Authors: Elizabeth Kostova
—Deprisa, Helen —mascullé, y me derrumbé de nuevo en la butaca— La incertidumbre me está matando.
—Buenas noticias —dijo con calma—. Sabía que mi tía procuraría ayudarnos.
—¿Qué demonios le dijiste?
Helen sonrió.
—Bien, no he podido revelar gran cosa por teléfono, y he tenido que hacerlo con mucha formalidad, pero le he dicho que estoy en Estambul, trabajando en una investigación académica con un colega, y que necesitamos cinco días en Budapest para concluir nuestra tarea. Le he explicado que eres un profesor norteamericano y que estamos escribiendo un artículo conjunto.
—¿Sobre qué? —pregunté con cierta aprensión.
—Sobre las relaciones laborales en Europa bajo la ocupación otomana.
—No está mal. No tengo ni idea de eso.
—No pasa nada. —Helen sacudió un poco de pelusa de la rodilla de su pulcra falda negra—. Te explicaré algo sobre el tema.
—Eres digna de tu padre.
Su despreocupada erudición me recordó de repente a Rossi, y el comentario escapó de mi boca antes de pensarlo. La miré enseguida, temeroso de haberla ofendido. Me sorprendió que ésta fuera la primera vez que pensara en ella, con toda naturalidad, como la hija de Rossi, como si en algún momento que no podía concretar hubiera aceptado la idea.
Helen me sorprendió cuando mostró una expresión triste.
—Es un buen argumento para los que defienden la preponderancia de la genética sobre los factores ambientales —fue todo cuanto dijo—. En cualquier caso, Eva sonaba irritada, sobre todo cuando le dije que eras estadounidense. Sabía que se enfadaría, porque siempre cree que soy impulsiva y que corro demasiados riesgos. Es cierto, desde luego. Y también lo es que al principio tenía que parecer enfadada para que sonara convincente por teléfono.
—¿Para que sonara convincente?
—Ha de pensar en su trabajo y en su posición social. No obstante, dijo que nos arreglaría algo y que la llamara mañana por la noche. Así están las cosas. Mi tía es muy lista, de modo que no me cabe duda de que encontrará una manera. Iremos a buscar billetes de ida y vuelta de Budapest a Estambul, tal vez en avión, cuando sepamos algo más.
Suspiré. Pensé en los gastos probables y me pregunté cuánto durarían mis fondos.
—Creo que será un milagro si consigue que yo entre en Hungría y que no tengamos problemas durante la estancia —me limité a decir. Helen rió.
—Ella hace milagros. Por eso no estoy en mi país, trabajando en el centro cultural del pueblo de mi madre.
Bajamos otra vez y, como por mutuo consenso, salimos a la calle.
—No hay gran cosa que hacer —musité—. Hemos de esperar hasta mañana para saber lo que habrán conseguido Turgut y tu tía. Debo decir que esta espera me resulta difícil. ¿Qué vamos a hacer entre tanto?
Helen pensó un momento, parada en la luz cada vez más dorada de la calle. Se había puesto de nuevo los guantes y el sombrero, pero los rayos del sol, ya en declive, arrancaban algún reflejo rojo de su cabello negro.
—Me gustaría seguir visitando la ciudad —contestó por fin—. Al fin y al cabo, es posible que no vuelva nunca. ¿Volvemos a Santa Sofía? Podríamos pasear por la zona antes de ir a cenar.
—Sí, a mí también me gustaría.
No volvimos a hablar durante nuestro paseo hasta el enorme edificio, pero a medida que nos acercábamos y veía sus cúpulas y minaretes llenar el paisaje, noté que nuestro silencio se intensificaba, como si nuestra intimidad hubiera aumentado durante la caminata. Me pregunté si Helen experimentaba la misma sensación y si ello se debía al embrujo de la gigantesca iglesia, ante cuyo tamaño nos sentíamos muy pequeños. Aún seguía meditando sobre lo que Turgut nos había dicho el día anterior: su convicción de que Drácula había dejado una estela de vampirismo en la gran ciudad.
—Helen —dije, aunque no tenía muchas ganas de romper el silencio—, ¿crees que podría estar enterrado aquí, en Estambul? Eso explicaría la angustia del sultán Mehmet después de su muerte, ¿verdad?
—¿Eh? Ah, sí. —Asintió, como si aprobara que no hubiera pronunciado el nombre en la calle—. Una idea interesante, pero ¿no se habría enterado Mehmet del hecho? ¿Y no habría descubierto Turgut algunas pruebas al respecto? Me resulta imposible creer que algo semejante pueda estar oculto en esta ciudad durante siglos.
—También cuesta creer que, de haberse enterado, Mehmet hubiera permitido que uno de sus enemigos fuera enterrado en Estambul.
Dio la impresión de que Helen le daba vueltas a la idea. Casi habíamos llegado a la gran entrada de Santa Sofía.
—Helen —dije poco a poco.
—¿Sí?
Nos detuvimos entre la gente, los turistas y peregrinos que entraban en manadas por la inmensa puerta. Me acerqué más a ella para poder hablar en voz baja, muy cerca de su oído.
—Si existe alguna posibilidad de que la tumba se encuentre aquí, eso podría significar que Rossi también está aquí.
Se volvió y escudriñó mi cara. Sus ojos brillaban y habían aparecido finas arrugas, debidas a la preocupación, en su frente.
—Eso es evidente, Paul.
—He leído en la guía que Estambul también tiene ruinas subterráneas (catacumbas, cisternas), como en Roma. Nos queda al menos un día más antes de irnos. Quizá podríamos hablar de eso con Turgut.
—No es mala idea —admitió Helen—. El palacio de los emperadores bizantinos debía tener una zona subterránea. —Casi sonrió, pero se llevó la mano al pañuelo del cuello, como si algo la preocupara en esa zona—. En cualquier caso, lo que quede del palacio debe estar invadido de espíritus malignos: emperadores que sacaron los ojos a sus primos y ese tipo de cosas. La compañía adecuada.
Como estábamos leyendo con tanta precisión los pensamientos escritos en el rostro de cada uno, e imaginábamos al unísono la extraña e inmensa búsqueda a la que nos podían conducir, al principio no miré con detenimiento la figura que, de repente, parecía estar mirándome fijamente. Además, no era un espectro alto y amenazador, sino un hombre menudo y enclenque, que no destacaba entre la multitud, apoyado en la pared de la iglesia a unos seis metros de distancia.
Entonces, estupefacto, reconocí al pequeño erudito de la barba gris, tocado con un gorro de punto, vestido con camisa y pantalones de tonos oscuros, que había aparecido en el archivo aquella mañana. Pero al instante siguiente la sorpresa fue aún mayor. El hombre había cometido el error de mirarme con tal descaro que de pronto pude ver su cara con claridad entre la muchedumbre. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos, como un espíritu entre los alegres turistas. Eché a corre hacia él y casi tiré a Helen al suelo con la precipitación, pero fue inútil. El hombre se había desvanecido. Se había dado cuenta de que le había visto. Su rostro, la desaliñada barba y el gorro nuevo, era un rostro de mi universidad. Lo había mirado antes de que lo cubrieran con una sábana. Era el rostro del bibliotecario muerto.
Tengo varias fotografías de mi padre del período inmediatamente anterior a su partida de Estados Unidos en busca de Rossi, aunque cuando vi por primera vez esas imágenes, durante mi infancia, no sabía nada acerca de lo que precedían. Una de ellas, que enmarqué hace años y que ahora cuelga sobre mi escritorio, es una imagen en blanco y negro de una época en que el blanco y negro estaba siendo desplazado por las instantáneas en color.
Plasma a mi padre como yo nunca le conocí. Mira directamente a la cámara, la barbilla un poco alzada, como si estuviera a punto de contestar a algo que está diciendo el fotógrafo. Nunca sabré quién fue ese fotógrafo. Me olvidé de preguntar a mi padre si lo recordaba. No pudo haber sido Helen, pero tal vez fue otro amigo, algún compañero de estudios. En 1952 (sólo consta la fecha, con letra de mi padre, en el reverso) estaba en primero de postgrado y ya había empezado su investigación sobre los comerciantes holandeses.
En la fotografía, parece que mi padre está posando al lado de un edificio de la universidad, a juzgar por las obras de sillería gótica del fondo. Tiene un pie apoyado en un banco, con el brazo colgando por encima y la mano cerca de la rodilla. Viste una camisa blanca o de color claro y una corbata a rayas diagonales, pantalones oscuros bien planchados, zapatos relucientes. Tiene la misma complexión que recuerdo de su vida posterior (estatura normal, anchura de espaldas normal, una delgadez agradable, pero no destacable, y que no perdió en la madurez). Sus ojos hundidos se ven grises en la foto, pero eran azul oscuro en la realidad. Con aquellos ojos hundidos y cejas pobladas, los pómulos prominentes, la nariz grande y los labios gruesos entreabiertos en una sonrisa, tiene un aspecto algo simiesco, un aspecto de inteligencia animal. Si la fotografía fuera en color, su pelo lustroso sería del color del bronce bajo la luz del sol. Lo sé porque me lo describió en una ocasión. Cuando le conocí, desde que tengo uso de memoria, tenía el pelo blanco.
Aquella noche, en Estambul, supe lo que era una noche de insomnio. Para empezar, el horror del momento en que vi viva una cara muerta y traté de comprender lo que había visto. Ese solo momento hubiera bastado para mantenerme despierto. Y luego, saber que el bibliotecario muerto me había visto, desapareciendo a continuación, me hizo tomar conciencia de la terrible vulnerabilidad de los papeles guardados en mi maletín. Sabía que Helen y yo poseíamos una copia del mapa. ¿Había aparecido en Estambul porque nos estaba siguiendo o había imaginado que el original del mapa estaba en la ciudad? O bien, si no lo había descubierto sin ayuda, ¿tenía acceso a alguna fuente de información desconocida para mí? Había examinado los documentos del archivo del sultán Mehmet al menos en una ocasión. ¿Había visto los mapas originales y luego los había copiado? Yo no podía responder a estos acertijos y no podía correr el riesgo de dormirme cuando pensaba en lo mucho que codiciaba aquel ser nuestra copia del mapa y en la forma en que había saltado sobre Helen para estrangularla en la biblioteca de nuestra universidad. El hecho de que la había mordido, de que tal vez le había empezado a gustar su sabor, me ponía aún más nervioso.
Si todo eso no hubiera sido suficiente para mantenerme con los ojos bien abiertos aquella noche, mientras las horas transcurrían en un silencio cada vez más abrumador, estaba aquel rostro dormido no muy lejos del mío..., pero tampoco tan cerca. Había insistido en que Helen durmiera en mí cama, mientras yo ocupaba la raída butaca. Si mis párpados se cerraron una o dos veces, una mirada a aquel rostro enérgico y serio me embargaba de angustia, tonificante como agua fría. Helen había querido quedarse en su habitación (¿qué pensaría la casera si nos descubría?), pero yo insistí hasta que ella accedió, aunque irritada, a permanecer bajo mi ojo vigilante. Yo había visto demasiadas películas, o leído demasiadas novelas, incluyendo la de Stoker, para dudar de que una dama abandonada de noche a su soledad, siquiera unas pocas horas, podía ser la siguiente víctima del monstruo.
Ella estaba lo bastante cansada para dormir, y yo intuía que también estaba asustada. Ese tufillo a miedo que proyectaba me asustaba más que los sollozos de terror de otra mujer y enviaba una sutil descarga de cafeína a mis venas. Y tal vez era posible que algo de la languidez y suavidad de su forma, por lo general derecha como un huso, su determinación diurna, mantuviera mis ojos abiertos. Estaba tendida de costado, con una mano bajo mi almohada, sus rizos más oscuros que nunca en contraste con aquella blancura.
No podía decidirme a leer o escribir. Tampoco albergaba el menor deseo de abrir mi maletín, que en cualquier caso había escondido debajo de la cama donde dormía Helen.
Pero las horas pasaban, y no había misteriosos arañazos en el pasillo, ni chasquidos en la cerradura, ni humo que se colara en silencio bajo la puerta, ni batir de alas en la ventana.
Por fin, una luz grisácea se insinuó en la habitación y Helen suspiró como si presintiera la llegada del día. Después un haz de luz se filtró a través de los postigos y ella se removió.
Cogí mi chaqueta, saqué el maletín de debajo de la cama con el mayor sigilo posible y me fui con prudencia, para esperarla en la entrada de abajo.
Aún no eran las seis, pero un potente olor a café venía de algún sitio de la casa, y ante mi sorpresa encontré a Turgut sentado en una de las butacas adornadas con bordados, con una carpeta negra sobre el regazo. Parecía muy despejado y despierto, y cuando entré se levantó de un brinco para estrechar mi mano.
—Buenos días, amigo mío. Gracias a los dioses que le he encontrado enseguida.
—Yo también le doy las gracias por su presencia —contesté, y me hundí en una butaca a su lado—. ¿Qué demonios le trae por aquí tan temprano?
—No podía esperar más, porque tengo noticias para usted. —Yo también tengo noticias para usted —dije con semblante sombrío—. Usted primero, doctor Bora.
—Turgut —me corrigió con aire ausente—. Mira esto. —Empezó a desanudar el hilo de la carpeta—. Tal como te prometí, anoche revisé mis papeles. He hecho copias del material de los archivos, tal como has visto, y también he reunido muchos informes diferentes de acontecimientos ocurridos en Estambul durante el período de la vida de Vlad y posteriores a su muerte.
Suspiró.
—Algunos de estos papeles hablan de misteriosos sucesos acaecidos en la ciudad, de muertes, y de rumores de vampirismo. También he reunido toda la información posible procedente de libros sobre la Orden del Dragón de Valaquia. Pero anoche no pude encontrar nada nuevo. Entonces, llamé a mi amigo Selim Aksoy. No está en la universidad, tiene una tienda, pero es un hombre muy instruido. Sabe más sobre libros que nadie en Estambul, y en especial sobre libros acerca de historias y leyendas de nuestra ciudad. Es una persona muy atenta y me permitió buscar en su librería durante casi toda la noche. Le pedí que tratara de encontrar cualquier pista de algún valaco que hubiera sido enterrado en Estambul a finales del siglo quince o de tina tumba relacionada con Valaquia, Transilvania o la Orden del Dragón. También le enseñé, no por primera vez, mis copias de los planos y mi libro del dragón, y le expliqué tu teoría de que esas imágenes representan un emplazamiento, el emplazamiento de la tumba del Empalador.
Juntos examinamos muchas, muchas páginas de la historia de Estambul y miramos grabados antiguos y las libretas en que él copia muchas cosas que descubre en bibliotecas y museos. Es muy trabajador este Selim Aksoy. No tiene mujer, ni familia, ni otros intereses.