La Historiadora (41 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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olor a libros viejos. ¿Sabes ese olor a pergamino, piel y... algo más?

Lo sabía, y no tenía ganas de reírme.

—Se fue un segundo después, y caminó sin darse prisa hacia la cocina del restaurante, y yo me quedé con la sensación de que había querido enseñarme algo... Su cara, quizás. Había querido que le mirara con atención, pero no había nada concreto capaz de justificar mi terror. —Turgut parecía pálido ahora, cuando se reclinó en su butaca medieval—. Para calmar mis nervios, añadí un poco de azúcar al té, cogí la cuchara y lo revolví. Tenía toda la intención de calmarme con la bebida caliente, pero entonces ocurrió algo muy, muy peculiar.

Enmudeció como si lamentara haber empezado a contar la historia. Yo conocía muy bien esa sensación, y asentí para animarle.

—Continúa, por favor.

—Parece raro decirlo ahora, pero es la verdad. El vapor se elevó de la taza... ¿Sabes cómo remolinea el vapor cuando remueves algo caliente? Pues cuando revolví el té, el humo se elevó en la forma de un dragón diminuto, que remolineó sobre mi taza. Flotó unos segundos antes de desvanecerse. Lo vi con mis propios ojos. Ya puedes imaginar cómo me sentí, sin confiar en mis sentidos por un momento, y después recogí a toda prisa mis papeles, pagué y me fui.

Yo tenía la boca seca.

—¿Volviste a ver al camarero?

—Nunca. Estuve unas semanas sin volver al restaurante, pero luego la curiosidad me pudo, y entré otra vez después de anochecer, pero no le vi. Incluso pregunté por él a uno de los camareros, y dijo que aquel hombre había trabajado allí muy poco tiempo, y ni siquiera sabía su apellido. El hombre se llamaba Akmar. Nunca más volví a verle.

—Y crees que su cara demostraba que era...

Me interrumpí.

—Yo estaba aterrorizado. Es lo único que habría sido capaz de decirte en aquel momento.

Cuando vi la cara del bibliotecario que os persigue, pensé que ya la conocía. No es sólo la cara de la muerte. Hay algo en la expresión... —Se volvió inquieto y miró hacia el hueco donde estaba alojado el cuadro, cubierto por las cortinas—. Lo que más me intimida de tu historia, de la información que acabas de darme, es que ese bibliotecario estadounidense ha progresado más hacia su condenación espiritual desde la primera vez que le viste.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando atacó a la señorita Rossi en la biblioteca de vuestra universidad, pudiste derribarle. Pero mí amigo del archivo, a quien atacó esta mañana, dice que es muy fuerte, y mi amigo no es mucho más delgado que tú. El monstruo, ay, también extrajo una gran cantidad de sangre a mi amigo. Y no obstante, ese vampiro estaba a plena luz del día cuando le vimos, de manera que no puede estar corrompido por completo. Conjeturo que el ser fue vaciado de vida una segunda vez, bien en tu universidad, o aquí en Estambul, y si tiene contactos en la ciudad recibirá su tercera bendición maligna muy pronto y se convertirá en un No Muerto.

—Sí —dije—. No podemos hacer nada por el bibliotecario estadounidense si no le encontramos, y tú tendrás que vigilar con mucho cuidado a tu amigo.

—Lo haré —dijo Turgut con sombrío énfasis. Guardó silencio un momento y dirigió su atención de nuevo a la estantería. Sacó de su colección sin decir palabra un álbum grande con letras latinas en la portada—. Rumano —me dijo—. Es una colección de imágenes de iglesias de Transilvania y Valaquía, obra de un historiador de arte que murió hace poco.

Reprodujo muchas imágenes de iglesias que fueron destruidas durante la guerra, lamento decirlo. Por lo tanto, este libro es de gran valor. —Puso el volumen en mi mano—. ¿Por qué no miras la página veinticinco?

Obedecí. La lámina en color de un mural ocupaba las dos páginas. Había una pequeña fotografía en blanco y negro de la iglesia que lo había alojado, un edificio elegante de campanarios retorcidos. Pero fue la fotografía más grande la que llamó mi atención. A la izquierda asomaba la figura de un feroz dragón en pleno vuelo, con la cola ensortijada no una, sino dos veces, con un ojo dorado de mirada maníaca, y de cuya boca surgían llamas.

Parecía a punto de abalanzarse sobre la figura de la derecha, un hombre agachado con cota de malla y turbante a rayas. El hombre lo miraba aterrorizado, con la curva cimitarra en una mano y un escudo redondo en la otra. Al principio creí que se hallaba en un campo sembrado de extrañas plantas, pero cuando miré con detenimiento vi que los objetos dispersos alrededor de sus rodillas eran personas, todo un bosque en miniatura, y que todas se retorcían, empaladas en una estaca. Algunas llevaban turbante, como el gigante que se alzaba en medio, pero otras iban vestidas como campesinos. Unas pocas exhibían brocados ondeantes y altos gorros de piel. Había cabezas rubias y morenas, nobles de largos bigotes castaños, e incluso algunos sacerdotes o monjes con hábitos negros y gorros altos. Había mujeres con trenzas colgantes, jóvenes desnudos, niños. Incluso uno o dos animales. Todos padeciendo una agonía atroz.

Turgut me estaba mirando.

—La iglesia fue fundada por Drácula durante su segundo reinado —dijo en voz baja.

Me quedé mirando la foto un momento más. Después ya no pude aguantar más y cerré el libro. Turgut lo tomó de mi mano y lo guardó. Cuando se volvió hacia mí, su mirada era feroz.

—Y bien, amigo mío, dime, ¿cómo piensas encontrar al profesor Rossi?

Su pregunta a bocajarro me recordó que este asunto descansaba sobre todo en mis manos, al fin y al cabo, y suspiré en voz alta bien a mi pesar.

—Aún estoy intentando reunir información —admití—, y a pesar de tu generoso trabajo de anoche y el del señor Aksoy, creo que no sabemos gran cosa. Tal vez Vlad Drácula hizo alguna aparición en Estambul después de su muerte, pero ¿cómo podemos averiguar si fue enterrado aquí y si aún sigue enterrado en esta ciudad? Eso continúa siendo un misterio para mí. En cuanto a nuestro próximo paso, sólo puedo decirte que nos vamos a Budapest unos días.

—¿A Budapest?

Casi vi como las conjeturas se reflejaban en su ancha cara.

Sí. Recordarás que Helen te contó la historia de su madre y el profesor, su padre. Ella está convencida de que su madre puede poseer información que nunca ha revelado, de modo que vamos a hablar con ella en persona. La tía de Helen es alguien importante del Gobierno y arreglará las cosas para que podamos ir, espero.

—Ah. —Casi sonrió—. Hay que dar gracias a los dioses por los amigos importantes.

¿Cuándo os iréis?

—Tal vez mañana o pasado. Nos quedaremos cinco o seis días, me parece, y luego volveremos.

—Muy bien. Has de llevarte esto.

Turgut se levantó sin previo aviso y sacó de un armarito el equipo de cazar vampiros que nos había enseñado el día anterior. Lo dejó delante de mí.

—Pero esto es uno de tus tesoros —protesté—. En cualquier caso, no nos lo dejarán pasar en la aduana.

—Ah, pero no hay que enseñarlo en la aduana. Tenéis que esconderlo con sumo cuidado.

Mira en la maleta, a ver sí puedes guardarlo entre la ropa blanca o, mejor aún, que lo lleve la señorita Rossi. No registrarán con demasiado detenimiento el equipaje de una dama. —

Cabeceó para darme ánimos—. Pero mi corazón no estará tranquilo a menos que lo aceptes.

Mientras estés en Budapest, yo examinaré muchos libros para intentar ayudarte, pero tú irás en pos de un monstruo. De momento, guárdalo en el maletín. Es muy delgado y ligero. —

Cogí el estuche de madera sin decir palabra y lo guardé al lado de mi libro del dragón—. Y mientras interrogas a la madre de Helen, yo buscaré por aquí cualquier pista de una tumba.

Aún no he renunciado a la idea. —Entornó los ojos—. Eso explicaría las plagas que han maldecido nuestra ciudad desde el período del que estamos hablando. Si además de poderlas explicar pudiéramos ponerles fin...

En aquel momento, la puerta de su estudio se abrió y la señora Bora asomó la cabeza para llamarnos a comer. Fue un banquete tan delicioso como el del día anterior, aunque mucho más sombrío. Helen estaba callada y parecía cansada, la señora Bora pasaba platos con elegancia silenciosa, y el señor Erozan, si bien se levantó un rato para estar con nosotros, no comió gran cosa. Sin embargo, la señora Bora le obligó a beber unas cuantas copas de vino tinto y a comer un poco de carne, lo cual pareció reanimarle un poco. Hasta Turgut estaba retraído, con aspecto melancólico. Helen y yo nos marchamos en cuanto la cortesía nos lo permitió.

Turgut nos despidió en la puerta del edificio y estrechó nuestras manos con su cordialidad habitual. Nos rogó que le llamáramos en cuanto hubiéramos trazado nuestros planes de viaje y prometió su inquebrantable hospitalidad a nuestro regreso. Después me hizo una señal con la cabeza y dio unas palmaditas sobre mi maletín, y me di cuenta de que se estaba refiriendo en silencio al equipo que contenía. Asentí a modo de respuesta e hice un ademán en dirección a Helen para indicarle que se lo explicaría más tarde. Turgut agitó la mano hasta que ya no pudimos verle bajo los tilos y álamos, y cuando le perdimos de vista, Helen me cogió del brazo. El aíre olía a lilas, y por un momento, en aquella señorial calle gris, paseando entre manchas de sol polvorientas, casi creí que estábamos de vacaciones en París.

37

Helen estaba muy cansada, y la dejé a regañadientes para que descabezara un sueñecito en la pensión. No me gustaba que se quedara sola, pero ella señaló que la luz del día debía ser protección suficiente. Aunque el pérfido bibliotecario conociera nuestro paradero, no era probable que pudiera entrar en habitaciones cerradas con llave en pleno día, y además Helen llevaba encima su crucifijo. Faltaban varías horas para que pudiera volver a llamar a su tía, y debíamos esperar sus instrucciones para preparar el viaje. Dejé mi maletín a su cuidado y me obligué a salir a la calle, pues pensaba que me volvería loco si me quedaba y fingía leer o intentaba pensar.

Me pareció una buena oportunidad de ver algo más de Estambul, y me encaminé hacia el complejo del palacio de Topkapi, una especie de laberinto con cúpulas, encargado por el sultán Mehmet como nueva sede de su conquista. Me había atraído desde la primera tarde que habíamos pasado en la ciudad, tanto por el aspecto que presentaba desde lejos como por la descripción de la guía. Topkapi abarca una amplia zona de la punta de Estambul, y el agua lo protege por tres lados: el Bósforo, el Cuerno de Oro y el mar de Mármara.

Sospechaba que, si me lo perdía, me perdería la esencia de la historia otomana de Estambul.

Quizá me estaba alejando una vez más de Rossi, pero pensé que él habría hecho lo mismo si hubiera tenido a su disposición varias horas libres.

Me decepcionó averiguar, mientras paseaba por los parques, patios y pabellones donde había latido el corazón del imperio durante cientos de años, que se exhibían muy pocas cosas de la época del sultán Mehmet, aparte de unos pocos objetos de su tesoro y algunas espadas que le pertenecieron, melladas y rayadas a causa de su prodigioso uso. Creo que, más que nada, esperaba ver otra faceta del sultán cuyo ejército había luchado contra Vlad Drácula y cuya policía se había preocupado por la seguridad de su supuesta tumba en Snagov. Era más bien, pensé (al recordar la partida que jugaban los ancianos en el bazar), como intentar determinar la posición del shah de tu contrincante en una partida de shahmat, cuando sólo conoces la del tuyo.

No obstante, había muchas cosas en el palacio capaces de ocupar mis pensamientos. Según lo que Helen me había contado el día anterior, se trataba de un mundo en el que más de cinco mil sirvientes, con títulos como «Gran Enrollador de Turbantes», habían obedecido en otro tiempo la voluntad del sultán, donde los eunucos protegían la virtud de su enorme harén en lo que no dejaba de ser una cárcel lujosa. Desde aquí, Solimán el Magnífico, que reinó a mediados del siglo XVI, había consolidado el imperio, codificado sus leyes y convertido Estambul en una metrópolis tan gloriosa como lo había sido bajo el gobierno de los emperadores bizantinos. Al igual que ellos, el sultán había peregrinado una vez a la semana a esta ciudad para rezar en Santa Sofía. Pero los viernes, el día santo de los musulmanes, no los domingos. Era un mundo de rígidos protocolos y banquetes suntuosos, de telas maravillosas y bellas baldosas sensuales, de visires vestidos de verde y chambelanes vestidos de rojo, de botas coloreadas con gran fantasía y altos turbantes.

Me había sorprendido en particular la descripción que me había hecho Helen de los jenízaros, un soberbio cuerpo de guardia formado por niños robados a lo largo y ancho del imperio. Sabía que había leído algo sobre esos muchachos cristianos, nacidos en lugares como Serbia y Valaquia y educados en el Islam, adiestrados para odiar a los pueblos de donde procedían y lanzados contra ellos cuando llegaban a la madurez, como halcones asesinos. Había visto imágenes de los jenízaros en alguna parte, de hecho, tal vez en un libro de pintura. Cuando pensé en sus jóvenes rostros inexpresivos, en formación para defender al sultán, sentí intensificarse el frío de los edificios que me rodeaban.

Mientras pasaba de una habitación a otra, se me ocurrió que el joven Vlad Drácula habría podido ser un excelente jenízaro. El imperio había perdido una gran oportunidad, la oportunidad de añadir un poco más de crueldad a su enorme fuerza. Tendrían que haberle capturado muy joven, pensé, para luego retenerle tal vez en Asia Menor en lugar de devolverlo a su padre. Había sido demasiado independiente después de eso, un renegado, leal sólo a sí mismo, tan veloz a la hora de exterminar a sus propios seguidores como a los enemigos turcos. Como Stalin. Me sorprendí con este salto mental cuando desvié la vista hacia el brillo del Bósforo. Stalin había muerto el año anterior, y nuevos relatos de sus atrocidades se habían filtrado a la prensa occidental. Recordé un informe acerca de un general, en apariencia leal, al que Stalin había acusado, justo antes de la guerra, de querer derrocarle. Habían secuestrado al general en su apartamento en plena noche, para luego colgarlo cabeza abajo de las vigas de una transitada estación de tren, en las afueras de Moscú, durante varios días, hasta que murió. Todos los pasajeros que habían subido y bajado de los trenes le habían visto, pero nadie osó mirar dos veces en su dirección. Mucho después la gente del barrio ni siquiera había sido capaz de ponerse de acuerdo sobre la veracidad del hecho.

Este inquietante pensamiento me siguió de una maravillosa habitación del palacio a otra. En todas partes presentía algo siniestro o peligroso, que bien podía ser la abrumadora evidencia del supremo poder del sultán, un poder no tanto oculto como revelado por los estrechos corredores, los pasillos serpenteantes, las ventanas con barrotes, los jardines con claustros.

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