Authors: Elizabeth Kostova
Helen se acercó un poco más a nosotros. Su expresión era feroz, pero estaba muy pálida, y observé que con la mano libre se cubría el cuello.
—¡Helen!
Debí de lanzar una exclamación en voz alta, pero ella me acalló con un ademán y fulminó con la mirada al bibliotecario.
—¿Dónde está Rossi? ¿Qué habías esperado durante años? —El hombre se encogió—. Voy a apoyarte esto en la cara —dijo, y bajó el crucifijo.
—¡No! —chilló el bibliotecario—. Se lo diré. Rossi no quería ir. Yo sí. No fue justo. ¡Se llevó a Rossi en lugar de a mí! Se lo llevó por la fuerza. Yo habría ido por mi propia voluntad para servirle, para ayudarle, para catalogar...
De pronto, cerró la boca.
—¿Qué? —Le di un leve golpe contra el suelo para advertirle—. ¿Quién se llevó a Rossi?
¿Le oculta en algún sitio?
Helen sostuvo el crucifijo delante de su nariz, y el hombre se puso a sollozar de nuevo.
—Mi amo —lloriqueó. Helen, a mi lado, respiró hondo y se meció hacia atrás, como si las palabras la hubieran obligado a retroceder.
—¿Quién es tu amo? —Hundí la rodilla en su pierna—. ¿Adónde llevó a Rossi?
Los ojos de la comadreja echaban chispas. Era una visión terrible: la contorsión, las facciones humanas normales convertidas en un horrible jeroglífico.
—¡Donde tendría que haberme llevado a mí! ¡A la tumba!
Tal vez había aflojado mi presa, o quizá su confesión le dotó de nuevas fuerzas, como aterrorizado de ella, comprendí más tarde. En cualquier caso, consiguió liberar de pronto una mano, giró en redondo como un escorpión y dobló hacia atrás la muñeca de la mano con la que lo sujetaba por los hombros. El dolor fue insoportable y retiré la mano, enfurecido. Desapareció antes de que yo pudiera comprender lo sucedido, y le perseguí escaleras abajo, dejando atrás el seminario de estudiantes y los reinos silenciosos de conocimiento. Pero me estorbaba el maletín, que aún asía en la mano. Incluso en el primer momento de la persecución, comprendí, no había querido soltarlo. O arrojarlo a Helen. Ella le había hablado del mapa. Era una traidora. Y él la había mordido, aunque sólo por un instante. ¿Estaría contaminada?
Por primera y última vez atravesé corriendo la nave silenciosa de la biblioteca en lugar de hacerlo andando, viendo tan sólo a medias los rostros atónitos que se volvían hacia mí. Ni rastro del bibliotecario. Podía haberse escondido en cualquier zona apartada, comprendí cualquier mazmorra de catalogación o en el armario de los artículos de limpieza. Abrí la pesada puerta principal, una abertura practicada en las grandes puertas dobles de estilo gótico, que nunca estaban abiertas del todo. Entonces paré en seco. El sol de la tarde me cegó como si yo también hubiera estado viviendo en un mundo subterráneo, una cueva infestada de murciélagos y roedores. En la calle, delante de la biblioteca, se habían detenido varios coches. De hecho, el tráfico estaba parado, y una muchacha con uniforme de camarera estaba llorando en la acera y señalaba algo. Alguien estaba gritando, y había un par de hombres arrodillados junto a una de las ruedas delanteras de uno de los coches parados. Las piernas del bibliotecario sobresalían por debajo del coche, torcidas en un ángulo imposible. Tenía un brazo alzado por encima de su cabeza. Estaba tumbado cabeza abajo sobre el pavimento, en un pequeño charco de sangre, dormido para siempre.
Mi padre se resistía a llevarme a Oxford. Estaría allí seis días, dijo, mucho tiempo para saltarme el colegio de nuevo. Me sorprendió que aceptara dejarme en casa. No lo había hecho desde que había descubierto el libro del dragón. ¿Pensaba dejarme con precauciones especiales? Indiqué que nuestro periplo por la costa yugoslava había durado casi dos semanas, sin la menor señal de detrimento en la calidad de mis deberes. Dijo que la educación siempre era lo primero. Señalé que él siempre había defendido que viajar era la mejor forma de educación posible, y que mayo era el mes más agradable para viajar. Le mostré mis últimas notas, llenas de sobresalientes, y un examen de historia en que mi profesor, bastante ampuloso, había escrito: «Demuestras una perspicacia extraordinaria en la naturaleza de la investigación histórica, especialmente en alguien de tu edad», un comentario que me había aprendido de memoria y repetía a menudo antes de dormir como si fuera un mantra.
Mi padre vaciló visiblemente, y dejó el tenedor y el cuchillo sobre la mesa de una forma que significaba una pausa en la cena, que tomábamos en el viejo comedor holandés, no el final del primer plato. Dijo que su trabajo le impediría esta vez enseñarme la ciudad como se merecía, y que no quería estropear mis primeras impresiones de Oxford teniéndome encerrada en algún sitio. Dije que prefería estar encerrada en Oxford que en casa con la señora Clay. En ese momento bajamos la voz, aunque era la noche libre de la mujer.
Además, yo ya era lo bastante mayor, dije, para ir a pasear sola. Él dijo que no sabía si era una buena idea que yo fuera, puesto que aquellas conversaciones prometían ser bastante...tensas. Quizá no fuera muy... Pero no pudo continuar y supe por qué. Al igual que yo no podía esgrimir mi verdadera razón de querer ir a Oxford, él no podía utilizar la suya para impedirlo. No podía decirle en voz alta que no podía soportar dejarle, con sus ojeras y los hombros y la cabeza encorvados por el agotamiento, lejos de mi vista. Y él no podía replicar en voz alta que tal vez no estaría a salvo en Oxford, y que por lo tanto yo no estaría a salvo en su compañía. Guardó silencio uno o dos minutos, y después me preguntó con mucha gentileza qué había de postre, y yo traje el temible budín de arroz con pasas de Corinto que la señora Clay siempre dejaba a modo de compensación por ir al cine en el British Center sin nosotros.
Yo había imaginado Oxford silencioso y verde, una especie de catedral al aire libre donde rectores vestidos a la usanza medieval paseaban por los terrenos, cada uno con un solo estudiante a su lado, hablando de historia, literatura, teología abstrusa. La realidad era mucho más animada: motos ruidosas, coches pequeños que corrían de un lado a otro, y que no atropellaban a los estudiantes de milagro cuando cruzaban las calles, una multitud de turistas que fotografiaban una cruz en la acera, donde hacía cuatrocientos años habían quemado en la hoguera a dos obispos, antes de que existieran aceras. Tanto los rectores como los estudiantes iban vestidos a la moda, sobre todo con jerseys de lana, pantalones de franela oscura los rectores, y tejanos los alumnos. Pensé con pesar que, en los tiempos de Rossi, unos cuarenta años antes de que bajáramos del autobús en Broad Street, en Oxford debía vestirse con más dignidad.
Entonces vi por primera vez un colegio mayor, que se alzaba sobre su recinto amurallado bajo la luz de la mañana, y cerca de éste la forma perfecta de la Cámara Radcliffe, que tomé al principio por un observatorio pequeño. Al otro lado se elevaban las agujas de una gran iglesia color pardo amarillento, y a lo largo de la calle corría una pared, tan vieja que hasta los líquenes parecían antiguos. Fui incapaz de imaginar qué habrían pensado de nosotros quienes nos hubieran visto en aquellas calles cuando la pared era joven, yo con mi vestido rojo corto, las medias blancas de punto y la bolsa de los libros, mi padre con la chaqueta azul marino y los pantalones grises, el jersey negro de cuello de cisne y el sombrero de tweed, cada uno cargado con una maleta pequeña.
—Ya hemos llegado —anunció mi padre, y con gran placer mío nos paramos ante una puerta practicada en la pared cubierta de líquenes. Estaba cerrada con llave, y esperamos hasta que un estudiante la abrió.
En Oxford, mi padre debía hablar en un congreso sobre las relaciones políticas entre Estados Unidos y la Europa del Este, ahora en pleno deshielo. Como la universidad iba a ser la sede del congreso, estábamos invitados a hospedarnos en casa del director de un colegio. Los directores, explicó mi padre, eran dictadores benévolos que cuidaban de los estudiantes que vivían en cada colegio. Cuando atravesamos la entrada, baja y oscura, y salimos al sol cegador del patio del colegio, caí en la cuenta por primera vez de que en poco tiempo yo también iría a la universidad, de modo que crucé los dedos sobre el asa de la bolsa de los libros y recé en voz baja para encontrar un paraíso como ése.
Estábamos rodeados de losas desgastadas, interrumpidas de vez en cuando por umbrosos árboles, viejos, serios y melancólicos, con algún banco debajo. A los pies del edificio principal del colegio había un rectángulo de hierba perfecta y un estrecho estanque de agua.
Era uno de los más antiguos de Oxford, fundado por Eduardo III en el siglo XIII, con nuevos añadidos de arquitectos isabelinos. Hasta la parcela de hierba inmaculada parecía venerable. Nunca vi a nadie que la pisara.
Rodeamos el agua y la hierba y nos encaminamos a la oficina del portero, que encontramos nada más entrar, y desde allí a una serie de aposentos contiguos a la casa del director.
Dichos aposentos debían pertenecer al proyecto original del colegio, aunque era difícil decir para qué habían sido utilizados. Eran de techo bajo, chapados en madera oscura y con diminutas ventanas emplomadas. La habitación de ttu padre tenía colgaduras azules. La mía, para mi infinita satisfacción, una alta cama con dosel de calicó estampado.
Deshicimos un poco el equipaje, nos lavamos las caras de viajeros en una jofaina de color amarillo pálido, en el cuarto de baño que compartíamos, y fuimos a conocer a Master James, quien nos estaba esperando en su despacho, situado al otro lado del edificio. Resultó ser un hombre cordial y afable, de pelo cano y una cicatriz abultada en un pómulo. Me gustó su apretón de manos cálido y la expresión de sus grandes ojos color avellana, algo protuberantes. No pareció resultarle extraño que acompañara a mi padre al congreso, y hasta llegó a sugerir que visitara el colegio en compañía de su asistente aquella tarde. Su asistente, explicó, era un estudiante muy cortés y bien informado, todo un caballero. Mi padre dijo que era una idea excelente. Iba a estar muy ocupado con sus reuniones, y sería estupendo que yo pudiera ver todos los tesoros del lugar durante mi estancia.
Aparecí impaciente a las tres de la tarde, con mi nueva boina en una mano y la libreta en la otra, pues mi padre había sugerido que tomara notas de la visita para algún futuro trabajo del colegio. Mi guía era un estudiante larguirucho de pelo rubio a quien Master James presentó como Stephen Barley. Me gustaron las manos finas, surcadas por venas azules, de Stephen, así como el grueso jersey de pescador. Atravesar el patio a su lado me dio la sensación de ser aceptada temporalmente en aquella comunidad elitista. También me proporcionó mi primer y leve temblor de pertenencia sexual, la sensación escurridiza de que si deslizaba la mano en la de él mientras paseábamos se abriría una puerta en la larga pared de la realidad que yo conocía y nunca más volvería a cerrarse. Ya he explicado que había llevado una vida muy protegida, tan protegida, comprendo ahora, que a los diecisiete años aún no me había dado cuenta de lo estrechos que eran sus confines. El temblor de rebeldía que experimenté caminando al lado de un apuesto estudiante universitario se abalanzó sobre mí como un son musical procedente de una cultura extraña. No obstante, agarré mi libreta y mi infancia con más fuerza y le pregunté por qué el patio era sobre todo de piedra en lugar de hierba.
Me sonrió.
—La verdad, no lo sé. Nadie me lo había preguntado nunca.
Me condujo al comedor, un granero de techo alto y vigas, de estilo Tudor, lleno de mesas de madera, y me enseñó el lugar donde un joven conde de Rochester había grabado algo obsceno en un banco mientras cenaba. La sala estaba rodeada de ventanas emplomadas, cada una adornada en el centro con una escena antigua de buenas obras: Thomas Becket arrodillado ante un lecho de muerte, un sacerdote con hábito largo sirviendo sopa a una fila de pobres, un médico medieval vendando la pierna de alguien. Sobre el banco de Rochester había una escena que me intrigó: un hombre con una cruz alrededor del cuello y un palo en la mano, inclinado sobre lo que parecía un montón de trapos negros.
—Ah, eso es una verdadera curiosidad —me dijo Stephen Barley—. Estamos muy orgullosos de él. Este hombre es un catedrático de los primeros tiempos del colegio, y está atravesando con una estaca el corazón de un vampiro.
Le miré sin habla durante un momento.
—¿Había vampiros en Oxford en aquellos tiempos? —pregunté por fin.
—No sé nada de eso —admitió mi acompañante, sonriente—, pero existe la tradición de que los primeros estudiosos del colegio ayudaron a proteger al campesinado de los vampiros. De hecho, recogieron una gran cantidad de leyendas sobre los vampiros, un material muy pintoresco que aún podrás ver en la Cámara Radcliffe, al otro lado de la calle.
La leyenda afirma que ni siquiera los primeros rectores tenían libros de ocultismo guardados en el colegio, de modo que los fueron colocando en diversos sitios, hasta que terminaron en la Cámara Radcliffe.
De pronto me acordé de Rossi y me pregunté si habría visto algo de esa vieja colección.
—¿Hay alguna manera de averiguar los nombres de estudiantes del pasado, de hará unos cincuenta años, de este colegio? ¿Estudiantes de posgrado?
—Por supuesto. —Mi acompañante me miró con curiosidad—. Puedo preguntarle al director, si quieres.
—Oh, no. —Sentí que me ruborizaba, la maldición de mi juventud—. No es nada importante. Pero... ¿podría ver la colección sobre los vampiros?
—Te gustan las historias de terror, ¿eh? —Parecía divertido—. No hay gran cosa que ver, algunos infolios antiguos y un montón de libros encuadernados en piel. Como quieras.
Ahora iremos a ver la biblioteca del colegio, no te la puedes perder, y luego te acompañaré a la Cámara.
La biblioteca era, por supuesto, una de las joyas de la universidad. Desde aquel día inocente he visto casi todos esos colegios y conocido algunos de ellos íntimamente, paseado por sus bibliotecas, capillas y refectorios, dado conferencias en sus salas de seminarios y tomado té en sus salones sociales. Puedo decir que no hay nada comparable a aquella primera biblioteca universitaria que vi, salvo quizá la capilla del Colegio de la Magdalena, con su divina ornamentación. En primer lugar entramos en una sala de lectura rodeada de vidrieras, similar a un terrario alto, en la cual los estudiantes, raras plantas cautivas, estaban sentados a mesas cuya antigüedad era casi tan grande como la del propio colegio. Lámparas extrañas colgaban del techo, y enormes esferas de la era de Enrique VIII se alzaban sobre pedestales en las esquinas. Stephen Barley señaló los numerosos volúmenes de la edición original del Oxford English Dictionary que llenaban los estantes de una pared. Otros estaban ocupados por atlas de muchos siglos de antigüedad, otros por antiguos libros nobiliarios y obras sobre historia de Inglaterra, otros por libros de texto en latín y griego de todas las épocas de la existencia del colegio. En el centro de la sala se alzaba una gigantesca enciclopedia sobre un estrado barroco tallado, y cerca de la entrada de la siguiente sala descansaba una vitrina en la que podía verse un libro antiguo de aspecto severo. Stephen me dijo que era una Biblia de Gutenberg. Sobre nosotros, una claraboya redonda, como el oculus de una iglesia bizantina, dejaba entrar largos chorros de luz solar.