Authors: Elizabeth Kostova
—Les presento al señor Erozan. Les da la bienvenida a la colección —explicó Turgut con expresión satisfecha—. Le gustaría serles de futilidad. —Me encogí, bien a mi pesar, y Helen esbozó una sonrisa afectada—. Les traerá de inmediato los documentos del sultán Mehmet sobre la Orden del Dragón. Pero antes hemos de acomodarnos y esperarle.
Nos sentamos a una mesa, bastante lejos de los demás estudiosos. Nos miraron con fugaz curiosidad y después volvieron a su trabajo. Al cabo de un momento, el señor Erozan regresó cargado con una caja de madera de buen tamaño, con un candado delante y letras árabes talladas en la tapa.
—¿Qué pone ahí? —pregunté al profesor.
—Ah. —Tocó la tapa con las yemas de los dedos—. Dice: «Esto contiene...» o, mmm...: «Esto aloja el mal. Enciérralo con las llaves del sagrado Corán».
El corazón me dio un vuelco. Las frases eran demasiado similares a las que Rossi había leído en los márgenes del misterioso mapa y pronunciado en voz alta en los viejos archivos donde una vez había estado almacenado. No había hablado de esa caja en sus cartas, pero quizá nunca la había visto, si un bibliotecario le había prestado tan sólo los documentos. O tal vez los habían guardado en la caja después de la estancia de Rossi.
—¿Qué antigüedad tiene la caja? —pregunté a Turgut. Meneó la cabeza.
—No lo sé, ni tampoco mi amigo. Como es de madera, no creo que sea de la época de Mehmet. Mi amigo me dijo una vez —sonrió en dirección al señor Erozan, y el hombre sonrió a su vez sin entender nada— que guardaron estos documentos en la caja alrededor de 1930 para que no se estropearan. Lo sabe porque habló de ello con el anterior bibliotecario.
Mi amigo es muy meticuloso.
;Mil novecientos treinta! Helen y yo intercambiamos una mirada. Era muy probable que en la época en que Rossi había escrito sus cartas (diciembre de 1930) a quienquiera que fuese a recibirlas los documentos que había examinado ya estuvieran guardados en esa caja. Un receptáculo de madera normal habría mantenido a raya la humedad y los ratones, pero ¿qué había impulsado al bibliotecario de aquella época a guardar bajo llave los documentos de la Orden del Dragón dentro de una caja adornada con una sagrada advertencia?
El amigo de Turgut sacó un llavero e introdujo una llave en la cerradura. Estuve a punto de reír cuando recordé nuestros modernos ficheros, el poder acceder a miles de libros raros gracias al sistema de clasificación de la universidad. Jamás me había imaginado enfrascado en una investigación que requiriera una vieja llave. La llave chasqueó en la cerradura.
—Ya está —murmuró Turgut, y el bibliotecario se retiró. Turgut nos sonrió a ambos, con cierta tristeza, pensé, y levantó la tapa.
En el tren, Barley había acabado de leer las dos primeras cartas de mi padre. Sentí una punzada de dolor al verlas abiertas en sus manos, pero sabía que Barley confiaría en la voz autoritaria de mi padre, mientras que sólo confiaría a medias en la mía, más débil.
—¿Has estado ya en París? —pregunté, en parte para disimular mi emoción.
—Por supuesto que sí —dijo Barley indignado—. Estudié allí un año antes de ir a la universidad. Mi madre quería que mejorara mi francés. —Me habría gustado preguntarle ,por qué su madre había insistido en ese delicioso deber y también qué se sentía al tener una madre, pero Barley estaba absorto de nuevo en la carta—. Tu padre ha de ser un conferenciante muy bueno —musitó——. Esto es mucho más entretenido que lo que tenemos en Oxford.
Esto me abrió otro reino de posibilidades. ¿Había clases en Oxford que fueran aburridas?
¿Era eso posible? Barley era un saco sin fondo de cosas que yo deseaba saber, un mensajero de un mundo tan amplio que ni siquiera era capaz de empezar a imaginarlo. Esa vez me interrumpió un revisor que pasó a nuestro lado como una exhalación.
—¡Bruselas! —anunció.
El tren ya estaba aminorando la velocidad, y al cabo de pocos minutos estábamos viendo por la ventanilla la estación de Bruselas. Los agentes de aduanas subieron al tren. En el andén, la gente corría hacia sus trenes y las palomas buscaban restos de comida.
Tal vez porque me gustaban en secreto las palomas, estaba tan atenta a la muchedumbre que, de repente, me fijé en una figura que no se movía. Una mujer, alta y vestida con un largo abrigo negro, inmóvil en el andén. Se cubría la cabeza con un pañuelo negro, que enmarcaba su cara blanca. Estaba demasiado lejos para ver sus facciones con claridad, pero distinguí un destello de ojos oscuros y una boca de un rojo casi anormal, debido tal vez a un lápiz de labios intenso. La silueta de su ropa era extraña. Entre las minifaldas y espantosas botas de pesados tacones de moda, calzaba ajustados zapatos negros de finos tacones.
Pero lo primero que llamó mi atención, y la retuvo un momento antes de que el tren empezara a moverse de nuevo, fue su actitud vigilante. Estaba examinando nuestro tren con gran detenimiento. Me aparté de la ventana instintivamente y Barley me lanzó una mirada inquisitiva. Al parecer, la mujer no nos vio, aunque avanzó un paso en nuestra dirección.
Después dio la impresión de que cambiaba de opinión y se volvía para examinar otro tren que acababa de parar al otro lado del andén. Algo en su espalda recta y severa me obligó a seguir mirando, hasta que empezamos a salir de la estación, y después la mujer desapareció entre las oleadas de gente, como si jamás hubiera existido.
Esta vez fui yo quien se durmió, en lugar de Barley. Cuando desperté, me descubrí acurrucada contra él, con la cabeza apoyada en el hombro de su jersey azul marino. Estaba mirando por la ventanilla, con las cartas de mi padre guardadas de nuevo cuidadosamente en los sobres sobre su regazo, las piernas cruzadas, con la cara (encima de mí, pero cerca) vuelta hacia el paisaje, que a esas alturas ya sabía que era la campiña francesa. Abrí los ojos y vi su barbilla huesuda. Cuando bajé la vista, vi las manos de Barley enlazadas flojamente sobre las cartas. Reparé por primera vez en que se mordía las uñas, como yo. Cerré los ojos de nuevo, fingiendo que continuaba dormida, porque el calor de su hombro me resultaba muy confortable. Después tuve miedo de que no le gustara que estuviera apoyada contra él o de que hubiera babeado su jersey sumida en mi sueño profundo, de modo que me senté muy tiesa. Barley se volvió a mirarme, con los ojos invadidos de pensamientos lejanos, o tal vez del país que desfilaba ante las ventanillas, que ya no era liso sino ondulado, modestas tierras de labranza francesas. Al cabo de un momento sonrió.
Cuando la tapa de la caja que contenía los secretos del sultán Mehmet se levantó, surgió un olor que yo conocía. Era el olor a documentos muy antiguos, a pergamino o vitela, a polvo y siglos, a páginas que el tiempo había empezado a mancillar muchos años atrás. También era el olor del pequeño libro con sus hojas en blanco y el dragón en el centro, mi libro.
Jamás había osado acercar mi nariz a él, como había hecho en secreto con otros volúmenes que había manejado. Temía, supongo, descubrir algo repulsivo en el perfume o, peor aún, un poder, una droga malvada que no quería inhalar.
Turgut estaba extrayendo documentos de la caja con delicadeza. Todos estaban envueltos en papel de seda amarillento y variaban en tamaño y forma. Los desplegó sobre la mesa con cuidado ante nosotros.
—Yo mismo les enseñaré estos papeles y les explicaré lo que sé de ellos —explicó—
Después tal vez quieran sentarse a meditar sobre su contenido, ¿no creen?
Sí, tal vez lo haríamos. Asentí y él desenvolvió y extendió un rollo, que sometió a nuestro examen. Era pergamino sujeto con finos listones de madera, muy diferente de las anchas páginas lisas y libros mayores encuadernados a los que estaba acostumbrado durante mi investigación del mundo de Rembrandt. Los bordes del pergamino estaban decorados con ribetes coloreados de dibujos geométricos, dorados, azules y escarlata. El texto manuscrito estaba, para mi decepción, escrito en caligrafía árabe. No sé muy bien qué esperaba. Ese documento había llegado desde el corazón de un imperio que hablaba el idioma otomano y escribía en el alfabeto árabe, y sólo recurría al griego para intimidar a los bizantinos, o el latín para tomar al asalto las puertas de Viena.
Turgut vio mi expresión y se apresuró a dar explicaciones.
—Esto, amigos míos, es un libro mayor de gastos de una guerra contra la Orden del Dragón. Fue escrito en una ciudad de la parte sur del Danubio por un burócrata que estaba gastando el dinero del sultán allí. Es un informe comercial, en otras palabras. El padre de Drácula, Vlad Dracul, costó muchísimo dinero al imperio otomano a mediados del siglo quince. Este burócrata encargó armaduras y, ¿cómo se dice?, cimitarras para trescientos hombres, responsables de vigilar la frontera de los Cárpatos occidentales e impedir que los habitantes de la zona se rebelaran, y también les compró caballos. Aquí —señaló con un largo dedo el pie del pergamino—, aquí pone que Vlad Dracul era un gasto y un..., un maldito incordio, y les había costado más dinero del que el bajá quería gastar. El bajá lo lamenta mucho y se siente muy desdichado, y desea larga vida al Incomparable en el nombre de Alá.
Helen y yo intercambiamos una mirada, y creí leer en sus ojos algo del sobrecogimiento que yo también sentía. Esa esquina de la historia era tan real como el suelo embaldosado que pisábamos o el sobre de madera de la mesa que tocaban nuestras manos. La gente de ese período había vivido, respirado, sentido, pensado y muerto, tal como nos pasaría a nosotros. Aparté la vista, incapaz de soportar el destello de emoción que brillaba en su rostro enérgico.
Turgut había vuelto a enrollar el pergamino y estaba abriendo un segundo paquete que contenía dos rollos más.
—Aquí hay una carta del bajá de Valaquia en la que promete enviar al sultán Mehmet todos los documentos que pueda encontrar sobre la Orden del Dragón. Y esto es un informe sobre el comercio a lo largo del Danubio en 1461, no lejos de la zona controlada por la Orden del Dragón. Las fronteras de esta zona no eran fijas, cambiaban continuamente. Aquí hay una lista de sedas, especias y caballos que el bajá solicita para cambiar por lana de los pastores de sus dominios.
Los siguientes dos rollos eran informes similares. Después Turgut desenrolló un paquete más pequeño que contenía un dibujo liso sobre pergamino.
—Un mapa —dijo. Yo efectué un movimiento involuntario en dirección a mi maletín, que contenía los bocetos y notas de Rossi, pero Helen sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. Comprendí lo que quería decir: no conocíamos lo bastante bien a Turgut para desvelarle todos nuestros secretos. Aún no, me corregí mentalmente. Al fin y al cabo, en apariencia, nos había abierto todas sus fuentes de información.
—Jamás he sido capaz de comprender qué es este mapa, amigos —nos dijo. Había pesar en su voz, y se acarició el bigote con una mano pensativa. Miré con detenimiento el pergamino y vi con emoción una pulcra, desteñida versión del primer mapa que Rossi había copiado, la larga media luna de montañas, el río que se curvaba al norte de la cordillera—. No se parece a ninguna región que yo haya estudiado, y no hay forma de saber..., ¿cómo se dice...?, la escala del mapa. —Lo dejó a un lado—. Aquí hay otro mapa, y parece representar la misma zona, pero a mayor escala que el primero. —Yo sabía lo que era. Ya había visto todo eso y mi entusiasmo aumentó—. Creo que son las montañas que aparecen al oeste del primer mapa, ¿no? —Suspiró——. Pero no hay más información, y no hay muchos rótulos, salvo algunas líneas del Corán y este extraño lema (en una ocasión lo traduje con mucho cuidado), que dice algo así como: «En este lugar él se aloja en la maldad. Lector, desentiérrale con una palabra».
Extendí temeroso una mano para detenerle, pero Turgut había hablado con demasiada rapidez y me pilló desprevenido.
—¡No! —grité, pero era demasiado tarde, de modo que Turgut me miró estupefacto. Helen me lanzó una mirada y el señor Erozan se volvió al otro lado de la sala y también me miró—. Lo siento —susurré—. Estoy muy emocionado por ver todos estos documentos.
Son muy... interesantes.
—Ah, me alegro de que los encuentre interesantes. —Turgut casi sonreía, pese a su expresión seria—. Estas palabras suenan algo raras. Te dan un, no sé, un susto.
En aquel momento se oyeron pasos en la sala. Me volví, nervioso, casi esperando ver al mismísimo Drácula, fuera cual fuera su aspecto, pero sólo era un hombrecillo con un gorro de punto y una barba gris desaliñada. El señor Erozan fue a la puerta a recibirle y nosotros devolvimos la atención a los documentos. Turgut sacó otro pergamino de la caja.
—Este es el último documento —dijo—. Nunca he conseguido desvelar sus secretos.
Consta en el catálogo de la biblioteca como una bibliografía de la Orden del Dragón.
Mi corazón dio un vuelco y vi que Helen se animaba.
—¿Una bibliografía?
—Sí, amigo mío.
Turgut lo extendió sobre la mesa ante nosotros. Parecía muy antiguo y bastante frágil, escrito en griego con buena caligrafía. La parte superior se curvaba de manera irregular, como si hubiera formado parte de un rollo más largo, y el borde inferior estaba claramente rasgado. No había adornos de ningún tipo en el manuscrito, sólo las palabras cuidadosamente alineadas. Suspiré. Nunca había estudiado griego, aunque dudaba de que algo que no fuera un dominio absoluto del idioma me hubiera ayudado a descifrar aquel documento Como si adivinara mi problema, Turgut sacó una libreta de su maletín —Pedí a un experto en Bizancio perteneciente a nuestra universidad que me lo tradujera. Posee extensos conocimientos de su idioma y documentos. Esto es una lista de obras literarias, aunque algunas nunca las había oído mencionar en ningún otro ejemplar.
Abrió la libreta y alisó una página. Estaba cubierta de pulcra escritura turca. Esta vez fue Helen quien suspiró. Turgut se dio una palmada en la frente.
—Oh, un millón de perdones —dijo—. Se lo voy a traducir, ¿de acuerdo? «Heródoto: El trato de los prisioneros de guerra; Feseo: Sobre razón y tortura; Orígenes: Tratado sobre los principios fundamentales; Eutimio el Viejo: El hado de los condenados; Gubent de Gante: Tratado sobre la naturaleza; santo Tomás de Aquino: Sísifo.» Como ven, una selección muy extraña, y algunos de los libros son muy raros. Mi amigo, el experto en Bizancio, me dijo, por ejemplo, que sería un milagro que una versión hasta ahora desconocida de este tratado del primitivo filósofo cristiano Orígenes hubiera sobrevivido. Casi todas las obras de Orígenes fueron destruidas porque fue acusado de herejía.