Authors: Elizabeth Kostova
Versa sobre la tragedia griega y los objetos que utilizaban en ocasiones los teatros griegos como accesorios en el escenario. —Helen me estaba mirando fijamente—. Es... Estoy casi seguro de que es la obra que está escribiendo.
—Lo que es extraño, muy extraño —dijo Turgut, y ahora percibí cierto miedo en su voz—, es que he leído esta lista muchas veces y nunca había visto esta entrada. Alguien ha añadido el nombre de Rossi.
Le miré asombrado.
—Averigüe quién —dije con voz ahogada—. Hemos de saber quién ha estado manipulando estos documentos. ¿Cuándo estuvo aquí por última vez?
—Hará unas tres semanas —contestó Turgut con semblante sombrío—. Espere, por favor.
Se lo preguntaré al señor Erozan. No se muevan.
En cuanto se levantó, el atento bibliotecario avanzó a su encuentro. Intercambiaron unas rápidas palabras.
—¿Qué dice? —pregunté.
—¿Por qué no se le ocurrió decírmelo antes? —gruñó Turgut—. Un hombre vino ayer y examinó el contenido de esta caja. —Siguió interrogando a su amigo, y el señor Erozan indicó la puerta—. Era ese hombre —dijo Turgut, y también señaló—. Dice que era el hombre que vino hace poco, con el que estuvo hablando.
Todos nos volvimos, horrorizados, pero ya era demasiado tarde. El hombrecillo del gorro blanco y la barba gris se había esfumado.
Barley estaba contando el dinero que llevaba en su billetero.
—Bien, tendremos que cambiar todo lo que llevo encima —dijo pesaroso— Tengo el dinero de Master James y unas cuantas libras más de mi asignación semanal.
—Yo he traído algo —dije—. De Amsterdam, claro está. Compraré los billetes de tren, y creo que podré pagar las comidas y el alojamiento al menos durante unos días.
Me estaba preguntando si podría sufragar el apetito de Barley. Era extraño que alguien tan flaco pudiera comer tanto. Yo también era delgaducha todavía, pero no podía imaginarme devorando dos bocadillos a la velocidad de Barley. Pensaba que la preocupación por el dinero era la más acuciante hasta que llegamos al mostrador de cambio de dinero y una joven vestida con una chaqueta cruzada azul marino nos miró de arriba abajo. Barley habló con ella de tipos de cambio y al cabo de un minuto la chica descolgó el teléfono y dio media vuelta para hablar.
—¿Por qué hace eso? —susurré a Barley nerviosa.
Me miró sorprendido.
—Por algún motivo, está comprobando los tipos de cambio —me dijo—. No lo sé. ¿Qué opinas?
No podía explicarlo. Tal vez se debía a la influencia de las cartas de mi padre, pero todo se me antojaba sospechoso. Era como si ojos invisibles nos estuvieran siguiendo.
Turgut, que parecía disponer de más presencia de ánimo que yo, corrió hacía la puerta y desapareció en el pequeño vestíbulo. Regresó un segundo después sacudiendo la cabeza.
—Se ha ido —nos informó—. No vi ni rastro de él en la calle. Desapareció entre la multitud.
Dio la impresión de que el señor Erozan se disculpaba, y Turgut habló con él pasados unos segundos. Después se volvió hacia nosotros.
—¿Tienen algún motivo para pensar que los han seguido hasta aquí en el curso de su investigación?
—¿Seguido?
Tenía todos los motivos para pensarlo, pero no tenía ni idea de quién exactamente.
Turgut me miró fijamente y me acordé de la gitana que había aparecido la anoche anterior junto a nuestra mesa.
—Mi amigo el bibliotecario dice que ese hombre quería ver los documentos que hemos estado examinando y se enfadó cuando supo que estaban siendo consultados. Dice que hablaba turco, pero por su acento cree que es extranjero. Por eso pregunto si alguien les ha seguido hasta aquí. Amigos míos, vámonos cuanto antes, pero vigilemos. Le he dicho a mi amigo que custodie los documentos y que se fije bien en ese hombre o en quienquiera que venga a mirarlos. Intentará averiguar quién es si vuelve. Quizá si nos vamos vuelva antes.
—¡Pero los mapas!
Me preocupaba dejar aquellos valiosos documentos en la caja. Además, ¿qué habíamos averiguado? Ni siquiera habíamos empezado a resolver el enigma de los tres mapas, pese a que habíamos contemplado su milagrosa realidad en la mesa de la biblioteca.
Turgut se volvió hacia el señor Erozan y dio la impresión de que una sonrisa, una señal de mutua comprensión, pasaba entre ellos.
—No se preocupe, profesor —me dijo Turgut—. He hecho copias de todas estas cosas con mi propia mano y esas copias están a salvo en mi apartamento. Además, mi amigo no permitirá que les pase nada a los originales. Pueden creerme.
Yo quería hacerlo. Helen estaba mirando con semblante inquisitivo a nuestros nuevos conocidos, y me pregunté qué deducía de todo esto.
—De acuerdo —dije.
—Vengan, amigos míos. —Turgut empezó a guardar los documentos con una ternura que yo no habría podido igualar—. Creo que hemos de hablar en privado de muchas cosas. Los llevaré a mi apartamento y allí hablaremos. También les enseñaré otros materiales que he recogido sobre este tema. No hablemos de estos asuntos en la calle. Saldremos de la manera más visible posible y —cabeceó en dirección al bibliotecario— dejaremos a nuestro mejor general en la brecha.
El señor Erozan nos estrechó la mano a todos, cerró la caja con sumo cuidado y desapareció con ella entre las estanterías situadas al fondo de la sala. Le seguí con la mirada hasta perderle de vista y después suspiré en voz alta bien a mi pesar. No podía sacudirme de encima la sensación de que el destino de Rossi seguía escondido en aquella caja, incluso, que Dios me perdone, que el propio Rossi estaba enterrado en ella y nosotros no habíamos sido capaces de rescatarle.
Después nos fuimos del edificio y nos quedamos en la escalinata a propósito unos minutos, mientras fingíamos conversar. Tenía los nervios a flor de piel y Helen estaba pálida, pero Turgut mantenía la calma.
—Si está al acecho —dijo en voz baja—, el muy cobarde sabrá que nos vamos.
Ofreció el brazo a Helen, que lo aceptó con menos renuencia de lo que yo habría imaginado, y nos alejamos por las calles abarrotadas. Era la hora de comer y estábamos rodeados por olores de carne asada y pan horneado que se mezclaban con un olor húmedo que habría podido ser de humo de carbón o de motor diésel, un olor que todavía recuerdo a veces sin previo aviso y que significa para mí el límite del mundo oriental. Ignoraba lo que sucedería a continuación, pero sabía que sería otro acertijo, al igual que este lugar. Miré a mi alrededor y contemplé los rostros de las multitudes turcas, las esbeltas agujas de los minaretes en el horizonte de cada calle, las antiguas cúpulas entre las higueras, las tiendas repletas de mercancías misteriosas. El mayor acertijo de todos tironeaba de mi corazón, que volvía a dolerme: ¿dónde estaba Rossi? ¿Estaba allí, en esa ciudad, o muy lejos? ¿Vivo,muerto, o en un estado intermedio?
A las cuatro y dos minutos de la tarde, Barley y yo tomamos el expreso a Perpiñán. Barley subió los empinados escalones con su bolsa y extendió una mano para ayudarme a subir. Había pocos pasajeros en el tren, y el compartimiento que encontramos siguió vacío después de que el tren arrancara. Yo me sentía cansada. A esa hora ya habría llegado a casa, la señora Clay me habría estado esperando en la cocina con un vaso de leche y un trozo de pastel amarillo. Por un momento, casi eché de menos sus irritantes atenciones. Barley se había sentado a mi lado, aunque tenía cuatro asientos para elegir, y yo pasé la mano bajo su brazo.
—Debería estudiar —dijo, pero no abrió su libro enseguida. Había demasiado que ver cuando el tren aceleró al cruzar la ciudad. Pensé en todas las veces que había estado allí con mi padre: cuando subimos a Montmartre, o cuando contemplamos el camello deprimido del Jardin des Plantes. Ahora se me antojaba una ciudad que nunca hubiera visto antes. Ver a Barley mover los labios sobre Milton me dio sueño, y cuando dijo que quería ir al vagón restaurante a merendar, negué con la cabeza, amodorrada.
—Eres un desastre —me dijo sonriente—. Quédate a dormir, y yo me llevaré el libro.
Siempre podemos ir a cenar si te entra hambre.
Mis ojos se cerraron casi en cuanto salió por la puerta, y cuando los abrí de nuevo, descubrí que estaba aovillada en el asiento vacío como una niña, con la larga falda de algodón subida por encima de los tobillos. Alguien estaba sentado en el banco opuesto leyendo un diario, y no era Barley. Me enderecé al instante. El hombre estaba leyendo Le Monde, y el periódico le ocultaba casi por completo. No veía su torso ni su cara. Un maletín de piel negra descansaba a su lado.
Durante una fracción de segundo imaginé que era mi padre, y una oleada de gratitud y confusión me invadió. Después vi los zapatos del hombre, que también eran de piel negra y muy relucientes, la punta perforada con un dibujo elegante y los cordones de piel terminados en borlas negras. Tenía las piernas cruzadas, y los pantalones negros del traje eran impecables, así como los calcetines de seda negros. No eran los zapatos de mi padre.
De hecho, eran unos zapatos un poco raros, o tal vez lo eran los pies que encerraban, aunque no logré entender esa sensación. Pensé que un desconocido no tendría que haber entrado mientras yo dormía. Se trataba de un hecho también desagradable, y confié en que no me hubiera estado observando mientras estaba dormida. Me pregunté si podría levantarme y abrir la puerta del compartimiento sin que se diera cuenta. Después reparé en que había corrido las cortinas que daban al pasillo. Nadie que atravesara el vagón podría vernos. ¿O las había corrido Barley antes de salir, para que pudiera dormir sin ser molestada?
Lancé una mirada subrepticia a mi reloj. Eran casi las cinco. Un maravilloso paisaje desfilaba al otro lado de la ventanilla. Estábamos entrando en el sur. El hombre parapetado tras el periódico estaba tan inmóvil que empecé a temblar. Al cabo de unos momentos comprendí lo que me estaba asustando. Ya llevaba despierta muchos minutos, pero durante todo el rato que había estado mirando y escuchando el hombre no había pasado ni una sola página del periódico.
El apartamento de Turgut se hallaba en otra parte de Estambul, sobre el mar de Mármara, y tomamos un trasbordador para llegar. Helen se quedó de pie ante la barandilla, mirando las gaviotas que seguían el barco, así como la impresionante silueta de la ciudad vieja. Me coloqué a su lado y Turgut señaló agujas y cúpulas, y su voz potente se impuso al viento.
Cuando desembarcamos, descubrimos que su barrio era más moderno que el que habíamos visto antes, pero en este caso moderno significaba del siglo XIX. Mientras paseábamos por calles cada vez más silenciosas, lejos del muelle del trasbordador, vi un segundo Estambul, nuevo para mí: árboles majestuosos e inclinados, hermosas casas viejas de piedra y madera, edificios de apartamentos que habrían podido pertenecer a un barrio parisino, aceras limpias, macetas con flores, cornisas adornadas. De vez en cuando, el viejo imperio islámico irrumpía en la forma de un arco en ruinas o una mezquita aislada, una casa turca con un segundo piso proyectado hacia fuera. Pero en la calle de Turgut, Occidente había efectuado una pacífica y completa invasión. Más adelante, vi sus equivalentes en otras ciudades: Praga y Sofía, Budapest y Moscú, Belgrado y Beirut. Esa elegancia prestada se encontraba en todo Oriente.
—Entren, por favor. —Turgut se detuvo ante una hilera de casas antiguas, nos precedió por la escalera frontal doble y miró el interior de un pequeño buzón, en apariencia vacío, con el nombre de «Profesor Bora». Abrió la puerta y se apartó—. Por favor, bienvenidos a mi humilde morada, donde todo es de ustedes.
Entramos primero en un vestíbulo de suelo y paredes de madera pulimentada, donde imitamos a Turgut y nos quitamos los zapatos para calzarnos las zapatillas bordadas que nos dio. Después nos condujo hasta una sala de estar, y Helen emitió una nota de admiración, que yo no pude evitar repetir. La sala estaba bañada por una luz verdosa muy agradable, mezclada con tonos rosas y amarillos. Al cabo de un momento caí en la cuenta de que era la luz del sol, que se filtraba a través de unos árboles que se alzaban ante dos ventanas grandes con vaporosas cortinas de un antiguo encaje blanco. La habitación contaba con muebles extraordinarios, muy bajos, tallados en madera oscura, con cojines de ricas telas. Un banco repleto de almohadas cubiertas de encaje corría a lo largo de tres paredes. Las paredes encaladas estaban llenas de grabados y cuadros de Estambul, el retrato de un anciano con fez y otro de un hombre más joven con traje negro, un pergamino enmarcado cubierto de fina caligrafía árabe. Había descoloridas fotografías viradas en sepia de la ciudad y vitrinas que albergaban servicios de café de latón. Las esquinas estaban llenas de jarrones vidriados rebosantes de rosas. Pisábamos mullidas alfombras de color escarlata, rosa y verde claro. En el centro de la sala se alzaba sobre unas patas una gran bandeja redonda, muy pulimentada, como si esperara la siguiente comida.
—Es muy bonita —dijo Helen, al tiempo que se volvía hacia nuestro anfitrión, y recordé el agradable aspecto que adoptaba cuando la sinceridad relajaba las duras arrugas que rodeaban su boca y ojos—. Es como en Las mil y una noches.
Turgut rió y desechó el cumplido con un ademán de su enorme mano, pero no cabía duda de que estaba satisfecho.
—Es todo gracias a mi mujer —dijo—. Quiere mucho nuestras viejas artes y artesanías, y su familia le pasó muchas cosas hermosas. Hasta puede que haya algo del imperio del sultán Mehmet. —Me sonrió—. No hago el café tan bien como ella, eso es lo que me dice, pero haré un esfuerzo máximo.
Nos acomodó en los muebles, muy juntos, y pensé con placer en todos aquellos objetos dignificados por el tiempo que significaban comodidad: almohadón, diván y, al fin y al cabo, una otomana.
El «esfuerzo máximo» de Turgut resultó ser la comida, que trajo de una pequeña cocina situada al otro lado del vestíbulo. Rehusó nuestros insistentes ofrecimientos de ayudarle.
Cómo había conseguido pergeñar un banquete en tan poco tiempo desafiaba a mi imaginación. Debía estar esperándole. Trajo bandejas con salsas y ensaladas, un cuenco con melón, un guiso de carne y verduras, brochetas de pollo, la mezcla omnipresente de pepinos y yogur, café y una avalancha de dulces rellenos de almendras y miel. Comimos con apetito, y Turgut nos animó a devorar hasta que nos quejamos.
—Bien —dijo—. No puedo permitir que mi mujer piense que los he matado de hambre.