La Historiadora (36 page)

Read La Historiadora Online

Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
4.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se volvió hacia nosotros.

Pensar en más comida era imposible, y procuré no mirar a Helen. Ella, sin embargo, dio la impresión de considerar normal la situación.

—Gracias, señora Bora. Es usted muy amable, pero deberíamos regresar a nuestra pensión porque tenemos una cita a las cinco.

¿De veras? Me dejó perplejo, pero le seguí la corriente.

—Exacto. Otros norteamericanos van a venir para tomar una copa, pero esperamos verles a ustedes cuanto antes.

Turgut asintió.

—Voy a buscar de inmediato en mi biblioteca cualquier cosa que pueda ayudarnos. Hemos de pensar en la posibilidad de que la tumba de Drácula esté en Estambul. Tal vez estos planos sean de alguna zona de la ciudad. Tengo algunos libros antiguos sobre la ciudad y amigos que poseen buenas colecciones sobre Estambul. Buscaré esta noche.

—Drácula. —La señora Bora meneó la cabeza—. Me gusta más Shakespeare que Drácula.

Un interés más saludable. Además —nos dirigió una mirada traviesa—, Shakespeare paga nuestras facturas.

Nos despidieron con gran ceremonia, y Turgut nos obligó a prometer que nos encontraríamos con él en el vestíbulo de nuestra pensión a las nueve de la mañana siguiente. Traería nueva información si podía y volveríamos al archivo para ver si se había producido alguna novedad. En el ínterin, advirtió, debíamos proceder con gran cautela, espiando cualquier señal de que nos siguieran u otros peligros. Turgut quiso acompañarnos hasta nuestro alojamiento, pero le aseguramos que tomaríamos el trasbordador sin necesidad de su ayuda. Salía dentro de veinte minutos, dijo. Los Bora nos acompañaron hasta la puerta principal del edificio y nos dijeron adiós cogidos de la mano. Miré hacia atrás una o dos veces mientras nos alejábamos por el túnel que formaban en la calle higueras y álamos.

—Creo que es un matrimonio feliz —comenté a Helen, y me arrepentí de inmediato, porque emitió su característica risita burlona.

—Vamos, yanqui —dijo—. Hemos de ocuparnos de nuevos asuntos.

En circunstancias normales, aquel epíteto me habría hecho sonreír, pero esa vez algo me impulsó a volverme y mirarla con un profundo escalofrío. Otra idea había germinado durante esa extraña visita, y yo la había reprimido hasta el último momento. Cuando me volví hacia Helen y ella sostuvo mi mirada, me quedé asombrado por el parecido entre sus pronunciadas pero bellas facciones y aquella imagen, luminosa y atrayente, oculta tras la cortina de Turgut.

33

Cuando el expreso de Perpiñán hubo desaparecido por completo más allá de los árboles plateados y los tejados del pueblo, Barley se puso en acción.

—Bien, él va en el tren y nosotros no.

—Sí —dije—, y sabe exactamente dónde estamos.

—No por mucho tiempo. —Se acercó a la taquilla de los billetes, donde un anciano parecía estar durmiendo de pie, aunque pronto se recuperó, con aspecto mortificado—. El siguiente tren a Perpiñán no sale hasta mañana por la mañana —informó—. Además, no hay servicio de autobuses a una ciudad importante hasta mañana por la tarde. Sólo dan alojamiento en una granja que se halla a medio kilómetro del pueblo. Podemos dormir allí y volver andando para coger el tren de la mañana.

Podía enfadarme o ponerme a llorar.

—Barley, no puedo esperar hasta mañana por la mañana para tomar un tren a Perpiñán.

Perderemos demasiado tiempo.

—Bien, pues no hay nada más —repuso él irritado—. He preguntado por taxis, coches, tractores, carritos tirados por burro, autostop... ¿Qué más quieres que haga?

Atravesamos el pueblo en silencio. La tarde ya estaba avanzada, un día caluroso y soñoliento, y todas las personas que veíamos en puertas o jardines parecían semiatontadas, como víctimas de un encantamiento. La granja, cuando llegamos, tenía fuera un letrero pintado a mano, y una mesa donde vendían huevos, queso y vino. La mujer que salió, secándose las manos en el proverbial delantal, no pareció sorprendida de vernos. Cuando Barley me presentó como su hermana, sonrió con afabilidad y no hizo preguntas, aunque no llevábamos equipaje. Barley preguntó si tenía sitio para dos personas, y ella contestó «Oui, out», aspirando las vocales, como si estuviera hablando para sí. El corral era de tierra apelmazada, con pocas flores, algunas gallinas y una fila de cubos de plástico bajo el alero, con los establos y la casa de piedra acurrucados a su alrededor de una forma amigable y caprichosa. Podíamos cenar en el jardín que había detrás de la casa, explicó la mujer, y nuestra habitación daba a éste, pues estaba en la parte más antigua del edificio.

Seguimos a nuestra anfitriona en silencio a través de la cocina de vigas bajas, hasta entrar en una pequeña ala donde la ayudante de la cocinera tal vez habría dormido en otra época.

El dormitorio contaba con dos camas individuales en paredes opuestas (lo cual me tranquilizó), así como un gran armario de madera. El cuarto de baño de al lado tenía un retrete pintado y un lavabo. Todo estaba inmaculado, las cortinas almidonadas, el antiguo bordado colgado en una pared bañado por el sol. Entré en el cuarto de baño y me mojé la cara con agua fría, mientras Barley pagaba a la mujer.

Cuando salí, me sugirió que diéramos un paseo. Antes de una hora no estaría la cena preparada. Al principio no quise abandonar los brazos protectores de la granja, pero el sendero estaba fresco bajo los árboles y paseamos junto a las ruinas de lo que debía haber sido una casa muy bonita. Barley saltó sobre la valla y yo le seguí. Las piedras se habían desmoronado, componiendo un plano de los muros originales, y la torre que aún quedaba en pie dotaba al lugar de un aspecto de grandeza pretérita. Había un poco de heno en un pajar semiabierto al aire libre, como si aún utilizaran el edificio como almacén. Una viga de buen tamaño había caído entre los pesebres de los establos.

Barley se sentó en las ruinas y me miró.

—Bien, ya veo que estás furiosa —dijo en tono provocador—. No te importa que te salve de un peligro inmediato, pero sí que estropee tus planes inmediatos.

Su grosería me dejó sin aliento por un instante.

—¿Cómo te atreves? —dije por fin, y me alejé entre las piedras. Oí que él se levantaba y me seguía.

—¿Te habría gustado quedarte en ese tren? —preguntó con voz algo más civilizada.

—Pues claro que no. —No volví la cara—. Pero tú sabes tan bien como yo que mi padre podría estar ya en Saint Matthieu. —Pero Drácula, o quien sea, aún no ha llegado.

—Nos lleva un día de ventaja —repliqué, y miré entre los campos. La iglesia del pueblo se elevaba por encima de una fila lejana de álamos. Todo estaba tan sereno como en un cuadro, y sólo faltaban cabras o vacas.

—En primer lugar —dijo Barley (y le odié por su tono didáctico)—, no sabemos quién iba en ese tren. Tal vez no era el malo en persona. Tiene sus acólitos, según las cartas de tu padre, ¿verdad?

—Peor aún —contesté—. Si era uno de sus esbirros, tal vez esté ya en Saint Matthieu.

—O... —empezó Barley, pero calló. Sabía lo que había estado a punto de decir—. O quizás esté aquí, con nosotros.

—Indicamos con toda precisión dónde nos bajábamos —dije para sacarle del apuro.

—¿Quién se muestra desagradable ahora? —Barley se detuvo detrás de mí y me pasó un brazo sobre los hombros con bastante torpeza, y me di cuenta de que, al menos, había hablado como si creyera en la historia de mi padre. Las lágrimas que se habían esforzado por no brotar se liberaron y resbalaron sobre mis mejillas—. Venga, venga —dijo. Cuando apoyé la cabeza sobre su hombro, noté la camisa caliente debido al sudor y el sol. Al cabo de un momento, me separé y nos dirigimos a nuestra cena silenciosa en el jardín de la granja.

Helen no dijo nada más durante nuestro viaje de vuelta a la pensión, de modo que me contenté con mirar a los transeúntes por si distinguía alguna señal de hostilidad, y miraba a nuestro alrededor y hacia atrás de vez en cuando para ver si nos seguían. Cuando llegamos a nuestras habitaciones, mi mente se había concentrado de nuevo en la frustrante falta de información sobre cómo buscar a Rossi. ¿Cómo iba a ayudarnos una lista de libros, algunos de los cuales, por lo visto, ni siquiera existían ya?

—Ven a mi habitación —dijo Helen sin más ceremonias en cuanto llegamos a la pensión— . Hemos de hablar en privado.

Su falta de gazmoñería me habría divertido en otro momento, pero ahora su cara era tan decidida que sólo pude preguntarme qué tenía en mente. De todos modos, nade habría podido ser menos seductor que su expresión. La cama de su habitación estaba hecha y sus pocas pertenencias ocultas a la vista. Se sentó en el antepecho de la ventana y me señaló una silla.

—Escucha —dijo, al tiempo que se quitaba los guantes y el sombrero—, he estado

pensando en algo. Tengo la impresión de que hemos topado con una verdadera barrera que nos impide acceder a Rossi.

Asentí con semblante sombrío.

—Le he estado dando vueltas a eso desde hace media hora. Sin embargo, es posible que los amigos de Turgut le proporcionen alguna información.

Ella negó con la cabeza.

—Es una búsqueda inane.

—Inútil —corregí.

—Una búsqueda inútil —se corrigió ella—. Creo que hemos dejado de lado una fuente de información muy importante.

La miré fijamente.

—¿Cuál?

—Mi madre —anunció—. Tenías razón cuando me preguntaste por ella, cuando aún estábamos en Estados Unidos. He estado pensando en ella todo el día. Conoció al profesor Rossi mucho antes que tú, y yo nunca le pregunté por él, después de que me dijera que era mí padre. No sé por qué, salvo porque era un tema muy doloroso para ella. También... —

Suspiró—. Mi madre es una persona muy simple. No creía que pudiera aumentar mis conocimientos sobre el trabajo de Rossi. Nunca la presioné demasiado, ni siquiera el año pasado, cuando me dijo que Rossi creía en la existencia de Drácula. Sé lo supersticiosa que es. Pero ahora me pregunto si sabe algo que pudiera ayudarnos a encontrarle.

Sus primeras palabras me habían despertado esperanzas. —Pero ¿cómo podemos hablar con ella? ¿No dijiste que no tenía teléfono?

—No tiene.

—Entonces...

Helen apretó los guantes y dio una leve palmada sobre su rodilla. —Tendremos que ir a verla en persona. Vive en una pequeña ciudad a las afueras de Budapest.

—¿Qué? —Ahora fui yo quien empezó a irritarse—. Ah, muy sencillo. Saltamos a un tren, tú con tu pasaporte húngaro y yo con mi pasaporte estadounidense, y nos dejamos caer a charlar sobre Drácula con tu madre.

Helen sonrió, una reacción inesperada.

—No hay motivos para que te enfades, Paul —dijo—. En Hungría tenemos un proverbio: «Si algo es imposible, significa que puede hacerse».

No tuve otro remedio que reír.

—De acuerdo —dije—. ¿Cuál es el plan? He observado que siempre tienes uno.

—Pues sí, lo tengo. —Alisó sus guantes—. De hecho, confío en que mi tía tenga un plan.

—¿Tu tía?

Helen miró por la ventana, hacia las viejas casas del otro lado de la calle. Casi había anochecido y la luz del Mediterráneo, que me gustaba cada vez más, estaba tiñendo de oro todas las superficies de la ciudad.

—Mi tía ha trabajado en el Ministerio del Interior húngaro desde 1948 y es una persona bastante importante. Conseguí la beca gracias a ella. En mi país no logras nada sin un tío o una tía. Es la hermana mayor de mi madre, y fue quien la ayudó a huir de Rumanía a Hungría, donde mi tía ya estaba viviendo, justo antes de que yo naciera. Ella y yo estamos muy unidas, y hará cualquier cosa que le pida. Al contrario que mi madre, tiene teléfono, y creo que voy a llamarla.

—¿Quieres decir que podría conseguir que tu madre se pusiera al teléfono para hablar con nosotros?

Helen gimió.

—Oh, Señor, ¿crees que podríamos hablar con ellas por teléfono de algo privado o controvertido?

—Lo siento —dije.

—No. Iremos en persona. Mi tía lo arreglará. Así podremos hablar con mi madre. Además —adoptó un tono más suave—, se alegrarán de verme. No está muy lejos de aquí, y hace dos años que no las veo.

—Bien —dije—, estoy dispuesto a hacer casi cualquier cosa por Rossi, aunque me cuesta imaginarme entrando como si tal cosa en la Hungría comunista.

—Ah —dijo Helen—. Entonces aún te costará más imaginarte entrando como si tal cosa, para utilizar tus palabras, en la Rumanía comunista.

Esta vez guardé silencio un momento.

—Lo sé —dije por fin—. Yo también lo he estado pensando. Si resulta que la tumba de Drácula no está en Estambul, ¿dónde podría estar?

Nos callamos un rato, cada uno absorto en sus pensamientos, muy lejos el uno del otro, hasta que Helen se removió.

—Preguntaré a la dueña de la pensión si nos deja llamar desde abajo —dijo—. Mi tía no tardará en llegar a casa del trabajo, y me gustaría hablar con ella cuanto antes.

—¿Puedo acompañarte? —pregunté—. Al fin y al cabo, esto también me concierne.

—Por supuesto.

Helen se puso los guantes y bajamos a acorralar a la casera en su salón. Nos costó diez minutos explicar nuestras intenciones, pero la exhibición de unas cuantas liras turcas, junto con la promesa de pagar hasta el último céntimo la llamada telefónica, facilitó las cosas.

Helen se sentó en una silla y marcó un laberinto de números. Por fin vi que su cara resplandecía.

—Está sonando. —Me dirigió su hermosa y franca sonrisa—. A mi tía no le va a hacer ni un pelo de gracia —dijo. Entonces su cara cambió de nuevo, como si se pusiera en guardia—. ¿Eva? —dijo—. ¡Elena!

Escuché con atención y deduje que debía estar hablando en húngaro. Sabía al menos que el rumano era una lengua romance, y pensé que podría entender algunas palabras, pero lo que Helen decía sonaba como caballos al galope, una estampida que fui incapaz de detener con el oído ni un segundo. Me pregunté si alguna vez hablaba en rumano con su familia, o si tal vez esa faceta de sus vidas había muerto mucho tiempo antes, debido a la presión de tener que adaptarse. Su tono subía y bajaba, interrumpido a veces por una sonrisa y a veces por un leve fruncimiento del ceño. Por lo visto, su tía Eva, al otro lado de la línea, tenía muchas cosas que decir, y a veces Helen escuchaba con atención, para luego desencadenar otra vez aquel extraño retumbar de cascos de caballo silábico.

Daba la impresión de que Helen había olvidado mi presencia, pero de repente alzó la vista y me dedicó una leve sonrisa irónica y un movimiento de cabeza triunfal, como si el resultado de su conversación fuera favorable. Sonrió al auricular y colgó. Al instante, la dueña de la pensión se abalanzó sobre nosotros, al parecer preocupada por la factura del teléfono, de modo que conté a toda prisa la cantidad acordada, más una pequeña propina, y la deposité en sus manos extendidas. Helen ya estaba camino de su habitación y me hizo un gesto para que la siguiera. Consideré innecesario su secretismo, pero ¿qué sabía yo al fin y al cabo?

Other books

A Luring Murder by Stacy Verdick Case
Plague of the Undead by McKinney, Joe
Irrefutable by Dale Roberts
The Acrobats by Mordecai Richler
Searching for Cate by Marie Ferrarella
Cherokee Storm by Janelle Taylor