado, los jardines traseros de miles de personas dedicadas a sus asuntos, la parte posterior de sus casas vuelta hacia la vía. Los campos eran de un verde maravilloso, un verde que, en Holanda, empieza a principios de primavera y dura casi hasta que la nieve vuelve a caer, alimentado por la humedad del aire y la tierra, y por el agua que centellea en todas las direcciones a las que mires. Ya habíamos dejado atrás una dilatada región de canales y puentes, y nos encontrábamos entre vacas congregadas en pastos delineados con extrema pulcritud. Una pareja de ancianos de porte digno pedaleaba en una carretera paralela a la vía, engullida al instante siguiente por más pastos. Pronto llegaríamos a Bélgica, y yo sabía por mi experiencia que bastaba una breve siesta para perdértela por completo en este viaje.

Sujetaba con fuerza las cartas en mi regazo, pero mis párpados estaban empezando a rendirse. La mujer de rostro apacible sentada delante de mí ya estaba dormitando, con la revista en la mano. Mis ojos se habían cerrado apenas un segundo, cuando la puerta de nuestro compartimiento se abrió. Se oyó una voz exasperada, y una figura larguirucha se interpuso entre mí y mi ensueño.

—¡Bien, qué descarada eres! Ya me lo imaginaba. Te he buscado en todos los vagones.

Era Barley, que se estaba secando la frente y me miraba con el ceño fruncido.

26

Barley estaba muy enfadado. No podía culparle, pero aquel giro de los acontecimientos era muy inconveniente para mí, y yo también estaba un poco furiosa. Todavía me irritaba más que a mi primera punzada de irritación le siguiera una secreta sensación de alivio. Antes de verle, no me había dado cuenta de lo sola que me sentía en aquel tren, camino de lo desconocido, camino tal vez de la soledad aún mayor de ser incapaz de encontrar a mi padre, o incluso camino de la soledad galáctica de perderle para siempre. Barley era un extraño para mí tan sólo unos días antes, y ahora su rostro era la familiaridad personificada.

En ese momento, sin embargo, aún me miraba con el ceño fruncido.

—¿Adónde demonios crees que vas? Menuda persecución. ¿Me puedes decir qué estás tramando?

Soslayé la pregunta de momento.

—No quería preocuparte, Barley. Pensé que te habías ido en el trasbordador y no te enterarías.

—Sí, esperabas que me presentara ante Master James, que le dijera que estabas sana y salva en Amsterdam, y que luego él se enterara de que habías desaparecido. Estoy seguro de que eso le habría hecho mucha gracia. —Se dejó caer a mi lado, cruzó los brazos y las piernas larguiruchas. Llevaba su pequeña maleta, y la parte delantera de su pelo color paja estaba erizada—. ¿Qué te ha dado?

—¿Por qué me estabas espiando? —contraataqué.

—Retrasaron el trasbordador de la mañana para efectuar unas reparaciones. —Dio la impresión de que no podía contener una sonrisa—. Tenia un hambre de lobo, de modo que retrocedí unas cuantas calles para tomar unos bollos y té, y entonces me pareció verte pasar en dirección contraria, calle arriba, pero no estaba seguro. Pensé que eran imaginaciones mías, de modo que me quedé a desayunar.

Después, me entraron remordimientos de conciencia, porque si eras tú, me iba a meter en un buen lío. Así que corrí en aquella dirección y vi la estación, y después subiste al tren y pensé que me iba a dar un ataque. —Me fulminó con la mirada de nuevo—. Tuve que correr a comprar un billete, casi me quedo sin dinero, y encima me vi obligado a perseguirte por todo el tren. Hemos recorrido tantos kilómetros que no podemos bajar ahora mismo. —Sus estrechos ojos brillantes se desviaron hacia la ventanilla, y después hacia la pila de cartas que descansaban sobre mi regazo—. ¿Te importaría explicarme por qué estás en el expreso de París y no en el colegio?

¿Qué podía hacer?

—Lo siento, Barley —contesté con humildad—. No quería implicarte en esto por nada del mundo. De veras pensaba que hacía rato que te habías ido y podías presentarte ante Master James con la conciencia tranquila. No quería causarte problemas.

—¿De veras? —Estaba esperando más explicaciones—. ¿Sólo querías darte una vueltecita por París en lugar de ir a clase de historia?

—Bien —empecé, intentando ganar tiempo—, mi padre me envió un telegrama diciendo que estaba bien y que me reuniera con él en París para pasar unos días.

Barley guardó silencio un momento.

—Lo siento, pero eso no lo explica todo. Si hubieras recibido un telegrama, habría sido anoche, y yo me habría enterado. Además, nadie habló de que tu padre no estuviera bien.

Creía que estaba ausente por motivos de trabajo. ¿Qué estás leyendo?

—Es una larga historia —dije poco a poco—, y ya sé que me consideras rara...

—Muy rara —me corrigió Barley—, pero será mejor que me digas en qué andas metida.

Tendrás tiempo antes de que bajemos en Bruselas y cojamos el siguiente tren de vuelta a Amsterdam.

—¡No! —No había sido mi intención gritar así. La señora de delante se removió en su tranquilo sueño y yo bajé la voz—. He de ir a París. Estoy bien. Si quieres, puedes bajarte allí, y luego volver a Londres por la noche.

—Bajar allí, ¿eh? ¿Significa eso que tú no bajarás allí? ¿Hasta dónde continúa este tren?

—No continúa, acaba en París...

Se había cruzado de brazos y estaba esperando otra vez. Era peor que mi padre. Tal vez peor que el profesor Rossi. Tuve una breve visión de Barley ante los alumnos de un aula, los brazos cruzados, mientras sus ojos escudriñaban a los desventurados estudiantes, con voz aguda: «¿Qué impulsa a Milton a llegar a su terrible conclusión sobre la caída de Satanás? ¿O es que nadie lo ha leído todavía?»

Tragué saliva.

—Es una larga historia —repetí aún con más humildad. —Tenemos tiempo —dijo Barley.

Helen, Turgut y yo intercambiamos miradas, sentados a la mesa de nuestro pequeño restaurante, y yo percibí que una señal de camaradería pasaba entre nosotros. Quizá para retrasar el momento, Helen levantó la piedra azul que Turgut había dejado al lado de su plato y me la entregó.

—Es un símbolo antiguo —explicó—. Un talismán contra el mal de ojo.

Yo la acepté, palpé su superficie suave, caliente por haber estado en la mano de Helen, y la dejé sobre la mesa de nuevo.

Turgut no había perdido el hilo de la conversación.

—¿Es usted rumana, señora? —Helen guardó silencio—. Si eso es cierto, hemos de proceder con cautela. —Bajó la voz un poco—. La policía podría interesarse por usted.

Nuestro país no mantiene lazos amistosos con Rumania.

—Lo sé —repuso ella con frialdad.

—Pero ¿cómo lo supo la gitana? —Turgut frunció el ceño—. Usted no habló con ella.

—No lo sé.

Helen se encogió de hombros.

Turgut meneó la cabeza.

—Algunas personas dicen que los gitanos poseen el talento de la clarividencia. Yo nunca lo he creído, pero... —Calló y se secó el bigote con la servilleta—. Es raro que hablara de vampiros.

—Sí —dijo Helen—. Debía estar loca. Todas las gitanas están locas.

—Quizá, quizá. —Turgut guardó silencio—. Sin embargo, me resultó muy extraña su forma de hablar, porque es mi otra especialidad.

—¿Los gitanos? —pregunté.

—No, buen señor, los vampiros. —Helen y yo le miramos, con cuidado de no cruzar nuestras miradas—. Me gano la vida enseñando Shakespeare, pero la leyenda de los vampiros es mi afición excéntrica. En Turquía hay una tradición de vampiros muy arraigada.

Other books

Gorgeous as Sin by Susan Johnson
When in Doubt, Add Butter by Beth Harbison
Slaughter's way by Edson, John Thomas
Joseph J. Ellis by Founding Brothers: The Revolutionary Generation
Where Beauty Lies (Sophia and Ava London) by Fowler, Elle, Fowler, Blair
The Discovery of Genesis by C. H. Kang, Ethel R. Nelson
Paula & Her Professor by Charles Graham
Los hijos de Húrin by J.R.R. Tolkien
City of Ice by John Farrow