La Historiadora (25 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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Durante nuestros viajes, solía dar un leve golpecito en mi puerta cuando ya se había levantado, una invitación a darme prisa para reunirme con él y dar un paseo antes de desayunar.

Esa mañana el silencio me abrumaba, por ningún motivo en concreto, de modo que bajé de mi gran cama, me vestí y colgué una toalla de mi hombro. Me lavaría en la palangana del cuarto de baño e intentaría escuchar la respiración nocturna de mi padre. Llamé con suavidad a la puerta del cuarto de baño para asegurarme de que no estaba dentro. El silencio se hizo aún más intenso cuando me sequé la cara delante del espejo. Apliqué el oído a la puerta. Dormía sin emitir el menor sonido. Sabía que sería cruel interrumpir su bien merecido reposo, pero el pánico había empezado a trepar por mis piernas y brazos.

Llamé con suavidad. No se oyó nada dentro. Durante años habíamos respetado nuestra intimidad, pero ahora, con la luz grisácea del amanecer que entraba por la ventana del cuarto de baño, giré el pomo de la puerta.

Los pesados cortinajes del cuarto de mi padre seguían corridos, de manera que tardé unos segundos en vislumbrar el tenue perfil de muebles y cuadros. El silencio me erizó el vello de la nuca. Avancé un paso hacia la cama, le hablé, pero la cama estaba impecable en la habitación oscura. La habitación estaba vacía. Expulsé el aire contenido en mis pulmones.

Él se había ido, había salido a pasear solo, tal vez necesitaba soledad y tiempo para reflexionar. No obstante, algo me impulsó a encender la luz de la mesita de noche, mirar a mi alrededor con más detenimiento. Dentro del círculo de luminosidad había una nota dirigida a mí, y sobre la nota descansaban dos objetos que me sorprendieron: un pequeño crucifijo de plata colgado de una robusta cadena y una cabeza de ajos. La hiriente realidad de esos objetos consiguió revolver mi estómago, incluso antes de leer las palabras de padre.

Querida hija:

Siento sorprenderte así, pero he sido requerido para un nuevo asunto y no quería molestarte durante la noche. Estaré ausente unos días, espero. He acordado con Master James que vuelvas a casa en compañía de nuestro joven amigo Stephen Barley. Le han excusado de sus clases durante dos días, y te acompañará a Amsterdam esta noche. Yo quería que la señora Clay viniera a buscarte, pero su hermana está enferma y ha vuelto a Liverpool. Intentará estar en casa esta noche. En cualquier caso, estarás en buenas manos, y espero que sepas cuidar de ti con sensatez. No te preocupes por mi ausencia. Es un asunto confidencial, pero volveré a casa lo antes posible y te lo explicaré todo. En el ínterin, te pido con todo mi corazón que lleves el crucifijo en todo momento y que pongas unos ajos en cada uno de tus bolsillos. Ya sabes que nunca he querido obligarte a aceptar ninguna religión o superstición, y sigo siendo un firme incrédulo respecto a ambas. Pero hemos de enfrentarnos al mal con sus propias armas, en la medida de lo posible, y tú ya conoces el alcance de dichas armas. Desde mi corazón de padre te ruego que no hagas caso omiso de mis deseos en este punto.

Estaba firmada con cariño, pero vi que la había escrito a toda prisa. Mi corazón estaba martilleando en el pecho. Me ceñí de inmediato la cadena al cuello y dividí el ajo para alojarlo en los bolsillos de mi vestido. Era muy propio de mi padre, pensé mientras paseaba la vista alrededor del cuarto, hacer la cama con tal pulcritud en mitad de una silenciosa huida del colegio. Pero ¿a qué venían tantas prisas? Fuera cual fuera el asunto, no podía tratarse de una sencilla misión diplomática, de lo contrario me lo habría dicho. Con frecuencia debía reaccionar con celeridad a emergencias profesionales. Sabía que a veces debía marchar casi sin previo aviso cuando se producía una crisis al otro lado de Europa, pero siempre me decía adónde iba. Esta vez, me dijo mi corazón acelerado, no se había ido por trabajo. Además, debía estar en Oxford esta semana, dando conferencias y asistiendo a reuniones. No era de los que se zafaban de sus obligaciones a la primera de cambio. No. Su desaparición debía estar relacionada con la tensión que delataba en los últimos tiempos. Me di cuenta de que había estado temiendo algo parecido desde el primer momento. Además, había que tener en cuenta la escena de ayer en la Cámara Radcliffe, con mi padre absorto en... ¿Qué había estado leyendo exactamente? ¿Y adónde, oh, adónde habría ido? ¿Adónde, sin mí? Por primera vez en todos los años que recordaba, todos esos años en que mi padre me había protegido de la soledad de la vida sin una madre, sin hermanos, sin país natal, todos los años de ser padre y madre al mismo tiempo por primera vez, me sentí huérfana.

El director fue muy amable cuando aparecí con la maleta hecha y el impermeable colgado del brazo. Le expliqué que estaba dispuesta a viajar sola. Le aseguré que agradecía la oferta de que un solícito estudiante me acompañara a casa y que jamás olvidaría su gesto. Sentí una punzada al decirlo, una leve pero inconfundible punzada de decepción. ¡Qué agradable habría sido viajar un día con Stephen Barley, que me sonreiría desde el asiento de enfrente!

Pero había que decirlo. Llegaría a casa sana y salva dentro de unas horas, repetí, reprimiendo la repentina imagen mental de una palangana de mármol rojo llena de agua melódica, temerosa de que aquel hombre sonriente pudiera adivinar mis pensamientos, pudiera leer en mi cara. Pronto llegaría a casa sana y salva y le llamaría para tranquilizar sus preocupaciones. Y luego, por supuesto, añadí con mayor duplicidad todavía, mi padre volvería a casa al cabo de unos pocos días.

Master James estaba seguro de que yo era capaz de viajar sola. Parecía una chica independiente, sin la menor duda. Pero no podía (me dedicó una sonrisa todavía más bondadosa), no podía romper la palabra dada a mi padre, un viejo amigo. Yo era el tesoro mas preciado de mi padre, y no podía enviarme de vuelta a casa sin la protección adecuada.

No era porque no confiara en mí, sino por mi padre. Teníamos que mimarle un poco.

Stephen Barley se materializó antes de que yo pudiera seguir discutiendo, o asimilar la idea de que el director era un viejo amigo de mi padre, cuando yo creía que le había conocido dos días antes. Pero yo no tenía tiempo para digerir esta novedad. Stephen estaba esperando como si también fuera un viejo amigo mío, la chaqueta y la bolsa de viaje en la mano, y la verdad es que no me arrepentí de verle. Lamenté el rodeo que me iba a costar que me acompañara, aunque era imposible para mí no dar la bienvenida a su sonrisa o su «¡Me has librado de un trabajo!»

Master James fue más sobrio.

—Aún tienes trabajo, jovencito —le dijo—. Quiero que me llames desde Amsterdam en cuanto llegues, y quiero que hables con el ama de llaves. Aquí tienes dinero para tus billetes y algunas comidas, y me traerás las facturas. —Sus ojos color avellana destellaron—. Eso no quiere decir que no puedas comprar un poco de chocolate holandés en la estación.

Tráeme a mí también una tableta. No es tan bueno como el belga, pero qué le vamos a hacer. Iros ya, y sed sensatos. —Me dio un apretón de manos serio y su tarjeta—. Adiós, querida. Ven a vernos cuando pienses en ir a la universidad.

Ya fuera del despacho, Stephen tomó mi maleta.

—Vámonos. Tenemos billetes para las diez y media, pero no estaría mal llegar un poco antes.

El director y mi padre se habían ocupado de todos los detalles, observé, y me pregunté cuántas cerraduras más debería asegurar en casa. Sin embargo, ahora me aguardaban otros asuntos.

—Stephen —empecé.

—Llámame Barley. —Rió—. Todo el mundo me llama así, y ya estoy tan acostumbrado que me da escalofríos oír mi verdadero nombre.

—De acuerdo. —Su sonrisa era tan contagiosa hoy...—. Barley, ¿podría pedirte un favor antes de marcharnos? —Asintió—. Me gustaría entrar en la Cámara una vez más. Era tan bonita..., y me gustaría ver la colección de vampirismo. No pude mirarla bien.

Gimió.

—No cabe duda de que te gustan las cosas siniestras. Debe de ser herencia familiar.

—Lo sé.

Me sentí enrojecer.

—De acuerdo. Vamos a echar un vistazo rápido, pero luego tendremos que darnos prisa. Master James me atravesará el corazón con una estaca si perdemos el tren.

La Cámara estaba tranquila aquella mañana, casi vacía, y subimos por una escalera pulimentada hasta el macabro rincón donde habíamos sorprendido a mi padre el día anterior. Reprimí un amago de lágrimas cuando entramos en la diminuta estancia. Horas antes, mi padre había estado sentado aquí, con aquella extraña mirada distante en sus ojos, y ahora ni siquiera sabía dónde estaba.

Me acordaba de dónde había guardado el libro, que había devuelto a su sitio como sin darle importancia mientras hablábamos. Tenía que estar debajo de la vitrina con la calavera, a la izquierda. Recorrí con un dedo el borde del estante. Barley estaba cerca de mí (era imposible no estar muy juntos en aquel estrecho espacio, pero yo deseaba que se alejara hacia el balcón), observando con franca curiosidad. Donde debería estar el libro había un hueco, como si faltara un diente. Me quedé petrificada. Mi padre jamás robaría un libro, de modo que ¿quién podía haberlo cogido? Pero un segundo después reconocí el libro, a un palmo de distancia. Alguien lo había movido desde la última vez que yo había entrado allí.

¿Había vuelto mi padre para echarle un segundo vistazo? ¿Otra persona lo había bajado del estante? Desvié la vista con suspicacia hacia la calavera de la vitrina, pero me devolvió una mirada insulsa, anatómica. Después bajé el volumen con mucho cuidado, la encuademación era de color hueso y una cinta negra de seda sobresalía del lomo. Lo deposité sobre la mesa y lo abrí. La portada rezaba: Vampires du Moyen Âge, Barón de Hejduke, Bucarest, 1886.

—¿Por qué te interesa esta basura morbosa?

Barley estaba mirando por encima de mi hombro.

—Un trabajo para el colegio —murmuré. El libro estaba dividido en capítulos, tal como recordaba: «Vampires de la Toscane», «Vampires de la Normandie», y así sucesivamente.

Encontré el que buscaba al fin: «Vampires de Provence et des Pyrénées». Oh, Señor, ¿estaría mi francés a la altura? Barley estaba empezando a consultar su reloj. Pasé un dedo con rapidez sobre la página, con cuidado de no tocar los magníficos caracteres tipográficos o el papel marfileño. «Vampires dans les villages de Provence». ¿Qué estaba buscando mi padre? Había estado examinando la primera página del capítulo.
«Il y a aussi une légende…»
. Me incliné más.

Desde aquel momento, he vivido muchas veces lo que experimenté entonces. Hasta ese momento, mis incursiones en el francés escrito habían sido puramente utilitarias, la conclusión de ejercicios casi matemáticos. Cuando comprendía una nueva frase, era un simple puente hasta el siguiente ejercicio. Nunca antes había experimentado el repentino estremecimiento de comprensión que viaja desde la palabra hasta el corazón pasando por el cerebro, la forma en que un idioma nuevo se mueve, se enrosca, cobra vida bajo los ojos, el salto casi salvaje de entendimiento, la liberación instantánea y dichosa del significado, la forma en que las palabras se despojan de sus cuerpos impresos en un destello de luz y calor.

Desde entonces, he conocido este momento de verdad con otras compañías: alemán, ruso, latín, griego y, durante una breve hora, sánscrito.

Pero esta primera vez contenía la revelación de todas las demás.

—Il y a aussi une légende —susurré, y Barley se inclinó de súbito para seguir las palabras. De lo que tradujo en voz alta yo ya había tomado nota mental.

—«Existe también la leyenda de que Drácula, el más noble y peligroso de todos los vampiros, adquirió su poder no en la región de Valaquia, sino mediante una herejía surgida en el monasterio de Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, un convento benedictino fundado en el año 1000 de Nuestro Señor.» ¿Qué es esto? —preguntó Barley.

—Un trabajo para el colegio —repetí, pero nuestros ojos se encontraron de manera extraña sobre el libro, y dio la impresión de que me estuviera viendo por primera vez.

—¿Es muy bueno tu francés? —pregunté con humildad.

—Por supuesto. —Sonrió y volvió a inclinarse sobre la página—. «Se dice que Drácula visitaba el monasterio cada dieciséis años para rendir tributo a sus orígenes y renovar las influencias que le han permitido vivir en la muerte.»

—Continúa, por favor.

Aferré el borde de la mesa.

—Desde luego —dijo—. «Los cálculos efectuados por el hermano Pierre de Provence a principios del siglo diecisiete indican que Drácula visita Saint-Matthieu durante la media luna del mes de mayo.»

—¿En qué fase está la luna ahora? —pregunté con voz estrangulada, pero Barley tampoco lo sabía. No había más menciones a Saint-Matthieu. Las siguientes páginas reproducían un documento de una iglesia de Perpiñán, relativo a disturbios sucedidos en relación con ovejas y cabras de la región en 1428. No estaba claro si el sacerdote autor culpaba a los vampiros o a los ladrones de ganado de estos problemas.

—Qué cosas más raras —comentó Barley—. ¿Es esto lo que tu familia lee para divertirse?

¿Te interesa saber algo sobre los vampiros de Chipre?

No había nada más en el libro que pudiera interesarme, y cuando Barley volvió a consultar su reloj, me alejé con tristeza de las tentadoras paredes llenas de volúmenes.

—Bien, esto ha sido muy estimulante —dijo Barley mientras bajábamos la escalera—. Eres una chica poco corriente, ¿verdad?

No sabía qué quería decir, pero esperaba que fuera un cumplido.

En el tren, Barley me entretuvo hablando de sus compañeros, un puñado de tarambanas y chivos expiatorios, y después me cogió la maleta cuando subimos al transbordador en el que cruzaríamos las aguas grises y aceitosas del Canal de la Mancha. Era un día transparente y frío, y nos sentamos en un espacioso salón en asientos de vinilo, protegidos del viento.

—No duermo mucho durante el trimestre —me informó Barley, y no tardó en dormirse con su chaqueta arrollada bajo un hombro.

Ya me fue bien que durmiera un par de horas, porque tenía mucho en qué pensar, cuestiones tanto de naturaleza práctica como académica. Mi problema inmediato no era establecer relaciones entre acontecimientos históricos, sino la señora Clay. Estaría esperando en el vestíbulo de nuestra casa de Amsterdam, muy preocupada por mi padre y por mí. Su presencia me mantendría atada a casa al menos de noche, y si al día siguiente no aparecía después de clase, me seguiría la pista como una manada de lobos, tal vez acompañada de la mitad de la policía de Amsterdam. Además, estaba Barley. Contemplé su rostro dormido. Roncaba discretamente contra su chaqueta. Barley tenía que ir al puerto a tomar el transbordador de regreso a Inglaterra cuando yo me marchara al colegio, y yo debería procurar no cruzarme con él en el camino.

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